La modestia, hija de la humildad, es como un poder del alma que la mantiene frente a frente del prójimo, en la reserva y en la moderación.
El joven modesto demuestra su modestia en todo su ser y en todos sus actos: en sus modales, en su andar, en su tono, en su lenguaje.
Sus vestidos no tienen afectación, ni lujo, ni refinamiento, ni cortes extraordinarios, ni nada que pueda atraer y retener las miradas.
Ningún amor exagerado de su propia persona se nota en su cabello, ni en su rostro; no pide a las finas esencias su penetrante perfume; ignora el secreto de hacerse valer por el brillo de las raras alhajas y anillos preciosos.
No se preocupa en dar a su andar el ritmo y la armonía, la dignidad o la languidez. Su mirar no es pensativo ni provocativo, porque está tan alejado, de la desvergüenza como de la indiferencia. Mira para ver, nada más, y cuando lo que se presenta a sus ojos ofende la virtud, los vuelve a otro lado, porque el joven modesto es siempre joven casto.
El joven modesto no habla más que cuando es preciso, y lo hace siempre con la reserva que conviene a su edad, no sosteniendo jamás sus afirmaciones con audacia, e inclinándose siempre con una sumisión respetuosa delante a la ciencia y la experiencia.
En todo aporta algo sencillo y verdadero, que es el índice de un corazón exento de suficiencia y amor propio.
El se esconde, se oculta, y no obstante, atrae, como esa hermosa flor de la primavera de la que hemos hecho el gracioso símbolo de su virtud.
Para él son la estimación y el afecto: no los busca, y sin embargo, se le dan y se le guardan, y es él el único quizás que tiene esta rara fortuna de ser amado, a la vez de Dios y del mundo.
El joven modesto demuestra su modestia en todo su ser y en todos sus actos: en sus modales, en su andar, en su tono, en su lenguaje.
Sus vestidos no tienen afectación, ni lujo, ni refinamiento, ni cortes extraordinarios, ni nada que pueda atraer y retener las miradas.
Ningún amor exagerado de su propia persona se nota en su cabello, ni en su rostro; no pide a las finas esencias su penetrante perfume; ignora el secreto de hacerse valer por el brillo de las raras alhajas y anillos preciosos.
No se preocupa en dar a su andar el ritmo y la armonía, la dignidad o la languidez. Su mirar no es pensativo ni provocativo, porque está tan alejado, de la desvergüenza como de la indiferencia. Mira para ver, nada más, y cuando lo que se presenta a sus ojos ofende la virtud, los vuelve a otro lado, porque el joven modesto es siempre joven casto.
El joven modesto no habla más que cuando es preciso, y lo hace siempre con la reserva que conviene a su edad, no sosteniendo jamás sus afirmaciones con audacia, e inclinándose siempre con una sumisión respetuosa delante a la ciencia y la experiencia.
En todo aporta algo sencillo y verdadero, que es el índice de un corazón exento de suficiencia y amor propio.
El se esconde, se oculta, y no obstante, atrae, como esa hermosa flor de la primavera de la que hemos hecho el gracioso símbolo de su virtud.
Para él son la estimación y el afecto: no los busca, y sin embargo, se le dan y se le guardan, y es él el único quizás que tiene esta rara fortuna de ser amado, a la vez de Dios y del mundo.
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