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viernes, 27 de mayo de 2011

Dificultades contra la infalibilidad del Papa.

Los Papas Liberio, Honorio, Alejandro VI, Zacarías. Las Cruzadas. Galileo.
La canonización de Juana de Arco. Supresión de la Compañía de Jesús.


¿Cómo pudo ser infalible el Papa Liberio (352-66), si sabemos que aprobó la herejía arriana y se apartó de Atanasio, el gran defensor del credo niceno?
En primer lugar, la infalibilidad pontificia no tiene nada que ver con los errores y aun pecados que pudieran cometer individualmente algunos Papas. El Papa sólo es infalible cuando habla ex cathedra a todo el rebaño de Cristo sobre algo concerniente a la fe y buenas costumbres. Desde el principio de su reinado, el Papa Liberio fue amigo íntimo de Atanasio y defensor acérrimo de la fe contra el arriano emperador Constancio. Precisamente por esto fue tomado preso en Roma por el prefecto Leoncio y llevado a los tribunales de Milán. Como se negase allí a rechazar la fe de Nicea, fue desterrado a Berea de Tracia. Después de dos años de destierro, deseando volver a Roma, firmó, no un credo de la herejía arriana, sino el credo del llamado partido medio, o partido de conciliación, que no era un ataque a la fe ortodoxa, pero que omitía el omoousios de Nicea. Liberio añadió una positiva declaración en la que quedaba a salvo la consustancialidad del Hijo con el Padre. Fue, ciertamente, una debilidad lamentable que contrasta notablemente con el fervor y arrojo que dos años antes había mostrado en Milán; pero, como nos dice San Atanasio en su Historia del arrianismo, a Liberio se le forzó a firmar, y no obedeció hasta que se le amenazó con la muerte. Los historiadores en general niegan la autenticidad de las cartas de Liberio, conservadas en los Fragmentos de Hilario. Es, ciertamente, significativo que muchos Padres y Papas del siglo IV hablan de Liberio en términos por demás encomiásticos, alabando su santidad y su ortodoxia, como San Ambrosio, San Basilio y los Papas Siricio y Anastasio.

El hecho de que el VI Concilio ecuménico, en 681, condenó al Papa Honorio por hereje, ¿no muestra que los obispos de entonces no tenían ni idea de la infalibilidad del Papa?
No, señor. Las dos cartas que escribió Honorio a Sergio, patriarca de Constantinopla, no definen nada en materia de fe. Y si no definen, la respuesta debiera terminar aquí. Pero vamos a analizarla. Por el lenguaje que usa en esas cartas se ve que Honorio no vio la herejía que latía en las sutilezas del patriarca; sin embargo, lo que escribió es susceptible de un sentido perfectamente ortodoxo. Desaprueba, es cierto, el uso de la expresión "dos voluntades"; pero, o tenía en la mente la naturaleza humana del Señor mientras que Sergio y sus seguidores aplicaban esa expresión a las dos naturalezas separadas, diciendo que no había en Jesucristo más que una voluntad—herejía monotelita—, o quiso decir una con unidad moral, ya que la voluntad humana no podía rebelarse contra la divina. Esta distinción no es arbitraria, sino que se desprende naturalmente del contexto, pues Honorio habla expresamente de dos naturalezas en Jesucristo, y añade que éstas permanecen siempre íntegras con sus diferencias.
Cuando León II (682-683) confirmó los decretos del VI Concilio ecuménico, anatematizó, es cierto, a Honorio, no por haber defendido la herejía monotelita, sino por su negligencia en "permitir que la fe inmaculada fuese mancillada"; o como escribía más tarde a los obispos de España, "por no haber extinguido la llama de la herejía como convenía a la autoridad apostólica, y por fomentarla con su negligencia". Baronio rechazó las actas del VI Concilio que condenaban a Honorio, como si no fueran genuinas. Esto es falso. Honorio fue condenado por su silencio imprudente. Sus cartas, pues, no contienen error formal alguno si se interpretan en el buen sentido en que pueden interpretarse; pero (y esto es lo importante) tales cartas no son una decisión o definición ex cathedra.
