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martes, 17 de mayo de 2011

SEDE VACANTE XII


UN ARTICULO REVELADOR DE LA CIVILTA CATTOLICA
15 Luglio 1972.-Anno 123. N° 2930.
"Uno de los aspectos, tal vez más graves, de la crisis actual de la Iglesia, es el venir a menos, en muchos cristianos, y aun sacerdotes y religiosos, el amor a la Iglesia y la confianza en la Iglesia. No podemos ciertamente decir que estos cristianos no amen a la Iglesia ni tengan confianza en la Iglesia; pero no aman a "esta" Iglesia y no tienen confianza en "esta" Iglesia. Su amor y su confianza la tienen colocada en la Iglesia ideal, en la Iglesia de Cristo y del Evangelio, pero, no en la Iglesia histórica, en la Iglesia de Paulo VI. Esta iglesia los tiene descorazonados, irritados y desilusionados.
"En realidad, el momento actual es para muchos cristianos un momento de desaliento, de irritación y desilusión. Estos sentimientos son comunes, aunque diversamente motivados, tanto en los "conservadores" como en los "progresistas", pero no dejan de difundirse aun bajo las apariencias de auspiciar una verdadera y profunda renovación de la Iglesia, en la fidelidad al designio de Cristo y a los "Signos de los Tiempos" leídos e interpretados a la luz del Evangelio.
"Los "conservadores" están desalentados, porque les parece que en la Iglesia de hoy todo está en destrucción y que las fuerzas de la disgregación son de tal manera poderosas que toda oposición es vana y no hay nada más que hacer sino retirarse a la oración y constituir grupos "silenciosos" de "fidelísimos"; están irritados porque les parece que los que en la Iglesia tienen mayor responsabilidad -el Papa y los obispos — no intervienen con la necesaria severidad y dureza, dejando hablar libremente aún a los teólogos más exagerados y a los críticos más violentos de la Iglesia, sin obligarles a callar con la fulminación de las penas canónicas; están desilusionados, porque los frutos que el Concilio ha dado no son aquéllos que podian esperarse: por el "aggiornamento" ha sobrevenido una "ruina".
"A su vez, los "progresistas" están descorazonados, porque les parece que la Iglesia de hoy se muestra totalmente sorda a los reclamos de la historia y de la vida y tan incapaz de responder a los "Signos de los Tiempos", que la causa del cristianismo en el mundo está irremediablemente perdida; y tienen la impresión de que "esta" Iglesia ha definitivamente perdido el progreso de la historia y que no queda otra cosa por hacer que construir pacientemente "otra" Iglesia, poniendo en juego las "comunidades de base"; están irritados por el modo con el cual hoy es gobernada la Iglesia, que les parece ambiguo, incierto y aún hipócrita, inspirado más por el temor de lo nuevo y por el desaliento que ha producido el derrumbe de tantas estructuras del pasado, que por el valor y la audacia cristiana, la cual cuenta más con la potencia creatriz del Espíritu, que con la prudencia humana, llevada al compromiso y a detenernos a la mitad del propósito concebido; están desilusionados, porque piensan que al Concilio no ha seguido la "primavera" de la Iglesia, prometida por Juan XXIII, sino un largo y pesado "otoño" en el cual se intenta poner en naftalina lo mejor y lo más nuevo del Concilio, para volver a las formas del pensamiento y del gobierno "preconciliares", en las cuales las esperanzas que habían nacido con el Concilio, han caído, unas después de otras, como hojas secas, arrastradas por el vendaval.
"Pero, también en los que no están de acuerdo con las posiciones radicales de los progresistas y deploran la carencia en ellos de un auténtico espíritu de comunión eclesial, se van difundiendo el desaliento y la desilusión por ciertas actitudes y tomas de posición oficiales, que, a su parecer, denotan un negativismo mental, falta de inspiración, temores injustificados de lo nuevo, desconfianza hacia los experimentos, que no son, por lo tanto, una ruptura total con el pasado, y hacia las personas de probada ortodoxia y de fidelidad a la Iglesia, pero sensibles a los deseos de renovación, que salen de la "base y particularmente de los jóvenes, deseosos de trasmitir a las nuevas generaciones el patrimonio de la fe sin traiciones; pero también con un lenguaje y una forma, que ellos puedan comprender y aceptar.
En este particular momento histórico, todos los cristianos tienen, por eso, necesidad de reencontrar la confianza en la Iglesia y de renovarse en su amor por Ella. Ahora preguntamos: ¿es esto posible? ¿Hay, en la Iglesia de hoy elementos capaces de levantar el ánimo a la confianza y a la esperanza?
En dos recientes discursos -el 21 de junio, con ocasión del noveno aniversario de su elección como pontífice, y el 23 de junio, con ocasión de las felicitaciones por su onomástico de parte de los cardenales de la Curia -Paulo VI, sin olvidarse de recordar los hechos negativos, que hoy angustian a la Iglesia, produciendo "efectos muy penosos y desgraciadamente peligrosos para la Iglesia: confusión y sufrimientos de las conciencias, debilitamiento religioso, deserciones dolorosas en el campo de la vida consagrada y de la fidelidad e indisolubilidad del matrimonio, empobrecimiento del ecumenismo, insuficiencia de las barreras morales contra las corrientes devastadoras del edonismo, ha puesto sencillamente a la luz lo que hay de positivo en la Iglesia de hoy, abriendo así la esperanza a las almas.
Ante todo, ha puesto de relieve el fundamento de la esperanza cristiana, que es la presencia de Cristo en la Iglesia, la cual hace que la Iglesia continúe "la misión que él le confió, indicando al mundo que en El solamente se encuentra la paz, la justicia, la remisión de los pecados". "Esta presencia de Cristo, según su promesa -ha dicho el Papa— esta continuidad del testimonio constructivo y veraz de la Iglesia nos debe dar la esperanza y la confianza. No obstante todo (todo lo malo mencionado por el Papa), estamos en el buen'camino, porque seguimos a Cristo y encontramos en El la fuerza, para continuar en la gran lucha a fin de dar al mundo su mensaje. Las fuerzas, a veces, faltan y los resultados parecen desproporcionados a nuestros esfuerzos; pero no por esto Nos sentimos desalentados". Queremos recordar a este propósito el valor teológico -y no puramente sentimental- de la confesión hecha por Paulo VI, el 21 de junio, cuando recordó "una nota personal", escrita con motivo de su elección al pontificado:
"Ademas el Señor Nos ha llamado a este servicio, no porque tengamos algunas aptitudes o porque seamos Nos quienes gobernamos o salvaremos la Iglesia en sus presentes dificultades, mas para que suframos algo por la Iglesia, y así aparezca claro que El, y no los hombres, es el que guía y salva a la Iglesia".
Por esta confesión, Paulo VI nos ofrece dos verdades teológicas: La primera es que la autoridad en la Iglesia implica siempre una participación, más o menos grande, más o menos dolorosa, en la Cruz de Cristo: El que, en la Iglesia, es llamado a gobernar, es llamado a sufrir por la Iglesia. Por esto Jesús, después de haber dado a Pedro el poder de apacentar su grey, le predijo su muerte en la cruz: "En verdad, te digo, te ponias a ti mismo el ceñidor, e ibas a donde querías. Pero, cuando seas viejo, extenderás los brazos, y otro te pondrá el ceñidor, y te llevará a donde no quieres". (Juan XXI, 18). ¿Por qué maravillarse entonces de que el Papa muestre, a veces, señales de sufrimiento? ¿No convendría mejor respetar su "misterioso" destino, sin querer ver, como hacen ciertos órganos de la prensa, en su sufrimiento, su desaliento y su desilusión? En realidad no está descorazonado, ni desilusionado: sólo lleva su pesada cruz y, si, a veces, como Cristo, él cae bajo su peso, toca a los hijos de la Iglesia ayudarlo, como Simón Cirineo ayudó a Cristo.
