El 17 de septiembre del año 111, Plinio Secundo el Joven, sobrino del famoso autor de la Naturalis Historia, era encargado como legatus Augusti pro praetore del gobierno de la provincia de Bitinia y del Ponto, es decir, de todo el litoral norte del Asia Menor, que va del Helesponto a la punta de Sínope. Para poner orden en una provincia antes explotada que administrada por los anteriores gobernadores, Plinio se dio una gira de inspección, y fué probablemente en Aimastris, la ciudad que fue, a partir del siglo II, el centro del cristianismo del Ponto, donde se le planteó el más grave problema de su gobierno: la población entera, o poco menos era cristiana. Trajano, el optimus princeps, como le llamó el mismo Plinio, penetrado de la soberanía romana, que él tan magníficamente encarnaba, había renovado la antigua ley que prohibía las asociaciones no autorizadas. Plinio, su fiel servidor, promulgó en su provincia el edicto imperial, que caía de golpe sobre las Iglesias cristianas, asociaciones ilícitas desde el institutum Neronianum. Las denuncias contra los cristianos llueven sobre el gobernador. Era el momento propicio para que el vencido paganismo tomara su venganza y desquite. Los templos de los dioses estaban quedándose abandonados; nadie se acercaba a comprar las carnes de los sacrificios. Gentes de toda edad, sexo y condición se habían pasado a la nueva religión. Aquello tenía caracteres de contagio. En realidad, era cosecha de la siembra apostólica de San Pablo y, con toda probabilidad, también de San Pedro, que evangelizaron aquellas tierras asiáticas, feraces y bien preparadas para la semilla del Evangelio.
Plinio inicia los procesos contra los cristianos, a los que por cierto jamás había asistido: Cognitionibus de Christianis interfui nunquam. Pronto una nube de perplejidades le envuelve. ¿Qué hacer con aquellas gentes, a todas luces inofensivas? Se le presentaban lo mismo niños o muchachos delicados que hombres maduros y robustos. Había quienes perseveraban obstinados en su fe y quienes renegaban o habían renegado de ella. ¿Qué hacer con estos últimos? ¿Bastaba el arrepentimiento para absolverlos? ¿Era delito el solo nombre de cristiano, o había que investigar las infamias (flagitia) que pudieran ir anejas al nombre? Y luego, el número enorme de complicados. ¿Había que devastar una provincia, o ciudades enteras? Algunas ejecuciones habían sido ya ordenadas; ante el número enorme que hubiera sido preciso, el gobernador, con un sentido de humanidad que le enaltece, suspende los procesos y decide, como en todo caso de duda, consultar al emperador. Una secreta esperanza le mueve todavía. El contagio de la religión cristiana parece (videtur) puede ser detenido y remediado. Bastaria, según parecer del gobernador, que se abriera la puerta al arrepentimiento y al perdón.
Tal fue la ocasión de la famosa carta de Plinio a Trajano, escrita el 112, que es uno de los más preciosos documentos sobre la vida de la primitiva Iglesia que haya llegado hasta nosotros. Su autenticidad, discutida tendenciosamente, está hoy universalmente reconocida.
