Uno de los conceptos mas bastardeados y una de las instituciones humanas mas adulteradas, es, indudablemente, el hogar.
Sobre él se ha vertido toda clase de errores; las más confusas tinieblas le han envuelto; se le ha sacado de quicio; se le ha zarandeado y arrastrado por los suelos; y el día de hoy pocos saben lo que es un hogar.
Pregúntalo y escucharás definiciones pintorescas; examina en tu derredor, y encontrarás multitud de caricaturas que pretenden hacerse pasar por hogar; pero que no se le parecen en nada.
Para algunos el hogar es un hotel, donde se dispone de una cama más o menos cómoda y de una mesa mejor o peor surtida. Sus habitantes apenas tienen intimidad; coinciden lo menos posible, a las horas de comer, y, aun en ésta, muy poco, porque, sobre todo por la noche cada uno llega a cenar a distinta hora.
¿Preocuparse el uno del otro? ¿Engranarse con él? ¿Sacrificarse por su bienestar?
Nada de eso. Tal proceder es un atraso. Los tiempos nuevos demandan independencia. Cada uno tiene sus ocupaciones, sus diversiones y sus relaciones propias a las que ha de atender, y que le impiden preocuparse de los demás.
Para otros, el hogar es una sociedad económica, donde cada uno tiene mejor o peor resuelto su problema. Los esposos se casaron porque les convenía para su negocio: unían dos capitales, o dos fincas, o se saldaba una deuda.
¿Amor? No; interés; dinero, que «poderoso caballero es don Dinero».
En cuanto a los hijos, ¿acaso podrán encontrar en otra parte satisfechas sus necesidades más económicamente?
Sus padres les alimentan, visten, cobijan y capacitan para la vida y encima les dan «paga» los domingos; o si tienen ellos ya sueldo, no les exigen ni una peseta.
Algunos ven en el hogar una cooperativa de egoísmos.
El se siente viejo o enfermo y necesita una paciente enfermera; ella se encuentra pobre y está cansada de soportar estrecheces.
El no quiere trabajar y halla la solución para su holgazanería en el capital de ella; ella busca sacudir el yugo de la dependencia paterna, o casarse antes que su hermana o su amiga, o, sencillamente, casarse, porque considera la soltería como una afrenta.
Pregúntalo y escucharás definiciones pintorescas; examina en tu derredor, y encontrarás multitud de caricaturas que pretenden hacerse pasar por hogar; pero que no se le parecen en nada.
Para algunos el hogar es un hotel, donde se dispone de una cama más o menos cómoda y de una mesa mejor o peor surtida. Sus habitantes apenas tienen intimidad; coinciden lo menos posible, a las horas de comer, y, aun en ésta, muy poco, porque, sobre todo por la noche cada uno llega a cenar a distinta hora.
¿Preocuparse el uno del otro? ¿Engranarse con él? ¿Sacrificarse por su bienestar?
Nada de eso. Tal proceder es un atraso. Los tiempos nuevos demandan independencia. Cada uno tiene sus ocupaciones, sus diversiones y sus relaciones propias a las que ha de atender, y que le impiden preocuparse de los demás.
Para otros, el hogar es una sociedad económica, donde cada uno tiene mejor o peor resuelto su problema. Los esposos se casaron porque les convenía para su negocio: unían dos capitales, o dos fincas, o se saldaba una deuda.
¿Amor? No; interés; dinero, que «poderoso caballero es don Dinero».
En cuanto a los hijos, ¿acaso podrán encontrar en otra parte satisfechas sus necesidades más económicamente?
Sus padres les alimentan, visten, cobijan y capacitan para la vida y encima les dan «paga» los domingos; o si tienen ellos ya sueldo, no les exigen ni una peseta.
Algunos ven en el hogar una cooperativa de egoísmos.
El se siente viejo o enfermo y necesita una paciente enfermera; ella se encuentra pobre y está cansada de soportar estrecheces.
El no quiere trabajar y halla la solución para su holgazanería en el capital de ella; ella busca sacudir el yugo de la dependencia paterna, o casarse antes que su hermana o su amiga, o, sencillamente, casarse, porque considera la soltería como una afrenta.
Sueña él con la influencia familiar de ella, y ella con el automóvil o el apellido de él.
¿Espíritu de sacrificio? Ninguno. Se busca en el matrimonio sacar el mejor partido posible, aunque sea a costa de los otros.