La segunda verdad teológica es que debe evitarse el exagerar el puesto de los hombres de la Iglesia, aunque sea del mismo Papa, a quien la fe pura reconoce los carismos del Primado y de la Infalibilidad: no son los hombres los que guían y salvan a la Iglesia, sino Cristo. Y como no la salvan, asi' no pueden destruirla, ni derrumbarla, aunque quieran. Esto no significa que la acción del hombre sea indiferente a la Iglesia, ni para el bien, ni para el mal. Los hombres, en efecto, son cooperadores de Cristo y sus intrumentos; pero es claro que no puede ser indiferente para el éxito de una empresa que el cooperador sea capaz y el intrumento sea inteligente. De hecho la Iglesia resiente la acción de los hombres: su inteligencia, su sensibilidad, su empeño o, al contrario, su torpeza o escasez mental, su pereza dejan sus huellas en la Iglesia. Pero, sobre todo, dejan señales inequivocas su santidad o sus pecados. Mas, estas huellas no son —ni en el bien, ni en el mal— decisivas para la existencia y florecimiento de la Iglesia y para su fundamental fidelidad a su misión. Lo que para la Iglesia es decisivo es la presencia de Cristo en Ella. Por eso justamente ha dicho Paulo VI:
"Ni nuestra débil e inexperta mano tiene el timón de la barca de Pedro, sino la invisible, pero fuerte y amorosa mano del Señor Jesús". Y, por esto añade luego: "Quisiéramos asi, que también en vosotros, como en toda la Iglesia turbada, tal vez por la debilidad que la aflige, hubiese prevalecido el sentido evangélico de fe y de confianza, pedido por Cristo a los que le siguen, y no tuvieseis miedo, ni desconfianza que hace triste el valor y la alegría del obrar cristiano".
La presencia viva y activa de Cristo en la Iglesia, que actúa en el don del Espíritu Santo, hace que la Iglesia "sea viva", sea "activa", sea siempre "joven" Es verdad que muchos católicos no se dan cuenta de esto: la vieja costumbre a la crítica sistemática y apriorística a la Iglesia institucional, el complejo de inferioridad y autodemolición que se ha extendido en el mundo católico y que se empeña en ver todo mal en la Iglesia Católica y todo bien fuera de Ella, no les permite a muchos católicos el ver lo que Paulo VI llama las señales de esperanza que pueden verse ya en la Iglesia. Y, sin duda, estas señales son fiuto de la presencia viva de Cristo y de la acción de su Espíritu en la Iglesia de hoy.
"¡Cuántos cristianos -dice Paulo VI— sienten una intensa necesidad de oración y de unión con Dios! ¡Cuántos almas generosas buscan un estilo de vida más evangélico, nutrido en la contemplación, vivido en el amor fraterno! ¡Cuántos sacerdotes, religiosos y religiosas, apóstoles laicos dan su testimonio al Señor, con una abnegación y fidelidad, que es ciertamente fruto del Espíritu Santo! ¡La preocupación por la justicia en el mundo atormenta a muchísimas almas! ESPECIALMENTE ENTRE LOS JÓVENES, y los empuja a dedicarse valerosa y desinteresadamente a la elevación y al mejoramiento de los pueblos, al cuidado espiritual y material de los hermanos! Un mayor sentido de pobreza, a imitación de Cristo y de la Iglesia Apostólica, está hoy vivo en la conciencia eclesial, y empuja a muchos, como a nuestros solícitos misioneros, al heroísmo. Una apertura mayor a los valores positivos del mundo, admirablemente alentada en la Constitución Apostólica 'Gaudium et Spes' hace a la Iglesia de hoy abierta y dispuesta a todos los sectores de la vida social, cultural, espiritual de la humanidad, que va buscándose a sí misma. La Iglesia es experta en humanidad".
Prosigue el Papa subrayando el espectáculo que el Episcopado mundial ofrece al responder siempre mejor, a las urgentes necesidades del mundo, con el afloramiento de nuevos órganos de acción pastoral y el florecimiento de nuevas formas de apostolado laical.
"Crece -observa el Papa en particular— el sentido social y la caridad operante. Efectivamente, es todo un florecimiento de iniciativas por la catequesis, por la acción social, por el cuidado de los pobres, por la asistencia espiritual a los obreros, la irradiación cristiana entre los medios de comunicación social; un renovado espíritu misionero, que une entre sí a las diversas Iglesias locales, sin olvidar el prominente sostenimiento de las obras misionales pontificias, un desbordamiento de generosidad y de dedicación infiltra siempre más grandes grupos del clero y del laicado. En estas obras, los obispos del mundo entero están en primera li'nea y se sienten íntimamente unidos a la Santa Sede que los sostiene. El Sínodo del pasado otoño ha sido una prueba muy conspicua de esta mutua colaboración, en la solución de urgentes y delicados problemas internos —como el sacerdocio ministerialy externos a la Iglesia— como la justicia en el mundo".
Después de haber subrayado las inicitaivas de la Sede Apostólica "para salir al encuentro de las exigencias del mundo" —poco antes había él subrayado las dificultades que la Iglesia encuentra al ejercitar su oficio "profético", que no es sólo de anunciar la verdad y la justicia, sino deplorar, denunciar, condenar las culpas y los delitos cometidos contra la justicia y la verdad— Paulo VI ha concluido:
'Todos estos elementos, aunque seleccionados entre muchos y apenas mencionados, son una señal indudable de la vitalidad de la Iglesia; y no es una vana complascencia, creemos, el insistir, sino sencillamente poner delante de los ojos el misterio de la fe, sin el cual el cristiano perdería su identidad y la confianza en la Iglesia".
No ha abandonado, pues, el Señor a su Iglesia; en ella no se ha extinguido su espíritu. Tomar conciencia de este hecho es hoy de suma importancia. Porque hay muchos tentados a abandonar la Iglesia "institucional" y tomar la propia distancia de Ella, convencidos de que sólo así pueden ser fieles a Jesucristo. Pero, esta es una terrible y desastrosa ilusión, que ha hecho muchas víctimas en el pasado, condenándolas a la esterilidad; porque, los que por ser fieles a Jesús han abandonado la Iglesia, tal vez acabaron por abandonar también a Cristo. Mas, la mayoría de éstos se han consumido en esfuerzos espiritualmente estériles, acabando en la desilusión y en el aislamiento, como los restos de un naufragio, agitados por el oleaje. Alejados de la "vieja" Iglesia, para ser paite de la Iglesia "nueva", casi "inventada" por ellos, en su constitución, en sus dogmas, en sus costumbres, en el Derecho, han acabado por encontrarse solos, en pequeños grupos, encerrados todos ellos en sí mismos, sin hacer otra cosa que criticar, rabiosa y lamentablemente, la "vieja" Iglesia, sin terminar por poner en práctica ninguno de los propósitos de renovación cristiana y eclesial, por la cual ellos habían abandonado la Iglesia.
En realidad, para el cristiano, la Iglesia —la grande y vieja Iglesia, que San Agustín llamaba Católica, en oposición a la "pequeña y nueva" Iglesia de Donato, la "pars Donati", es su casa espiritual, la patria de su alma, la madre de su fe: fuera de la "Católica", él está sin Cristo y sin su Espíritu. Por eso, la fidelidad a Cristo es lo mismo que la fidelidad a la Iglesia.
