CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE LEÓN XIII
SOBRE LA "CONDICION" DE LOS OBREROS
DEL SUMO PONTÍFICE LEÓN XIII
SOBRE LA "CONDICION" DE LOS OBREROS
El ardiente afán de
novedades que hace ya tiempo agita a los pueblos, necesariamente tenía que pasar del
orden político al de la economía social, tan unido a aquél. La verdad es que las
nuevas tendencias de las artes y los nuevos métodos de las industrias; el cambio de las
relaciones entre patronos y obreros; la acumulación de las riquezas en pocas manos, y la
pobreza ampliamente extendida; la mayor conciencia de su valer en los obreros, y su mutua
unión más íntima; todo ello, junto con la progresiva corrupción de costumbres han
hecho estallar la guerra. Cuán suma gravedad entrañe esa guerra, se colige de la viva
expectación que tiene suspensos los ánimos, y de cómo ocupa los ingenios de los doctos,
las reuniones de los sabios, las asambleas populares, el juicio de los legisladores, los
consejos de los príncipes; de tal manera, que no hay cuestión alguna, por grande que
sea, que más que ésta preocupe los ánimos de los hombres.
Por esto, pensando
sólo en el bien de la Iglesia y en el bienestar común, así como otras veces os hemos
escrito sobre el Poder político, la Libertad humana, la Constitución cristiana de los
Estados y otros temas semejantes, cuanto parecía a propósito para refutar las opiniones
engañosas, así ahora y por las mismas razones creemos deber escribiros algo sobre la
cuestión obrera.
Materia ésta, que ya
otras veces ocasionalmente hemos tocado; mas en esta Encíclica la conciencia de Nuestro
Apostólico oficio Nos incita a tratar la cuestión de propósito y por completo, de modo
que aparezcan claros los principios que han de dar a esta contienda la solución que
exigen la verdad y la justicia.
Cuestión tan difícil
de resolver como peligrosa. Porque es difícil señalar la medida justa de los derechos y
las obligaciones que regulan las relaciones entre los ricos y los proletarios, entre los
que aportan el capital y los que contribuyen con su trabajo. Y peligrosa esta contienda,
porque hombres turbulentos y maliciosos frecuentemente la retuercen para pervertir el
juicio de la verdad y mover la multitud a sediciones.
2. Como quiera que sea,
vemos claramente, y en esto convienen todos, que es preciso auxiliar, pronta y
oportunamente, a los hombres de la ínfima clase, pues la mayoría de ellos se resuelve
indignamente en una miserable y calamitosa situación. Pues, destruidos en el pasado siglo
los antiguos gremios de obreros, sin ser sustituidos por nada, y al haberse apartado las
naciones y las leyes civiles de la religión de nuestros padres, poco a poco ha sucedido
que los obreros se han encontrado entregados, solos e indefensos, a la inhumanidad de sus
patronos y a la desenfrenada codicia de los competidores. A aumentar el mal, vino voraz
la usura, la cual, más de una vez condenada por sentencia de la Iglesia, sigue siempre,
bajo diversas formas, la misma en su ser, ejercida por hombres avaros y codiciosos.
Júntase a esto que los contratos de las obras y el comercio de todas las cosas están,
casi por completo, en manos de unos pocos, de tal suerte que unos cuantos hombres
opulentos y riquísimos han puesto sobre los hombros de la innumerable multitud de
proletarios un yugo casi de esclavos
3. Para remedio de este
mal los Socialistas, después de excitar en los pobres el odio a los ricos, pretenden que
es preciso acabar con la propiedad privada y sustituirla por la colectiva, en la que los
bienes de cada uno sean comunes a todos, atendiendo a su conservación y distribución los
que rigen el municipio o tienen el gobierno general del Estado. Pasados así los bienes de
manos de los particulares a las de la comunidad y repartidos, por igual, los bienes y sus
productos, entre todos los ciudadanos, creen ellos que pueden curar radicalmente el mal
hoy día existente.