Sin pretenderlo, Honorio contribuyó con su silencio y sus ambigüedades al desarrollo de la herejía monotelita. Por otra parte, el VI Concilio ecuménico, que, al aceptar la carta del Papa Agato, reconoció que la Santa Sede gozaba del privilegio de enseñar siempre la verdad, no pudo condenar a Honorio por hereje, pues, de lo contrario, se hubiera contradicho a sí mismo.

¿No se equivocó el Papa Zacarías (741-52), cuando condenó a Virgilio, que defendía la existencia de los antípodas?
No hay memoria de semejante condenación. Lo único que se sabe sobre esta cuestión es lo que Zacarías mismo escribió a San Bonifacio: "Por tu carta me he enterado que Virgilio (no sé si es sacerdote o no) te hace la guerra, procurando sembrar enemistades entre ti y Odila, duque de Baviera, porque le probaste que se había apartado de la verdad. Ni es cierto, como dice, que yo le haya absuelto para que pueda obtener la diócesis del obispo difunto, uno de los cuatro que tú consagraste en Baviera. Si es cierto que opinan que debajo de la tierra hay otro mundo y otros hombres, convoca un Concilio, excomúlgale y prívale de su dignidad. Ya Nos hemos escrito al duque de Baviera y al mismo Virgilio mandándole venir a Roma para que aquí le condenemos si, después de un examen detenido, hallamos que yerra en lo que enseña" (epíst 80).
Si basándose en la redondez de la tierra concluía Virgilio que tenían que existir antípodas, no hacía más que seguir las huellas de San Hilario (In Psal 32) y de Orígenes (De Princip 2, 3-6), y, ciertamente, no se le condenaría por ello. Pero si opinaba que los antípodas era una raza de hombres distinta de la nuestra, que no descendían de Adán, entonces la Iglesia le condenaría, y con razón, pues tal conclusión se opone a la doctrina que defiende la Iglesia sobre la redención de todo el linaje humano por Jesucristo.
Algunos críticos han opinado que este Virgilio fue Ferghil, el famoso irlandés, misionero de Carinthia, que en 768 fue nombrado obispo de Salzburgo; pero otros lo niegan. Desde luego, es sabido que la Iglesia jamás condena una teoría científica mientras ésta se mantiene dentro de su campo; pero cuando pasa las barreras de la ciencia y se mete a dogmatizar en cuestiones teológicas, la Iglesia le sale al paso en uso de su derecho. Así vemos que dejó a San Hilario y a Orígenes defender la existencia de los antípodas, que negaban San Agustín (De Civ 16, 9) y Lactancio (Instit 3, 24).

¿Cómo pudo ser infalible Alejandro VI (1492-1503), tan inmoral y tan mundano? ¿No es cierto que los historiadores católicos se esfuerzan por encubrir o negar los defectos de este Papa? ¿Y no es esto una maldad?
Una cosa es infalibilidad, inmunidad de error al definir la doctrina revelada, y otra muy distinta impecabilidad, o incapacidad de pecar. Todos los Papas son infalibles, pero ninguno es impecable, a no ser que Dios, por especial privilegio, quiera confirmar a alguno en su gracia. Gracias a Dios, la inmensa mayoría de los Papas han sido virtuosos, y muchos de ellos son venerados en los altares; pero la doctrina de la infalibilidad no sufre menoscabo alguno porque algunos Papas no hayan sido tan virtuosos como convenía a su estado. Jesucristo dijo a los judíos que la indignidad personal de los escribas y fariseos no era óbice para invalidar sus enseñanzas. "Haced—les dijo—todo lo que os digan, pero no hagáis conforme a sus obras" (Mat 23, 3). La Iglesia condenó a Wiclyf, en el siglo XIV, porque defendía que los superiores, tanto temporales como eclesiásticos, perdían su autoridad mientras vivían en pecado mortal.