Pero, no a una Iglesia, como debería ser, sino a la Iglesia como históricamente es. Porque "la Iglesia como debería ser" no existe y no puede existir, mientras la Iglesia viva en la Historia. La Iglesia perfecta, sin mácula, sin arruga, sólo existe en la eternidad. Esto no significa, sin embargo, que el cristiano deba resignarse al "mal" en la Iglesia y no hacer nada para quitar de su rostro las manchas y las arrugas. Todos debemos empeñarnos en la renovación de la Iglesia y debemos trabajar, cada uno, según sus posibilidades, porque sea siempre más fiel a los designios en realizar el designio de Cristo sobre Ella, corno está indicado en el Evangelio. Es esta una emulación de estímulo a una mayor fidelidad al Evangelio la que debe provocar las impugnaciones o críticas a la Iglesia: la impugnación es un fenómeno que siempre ha existido y que no debe ser considerado a priori como una rebelión a la Iglesia o como una señal de un amor menor hacia Ella; sino, más bien, como una expresión de un amor sincero, aunque, alguna vez, herido a la Iglesia. Es señal del "celo" del que hablaba San Pablo, porque la Iglesia se presente ante Cristo "como una virgen pura" (2 Cor. XI, 2): con la condición -es evidente -que esta crítica se haga con caridad la caridad es "paciente y benigna, no piensa mal, no se recrea en la iniquidad es con espíritu "filial", no con aspereza y dureza despiadada, ni con el ánimo del que se siente ajeno a la Iglesia o del que se siente "puro", no envuelto en esta infidelidad y no sintiéndose partícipe de sus males. Es propio de los fariseos criticar a la Iglesia desde fuera, sin hacerse participes, antes que nada de la impugnación misma que ellos hacen en contra de la Iglesia; porque eso es ver la paja en el ojo ajeno y no la viga que traen atravesada. El pecado y la infidelidad de la Iglesia es pecado de todos los cristianos; y el que se sienta con derecho o, tal vez, con deber de acusar a la Iglesia, debe acusarse también, por lo mismo en el "manojo".
"Asi", hay muchas cosas en la Iglesia de hoy, que deben cambiarse, puesta a salvo, evidentemente, la substancia de su divina constitución. La Iglesia debe, por lo tanto, estar siempre "atenta", ante todo, a la palabra de Dios; siempre pronta y dispuesta a dejarse juzgar por esta palabra y deseosa de conformarse a ella; pero también a la palabra de los hombres, de aquéllos que entre los hombres son sus hijos, a los que el Espi'ritu Santo concede el carisma de la doctrina y de la profecía; pero también a la palabra de los hombres no cristianos y no creyentes, porque la palabra de estos incrédulos puede ser para la Iglesia una "Señal de los tiempos".
Más aun, el cristiano no debe olvidar que la Iglesia está siempre muy lejos del ideal evangélico, que debe buscar siempre: por esto, el cristiano no debe desalentarse, ni entregarse a la desconfianza, a la actividad perezosa y a la infidelidad a la Iglesia; sino debe tener paciencia y caridad, saberse conservar confiado y sereno, insistir en la oración por la Iglesia y por aquéllos, que tienen hoy la tremenda responsabilidad de gobernarla. A esto invitaba Paulo VI, al terminar su discurso a los cardenales, el 23 de junio, con las siguientes palabras:
"La lentitud, los errores, las pruebas son inherentes al misterio de la cruz y de la Redención de Cristo. Sólo la certeza de estar haciendo la obra de Dios debe sostenerse. Sólo ella nos dará la serenidad indispensable para poder llevar adelante nuestra propia misión. Todos los di'as es necesario comenzar de nuevo. Después del Concilio Ecuménico, no se trata de destruir, de acusar, sino de ponernos todos a trabajar por mejorar, por sanar, por plantar, por renovar, por construir, en el auténtico sentido de la unidad de la fe, del culto, de la caridad, de la obediencia y de la colaboración.
"Todas las obras de la Iglesia vienen de Dios y a El deben conducirnos. Podemos transformar la estructura, pero no el espíritu, que es necesario inspirar en ella: éste espíritu es un don de Dios. Si las tensiones son inevitables, la comunión de la fe, el estar adheridos a la Tradición viviente, la fidelidad a la enseñanza del Magisterio serán siempre la garantía indispensable de la unidad y, al mismo tiempo, el único camino, en el cual podamos conservar y aumentar la esperanza en la Iglesia".

NUESTRO COMENTARIO A ESTE ANÓNIMO ARTICULO
DE CLARA INSPIRACIÓN DE PAULO VI

La Civiltá Cattolica nos ha ofrecido un artículo sensacional, cuyo título es ya en sí una "confesión de parte", una denuncia y una trágica imagen de la realidad espantosa que estamos viviendo en la Iglesia montiniana postconciliar. El artículo no tiene firma. Tres símbolos emblemáticos y kabalísticos cierran el escrito, en vez de una firma. Dicen que el propio Papa Juan B. Montini es su autor anónimo. Lo que nosotros podemos asegurar, sin temor a equivocarnos, es que las ideas, el estilo, la terminología son comunes a las de Paulo VI. Es una defensa, una apología, una hábil imposición, con sus argumentos teológicos, no muy usados por el actual pontífice, de su glorioso pontificado.
El título del artículo, como he dicho, es sensacional; es una afirmación categórica, que no sabríamos si catalogar como una declaración del Magisterio ordinario de la Iglesia o si, en la mente del pontífice o de su anónimo apologista, es una definición dogmática del Magisterio extraordinario, dotado de la prerrogativa de la infalibilidad. La materia quí expuesta y discutida es tan grave que, a nuestro humilde juicio, bien valdría la pena una definición ex cathedra que nos asegurase indefectiblemente que hay dos o más Iglesias, pero que "ésta", la de Paulo VI, la que está hoy viviendo históricamente el "pueblo de Dios", a pesar de la crisis espantosa que estamos viendo, es la verdadera, la única Iglesia, fundada por el hijo de Dios, pero "aggiornada", y "ecumenizada", y reformada por Juan XXIII Paulo VI y su Concilio.
Esperanza y confianza en "esta" Iglesia. Y ¿por qué esta consigna? La lógica nos lleva a deducciones fáciles e innegables, que, para mayor claridad, trataremos de exponer y analizar a continuación:
1) Hay, por lo menos, dos distintas Iglesias: la "vieja", la de los dos mil años, la de todos los Papas y Concilios y la Iglesia Montiniana. Entre ambas hay incompatibilidad, hay evolución; no hay desarrollo, no hay continuidad. Si debo tener esperanza y confianza en "esta" Iglesia es porque ya no tengo ni esperanza, ni confianza en la "vieja" Iglesia, fundada por Cristo, sino en "esta" Iglesia de Juan XXIII, de Paulo VI y su Concilio.
2) Entre estas dos Iglesias todos tenemos que seleccionar, escoger, decidirnos por una de ellas; y de nuestra elección depende, querámoslo o no, nuestra eterna salvación.
3) El "cisma" existe ya en la Iglesia. No lo hemos provocado nosotros que nos adherimos a la fe tradicional, la fe católica, la fe apostólica, la que se remonta hasta las fuentes mismas de nuestra religión, de donde brota pura y cristalina la divina revelación, que la Iglesia ha preservado MATER ET MAGISTRA (Madre y Maestra) de una manera incorrupta, según las promesas infalibles de Cristo, que nos dijo: "Yo estaré con vosotros, todos los días, hasta la consumación de los siglos". (Mateo, XXVIII, 20). El cisma lo ha provocado "esta" Iglesia, la Iglesia de Paulo VI, que ha roto la tradición apostólica y que ha abusado del poder jurisdiccional, que cree tener, para realizar eficazmente la "autodemolición" de la Iglesia y hacer una Iglesia sincrética, digna de sentarse en el Concilio Mundial de las Iglesias.
4) Paulo VI, negando la Iglesia estática del pasado, para establecer una Iglesia histórica y dinámica, una Iglesia evolutiva, una Iglesia de circunstancias y de conveniencias, una Iglesia asociada al comunismo, a la masonería y al sionismo hipotecando y lastimosamente dilapidando toda nuestra límpida y cristalina herencia católica, quiere — ¡es natural! - defender "esta" su Iglesia, con las mismas prerrogativas, aunque no con la misma doctrina, que Cristo dio a SU Iglesia, no a "esta" Iglesia, que es negación de lo más santo, de lo más sublime de nuestra tradición; que es confusión; que es dialéctica; que es la religión homo-céntrica que quiere sustituir la religión teocéntrica, en la que sólo Dios es el Señor y el Dueño.