Pero este su método
para resolver la cuestión es tan poco a propósito para ello, que más bien no hace sino
dañar a los mismos obreros; es, además, injusto por muchos títulos, pues conculca los
derechos de los propietarios legítimos, altera la competencia y misión del Estado y
trastorna por completo el orden social.
la propiedad privada
4. Fácil es, en
verdad, el comprender que la finalidad del trabajo y su intención próxima es, en el
obrero, el procurarse las cosas que pueda poseer como suyas propias. Si él emplea sus
fuerzas y su actividad en beneficio de otro, lo hace a fin de procurarse todo lo necesario
para su alimentación y su vida; y por ello, mediante su trabajo, adquiere un verdadero y
perfecto derecho no sólo de exigir su salario, sino también de emplear éste luego como
quiera. Luego si gastando poco lograre ahorrar algo y, para mejor guardar lo ahorrado, lo
colocare en adquirir una finca, es indudable que esta finca no es sino el mismo salario
bajo otra especie; y, por lo tanto, la finca, así comprada por el obrero, debe ser tan
suya propia como el salario ganado por su trabajo. Ahora bien: precisamente en esto
consiste, como fácilmente entienden todos, el dominio de los bienes, sean muebles o
inmuebles. Por lo tanto, al hacer común toda propiedad particular, los socialistas
empeoran la condición de los obreros porque, al quitarles la libertad de emplear sus
salarios como quisieren, por ello mismo les quitan el derecho y hasta la esperanza de
aumentar el patrimonio doméstico y de mejorar con sus utilidades su propio estado.
5. Pero lo más grave
es que el remedio por ellos propuesto es una clara injusticia, porque la propiedad privada
es un derecho natural del hombre. -Porque en esto es, en efecto, muy grande la diferencia
entre el hombre y los brutos. Estos no se gobiernan a sí mismos, sino que les gobiernan y
rigen dos instintos naturales: de una parte, mantienen en ellos despierta la facultad de
obrar y desarrollan sus fuerzas oportunamente; y de otra, provocan y limitan cada uno de
sus movimientos. Con un instinto atienden a su propia conservación, por el otro se
inclinan a conservar la especie. Para conseguir los dos fines perfectamente les basta el
uso de las cosas ya existentes, que están a su alcance; y no podrían ir más allá,
porque se mueven sólo por el sentido y por las sensaciones particulares de las cosas.
-Muy distinta es la naturaleza del hombre. En él se halla la plenitud de la vida
sensitiva, y por ello puede, como los otros animales, gozar los bienes de la naturaleza
material. Pero la naturaleza animal, aun poseída en toda perfección, dista tanto de
circunscribir a la naturaleza humana, que le queda muy inferior y aun ha nacido para
estarle sujeta y obedecerla. Lo que por antonomasia distingue al hombre, dándole el
carácter de tal -y en lo que se diferencia completamente de los demás animales- es la
inteligencia, esto es, la razón. Y precisamente porque el hombre es animal razonable,
necesario es atribuirle no sólo el uso de los bienes presentes, que es común a todos los
animales, sino también el usarlos estable y perpetuamente, ya se trate de las cosas que
se consumen con el uso, ya de las que permanecen, aunque se usen.
los bienes creados
6. Y todo esto resulta
aun más evidente, cuando se estudia en sí y más profundamente la naturaleza humana. El
hombre, pues, al abarcar con su inteligencia cosas innumerables, al unir y encadenar
también las futuras con las presentes y al ser dueño de sus acciones, es -él mismo-
quien bajo la ley eterna y bajo la providencia universal de Dios se gobierna a sí mismo
con la providencia de su albedrío: por ello en su poder está el escoger lo que juzgare
más conveniente para su propio bien, no sólo en el momento presente sino también para
el futuro. De donde se exige que en el hombre ha de existir no sólo el dominio de los
frutos de la tierra sino también la propiedad de la misma tierra, pues de su fertilidad
ve cómo se le suministran las cosas necesarias para el porvenir. Las exigencias de cada
hombre tienen, por decirlo así, un sucederse de vueltas perpetuas de tal modo que,
satisfechas hoy, tornan mañan a aparecer imperiosas. Luego la naturaleza ha tenido que
dar al hombre el derecho a bienes estables y perpetuos, que correspondan a la perpetuidad
del socorro que necesita. Y semejantes bienes únicamente los puede suministrar la tierra
con su inagotable fecundidad.
