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martes, 10 de mayo de 2011

La Iglesia católica es infalible. Libertad de pensamiento.

¿Qué razones tienen los católicos para jactarse de que su Iglesia es infalible? ¿Por qué es infalible?
Porque es la única que representa a Jesucristo, Maestro divino e infalible, en disciplina, fe y culto. Ella sola dice al mundo lo que dijo Jesucristo: "Yo soy el camino (disciplina, conducta), la verdad (fe, creencia) y la vida" (culto) (Juan 14, 15).
La razón y la revelación, a una, piden que la que es maestra de la doctrina de Jesucristo, sea, como El, infalible; es decir, que, con la ayuda divina, esté preservada aún de la posibilidad de engañarse. Esto lo han llegado a comprender con sola la razón no pocos protestantes sinceros, como Mallock, que dice así en su libro ¿Merece esta vida la pena de vivirse?: "Aquella religión sobrenatural que no reclama para si el don de la infalibilidad, ya se ve que no puede gloriarse de comprender más que la mitad de la revelación. Es algo híbrido, parte natural y parte sobrenatural; lo que equivale a ser una religión, puramente natural. Al profesar, por un lado, ser revelada, profesa que es infalible; pero si, por otro lado, es difícil distinguir en ella cuál es lo revelado, o esto es difícil de entenderse, o se contradice en muchas de sus partes, entonces esa religión está de sobra. Para hacer de ella una revelación infalible se necesita un poder que interprete el testamento con la misma autoridad de que goza el testamento mismo." Dios, que "quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad" (1 Tim II, 4), ¿iba a revelarnos su doctrina sin dejarla apoyada en una autoridad viva e infalible? O ¿cómo iba Dios a mandarnos bajo pena de condenación que creyésemos (Mar XVI, 16) si la doctrina revelada estuviese a merced de interpretaciones privadas, a merced de profetas falsos (Mat XIII, 21), de maestros mentirosos (2 Pedro II, 1) que predicasen un evangelio opuesto al de Jesucristo? (Gal 1, 8). No; cuantas veces en el Nuevo Testamento se menciona la Iglesia, ésta es llamada maestra divina que enseña con autoridad infalible, fundada por Jesucristo sobre una piedra que jamás podrán destruir los poderes del infierno (Mat XVI, 18). Jesucristo fue enviado por su Padre a este mundo "para que diese testimonio de la verdad" (Juan XVIII, 37). Es evidente que este testimonio era infalible. Pues bien: Jesucristo confía a sus discípulos y a sus sucesores esta misma misión. "Como el Padre me envió, así Yo os envío" (Juan XX, 21). "El que reciba a quien Yo envío, a Mí me recibe; y el que me recibe a Mí, recibe al (Padre) que me envió", dijo Jesucristo (Juan XIII, 20; Mat X, 40). "Nosotros somos de Dios", dice San Juan; "el que conoce a Dios, nos escucha; el que no conoce a Dios, no nos escucha. En esto conocemos el Espíritu de la verdad y el espíritu del error" (I Juan IV, 6). Cuando Jesucristo envió a sus apóstoles a predicar la divina palabra hasta los confines del mundo, les dijo: "Yo estoy siempre con vosotros" (Mat XVIII, 20). Esta frase es usada en la Biblia alrededor de noventa veces. Fuera de algunos lugares en que no es más que un saludo, la frase significa invariablemente que Dios coronará con éxito el negocio encomendado a la persona (Gen XXXIX, 2; Ex III, 12; Jer 1, 19, etc.). Si los apóstoles y sus sucesores han de coronar con éxito la divina misión de predicar el Evangelio a toda criatura, necesitan ser infalibles. Además, en el discurso de la última cena, Jesucristo prometió a los apóstoles que les enviaría el Espíritu Santo para que viviese siempre con ellos y les enseñase todo lo que El les habla predicado. Este Espíritu es el Espíritu de verdad, a quien el mundo no puede recibir porque ni le ve ni le conoce (Juan XIV, 17). Luego la Iglesia, que da testimonio de Jesucristo, tiene que ser infalible. Asimismo, los apóstoles siempre insistían en que su predicación no era otra cosa que la palabra de Dios (Hech IV, 31; VIII, 14; XII, 24), declarada por ellos con infalibilidad por la asistencia del Espíritu Santo (Hech II, 4; XV, 28), que confirmaba su testimonio con milagros (Hech III, 16; IV, 29-31; V, 12-16). Toda otra predicación es falsa y blasfema, aunque la predique un ángel bajado del cielo (Hech XII, 18; Gal 1, 8-9). La Iglesia, dice San Pablo, "es columna y base de la verdad" (I Tim III, 13), metáfora con la que el apóstol da a entender la firmeza inconmovible de la Iglesia al dar testimonio de la verdad de Jesucristo. Un estudio somero de los escritos de los Padres de la Iglesia, de los varios Credos, de los Concilios todos, desde el de Jerusalén hasta el Vaticano, basta para persuadirse de que la Iglesia siempre se ha considerado infalible y ha condenado por herejes a los que se han atrevido a negar un solo artículo de la fe. Como dijo San Ireneo en el siglo II: "Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí están la Iglesia y todas las gracias; porque el Espíritu es la verdad" (Adv Haer 3, 24).