5) La Iglesia "Ideal", pese a las miserias humanas, sí existe y ha existido y existirá siempre. Esa es la única Iglesia del Evangelio eterno, la que fundó Cristo, con visión y poder infinito, no para acomodar su obra a un mundo en constante cambio, sino para que el "mundo histórico" se acomodase o procurase acomodarse siempre a las enseñanzas inmutables de su doctrina y a la divina institución de la estructura de la Iglesia por El fundada; porque El y solamente El —no Paulo VI, ni Juan XXIII, ni el Vaticano II— es el "Camino, la Verdad y la Vida de los hombres". (Juan XIV, 6).
6) El "desaliento", la "irritación" y la "desilusión", que el Papa Montini nos atribuye — ¡y con razón! — no es contra "aquella" Iglesia, la "vieja" Iglesia, la de Cristo, la que entrañablemente amamos, como a Madre solícita y generosa: la que nos dio la vida sobrenatural; la que nos lleva al Cielo; aquélla por la que sufrimos, trabajamos, vivimos y padecemos difamaciones e injusticias; sino contra "esta" Iglesia, la postconciliar, la montiniana, la que ha destruido nuestra liturgia, ha adulterado nuestros dogmas, ha destruido nuestras leyes sapientísimas, ha facilitado el reino del pecado, la que ha hecho alianza con la iniquidad.
7) No creemos — ¡por favor!—que nuestro desaliento, nuestra justa irritación y la desilusión que, dicen, nos invade, pueda compararse al desaliento, irritación y desilusión, que los "progresistas" dicen tener con la Iglesia reformada del Papa Montini. Nuestros sentimientos son verdaderos, son profundos, son actuales; mientras que los de ellos, los que siguen y proclaman "esta" Iglesia, son espurios, engañosos aparentes, que buscan tan sólo acelerar la "autodemolición" y cavar más hondos abismos, para sepultar en ellos la auténtica Iglesia de Cristo.
8) No; mil veces no; no formamos parte, ni nunca hemos formado parte, ni queremos ni podemos formar parte de esa "falsa derecha", de ese insincero grupo de los "silenciosos" de Debray, de Danielou, de la "Hermandad Sacerdotal Española", de los que quieren hacer "la síntesis", entre la "tesis" y la "antítesis", entre la Iglesia fundada por Cristo y la Iglesia fundada por los dos últimos papas y el Vaticano II.
9) Tampoco creemos ser "los fidelísimos", de los que habla el anónimo escritor del artículo de la Civiltá Cattolica. De sobra conocemos nuestras infidelidades, nuestras miserias, nuestros mismos pecados, que lloramos, que siempre hemos llorado en la sinceridad de nuestra conciencia y en la presencia de Dios, nuestro Creador, nuestro Señor y Dueño, el que ha de juzgarnos al fin de nuestra vida. Desde el fondo de nuestra pequenez clamamos constantemente con el Real Profeta: "Miserere mei, Deus". . . Hemos amado de corazón a nuestro Dios tres veces Santo, pero hemos caído, por desgracia, en las infidelidades de nuestras propias culpas. Pero, no obstante nuestra humana debilidad, nuestra miseria, en la fe, en la doctrina, en el Evangelio, no hemos sido infieles; no hemos aceptado, ni aceptaremos nunca —así nos vengan mayores sufrimientos—, con la gracia de Dios, esa "nueva economía" del Evangelio, del Papa Montini, que no es la de la "Justicia del Reino de los Cielos", sino esa utópica, ilusoria, demagógica y falsa "justicia social", proclamada en la POPULORUM PROGRESSIO, en el Congreso Eucarístico Internacional de Bototá y en los célebres "documentos" de Medellín.
10) Paulo VI hace una confesión en su discurso del 21 de junio: "El Señor le llamó al pontificado, no por sus aptitudes personales, ni para gobernar y salvar la Iglesia, sino para que sufriese algo por su Iglesia". Supuesta —claro está— la sinceridad indudable de esta confesión, Paulo VI se siente una victima por la salud de la Iglesia. Está llamado a sufrir, no a gobernar, ni salvar a la Iglesia. Ahora nos explicamos el desgobierno que palpamos en la Santa Iglesia. Desde el momento que Juan B. Montini aceptó la elección que de él hicieron los cardenales —supuesta esa elección limpia e inobjetable— él aceptó el gobierno de la Iglesia; el echó sobre sus espaldas, tremenda responsabilidad de apaciguar la furiosa tempestad, que su ilustre predecesor, el Papa Juan el Bueno, había levantado en el mundo católico; pero, Paulo VI, sin tener en cuenta la conciencia que tenia de su ineptitud y, tal vez, de su indignidad para el alto puesto que se le ofrecía con la elección canónica; sin pensar en las terribles complicaciones que, en aquellos momentos, necesariamente implicaba el gobierno de la Iglesia y la salvación de la Iglesia, sólo pensó en que su aceptación le daba la oportunidad por él, tal vez, ardientemente buscada, de "sufrir algo por la Iglesia".
11) No sé si esta su personal disposición al sacrificio, pequeño o grande, por la Iglesia, sea bastante para justificar la aceptación al pontificado de Juan B. Montini, supuesta la sinceridad del reconocimiento, que él nos hace, de su ineptitud, tal vez de su indignidad, para poder pronunciar el "SI" necesario, antes de sentarse en la "silla" de Pedro. La razón que nos da el Papa Montini para justificar su aceptación definitiva, nimis probat, ergo nihil probat, prueba demasiado, luego no prueba nada. "Así aparecerá claro que El (Cristo) y no los hombres es el que guia y salva a la Iglesia". Con este presupuesto, cualquier católico y aun no católico puede atreverse a asumir las sumas responsabilidades en la Iglesia, aunque se tenga plena conciencia de la propia ineptitud e indignidad. Pero, veamos las verdades teológicas, que el escritor anónimo del articulo encuentra en esta "confesión" de Juan B. Montini, en el dia de su elección al Sumo Pontificado.
12) "La autoridad en la Iglesia implica siempre una participación, más o menos grande, más o menos dolorosa, en la Cruz de Cristo". Esta proposición teológica es ambigua, es tendenciosa. No es la autoridad, sino el recto uso de la autoridad, con el gravísimo sentido de las tremendas responsabilidades que el hombre en el poder asume, lo que origina los sufrimientos inevitables en el desempeño de la función de mando, en entrega completa al bien común e individual de los subditos. De suyo, en igualdad de circunstancias, tal vez, tenga más que sufrir el que obedece que el que manda. El supremo sacrificio lo hace el hombre al sujetar su propio juicio, su propia voluntad y sus propias accciones a la voluntad, no siempre recta ni objetiva, del que abusa del poder que le han confiado. El poder fácilmente embriaga y ciega; y, en estas circunstancias, puede el pontífice olvidarse de aquella gran verdad teológica —ésta sí sin subterfugios, ni posibles desviaciones— de que "el Papa puede todo in aedificationem Corporis Christi, pero el Papa —así sea verdadero Papa— no puede nada in destrutionem Corporis Christi".
La prueba adjunta, las palabras de Cristo a San Pedro, también prueban demasiado. Es cierto que en ellas anuncia el Divino Maestro a Simón Pedro la muerte que le esperaba; pero difícilmente podrían los exégetas demostrarnos que estas palabras tienen también su aplicación, aún analógica, para el caso de todos los Romanos Pontífices. La historia, desde luego, nos demuestra que no todos los Papas murieron físicamente crucificados. La crucifixión moral, no sólo los Papas, también nosotros, los más humildes miembros del Cuerpo de Cristo, tenemos que sufrirla, tenemos que llenar, como dice San Pablo, lo que falta a la Pasión de Cristo, es decir, tenemos que probar el cáliz amargo de esa Pasión, porque no ha de ser el discípulo más que su Maestro, ni el siervo más que su Señor. Eso que el escritor llama "misterioso destino del Papa" es el destino, en mayor o menor grado de todos los discípulos de Cristo, según aquellas sus divinas palabras: "El que quiera venir en pos de Mí, niegúese a sí mismo, tome su cruz y sígame". (Mat. XVI, 24).