Es cierto que en la segunda mitad del siglo XIX ciertos escritores católicos intentaron defender a Alejandro VI de los escándalos que se le imputaban; pero al obrar así no cometieron maldad alguna; todo católico está dispuesto a defender el honor del Papa, como el buen hijo está siempre dispuesto a defender el buen nombre de su madre. Llámeseles ignorantes a esos escritores, si se quiere, pero no es justo calificarlos de mentirosos; tanto más, que todos estamos de acuerdo con aquellas palabras de León XIII: "La Iglesia no necesita de las mentiras de nadie." El historiador católico de los Papas que más renombre ha alcanzado es Ludovico Pastor, quien asegura en su Historia de los Papas que Alejandro VI, tanto cuando era cardenal como cuando fue Papa vivió una vida inmoral, al estilo de la de los príncipes seglares de su tiempo. Dice más, que obtuvo el papado por simonía y que deslustró la tiara con su nepotismo escandaloso y su falta de sentido moral. Sin embargo, condena como calumnias las inculpaciones de incesto y envenenamiento. No debemos olvidar que hubo un Judas entre los apóstoles, y que Jesucristo profetizó que con el trigo crecería cizaña hasta el fin del mundo (Mateo 13, 24-30). Es cierto que la virtud o buen ejemplo del sacerdote o del Papa ayudan a los fieles y a todos los que los miran; pero no es menos cierto que el valor de una joya no disminuye porque la engasten en un material de calidad inferior. Los pecados del sacerdote no afectan esencialmente al poder que tiene de ofrecer el santo sacrificio de la misa y de administrar los sacramentos. Asimismo, el Papa no quita valor alguno al tesoro celestial que posee, aunque sólo sea en calidad de administrador. El oro siempre es oro, tanto en manos puras como en manos impuras.

¿Eran infalibles los Papas que en la Edad Media ordenaron a Europa que exterminase a los musulmanes, prometiendo el cielo a los que muriesen peleando contra los infieles? ¿No fueron las Cruzadas verdaderas expediciones de aventureros ávidos de botín y de conquista, que encubrían con capa de piedad? ¿No fueron todas ellas un rotundo fracaso?
Repetimos una vez más que el Papa sólo es infalible cuando define ex cathedra la doctrina revelada. Envolver, pues, la infalibilidad con el celo que los Papas mostraban al promover las Cruzadas contra los musulmanes, es confundir los términos. Los Papas, como cabezas de la cristiandad, accediendo a las súplicas del emperador de Constantinopla y de los cristianos del Oriente, organizaron, o, mejor, ordenaron a Europa que emprendiese una cruzada contra los musulmanes, que habían profanado los Santos Lugares de Palestina y habían matado y esclavizado a miles de cristianos, tanto indígenas como peregrinos. El Papa Urbano II, en el discurso que pronunció en el Concilio de Clermont el 27 de noviembre de 1905, no prometió el cielo a todos los combatientes, sino que libró de penas canónicas a todos aquellos que tomasen la cruz "por motivos de devoción ardiente y sincera". Se concedía una indulgencia, es decir, perdón del castigo temporal debido, por el pecado ya perdonado, a todos los cruzados que "muriesen verdaderamente penitentes".
No negamos que algunos cruzados empuñasen las armas movidos por la ambición y el deseo de gloria mundana. Algunos nobles aspiraban a la conquista de un principado en Oriente; algunos mercaderes se hicieron millonarios transportando tropas y vendiendo víveres, y no faltaban campesinos que se alistaban con el fin de verse libres de deudas y rentas atrasadas; pero la inmensa mayoría de los cruzados obraban por motivos puramente religiosos, entre otros, la reconquista del sepulcro del Señor y el deseo de socorrer a sus hermanos perseguidos. Por eso, aun hoy día, la palabra "cruzada" sólo se usa para significar un ideal elevado o un servicio insigne a la comunidad. Jamás podrá Europa pagar a los Papas la deuda que con ellos contrajo cuando éstos promovieron las Cruzadas. Era aquélla una hora crítica. Con las Cruzadas, Europa se vio libre de la peste del mahometismo, y los mulsumanes, en jaque continuo durante cuatro siglos, no pudieron asentarse en Europa, logrando ésta, mientras tanto, desarrollar el sentido de nacionalidad antes de la caída de Constantinopla en 1453.
Las Cruzadas no fueron un fracaso rotundo. Es cierto que no consiguieron el fin inmediato que se habían propuesto, pero trajeron consigo un sinnúmero de bienes que no conviene olvidar. Gracias a las Cruzadas, el papado se robusteció más y más, se evitaron muchos conflictos europeos, el feudalismo empezó a declinar rápidamente, se desarrolló el espíritu de nacionalidad, se promovió el comercio con el Oriente, florecieron en Italia y en toda Europa ciudades populosas y se echaron los cimientos del Renacimiento en filosofía, arte y literatura. Asimismo, en las Cruzadas recibieron gran impulso las misiones extranjeras en Persia, India, China y Tibet, y Asia abrió las puertas al Occidente como nunca lo había hecho.