Nacidos en este ambiente, los hijos sólo miran para sí, aun cuando perjudiquen a los demás o, por lo menos, prescindiendo de su bienestar.
Se aproximan más a la realidad los que miran el hogar como una coincidencia de gustos. Los dos tenían alma de artistas y se unieron para vivir el arte.
Coincidían en los deportes, en su afición al «cine», en su amor a las ciencias, o en su predilección por el campo. ¿Por qué no unir dos vidas que caminan paralelas?
No puede negarse que aquí hay algo que perfeccionado puede constituir un hogar.
Coincidencia de gustos, está bien; pero no basta. La vida tiene muchos tropiezos y muchos zarandeos, que es preciso salvar, sin que se separen los dos, cuya unión es la base del hogar. En esos vaivenes, una simple coincidencia no resiste, y los que coinciden en algo que allí resulta secundario pueden estar discordes respecto a lo principal.
Las dos almas vibran al unísono ante una melodía de Schúbert o de Chopin, pero cuando se enfrentan con un problema vital, cuya solución legítima exige sacrificio, cada uno mira en sentido contrario, y el uno y el otro se van por su lado.
Hogar, por lo común, no son dos solos; poco a poco irán surgiendo nuevas vidas. ¿Coincidirán también éstas? ¿Basta que coincidan? Es necesario que se adhieran fuertemente; si no, con facilidad, a medida que se multiplican, se irán resquebrajando los lazos y astillándose el hogar.
Sobre las coincidencias de gustos es necesario el amor.
Este es el único que puede constituir un hogar, coincidan o no los gustos, haya o no conveniencias económicas o materiales.
El amor que funde, crea, educa y se sacrifica es el alma del hogar.
Cuando el amor prende en dos corazones, los acerca, los une y los funde de tal manera, que no son dos, sino uno; y como consecuencia de esta unión, brotan en torno suyo nuevos corazones contagiados del mismo amor, y, por lo tanto, atraídos y adheridos al corazón que les ha originado, como la rama al árbol; y como aquélla vive de éste, los nuevos amores se alimentan del amor fundamental mediante la educación; y como amar es sufrir, y sin dolor no hay amor, unos y otros amores, para permanecer enlazados, se sacrifican mutuamente en ese rodar diario, lento, fecundo y apacible de la vida familiar.
Por eso, para que haya hogar, no basta morar bajo el mismo techo; hace falta compenetrarse, y que sobre la convivencia material esté la espiritual.
No es suficiente una convivencia mera y fríamente espiritual, sino que el hogar exige convivencia afectiva, amores enlazados, compenetrados, fundidos, fecundos en mutuas influencias, generosos en constantes sacrificios.
Su símbolo es el llar (el fogón, hogar) donde arde la llama mantenida por multitud de brasas, que, a pesar de ser distintas, forman un mismo fuego y arden con una misma llama.
El amor es el constitutivo esencial del hogar; es el fuego que congrega, atrae, aproxima, da unidad, y a la vez hace dúctil la materia para que el martillo de la educación, golpe a golpe, forje al hombre honrado y a la mujer honesta; al cristiano en su variada gama de mediocre a héroe.
Para que en el llar arda espléndida la llama y el humo que necesariamente haya de producirse no la ahogue, está la chimenea que la cobija y produce una corriente de aire hacia arriba.
Para que en el hogar arda espléndido el amor y las mezquindades que necesariamente han de producirse en la vida no le ahoguen, hace falta que le cobije la cruz de Cristo, que produce una constante corriente afectiva hacia lo alto.
Sin la cruz de Cristo, el amor fácilmente se envilece, se achica, se asfixia; el espíritu cristiano le sostiene, le impulsa, le levanta hacia la altura, fomenta su desarrollo y le protege en los omentos de crisis.
¿Espíritu de sacrificio? Ninguno. Se busca en el matrimonio sacar el mejor partido posible, aunque sea a costa de los otros.
Nacidos en este ambiente, los hijos sólo miran para sí, aun cuando perjudiquen a los demás o, por lo menos, prescindiendo de su bienestar.
Se aproximan más a la realidad los que miran el hogar como una coincidencia de gustos. Los dos tenían alma de artistas y se unieron para vivir el arte.
Coincidían en los deportes, en su afición al «cine», en su amor a las ciencias, o en su predilección por el campo. ¿Por qué no unir dos vidas que caminan paralelas?
No puede negarse que aquí hay algo que perfeccionado puede constituir un hogar.