Yo no niego que Paulo VI haya sufrido; pero sí afirmo, sin temor a equivocarme, que somos muchos los que hemos sufrido tanto como él, si no más que él, y por causa de él. ¿Acaso no es una indecible tragedia para nuestra fe católica el contemplar esa autodemolición acelerada de la Iglesia? ¿Acaso no nos hemos pasado noches enteras, de llanto, de desolación, recordando la "Oración en el Huerto" de Jesucristo, al ver la libertad con que hoy proceden, dentro del rebaño, los más feroces lobos, haciendo destrozos en la grey de Cristo?
No es muy difícil suponer que la reforma emprendida por los dos últimos papas en la Iglesia tendría que acarrearles enormes dificultades, a pesar de la lenta y prolongada preparación con que los enemigos fueron infiltrando la Iglesia, especialmente al clero, para poder realizar, desde dentro, el asalto de la fortaleza y la adquisición del poder. Pero, Paulo VI es un hombre decidido; no se arredra ante las dificultades, sino que, por el contrario, parece que una fuerza misteriosa, que no es ni puede ser de Dios, le empuja constantemente a llevar adelante, hasta el fin, su programa reformista y destructor.
13) La segunda verdad teológica, que el Papa Montini o el escritor anónimo, inspirado por el Papa Montini, encuentran en la "confesión" del pontífice es la siguiente: "debe evitarse el exagerar el puesto de los hombres en la Iglesia, aunque sea el mismo Papa, en quien la fe pura reconoce los carismas del Primado y de la infalibilidad; no son los hombres los que guian y salvan a la Iglesia, sino Cristo". Esta verdad teológica tiene también sus distingos. Evidentemente hay muchos católicos que exageran el papel de los hombres de la Iglesia, ya sean éstos obispos, ya sea el mismo Papa. Esa exageración es la que llamamos "papolatría", o sea el culto indebido al Vicario de Cristo, que lleva a muchos católicos ignorantes, convenencieros o fanáticos a la falsa convicción de que el Papa o los obispos, por el puesto que tienen, por la asistencia divina, son impecables y siempre y en todo infalibles. El autor del articulo reconoce, pues, como verdad teológica la exageración con que muchos católicos miran a los hombres constituidos en dignidad en la Iglesia, como si todo lo que hacen, todo lo que dicen fuera la expresión de la verdad de Dios o de la voluntad de Dios. Quitado el carisma de la infalibilidad, tal como fue definido por el Vaticano I, el Papa puede equivocarse, aun en cosas de fe, como ya lo explicamos. Es verdad, como dice el autor anónimo del articulo, que, como no la salvan, "no pueden destruirla ni derrumbarla, aunque quieran". Esta sí es promesa de Cristo: "las puertas del infierno no prevalecerán en contra de la Iglesia" (Mat. XVI, 18). Pero, aunque esté a salvo la permanencia y la inerrancia de la Iglesia, por las expresas palabras y promesas de Cristo, esto no significa que los hombres que rigen la Iglesia, cuando como humanos, sean infieles a Dios, a la asistencia divina, no hagan daño, mucho daño, no a la Iglesia, sino a los miembros de la Iglesia. Los hombres, es cierto, son cooperadores de Cristo, son representantes suyos, son sus lugartenientes en la tierra; pero, como humanos pueden ser "malos cooperadores, malos representantes, malos administradores de la hacienda del Señor".
Su santidad o sus pecados dejan huellas inequívocas, dice el articulista, en la Iglesia de Dios, pero no decisivas. A lo que yo añado: estas huellas no son decisivas, porque está Dios de por medio; pero, ¡cuántas veces se necesitan años y aun siglos para remediar el daño que ha hecho en los fieles, en el clero, en el mismo episcopado, la mala administración, el mal gobierno de un mal papa!
"Lo que para la Iglesia es decisivo es la presencia de Cristo en Ella". Estas palabras nos llevan al equívoco de siempre: a confundir la Iglesia, como institución divina, permanente e indestructible en el tiempo y en la eternidad, y la Iglesia como "el pueblo de Dios", es decir, los hombres que forman parte de Ella. Sí, es Cristo el que guía, salva y gobierna su Iglesia, de una manera invisible para los ojos humanos; es Cristo, que todo lo dispone o lo permite, según sus designios inescrutables, quien con fuerte y amorosa mano tiene el timón de la barca de Pedro; pero eso no impide que la acción humana, haga que el vendaval haga estremecerse la frágil navecilla, hasta hacernos muchas veces sentirnos en los horrores de un naufragio. Nuestra confianza en el poder de Cristo es inconmovible; pero nuestro sobresalto ante lo que hemos visto y oído en estos últimos años posconciliares es para hacernos clamar desde el fondo del alma: "Señor, sálvanos, por que perecemos".
La Iglesia, la institución divina esta "viva", "activa", "joven"; pero la Iglesia, que el autor llama "institucional", ésa está pasando la más terrible crisis de su historia. Las señales de esperanza que nos da el Papa Montini en su discurso no son verdaderas, no es esta la realidad que estamos presenciando: ¿Cómo puede haber intensa necesidad de oración, cuando falta la fe, cuando se han suprimido las devociones, que era el manjar que alimentaba la piedad, la vida sobrenatural? ¿cómo ha de haber más unión con Dios, cuando en las mismas comunidades de vida contemplativa hay un empeño, una consigna superior, que trata de suprimir su vida de oración y de íntima unión con Dios, como algo ya anticuado, como algo que no se cotiza en la Iglesia dinámica que quieren imponernos.
No podía faltar en un discurso de Paulo VI, al querer cubrir las lacras actuales de los hombres de la Iglesia, aquello que ha constituido el alarma de su pontificado. Para él ahí está una de las pruebas más impresionantes de la vitalidad de su pontificado: "La preocupación por la justicia en el mundo atormenta a muchísimas almas, especialmente entre los jóvenes". Nunca se ha hablado tanto de la justicia y nunca ha habido en el mundo más injusticia. Pero, como ya lo hemos repetidas veces dicho: este no es el problema de la Iglesia; esta no es su misión divina; esto es favorecer la violencia, aumentar en los jóvenes una inquietud, que no hubiera nunca existido en ellos, si no se les hubiera inculcado con una doctrina no evangélica, sino totalmente antievangélica. ¿Es acaso la juventud inexperta, impreparada y desquiciada la que va a resolver los gravísimos problemas que agobian al mundo, que ponen en tensión a los pueblos y las clases sociales? Se nos quiere hacer evangélico el marxismo y el maoísmo, como la única salida que nos queda para salvarnos de una guerra nuclear, como si el fin, por nobilísimo y urgente que fuese, pudiese justificar lo que es "intrínsecamente malo", como dijo Pío XI. Ese mayor espíritu de pobreza, que, según dice Paulo VI, está más vivo en la conciencia eclesial, está, en realidad combatido, por los cuantiosos gastos de la Iglesia postconciliar.