¿Fueron infalibles los Papas Paulo V (1605-21) y Urbano VIII (1623-44) cuando condenaron o Galileo por defender una teoría científica verdadera? ¿No es cierto que declararon la teoría de Copérnico "falsa, herética y contraria a la palabra de Dios"? ¿No es cierto que torturaron a Galileo en los calabozos de la Inquisición por negarse a admitir una doctrina errónea? ¿No desafió abiertamente Galileo a la Inquisición cuando dijo: "E pur si muove" (pero se mueve)? ¿Y no prueba este caso de Galileo la inquina que siempre ha tenido la Iglesia a las ciencias y a todo descubrimiento científico?
Confesamos de buen grado que, tanto los Papas dichos como los cardenales del índice (1616) y la Inquisición (1632), que pronunciaron la sentencia en nombre de los Papas, se equivocaron en lo referente a la verdad de la teoría de Copérnico. Pero si examinamos cuidadosamente los decretos que con este motivo se expidieron, vemos que no fueron definidos ex cathedra. El decreto de 1616 prohibe los libros que enseñan la teoría de Copérnico, sin condenar formalmente esta teoría ni obligar a los fieles a defender la teoría de Ptolomeo como verdadera. Se trata, pues, de un decreto puramente disciplinar, en el que se prescribe no lo que uno debe creer, sino lo que debe hacer. Es cierto que las razones que motivaron al Papa y a los cardenales a expedir este decreto fueron doctrinales; pero estas razones no forman parte del decreto. Aunque hubieran sido aducidas en el decreto, nada se seguiría, pues antes de 1854 los Papas publicaron varios decretos disciplinares relativos a la Inmaculada Concepción con el fin de grabar bien este dogma en la mente de los fieles, y a nadie se le ha ocurrido decir que tales decretos fueron infalibles. El decreto que publicó la Inquisición en 1632 es puramente disciplinar, pues se concreta a declarar culpable a Galileo y a determinar el castigo que se le había de dar por desobediente. La forma en que ambos decretos están redactados prueba claramente que no fueron definiciones ex cathedra. En una definición ex cathedra, el Papa habla en persona, y si pide a las Congregaciones su parecer, éste es puramente consultivo. Ahora bien: a Galileo le condenaron la Congregación del índice y el Santo Oficio; y ni una ni otro son infalibles. Y aunque es cierto que los decretos de una y otra Congregación fueron aprobados por el Papa, aprobar los decretos de una Congregación no es hablar como Pastor supremo a la Iglesia universal, obligándola a creer, etc. Ni en tiempo de Galileo ni durante el período que siguió hubo un solo teólogo que considerase los dos decretos como definiciones infalibles. El 12 de abril de 1615 escribía Belarmino al P. Foscarini: "Quiero decir que si la teoría de Copérnico resultase ser la verdadera, tendríamos que proceder con más cautela en la explanación de los textos bíblicos que aparentemente la contradicen. Diríamos entonces que no alcanzamos todo su significado, y en modo alguno daríamos por falso lo que en realidad de verdad no lo fuere. Creo, sin embargo, que no se llegará a probar que la teoría de Copérnico sea la verdadera." Gassendi, amigo de Galileo, escribía así en 1643: "No creo que esa decisión sea un artículo de fe; pues ni los cardenales lo han declarado así, ni sus decretos han sido promulgados para toda la Iglesia, ni ésta los ha recibido como tales." Y el jesuíta Riccioli, en 1651: "Como en esta cuestión, ni el Soberano Pontífice ni Concilio alguno aprobado por él han definido cosa alguna, no es ni mucho menos de fe que el Sol se mueve y que la Tierra permanece inmóvil, al menos en virtud de este decreto" (Almagestum Novum 1, 52). Finalmente, Caramuel, obispo de Lyon (1651), en el tratado de moral que escribió dice: "¿Qué sucedería si los sabios demostrasen el día de mañana que la teoría de Copérnico es la verdadera?", y responde: "En tal caso, los cardenales nos permitirían interpretar las palabras de Josué en sentido metafórico."