No hay razón alguna
para recurrir a la providencia del Estado; porque, siendo el hombre anterior al Estado,
recibió aquél de la naturaleza el derecho de proveer a sí mismo, aun antes de que se
constituyese la sociedad.
7. Pero el hecho de que
Dios haya dado la tierra a todo el linaje humano, para usarla y disfrutarla, no se opone
en modo alguno al derecho de la propiedad privada. Al decir que Dios concedió en común
la tierra al linaje humano, no se quiere significar que todos los hombres tengan
indistintamente dicho dominio, sino que, al no haber señalado a ninguno, en particular,
su parte propia, dejó dicha delimitación a la propia actividad de los hombres y a la
legislación de cada pueblo. -Por lo demás, la tierra, aunque esté dividida entre
particulares, continúa sirviendo al beneficio de todos, pues nadie hay en el mundo que de
aquélla no reciba su sustento. Quienes carecen de capital, lo suplen con su trabajo: y
así, puede afirmarse la verdad de que el medio de proveer de lo necesario se halla en el
trabajo empleado o en trabajar la propia finca o en el ejercicio de alguna actividad, cuyo
salario -en último término- se saca de los múltiples frutos de la tierra o se permuta
por ellos.
De todo esto se deduce,
una vez más, que la propiedad privada es indudablemente conforme a la naturaleza. Porque
las cosas necesarias para la vida y para su perfección son ciertamente producidas por la
tierra, con gran abundancia, pero a condición de que el hombre la cultive y la cuide con
todo empeño. Ahora bien: cuando en preparar estos bienes materiales emplea el hombre la
actividad de su inteligencia y las fuerzas de su cuerpo, por ello mismo se aplica a sí
mismo aquella parte de la naturaleza material que cultivó y en la que dejó impresa como
una figura de su propia persona: y así justamente el hombre puede reclamarla como suya,
sin que en modo alguno pueda nadie violentar su derecho.
8. Es tan clara la
fuerza de estos argumentos, que no se entiende cómo hayan podido contradecirlos quienes,
resucitando viejas utopías, conceden ciertamente al hombre el uso de la tierra y de los
frutos tan diversos de los campos; pero le niegan totalmente el dominio exclusivo del
suelo donde haya edificado, o de la hacienda que haya cultivado. Y no se dan cuenta de que
en esta forma defraudan al hombre de las cosas adquiridas con su trabajo. Porque un campo
trabajado por la mano y la maña de un cultivador, ya no es el campo de antes: de
silvestre, se hace fructífero; y de infecundo, feraz. De otra parte, las mejoras de tal
modo se adaptan e identifican con aquel terreno, que la mayor parte de ellas son
inseparables del mismo. Y si esto es así, ¿sería justo que alguien disfrutara aquello
que no ha trabajado, y entrara a gozar sus frutos? Como los efectos siguen a su causa,
así el fruto del trabajo en justicia pertenece a quienes trabajaron. Con razón, pues,
todo el linaje humano, sin cuidarse de unos pocos contradictores, atento sólo a la ley de
la naturaleza, en esta misma ley encuentra el fundamento de la división de los bienes y
solemnemente, por la práctica de todos los tiempos, consagró la propiedad privada como
muy conforme a la naturaleza humana, así como a la pacífica y tranquila convivencia
social. -Y las leyes civiles que, cuando son justas, derivan de la misma ley natural su
propia facultad y eficacia, confirman tal derecho y lo aseguran con la protección de su
pública autoridad. -Todo ello se halla sancionado por la misma ley divina, que prohibe
estrictamente aun el simple deseo de lo ajeno: No desearás la mujer de tu prójimo; ni la
casa, ni el campo, ni la sierva, ni el buey, ni el asno, ni otra cosa cualquiera de todas
las que le pertenecen[1].