Más, donde encontramos una desviación mayor en el discurso montiniano, es cuando nos dice, como una prueba de su magnífico pontificado: UNA APERTURA MAYOR A LOS VALORES POSITIVOS DEL MUNDO, admirablemente alentada en la Constitución Apostólica 'GAUDIUM ET SPES'. De todos los documentos pastorales del Vaticano II éste es, sin duda, el más confuso, el más equívoco, el más tendencioso. En un reciente escrito del P. Antonio Brambila, en el que parece que empieza a abrir los ojos —si es que en su juego dialéctico, que unas veces gira hacia la izquiera y otras hacia la derecha, no nos esté dando gato por liebre—, el autorizado escritor señala las fallas del Pastoral Concilio, reconociendo, aunque tarde que no es posible que haya un Concilio Pastoral; que el verdadero Concilio, como órgano extraordinario y supremo del Magisterio de la Iglesia, tiene que apoyarse en el dogma, proteger el dogma y condenar las herejías con el "anatema" salvífico, que separa irreconciliablemente la verdad del error. El P. Brambila nos hace ver ahora que el Vaticano II no quiso ni definir, ni condenar nada, contentándose con abrir la ventana para que entrase aire fresco y renovador, y dándonos tan sólo directivas pastorales, que nos han llevado por caminos tan variados, hasta las herejías disfrazadas de teología moderna y liberal de Hans Küng. ¡Menos mal, más vale tarde que nunca!
14) "Crece —observa el Papa— el sentido social y la caridad operante". No sé si el así llamado, en el lenguaje moderno, "sentido social" pueda identificarse, en la economía del Evangelio —al menos en la antigua economía del Evangelio— con la "caridad operante", es decir la caridad sobrenatural, la ley del Evangelio; porque, en la "nueva economía del Evangelio", en la de Paulo VI ya veo que sí se identifican. Lo que sí sé es que ese "florecimiento de iniciativas por la catequesis", de la que habla el Papa Montini, es, en realidad, la destrucción de la catequesis. Se han eliminado los viejos catecismos, en los que se nutrió por siglos la fe católica; nuestros niños y jóvenes crecen, sin ninguna instrución religiosa y, lo que es peor, la poca instrucción religiosa, que aun en los así llamados colegios y escuelas católicos se imparte es una instrucción cargada, saturada de errores del neo-modernismo reinante. Este es uno de los más graves aspectos de la crisis actual: no sólo la falta de instrucción religiosa, de prácticas de vida cristiana en la niñez y en la juventud, en esa edad decisiva y peligrosa de la vida, sino las ideas torcidas, falsas, llenas de veneno, que con libertad increíble se imparten en los centros educativos católicos; así se explican los fracasos terribles que en jóvenes de familias ejemplares hemos visto, la difusión de las drogas, la pérdida de la virilidad o de la feminidad en los jóvenes de ambos sexos. Todos esos religiosos y religiosas, dedicados a la enseñanza, corrompidos ellos por el "progresismo", se han convertido en activísimos corruptores de sus educandos.
15) Es una "psicosis" la que padece Paulo VI sobre el problema social y humano, sobre el que constantemente nos está hablando; sobre la irradiación de los medios de comunicación; sobre toda esa actividad desconcertada y desconcertante, que aparta a los grandes grupos católicos de lo que es esencial en la vida católica, para lanzarlos a una actividad equivocada y peligrosa, que compromete la misma vida de la Iglesia en los diversos países. Ahí tenemos el caso doloroso y ridículo de España, que, por seguir las consignas del pontífice, ha roto su unidad espiritual, la única unidad verdadera que existía en España. Como en la América Latina, donde clandestinamente la subversión sigue, fomentando la inconformidad, prometiendo un paraíso irrealizable aquí en la tierra, haciendo que la misma obra misional de los apóstoles modernos esté impregnada de tendencias filomarxistas y de violencia revolucionaria. Y, a la cabeza de eso, y siguiendo sus consignas de Roma, van los jesuítas, los de la nueva ola, los que definitivamente han desconocido la obra de San Ignacio de Loyola. No es inquina, no es resentimiento el que me mueve a atacar a esa "nueva Compañía" — ¡ay, Jesús, qué Compañía! — sino precisamente la indignación que en mí causa esa inmensa traición a la que yo sigo considerando como mi madre, ya que de ella recibí toda mi formación espiritual e intelectual.
16) Paulo VI se gloría, y pone como prueba de su glorioso pontificado, del sínodo pasado: "una prueba muy conspicua, dice, de esta mutua colaboración entre los obispos del mundo entero y el laicado con la Santa Sede", en la solución de urgentes y delicados problemas internos —como el sacerdocio ministerial— y externos a la Iglesia, como la justicia en el mundo. ¿Se resolvió, en verdad, alguno de estos dos urgentes y delicados problemas? ¿Se urgió a los sacerdotes el cumplimiento de sus deberes esenciales a su ordenación y consagración a Dios, en el serio trabajo de su propia santificación, en el estudio dedicado de las ciencias eclesiásticas, en el recogimiento, la vida interior, la unión con Dios? ¿Se dio a los sacerdotes el medio insustituible para esta propia santificación devolviéndoles la celebración tradicional y santísima del Santo Sacrificio de la Misa, en el que el buen sacerdote encuentra el medio más precioso para unirse con Cristo, Sacerdote y Víctima, en el fiel desempeño de su vida sacerdotal? ¡Nada de eso! Se volvió a insistir en la conveniencia del celibato opcional; en la ordenación de hombres casados. No parecía sino que las heréticas ideas del Hans Küng, expuestas en su último libro? ¿POR QUE LOS SACERDOTES? fueron defendidas vigorosamente por algunos de los padres sinodales:
"No se puede mantener históricamente la sucesión directa y exclusiva de los obispos de los Apóstoles".
—"El número de los siete sacramentos es un producto de la historia. . . No hay la menor evidencia de que el orden sagrado haya sido instituido por Cristo".
—"La Ordenación no es una investidura sagrada que (el sacerdote) recibe como un. . . carácter, que lo distingue de los laicos".
—"La celebración Eucarística no es un sacrificio. . . El ministerio de los sacramentos (debe estar) subordinado al ministerio de la palabra.
—"Los sacerdotes de tiempo completo deben ser eliminados, como perjudiciales para los sacerdotes y gravosos para los fieles".
Hay una tendencia manifiesta, como en varios de mis anteriores libros he demostrado, que trata de nulificar, eliminar el sacerdocio jerárquico de la Iglesia. En el último sínodo y en la preoaración que para él hicieron las Conferencias Episcopales se dan las pruebas evidentes, para el que quiera estudiar a fondo un problema tan grave; sobre todo, los sacerdotes, que amamos nuestra santa vocación, los que estamos convencidos por las palabras del mismo Cristo: que "no somos nosotros los que le elegimos a El, sino que es El quien nos invitó a nosotros", sentimos en el alma ese peligroso viraje, que, a ciencia y conciencia de la jerarquía, se está llevando a cabo ya en la misma formación o deformación de los seminarios, empezando, a no dudarlo, por la en otros tiempos gloriosa Universidad Gregoriana, en la que tantos y tan preclaros cardenales, obispos y sabios sacerdotes recibieron su formación sacerdotal, bajo todos aspectos, dignísima y fructífera.
¿Qué se arregló en el sínodo sobre las desviaciones sacerdotales, que multiplican las deserciones y hacen que los clérigos traten de disimular su estado clerical, hasta en el carnaval ridículo de sus vestiduras mundanas y provocativas? ¿Se urgieron las antiguas prescripciones canónicas que prohibían a los sacerdotes y aun a los seminaristas el asistir a espectáculos y diversiones no sólo impropias e indignas de su ministerio, sino escandalosas y pecaminosas? Se necesita ese estado patológico o falsario para hacernos creer que esos sínodos han hecho algún bien en la Iglesia.
En cuanto al otro punto, que se trató en el sínodo y al cual hace mención el pontífice en su discurso, la justicia en el mundo, no fue sino la repetición de las aventuras de Bogotá y la Conferencia del CELAM en Medellín y sus famosos documentos, que para los clérigos del Tercer Mundo y para los jesuítas de la nueva ola y para todos esos sacerdotes intoxicados por la "justicia social" sigue siendo la nueva religión, la nueva mentalidad, la nueva economía del Evangelio.