No perdamos de vista que los científicos de aquel tiempo impugnaban a Galileo con el mismo celo con que le impugnaban los cardenales, pues todos los hombres de letras estaban convencidos de la probabilidad de la teoría de Ptolomeo y miraban con antipatía la de Copérnico; tanto más que Galileo no aducía ninguna razón convincente. Los tres argumentos en que basaba su doctrina eran las mareas, el movimiento de las manchas solares y el movimiento de los planetas; argumentos bien pobres, por cierto, y en contradicción con los hechos. Como dijo más tarde Laplace, Galileo defendía su doctrina con razones de analogía. Esas razones tienen un valor indiscutible, pero no prueban nada con evidencia. Galileo ignoraba lo que hoy día saben los niños de la escuela; por ejemplo: los fenómenos de aberración, el achatamiento de la Tierra por los polos, la variación de péndulo según la latitud, etc.
Esta condenación de Galileo no fue un óbice para el progreso de las ciencias. Lo único que hizo fue retardar los descubrimientos que más tarde se hicieron y que demostraron apodícticamente que la Tierra se movía. Oigamos a Jauguey: "En Florencia, el príncipe Leopoldo de Médicis, más tarde cardenal, fundó una Academia para promover el estudio de las ciencias, especialmente la Astronomía. Esta institución no duró mucho, pero contó entre sus miembros a Rinaldini, Oliva y Borelli. En Bolonia, ciudad de los Estados Pontificios, florecieron, entre otros, los matemáticos Ricci y Montalbani; el jesuíta Riccioli, autor del Almagestum; el jesuíta Grimaldi, que descubrió la difracción de la luz; Casini, que más tarde había de hacer famoso el Observatorio de París; Castelli, Davisi y otros sabios no menos notables. En Roma, Casini descubrió los satélites de Saturno; Megalotti estudió los cometas, y Plati hizo estudios notables sobre los eclipses del Sol. En Bolonia, Mezzavacca publicó sus "Efemérides astronómicas" (Le procés de Galilée, 112). Baste esta cifra para demostrar que la Iglesia no quiso en modo alguno entorpecer los descubrimientos científicos al condenar a Galileo.
Hoy día es admitido por todos que, aunque Galileo fue amenazado con que se le daría tormento, se libró de él en atención a su edad y por los ruegos de sus muchos amigos de Roma. Cuando fue a la Ciudad Eterna para ser juzgado, no fue aherrojado en los hediondos calabozos de la Inquisición, como algunos han dicho falsamente, sino que residió primero en la villa Médicis, de su amigo Niccolini, y luego, durante los interrogatorios, en las dependencias de la Tesorería de la Inquisición, donde le fueron dadas tres habitaciones para su alojamiento. La frase "E pur si muove" es una fábula que vio la luz pública por primera vez en las Querellas literarias, del abate Irailh en 1761, libro nada fidedigno. Las actas del juicio nos dicen que Galileo aceptó con sumisión el castigo que le fue impuesto por su desobediencia. El mismo día en que fue condenado a las cárceles de la Inquisición, el Papa le conmutó esta condena por la de confinamiento en la propiedad de su amigo Niccolini. Más Urde pasó una temporada de cinco meses en Siena en casa de su amigo el cardenal Piccolomini; y, finalmente, se retiró a su granja de Arecetri, cerca de Florencia. Allí continuó sus estudios sin trabas de ningún género, visitado por sus amigos y admiradores, y recibiendo la pensión de cien coronas que el Papa le venía dando desde 1630. Cuando murió en 1642, el Papa le envió la bendición apostólica.
El caso de Galileo fue providencial. En él aprendieron los eclesiásticos a no ser demasiado precipitados en la condenación de teorías que al parecer se oponen a la doctrina revelada. Decían verdad cuando aseguraban que los textos bíblicos deben ser interpretados como suenan generalmente hablando; pero olvidaron lo que habían dicho San Agustín y Santo Tomás, a saber: que al hablar de los fenómenos naturales, la Biblia se acomoda a la manera de hablar del vulgo, que juzga por lo que ve y como lo ve.