9. El derecho
individual adquiere un valor mucho mayor, cuando lo consideramos en sus relaciones con los
deberes humanos dentro de la sociedad doméstica. -No hay duda de que el hombre es
completamente libre al elegir su propio estado: ora siguiendo el consejo evangélico de la
virginidad, ora obligándose por el matrimonio. El derecho del matrimonio es natural y
primario de cada hombre: y no hay ley humana alguna que en algún modo pueda restringir la
finalidad principal del matrimonio, constituida ya desde el principio por la autoridad del
mismo Dios: Creced y multiplicaos[2]. He aquí ya a la familia, o sociedad doméstica,
sociedad muy pequeña en verdad, pero verdadera sociedad y anterior a la constitución de
toda sociedad civil, y, por lo tanto, con derechos y deberes que de ningún modo dependen
del Estado. Luego aquel derecho que demostramos ser natural, esto es, el del dominio
individual de las cosas, necesariamente deberá aplicarse también al hombre como cabeza
de familia; aun más, tal derecho es tanto mayor y más fuerte cuanto mayores notas
comprende la personalidad humana en la sociedad doméstica.
10. Ley plenamente
inviolable de la naturaleza es que todo padre de familia defienda, por la alimentación y
todos los medios, a los hijos que engendrare; y asimismo la naturaleza misma le exige el
que quiera adquirir y preparar para sus hijos, pues son imagen del padre y como
continuación de su personalidad, los medios con que puedan defenderse honradamente de
todas las miserias en el difícil curso de la vida. Pero esto no lo puede hacer de ningún
otro modo que transmitiendo en herencia a los hijos la posesión de los bienes
fructíferos.
A la manera que la
convivencia civil es una sociedad perfecta, también lo es -según ya dijimos- y del mismo
modo la familia, la cual es regida por una potestad privativa, la paternal. Por lo tanto,
respetados en verdad los límites de su propio fin, la familia tiene al menos iguales
derechos que la sociedad civil, cuando se trata de procurarse y usar los bienes necesarios
para su existencia y justa libertad. Dijimos al menos iguales: porque siendo la familia
lógica e históricamente anterior a la sociedad civil, sus derechos y deberes son
necesariamente anteriores y más naturales. Por lo tanto, si los ciudadanos o las
familias, al formar parte de la sociedad civil, encontraran en el Estado dificultades en
vez de auxilio, disminución de sus derechos en vez de tutela de los mismos, tal sociedad
civil sería más de rechazar que de desear.
11. Es, por lo tanto,
error grande y pernicioso pretender que el Estado haya de intervenir a su arbitrio hasta
en lo más íntimo de las familias. -Ciertamente que si alguna familia se encontrase tal
vez en tan extrema necesidad que por sus propios medios no pudiera salir de ella, es justa
la intervención del poder público ante necesidad tan grave, porque cada una de las
familias es una parte de la sociedad. Igualmente, si dentro del mismo hogar doméstico se
produjera una grave perturbación de los derechos mutuos, el Estado puede intervenir para
atribuir a cada uno su derecho; pero esto no es usurpar los derechos de los ciudadanos,
sino asegurarlos y defenderlos con una protección justa y obligada. Pero aquí debe
pararse el Estado: la naturaleza no consiente el que vaya más allá. La patria potestad
es de tal naturaleza, que no puede ser extinguida ni absorbida por el Estado, como
derivada que es de la misma fuente que la vida de los hombres. Los hijos son como algo del
padre, una extensión, en cierto modo, de su persona: y, si queremos hablar con propiedad,
los hijos no entran a formar parte de la sociedad civil por sí mismos, sino a través de
la familia, dentro de la cual han nacido. Y por esta misma razón de que los hijos son
naturalmente algo del padre..., antes de que tengan el uso de su libre albedrío, están
bajo los cuidados de los padres[3]. Luego cuando los socialistas sustituyen la providencia
de los padres por la del Estado, van contra la justicia natural, y disuelven la trabazón
misma de la sociedad doméstica.
12. Además de la
injusticia, se ve con demasiada claridad cuál sería el trastorno y perturbación en
todos los órdenes de la sociedad, y cuán dura y odiosa sería la consiguiente esclavitud
de los ciudadanos, que se seguirían. Abierta estaría ya la puerta para los odios mutuos,
para las calumnias y discordias; quitado todo estímulo al ingenio y diligencia de cada
uno, secaríanse necesariamente las fuentes mismas de la riqueza; y la dignidad tan
soñada en la fantasía no sería otra cosa que una situación universal de miseria y
abyección para todos los hombres sin distinción alguna.