Coincidencia de gustos, está bien; pero no basta. La vida tiene muchos tropiezos y muchos zarandeos, que es preciso salvar, sin que se separen los dos, cuya unión es la base del hogar. En esos vaivenes, una simple coincidencia no resiste, y los que coinciden en algo que allí resulta secundario pueden estar discordes respecto a lo principal.
Las dos almas vibran al unísono ante una melodía de Schúbert o de Chopin, pero cuando se enfrentan con un problema vital, cuya solución legítima exige sacrificio, cada uno mira en sentido contrario, y el uno y el otro se van por su lado.
Hogar, por lo común, no son dos solos; poco a poco irán surgiendo nuevas vidas. ¿Coincidirán también éstas? ¿Basta que coincidan? Es necesario que se adhieran fuertemente; si no, con facilidad, a medida que se multiplican, se irán resquebrajando los lazos y astillándose el hogar.
Sobre las coincidencias de gustos es necesario el amor.
Este es el único que puede constituir un hogar, coincidan o no los gustos, haya o no conveniencias económicas o materiales.
El amor que funde, crea, educa y se sacrifica es el alma del hogar.
Cuando el amor prende en dos corazones, los acerca, los une y los funde de tal manera, que no son dos, sino uno; y como consecuencia de esta unión, brotan en torno suyo nuevos corazones contagiados del mismo amor, y, por lo tanto, atraídos y adheridos al corazón que les ha originado, como la rama al árbol; y como aquélla vive de éste, los nuevos amores se alimentan del amor fundamental mediante la educación; y como amar es sufrir, y sin dolor no hay amor, unos y otros amores, para permanecer enlazados, se sacrifican mutuamente en ese rodar diario, lento, fecundo y apacible de la vida familiar.
Por eso, para que haya hogar, no basta morar bajo el mismo techo; hace falta compenetrarse, y que sobre la convivencia material esté la espiritual.
No es suficiente una convivencia mera y fríamente espiritual, sino que el hogar exige convivencia afectiva, amores enlazados, compenetrados, fundidos, fecundos en mutuas influencias, generosos en constantes sacrificios.
Su símbolo es el llar (el fogón, hogar) donde arde la llama mantenida por multitud de brasas, que, a pesar de ser distintas, forman un mismo fuego y arden con una misma llama.
El amor es el constitutivo esencial del hogar; es el fuego que congrega, atrae, aproxima, da unidad, y a la vez hace dúctil la materia para que el martillo de la educación, golpe a golpe, forje al hombre honrado y a la mujer honesta; al cristiano en su variada gama de mediocre a héroe.
Para que en el llar arda espléndida la llama y el humo que necesariamente haya de producirse no la ahogue, está la chimenea que la cobija y produce una corriente de aire hacia arriba.
Para que en el hogar arda espléndido el amor y las mezquindades que necesariamente han de producirse en la vida no le ahoguen, hace falta que le cobije la cruz de Cristo, que produce una constante corriente afectiva hacia lo alto.
Sin la cruz de Cristo, el amor fácilmente se envilece, se achica, se asfixia; el espíritu cristiano le sostiene, le impulsa, le levanta hacia la altura, fomenta su desarrollo y le protege en los omentos de crisis.
Hogar no es lo mismo que casa. La casa es el domicilio del hogar, su sede, el centro de sus actividades.
Una casa desalquilada no es un hogar; una familia trashumante, bien unida y bien enlazada, constituye un hogar, pero no tiene casa.
Llanos y Torriglia se complace en presentarnos a los Reyes Católicos sin domicilio fijo, trasladándose constantemente de un lado a otro según las necesidades de las guerras y las circunstancias especiales de aquel momento crucial, y, sin embargo, nadie podrá negar que constituyeron un hogar, y por cierto, desde muchos puntos de vista, ejemplar (En el hogar de los Reyes Católicos).
Una casa desalquilada no es un hogar; una familia trashumante, bien unida y bien enlazada, constituye un hogar, pero no tiene casa.
Llanos y Torriglia se complace en presentarnos a los Reyes Católicos sin domicilio fijo, trasladándose constantemente de un lado a otro según las necesidades de las guerras y las circunstancias especiales de aquel momento crucial, y, sin embargo, nadie podrá negar que constituyeron un hogar, y por cierto, desde muchos puntos de vista, ejemplar (En el hogar de los Reyes Católicos).
Emilio Enciso Viana
LA MUCHACHA EN EL HOGAR
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