¿Cómo es que el Papa Eugenio IV (1431-47) condenó a Juana de Arco (1412-31) a las llamas por hechicera, y otro Papa, Benedicto XV, la canoniza en 1919? ¿Quién de los dos fue infalible?
Es falso que Eugenio IV condenase a las llamas a Santa Juana de Arco. Este Papa ni siquiera tuvo noticia del proceso y condenación de la santa por el infame obispo de Cauchon, de Beauvais, como lo prueba el hecho de que un mes antes que esto sucediese escribió a su legado en Francia, el cardenal Santa Cruz, y ni siquiera hacía mención a Juana de Arco, concretándose en la carta a exhortarle a procurar la paz entre los reyes de Inglaterra y Francia. Es cierto que la santa apeló al Papa, pero su apelación no llegó a Roma, pues los jueces que la procesaban, pagados como estaban por los ingleses y enteramente bajo la influencia inglesa, se negaron a enviar a Roma la apelación, convencidos de que el Papa absolvería a la joven y condenaría aquella farsa de proceso.
Santa Juana de Arco fue capturada en Compiégne por el bastardo de Wandonne, vasallo de Juan de Luxemburgo, que la vendió a los ingleses por la suma de 550.000 francos. El regente de Inglaterra, duque de Bedford, en nombre de Enrique VI, su sobrino, que a la sazón no contaba más que diez años, ordenó a Cauchon, obispo de Beauvais, que la procesara por hereje y hechicera, declarando que si la dejaba en libertad, "él haría que la dicha Juana volviese a caer en sus manos". La ley internacional prohibía que se condenase a muerte a Juana por haber vencido a los ingleses en el campo de batalla; la única alternativa que les quedaba era, como todos sabemos, o retenerla en calidad de prisionera hasta el fin de la guerra, o darle libertad mediante un rescate convenido. Pero se pensó de otro modo: la condenación de Juana de Arco por un Tribunal eclesiástico (cuyos miembros estaban sobornados y eran personas destacadas de un partido político) levantaría el espíritu caído de los soldados ingleses y haría al rey francés Carlos VII cómplice de "una discípula de Satanás y de un espíritu infernal". El obispo Cauchon y los jueces infames de su Tribunal no tuvieron dificultad en deblarar a la santa rea de todos los crímenes imaginables: "desprecio a sus padres, presunción, mentiras, superstición, desesperación y atentado de suicidio, sed de sangre, trato con el demonio, idolatría, herejía y cisma". Hicieron luego la farsa de una adjuración pública para poder después argüir que el vestido masculino que llevaba en la cárcel era señal de reincidencia en herejía, crimen que era condenado con la hoguera. Hay un hecho que nos muestra cómo aquellos jueces pronunciaron la sentencia sobornados y obedeciendo órdenes superiores, ¡y es que el día 12 de junio de 1431 recibieron del rey de Inglaterra cartas de indemnidad! Diecinueve años más tarde, cuando ya los ingleses habían sido expulsados de Francia, Carlos VII, que había abandonado a Juana mientras ésta era juzgada, sintió remordimientos de conciencia y ordenó que se abriese un nuevo proceso para juzgar la causa de la santa.
Cinco años más tarde, el 5 de noviembre de 1455, se procedió a la revisión, con el consentimiento del Papa Calixto III. La sentencia fue declarada nula e inválida, probándose con evidencia las ilegalidades siguientes: el juez que presidía era su enemigo mortal; por tanto, no se le debía haber permitido presidir; se hizo caso omiso de las razones que militaban en favor de la santa; no se le concedió un defensor, aunque era menor de edad; en los interrogatorios la apretaron con preguntas capciosas y de doble significado; la dejaron a merced de consejeros falsos, que maniobraban con artería para asegurar la sentencia de muerte más fácilmente; el sumario de los doce artículos había sido falsificado y jamás había sido presentado a la joven; no se le permitió apelar al Papa, mientras que por otro lado los jueces aseguraban descaradamente que había rehusado someterse a la Iglesia; el segundo juicio a que se le sometió había sido ilegal y basado en pretensiones falsas; no había sido condenada por un juez civil, etc., etc. El 7 de julio de 1456, en Ruán, fue anulada con toda solemnidad la sentencia por la que veinticinco años antes Juana de Arco había sido condenada a las llamas. Los Papas León XIII, Pío IX y Benedicto XV ratificaron la sentencia de Ruán al declarar a esta heroína venerable, beata y santa, respectivamente.