No menos famosa es la respuesta o rescripto de Trajano a su lugarteniente. En él se sienta la jurisprudencia que ha de regir durante todo el siglo II en las causas procesos de los cristianos. Estos—que se supone fuera de la ley—no han de ser buscados de oficio por la autoridad; mas si son denunciados y se los convence, han de ser castigados, entiéndese que con la pena capital. El Apostata queda, por el mero hecho, en libertad. Extraña jurisprudencia, sin duda. Hacia el año 197, cuando aún está ésta en vigor, Tertuliano, jurisconsulto, cristiano y violento, publica su obra maestra, el Apologeticum, dirigido a los gobernadores de provincia del Imperio romano: Romani Imperii antistites. Nadie como él para poner de manifiesto la intima contradicción de este expediente del óptimo príncipe y mejor de los hombres, a quien, sin embargo, no cuenta en el número de los perseguidores de la Iglesia. En lógica jurídica, Tertuliano tiene toda razón; mas pedirle a Trajano, como gobernante del imperio, que declarara al cristianismo religión licita, como religión de la pura adoración de Dios en espíritu y en verdad, era pedirle dar un salto de siglos, pasando por encima de toda la tradición antigua que él justamente encarnaba. Tan imposible es acelerar la marcha de la historia como el curso de los astros. Trajano, como optimus princeps, hizo lo que pudo hacer: mitigar la legislación de exterminio del institutum Neronianum. Los cristianos pudieron protestar, como protesta Tertuliano, en nombre de la lógica; pero lo mismo pudieran haber protestado los paganos; mas como es conveniente que haya herejías, también conviene que haya cosas ilógicas... Como quiera, por valor de documento, he aquí el resumen que hace Tertuliano de la carta de Plinio y de la respuesta imperial:
"Más bien hallamos que fue prohibida toda pesquisa contra nosotros. En efecto, siendo Plinio Segundo gobernador de una provincia, después de condenar algunos cristianos y obligar a otros a renegar de la fe, espantado por la misma muchedumbre, consultó a Trajano, a la sazón emperador, sobre qué debía hacer en adelante, alegándole que, aparte la obstinación en no querer sacrificar, nada había hallado en la religión de ellos, sino ciertas reuniones antes del día para cantar a Cristo como a Dios y para estrechar la disciplina, reuniones en que se prohibía el homicidio, el adulterio, el fraude, la perfidia y demás crímenes. Entonces Trajano respondió que este linaje de gentes no debía ser objeto de pesquisa policíaca; mas de ser delatados, era menester castigarlos.
¡Oh sentencia forzosamente confusa! Prohibe se los busque como inocentes y manda se los castigue como culpables. Perdona y es cruel, disimula y castiga. ¿Cómo es, ¡oh censor!, que te censuras a ti mismo? Si condenas, ¿cómo es que no haces también pesquisas? Si no las haces, ¿por qué no absuelves? Para dar batida a los salteadores, por todas las provincias se establecen puestos de soldados; contra los reos de lesa majestad y los públicos enemigos, todo ciudadano es soldado y la pesquisa se extiende a los cómplices y confabulados. Sólo al cristiano no es lícito buscarlo; sí, en cambio, es lícito delatarle, como si el término de la inquisición pudiera ser otro que la delación. Condenáis, pues, a un denunciado a quien nadie quiso se le buscara; ése tal, a lo que alcanzo, no mereció la pena por ser culpable, sino porque, no debiendo ser buscado, fue hallado".
Y, sin embargo, también el abogado queda prendido en la red viva de lo ilógico y reconoce más adelante que, en definitiva, la medida de Trajano era un adelanto respecto a la legislación neroniana:
"¿Qué leyes son, pues, ésas que sólo aplican contra nosotros los impíos, los inicuos, los torpes, los sanguinarios, los vanos, los dementes (Nerón y Domiciano); leyes, en cambio, que Trajano dejó en parte sin vigor al prohibir que se buscara a los cristianos; cuya aplicación no urgieron ni Adriano, por más que fué explorador de toda curiosidad, ni Vespasiano, no obstante haber debelado a los judíos, ni Pío ni Vero?"
Carta de Plinio a Trajano.
(Epistolarum 1. X, 96.)