17) El escritor anónimo del artículo nos dice luego, como gloriosa conclusión del raciocinio de Paulo VI: "No ha abandonado, pues, el Señor a su Iglesia; en Ella no se ha extinguido su espíritu. Tomar conciencia de este hecho es hoy de suma importancia". Como católicos, estamos ciertamente convencidos de que Dios no ha abandonado, ni abandonará jamás a su Iglesia. Pero, no podemos seguir con el equívoco de lo que el escritor quiere expresarnos por la palabra Iglesia: ¿el pueblo de Dios o la Institución divina de Jesucristo? Porque, si es el primer sentido, es cierto que no todo el "pueblo de Dios" está contaminado de este mal epidémico del "progresismo"; somos muchos los que, por la misericordia de Dios, conservamos la fe tradicional, la fe apostólica, la fe de nuestros padres; pero si se trata del segundo sentido, de la institución divina de Cristo para perpetuar en este mundo su obra redentora, tenemos que decir, con fe divina, que Cristo ni ha abandonado, ni abandonará nunca a su Iglesia, Destinada a perdurar hasta la consumación de los siglos, y formada por la Iglesia triunfante, la Iglesia purgante y la Iglesia militante. ¡Que el Señor nos conserve en Ella eternamente! Debemos insistir una cosa es "esta" Iglesia, la montiniana, la postconciliar, que ha estado siempre lejos de la Verdad Revelada; y otra cosa la Iglesia institución, la de dos mil años, la de todos los Papas y todos los Concilios.
¿Cuáles son los frutos del Concilio? Se necesita cerrar los ojos a la realidad, para poder hablar de "frutos", cuando sólo vemos la abominación del Santuario, la traición de los "operarios de la Viña", la infamante corrupción de los seminarios, el despojo y la ruina espiritual y aún económica de las diócesis, en otros tiempos, más florecientes en selectas y numerosísimas vocaciones de santos, sabios y abnegadísimos sacerdotes, como la Arquidiócesis de Morelia, de Zamora y de Zacatecas —para no citar sino algunas entre nosotros— y que ahora son eriales desolados y ruinas impresionantes de una grandeza ya ¡da, por las cuales pasó, como jinete del Apocalipsis, la furia renovadora de la Iglesia postconciliar. Descansen en paz, en sus tumbas de ignominia, los pastores comprometidos y traidores, que no supieron cuidar la heredad del Señor, mientras los que todavía tienen en sus manos el poder y lo siguen empleando en esta obra destructora van a recibir el merecido castigo de su cobardía, de su traición, de su perverso compromiso, en el tribunal de Dios, en donde no hay excusas ni componendas. Puede seguir escandalizando a la gente sencilla el poderoso canciller que, sin conciencia alguna, calumnia, difama, destruye y corrompe a los mismos ungidos del Señor. "Haec est hora vestra et potestas tenebrarum! ", esta es vuestra hora, la hora del poder de las tinieblas.
19) Estamos irritados, sí. ¿Cómo no estarlo, si tenemos fe, si no hemos claudicado, si vemos la profanación hecha ley, el sacrilegio alabado como un resurgimiento de la vida cristiana? Estamos irritados porque la complicidad, la indolencia y las increíbles audacias de la jerarquía han convertido la santidad de nuestros templos en espectáculos que recuerdan las bacanales paganas o las procacidades de los centros nocturnos o de los prostíbulos. En nombre del "aggiornamento" y del "ecumenismo" se está protestantizando y judaizando la Iglesia; se están poniendo las inicuas manos sobre los Libros Santos y sobre nuestros catecismos, para darnos una versión alterada de la doctrina eterna, que nos dejó intocable el Divino Maestro. No, ya no hay penas canónicas para los apóstatas, para los herejes, para los clérigos concubinarios, para los que dan su nombre a las logias masónicas, para los que favorecen el comunismo y el socialismo, para los que cambian el sagrado cáliz por la metralleta, en ansias de "autenticidad" y de "compromiso". Estos son ahora, para los intoxicados, los héroes y los santos de la Iglesia. Ahora los "excomulgados", los "suspensos" somos los que hemos tenido el valor, la fe y la fidelidad suficiente para gritarles, sin temores absurdos, el "non possumus" el no podemos de la conciencia. No, no queremos las canongías, las cancillerías, las abominables libertades con que hoy premian los "amos" a sus serviles y cobardes aduladores.
Estamos irritados porque, al quitar las censuras canónicas para los auténticos delincuentes de la palabra y de los hechos, el Papa y los obispos han dejado que la subversión triunfase y que la herejía, la apostasía y la corrupción moral lograsen alcanzar su espuria ciudadanía en la Iglesia Católica.
Bien puede presentarnos el P. Arrupe, el fabuloso General de los jesuítas de la nueva ola, a Teilhard de Chardin como modelo de los hijos de San Ignacio, como el hombre providencial para atraer con sus obras a los incrédulos a la Iglesia. ¡Atención! la poesía es ahora el ropaje vistoso de la diabólica apostasía. Y puede todavía más el "alter ego" de Paulo VI; puede decirnos que la obra de José Porfirio Miranda y de la Parra es inocua, es ortodoxa, es edificante aunque expresamente reniegue del "Dios Creador de todo el Universo, que Occidente opresor ha adorado y adora". Su paternidad que, según cuentan, un día perdió la fe, que después recobró en Lourdes, ha vuelto a renegar de su bautismo y de su sacerdocio.
20) Y, sin embargo, no estamos desilusionados, como nos dice el Papa Montini; la ilusión del cristiano no se pierde, aunque el Papa resuelva visitar a Moscú y a Pekín, aunque el Vaticano se convierta en el punto central de convergencia de los antiguos enemigos de la Iglesia, donde, como un ejemplo. Tito el Tirano y verdugo de Yugoeslavia, fue recibido con los máximos honores, otorgados tan sólo a los reyes legítimos y a los auténticos representantes de la autoridad. No estamos desilusionados, aunque veamos la actividad política de una decidida izquierda, que, con su autoridad suprema y sacerdotal, excita en los jóvenes el ardor incontenible de la guerra, de los odios, de la sangre, de las tragedias nacionales, que hunden a los pueblos en el hambre, sin mendrugos de pan, en la esclavitud, sin esperanza alguna de libertad. Su paternidad, fiel al cuarto voto de los profesos de la Compañía, ha cumplido su misión en Cuba y en Chile, aunque haya fracasado ante la indómita resistencia de Brasil y de Bolivia, del Salvador y de otros pueblos hermanos, que han seguido firmes en su fe católica, pero libres a la esclavitud que el Vaticano quiso imponerles por los obedientísimos hijos del P. Arrupe. Los católicos tenemos una ilusión ultraterrena y, para el tiempo corto de la vida presente, sólo deseamos romper las cadenas de esclavitud, para gozar la libertad de los hijos de Dios. La jerarquía -lo decimos con inmensa amargura— ha claudicado, está vencida, sólo le quedan fuerzas para golpear sin escrúpulo, sin misericordia alguna, a los hijos fieles que han consumido todo en la vida, por el servicio de Dios y de la Iglesia.
Porque ésta es la verdad —aunque nos duela confesarla— algunas de las más altas jerarquías, por convicción, por compromiso o por increíble e irresponsable debilidad, han sido piezas importantísimas en el complicado juego de ajedrez, que están jugando en el mundo las manos misteriosas y secretas de sionistas filomasones y filocomunistas. No nos duele, ni nos extraña, ni nos irrita la suavidad indecible con que los detractores de la fe son recibidos, tolerados y aún encomiásticamente mencionados en las correspondencias de las Sagradas Congregaciones de la actual Curia Romana y en las ocasionales alusiones, que el propio papa Montini hace de sus escritos, de sus palabras y de sus obras. Todo este movimiento es necesario para dar jaque al rey o, si es posible, poner un doblete al rey y a la reina, obteniendo así un evidente debilitamiento, que les asegure el triunfo apetecido, el mate al rey.