Si los Papas son infalibles, ¿cómo se pueden conciliar los decretos contradictorios de Clemente XIV, que suprimió la Compañía de Jesús, y de Pío VII, que la restauró?
Los Breves pontificios por los que la Compañía de Jesús fue extinguida y restaurada, son decretos meramente disciplinares y administrativos, que deben ser juzgados conforme a sus méritos. El Papa no es infalible en cuanto supremo legislador y juez supremo, sino en cuanto maestro universal, al definir una doctrina tocante a la fe y buenas costumbres. El Papa tiene derecho a crear, suprimir y restaurar Ordenes y Congregaciones religiosas de cualquier naturaleza que sean; pero no es menester ser jesuíta para ver que la acción de Clemente XIV fue imprudente e injusta. Los jesuítas habían sido expulsados de Portugal en 1759, de Francia en 1764, de España y Napóles en 1767; por la sencilla razón de que los príncipes borbónicos estaban celosos de su influencia y ambicionaban sus posesiones. Tanto apremiaron al Papa estos príncipes y tanto le amenazaron con argumentos de orden político, que el Papa, una vez que María Teresa de Austria retiró su apoyo a los perseguidos, se rindió y concedió lo que pedían, suprimiendo a la Compañía. Pío IX pasó, en 1848, por una prueba parecida a la de Clemente XIV; pero con más prudencia y más tacto que su predecesor, supo salir del paso de este modo: "En muchos países —dijo a los jesuítas—no se os tolera ni se os permite estar. Paciencia. Retiraos de donde se os persiga y esperad la llegada de días mejores." Si Clemente XIV hubiese obrado de este modo, no hubiera dado una como prueba de que eran verdaderas las calumnias y acusaciones que jamás fueron probadas. Fuera de Rusia y Prusia, donde la Compañía no fue extinguida por no haberse publicado allí el decreto de extinción, los jesuítas del mundo entero murieron sin exhalar una queja, demostrando así su fidelidad a la doctrina que predicaban y defendían, y enseñando prácticamente al mundo que la "obediencia ciega" de que alardean no es letra muerta. En la Bula de restauración escribía Pío VII que "el mundo católico pedía unánimemente el restablecimiento de la Compañía de Jesús", y añadía: "Nos consideramos reos de pecado mortal delante de Dios si no respondiésemos a este llamamiento universal,"

¿No es cierto que esta doctrina de la infalibilidad da al Papa hoy el poder que en la Edad Media ejercían sus predecesores cuando deponían a los soberanos y dispensaban a los subditos de la obediencia que les debían?
Este poder que ejercían los Papas en los siglos medios no tiene nada que ver con la doctrina de la infalibilidad. Su Santidad Pío XI respondió magistralmente a esta dificultad en la carta que dirigió a la Academia Romana el 20 de julio de 1871. Dice así: "Los soberanos Pontífices ejercían este poder alguna que otra vez en circunstancias azarosas, pero no tiene nada que ver con la infalibilidad del Papa, ni nace tampoco de ella, sino de la autoridad del Pontífice. Además, en aquellos siglos de fe, cuando las naciones miraban al Papa como juez y soberano de la cristiandad y reconocían la excelencia de su tribunal en los grandes conflictos de pueblos y reyes, el ejercicio de este poder pontificio era unánimemente admitido por la jurisprudencia pública y por el consentimiento general de las naciones. Pero ahora las circunstancias han variado, y no faltan maliciosos que confunden dos cosas tan diversas como son el juicio infalible en lo referente a las verdades reveladas y aquel derecho que ejercían los Papas en virtud de su autoridad cuando lo pedía el bien común."
En los días en que la cristiandad estaba unida sin las fronteras de este nacionalismo moderno, el poder de deponer que tenía el Papa era un principio democrático, pues defendía al pueblo contra la tiranía de soberanos indignos, por el estilo de Enrique IV de Alemania, depuesto en 1079 por Gregorio VII. Hoy día ningún Papa soñaría con ejercitar este poder, debido a las circunstancias de los tiempos, que tanto difieren ahora de las de los siglos medios.

BIBLIOGRAFÍA.
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