"Cayo Plinio a Trajano, emperador. Es costumbre en mí, señor, darte cuenta de todo asunto que me ofrece dudas. ¿Quién, en efecto, puede mejor dirigirme en mis vacilaciones o instruirme en mi ignorancia? Nunca he asistido a procesos de cristianos. De ahí que ignore qué sea costumbre y hasta qué grado castigar o investigar en tales casos. Ni fue tampoco mediana mi perplejidad sobre si debe hacerse alguna diferencia de las edades, o nada tenga que ver tratarse de muchachos de tierna edad o de gentes más robustas; si se puede perdonar al que se arrepiente, o nada le valga a quien en absoluto fue cristiano haber dejado de serlo; si hay, en fin, que castigar el nombre mismo, aun cuando ningún hecho vergonzoso le acompaña, o sólo los crímenes que pueden ir anejos al nombre. Por de pronto, respecto a los que me eran delatados como cristianos, he seguido el procedimiento siguiente: empecé por interrogarles a ellos mismos. Si confesaban ser cristianos, los volvía a interrogar segunda y tercera vez con amenaza de suplicio. A los que persistían, los mandé ejecutar. Pues fuera lo que se fuere lo que confesaban, lo que no ofrecía duda es que su pertinacia y obstinación inflexible tenía que ser castigada. Otros hubo, atacados de semejante locura, de los que, por ser ciudadanos romanos, tomé nota para ser remitidos a la Urbe. Luego, a lo largo del proceso, como suele suceder, al complicarse la causa, se presentaron varios casos particulares. Se me presentó un memorial, sin firma, con una larga lista de nombres. A los que negaban ser o haber sido cristianos, y lo probaban invocando, con fórmula por mí propuesta, a los dioses y ofreciendo incienso y vino a tu estatua, que para este fin mandé traer al tribunal con las imágenes de las divinidades, y maldiciendo por último a Cristo —cosas todas que se dice ser imposible forzar a hacer a los que son de verdad cristianos—, juzgué que debían ser puestos en libertad. Otros, incluidos en las listas del delator, dijeron sí ser cristianos, pero inmediatamente lo negaron; es decir, que lo habían sido, pero habían dejado de serlo, unos desde hacía tres años, otros desde más, y aun hubo quien desde veinte. Estos también, todos, adoraron tu estatua y la de los dioses y blasfemaron de Cristo.
Ahora bien, afirmaban éstos que, en suma, su crimen o, si se quiere, su error se había reducido a haber tenido por costumbre, en días señalados, reunirse antes de rayar el sol y cantar, alternando entre sí a coro, un himno a Cristo como a Dios y obligarse por solemne juramento no a crimen alguno, sino a no cometer hurtos ni latrocinios ni adulterios, a no faltar a la palabra dada, a no negar, al reclamárseles, el depósito confiado. Terminado todo eso, decían que la costumbre era retirarse cada uno a su casa y reunirse nuevamente para tomar una comida, ordinaria, empero, e inofensiva; y aun eso mismo, lo habian dejado de hacer después de mi edicto por el que, conforme a tu mandato, había prohibido las asociaciones secretas (helenas).
Con estos informes, me pareció todavía más necesario inquirir qué hubiera en todo ello de verdad, aun por la aplicación del tormento a dos esclavas que se decían "ministras" o diaconisas. Ninguna otra cosa hallé, sino una superstición perversa y desmedida. Por ello, suspendidos los procesos, he acudido a consultarte. El asunto, efectivamente, me ha parecido que valía la pena de ser consultado, atendido, sobre todo, el número de los que están acusados. Porque es el caso que muchos, de toda edad, de toda condición, de uno y otro sexo, son todavía llamados en justicia, y lo serán en adelante. Y es que el contagio de esta superstición ha invadido no sólo las ciudades, sino hasta las aldeas y los campos; mas, al parecer, aun puede detenerse y remediarse. Lo cierto es que, como puede fácilmente comprobarse, los templos, antes ya casi desolados, han empezado a frecuentarse, y las solemnidades sagradas, por largo tiempo interrumpidas, nuevamente se celebran, y que, en fin, las carnes de las víctimas, para las que no se hallaba antes sino un rarísimo comprador, tienen ahora excelente mercado. De ahí puede conjeturarse qué muchedumbre de hombres pudiera enmendarse con sólo dar lugar al arrepentimiento."
Rescripto del emperador Trajano sobre los cristianos.
"Trajano a Plinio. Has seguido, Segundo mío, el procedimiento que debiste en el despacho de las causas de los cristianos que te han sido delatados. Efectivamente, no puede establecerse una norma general, que haya de tener como una forma fija. No se los debe buscar; si son delatados y quedan convictos, deben ser castigados; de modo, sin embargo, que quien negare ser cristiano y lo ponga de manifiesto por obra, es decir, rindiendo culto a nuestros dioses, por más que ofrezca sospechas por lo pasado, debe alcanzar perdón en gracia de su arrepentimiento. Los memoriales, en cambio, que se presenten sin firma, no deben admitirse en ningún género de acusación, pues es cosa de pésimo ejemplo e impropia de nuestro tiempo."
1 comentario:
Gracias por crear esta pagina,me salvaste en una tarea del teacher
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