Todas estas razones
hacen ver cómo aquel principio del socialismo, sobre la comunidad de bienes, repugna
plenamente porque daña aun a aquellos mismos a quienes se quería socorrer; repugna a los
derechos por naturaleza privativos de cada hombre y perturba las funciones del Estado y la
tranquilidad común. Por lo tanto, cuando se plantea el problema de mejorar la condición
de las clases inferiores, se ha de tener como fundamental el principio de que la propiedad
privada ha de reputarse inviolable. Y supuesto ya esto, vamos a exponer dónde ha de
encontrarse el remedio que se intenta buscar.
13. Con plena
confianza, y por propio derecho Nuestro, entramos a tratar de esta materia: se trata
ciertamente de una cuestión en la que no es aceptable ninguna solución si no se recurre
a la religión y a la Iglesia. Y como quiera que la defensa de la religión y la
administración de los bienes que la Iglesia tiene en su poder, se halla de modo muy
principal en Nos, faltaríamos a Nuestro deber si calláramos. -Problema éste tan grande,
que ciertamente exige la cooperación y máxima actividad de otros también: Nos referimos
a los gobernantes, a los amos y a los ricos, pero también a los mismos obreros, de cuya
causa se trata; y afirmamos con toda verdad que serán inútiles todos los esfuerzos
futuros que se hagan, si se prescinde de la Iglesia. De hecho la Iglesia es la que saca
del Evangelio las doctrinas, gracias a las cuales, o ciertamente se resolverá el
conflicto, o al menos podrá lograrse que, limando asperezas, se haga más suave: ella -la
Iglesia- procura con sus enseñanzas no tan sólo iluminar las inteligencias, sino
también regir la vida y costumbres de cada uno con sus preceptos; ella, mediante un gran
número de benéficas instituciones, mejora la condición misma de las clases proletarias;
ella quiere y solicita que los pensamientos y actividad de todas las clases sociales se
unan y conspiren juntos para mejorar en cuanto sea posible la condición de los obreros; y
piensa ella también que, dentro de los debidos límites en las soluciones y en su
aplicación, el Estado mismo ha de dirigir a esta finalidad sus mismas leyes y toda su
autoridad, pero con la debida justicia y moderación.
14. Como primer
principio, pues, debe establecerse que hay que respetar la condición propia de la
humanidad, es decir, que es imposible el quitar, en la sociedad civil, toda desigualdad.
Lo andan intentando, es verdad, los socialistas; pero toda tentativa contra la misma
naturaleza de las cosas resultará inútil. En la naturaleza de los hombres existe la
mayor variedad: no todos poseen el mismo ingenio, ni la misma actividad, salud o fuerza: y
de diferencias tan inevitables síguense necesariamente las diferencias de las condiciones
sociales, sobre todo en la fortuna. -Y ello es en beneficio así de los particulares como
de la misma sociedad; pues la vida común necesita aptitudes varias y oficios diversos; y
es la misma diferencia de fortuna, en cada uno, la que sobre todo impulsa a los hombres a
ejercitar tales oficios. Y por lo que toca al trabajo corporal, el hombre en el estado
mismo de inocencia no hubiese permanecido inactivo por completo: la realidad es que
entonces su voluntad hubiese deseado como un natural deleite de su alma aquello que
después la necesidad le obligó a cumplir no sin molestia, para expiación de su culpa:
Maldita sea la tierra en tu trabajo, tú comerás de ella fatigosamente todos los días de
tu vida[4]. -Por igual razón en la tierra no habrá fin para los demás dolores, porque
los males consiguientes al pecado son ásperos, duros y difíciles para sufrirse; y
necesariamente acompañarán al hombre hasta el último momento de su vida. Y, por lo
tanto, el sufrir y el padecer es herencia humana; pues de ningún modo podrán los hombres
lograr, cualesquiera que sean sus experiencias e intentos, el que desaparezcan del mundo
tales sufrimientos. Quienes dicen que lo pueden hacer, quienes a las clases pobres
prometen una vida libre de todo sufrimiento y molestias, y llena de descanso y perpetuas
alegrías, engañan miserablemente al pueblo arrastrándolo a males mayores aún que los
presentes. Lo mejor es enfrentarse con las cosas humanas tal como son; y al mismo tiempo
buscar en otra parte, según dijimos, el remedio de los males.