¿No hay oposición entre la doctrina católica sobre la infalibilidad y la libertad de pensamiento? El católico que quiera buscar la verdad, ¿no encuentra un obstáculo en la obediencia ciega y degradante a que le obligan las exigencias de una Iglesia infalible?
La doctrina sobre la infalibilidad se opone, ciertamente, a la falsa libertad de creer en el error, pero en modo alguno se opone a la verdadera libertad de creer en la verdad. Nótese bien que no tenemos ningún derecho a creer lo que es falso, como no tenemos derecho a hacer una cosa mala. Jesucristo declaró abiertamente que el error y el pecado implican, no libertad, sino esclavitud de la voluntad y del entendimiento. "Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres." "El que peca es esclavo del pecado" (Juan VIII, 32; V, 34). El católico no presta una obediencia ciega y degradante a una autoridad humana y falible que le mande creer a ciegas en las proposiciones más absurdas, sino a una autoridad divina que ni puede engañar ni ser engañada. "El testimonio de Dios—dice San Juan—está sobre el testimonio de los hombres" (1 Juan V, 9). En esto, pues, no encuentra obstáculos al buscar la verdad, sino que, como verdadero hombre de ciencia, edifica sobre hechos y principios ya conocidos. La infalibilidad corrige los errores que pudieran cometerse en materias tocantes a la fe, culto y costumbre. "Es—como dice el cardenal Newman—una provisión para una necesidad, sin ser mayor de lo que exige la necesidad. Su objeto, y dígase lo mismo de sus efectos, no es debilitar la libertad o el vigor del pensamiento humano, sino poner freno a sus extravagancias" (Apología 253). Es como el compás de un buque o aeroplano, que marca la verdadera ruta en medio de la bruma o de las tinieblas de la noche. Después de todo, ¿qué es libertad de pensamiento? Pensar es concebir, juzgar y razonar. Concebir es algo tan determinado como sentir; pero juzgar si el juicio ha de tener algún valor, es menester seguir reglas fijas; pues en cuanto al razonamiento, éste, si no se quiere caer en el caos o en la falacia, está sujeto a ciertas formas y ciertos métodos previamente definidos. La amplitud de la llamada "libertad de pensamiento" queda con esto muy limitada. Pensar libremente es juzgar al azar o razonar con incorrección siguiendo los dictados del capricho y de la ignorancia, de los prejuicios, siempre viciosos, y de la insinceridad, siempre lamentable. Un protestante, hecho un ovillo de prejuicios, puede tener ideas erróneas sobre el significado de una indulgencia o el de la infalibilidaddel Papa; como tal vez no sabe latín, no lee bien, y cree que los jesuítas enseñan que el fin justifica los medios; un razonamiento falaz le puede hacer creer que los católicos son subditos de un poder extranjero, o que el control de los nacimientos no va contra la ley de Dios. Esto no obsta para que todos lamenten su estado, pues cree a ciegas lo que no es verdad. Nosotros llamamos a esa libertad de pensamiento error o ignorancia. Es algo que va contra la razón, contra la ciencia y contra la evidencia. Pues dígase lo mismo del incrédulo moderno, que, sin parar mientes en la evidencia de lo que dice, declara a rajatabla que el pecado original es una fábula; la revelación sobrenatural, un absurdo; los Evangelios, un mito; los milagros, un imposible, y Jesucristo, un hombre a secas. Procedería más a lo científico y más razonablemente si se despojase de prejuicios y, antes de lanzar estas aserciones gratuitas, pesase la solidez de los argumentos usados comúnmente para probar la verdad del cristianismo.

¿Es verdad que la Iglesia católica enseñó en cierta ocasión que la mujer no tenía alma?
Jamás la Iglesia católica enseñó semejante falsedad. Esta calumnia nació de una interpretación errónea, tal vez malintencionada, de un pasaje de San Gregorio de Tours en su Historia de los francos, 8, 20. En un Concilio que se celebró en Macón, (Francia), el año 585, un obispo dijo en una sesión privada que en la palabra homo no estaba significada la mujer, sino sólo el hombre. Los obispos allí presentes le probaron lo contrario, citándole el Génesis, V, 2. Pudieron habérselo probado también con textos de Cicerón, Ovidio, Plinio y otros latinistas por el estilo. La disputa, pues, no era en modo alguno dogmática, sino puramente gramatical.

BIBLIOGRAFÍA.
Apostolado de la Prensa, El libre pensamiento. Id., Libertades de perdición.
Buysse, La Iglesia de Jesús.
Pi, Conferencias en defensa de la Iglesia.
Portugal, Catecismo filosófico-teológico de religión.

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