Las quejas contra los progresistas, que expone el dialéctico escritor del artículo de la Civiltá Cattolica no son sino unas quejas tácticas, para dar la impresión a los lectores de objetividad, de equilibrio, de sincero anhelo de remediar una situación tan angustiante, que hace casi imposible la solución correcta. Hay que transigir en algo; no es posible seguir las pretensiones de aquellos radicales tradicionalistas, empeñados en mantener incólume el sagrado depósito de la Divina Revelación. Estamos en la "historia", no estamos en la "eternidad". La Iglesia en que vivimos no es la Iglesia "ideal", que sólo puede existir en la otra vida; aquí estamos en una Iglesia histórica, que tiene sobre sí todos los pecados de la humanidad y debe, por lo mismo, buscar una adaptación benévola y condescendiente con este mundo dinámico y corrompido de las minifaldas, de la libertad del sexo, del amor libre y sin barreras.
Los "progresistas" —piensa el papa— creen que la Iglesia ha perdido ya definitivamente el ritmo acelerado de la historia; a pesar de sus grandes concesiones, la Iglesia no ha sido lo suficientemente generosa para satisfacer las exigencias de una humanidad que no reconoce ni acepta otra ley que sus pasiones insaciables, ni otra autoridad que no sea aquélla que quiera institucionalizar la violencia, para que el hombre salve su propia autenticidad, sin ser ya más juguete de los que se dicen autoridad y representantes de Dios.
Por eso buscan pacientemente, a ciencia y conciencia de las jerarquías, construir "otra" Iglesia, no "esta" Iglesia histórica de Paulo VI, ni la "vieja" Iglesia, anticuada y caduca de todos los Papas y todos los concilios, sino su "nueva" Iglesia, último modelo, con las "comunidades de base", que impunemente pululan en todas partes, acelerando el proceso demolitivo, que facilite después el establecimiento -ya lo dijimos- de la Iglesia de la fraternidad universal, sin dogmas, sin moral, sin liturgia y sin disciplina, en un gobierno mundial, que nos esclavice sin posible liberación.
21) ¿Qué queda de la Iglesia de nuestra niñez, de nuestra juventud, de nuestra edad adulta, después de este derrumbe, de esta autodemolición que hemos visto y el mismo Paulo ha deplorado en sus audiencias? Nunca creímos en la "nueva primavera", ni en el "nuevo Pentecostés", que nos anunció Juan XXIII. Los "Signos de los tiempos" no eran de optimismo, sino, por el contrario, de un negro, muy negro pesimismo. Los enemigos "colegiados" o en Conferencias Episcopales o en los demoledores activísimos llamados "los expertos" destruyeron la ciencia sagrada de nuestros Santos Padres, Doctores y teólogos de la Iglesia, de la "vieja Iglesia milenaria", para imponernos la nueva teología, made in Germany, de la unidad ecuménica con todas las herejías y con una ostentosa apostasía.
No es necesario poner en naftalina los errores manifiestos de un Concilio, cuya finalidad era el ecumenismo claudicante, el aggiornamento traicionero, la así llamada libertad religiosa. El Vaticano II, con los dos pontificados que lo han hecho deben sepultarse en el abismo y olvidarlos. Las esperanzas que tuvieron los destructores de la Iglesia han ido cayendo y seguirán cayendo como hojas secas, arrastradas por el viento del subjetivismo, del fenomenismo, del positivismo, del idealismo, del existencialismo, del historicismo, del relativismo, del modernismo, que han pretendido deshelenizar la Iglesia y poner al día la ciencia sagrada. Con un léxico nuevo, la inmensa literatura preconciliar, conciliar y postconciliar, a la que hay que añadir las audiencias, las encíclicas y los otros documentos de los dos últimos papas, han querido hacer olvidar el lenguaje inconfundible de la Iglesia preconciliar. El progresismo espera cantar triunfante su victoria, cuando no quede de la Iglesia del pasado ni dogmas, ni liturgia, ni moral, ni disciplina; ni templos, ni ceremonias, ni jerarquías, que sólo tienen sentido en una fe que para ellos ha muerto. Recemos adoloridos el último "réquiem" por una religión, que, por veinte siglos, engañó a la humanidad con las esperanzas de un futuro incierto.
Lo que para nosotros hace falta, en estos momentos supremos de martirio, de prueba, de indecibles torturas espirituales, es renovar nuestro amor, nuestra inseparable adhesión, nuestra confianza inquebrantable a la "vieja Iglesia". ¡Santa y única Iglesia de Cristo, a la que hemos consagrado nuestra vida; por la que estamos dispuestos a prolongar nuestro Calvario y nuestra más impresionante agonía! ¡Santa Iglesia de nuestros padres, en cuyos brazos amorosos entregaron sus almas al Señor! ¡Santa Iglesia de nuestro bautismo, de nuestras confesiones, humillantes sí, pero regenerantes, con las que hemos podido alcanzar el perdón de nuestras culpas! ¡Santa Iglesia de aquellas santas alegrías de nuestra Primera Comunión, de tantas Comuniones, en las que hemos recibido a Cristo, hemos recordado la historia de su Sagrada Pasión y Muerte, el alma se ha llenado de gracias y se nos ha dado una prenda de nuestra eterna felicidad! ¡Santa Iglesia de Cristo, en la que un día, el más grande y sublime día de nuestra vida, quedamos indisolublemente unidos al Sacerdocio de Cristo y recibimos aquellos poderes divinos: el poder del magisterio, el poder de la jurisdicción y el poder del sacerdocio, para poder asociarnos con el Divino Redentor en la obra salvífica! ¡Santa Iglesia de Cristo, en la que hemos dejado todas nuestras fuerzas en largos años de servicio, para la salvación de las almas y la gloria de Dios! ¡Santa Iglesia de Cristo, en la que, al terminar yo mi jornada, podré entregar confiadamente, en brazos de Mana mi Madre, mi dulce y piadosísima Madre, mi espíritu cansado en la batalla, pero no vencido! ¡Iglesia de Jesús, yo te amo; yo soy tuyo; yo quiero ser tuyo— así lo pido humildemente y con todas mis fuerzas— en el tiempo y en la eternidad.
¿Acaso el cardenal, arzobispo primado ha sufrido en su palacio, en sus frecuentes banquetes, en sus viajes continuos, en los halagos de sus aduladores, la inmensa amargura, que, con una difamación tan clamorosa, tan infamante y tan injusta ha sumergido en el dolor más indecible mi alma contristada, a imitación de Cristo? ¿Este ha sido el premio con que Miguel Darío Miranda y Gómez ha pagado no sólo mis servicios de cincuenta años, más de cincuenta años, en el trabajo por la Iglesia y por las almas, sino los servicios de las santas generaciones de mis antepasados: arzobispos, obispos, canónigos y santos sacerdotes, que han sido salpicados con la sangre de mi corazón, herido y humillado por Cristo, por su Iglesia, por la fe de mi bautismo y de mi sacerdocio.
Este es el triunfo de Su Eminencia, este es el resultado de sus caluminas y difamaciones; este es el grande éxito del canciller Reynoso, que espera como premio el obispado. Pero, yo no cambio, porque no puedo cambiar; preferiría la muerte a traicionar a Cristo o a su Iglesia. Ante el tribunal de Dios nos veremos y entonces sabremos quién tuvo la razón.
Puede Luis Reynoso seguir desahogando su pasión de fiera, escribiendo nuevas circulares, en las que diga: "El fanatismo pseudo-tradicionalista: Injurias, calumnias e insultos: Joaquín Sáenz y Arriaga contra la verdad y la justicia y el equilibrio: Miguel Cardenal Miranda, Arzobispo Primado de México". . . El servilismo, la adulación y la ruindad más repugnante sirviendo bombones a Su Eminencia Reverendísima, con la esperanza de subir de grado, de monseñor a obispo.

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