15. En la presente
cuestión, la mayor equivocación es suponer que una clase social necesariamente sea
enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiese hecho a los ricos y a los proletarios
para luchar entre sí con una guerra siempre incesante. Esto es tan contrario a la verdad
y a la razón que más bien es verdad el hecho de que, así como en el cuerpo humano los
diversos miembros se ajustan entre sí dando como resultado cierta moderada disposición
que podríamos llamar simetría, del mismo modo la naturaleza ha cuidado de que en la
sociedad dichas dos clases hayan de armonizarse concordes entre sí, correspondiéndose
oportunamente para lograr el equilibrio. Una clase tiene absoluta necesidad de la otra: ni
el capital puede existir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. La concordia
engendra la hermosura y el orden de las cosas; por lo contrario, de una lucha perpetua
necesariamente ha de surgir la confusión y la barbarie. Ahora bien: para acabar con la
lucha, cortando hasta sus raíces mismas, el cristianismo tiene una fuerza exuberante y
maravillosa.
Y, en primer lugar,
toda la enseñanza cristiana, cuyo intérprete y depositaria es la Iglesia, puede en alto
grado conciliar y poner acordes mutuamente a ricos y proletarios, recordando a unos y a
otros sus mutuos deberes, y ante todo los que la justicia les impone.
patronos y obreros
16. Obligaciones de
justicia, para el proletario y el obrero, son éstas: cumplir íntegra y fielmente todo lo
pactado en libertad y según justicia; no causar daño alguno al capital, ni dañar a la
persona de los amos; en la defensa misma de sus derechos abstenerse de la violencia, y no
transformarla en rebelión; no mezclarse con hombres malvados, que con todas mañas van
ofreciendo cosas exageradas y grandes promesas, no logrando a la postre sino desengaños
inútiles y destrucción de fortunas.
He aquí, ahora, los
deberes de los capitalistas y de los amos: no tener en modo alguno a los obreros como a
esclavos; respetar en ellos la dignidad de la persona humana, ennoblecida por el carácter
cristiano. Ante la razón y ante la fe, el trabajo, realizado por medio de un salario, no
degrada al hombre, antes le ennoblece, pues lo coloca en situación de llevar una vida
honrada mediante él. Pero es verdaderamente vergonzoso e inhumano el abusar de los
hombres, como si no fuesen más que cosas, exclusivamente para las ganancias, y no
estimarlos sino en tanto cuando valgan sus músculos y sus fuerzas. Asimismo está mandado
que ha de tenerse buen cuidado de todo cuanto toca a la religión y a los bienes del alma,
en los proletarios. Por lo tanto, a los amos corresponde hacer que el obrero tenga libre
el tiempo necesario para sus deberes religiosos; que no se le haya de exponer a
seducciones corruptoras y a peligros de pecar; que no haya razón alguna para alejarle del
espíritu de familia y del amor al ahorro. De ningún modo se le impondrán trabajos
desproporcionados a sus fuerzas, o que no se avengan con su sexo y edad.
17. Y el
principalísimo entre todos los deberes de los amos es el dar a cada uno lo que se merezca
en justicia. Determinar la medida justa del salario depende de muchas causas: pero en
general, tengan muy presente los ricos y los amos que ni las leyes divinas ni las humanas
les permiten oprimir, en provecho propio, a los necesitados y desgraciados, buscando la
propia ganancia en la miseria de su prójimo.
Defraudar, además, a
alguien el salario que se le debe, es pecado tan enorme que clama al cielo venganza: Mirad
que el salario de los obreros... que defraudasteis, está gritando: y este grito de ellos
ha llegado hasta herir los oídos del Señor de los ejércitos[5]. Finalmente, deber de
los ricos es, y grave, que no dañen en modo alguno a los ahorros de los obreros, ni por
la fuerza, ni por dolo, ni con artificio de usura: deber tanto más riguroso, cuanto más
débil y menos defendido se halla el obrero, y cuanto más pequeños son dichos ahorros.
18. La obediencia a
estas leyes, ¿acaso no podría ser suficiente para mitigar por sí sola y hacer cesar las
causas de esta contienda? Pero la Iglesia, guiada por las enseñanzas y por el ejemplo de
Cristo, aspira a cosas mayores: esto es, señalando algo más perfecto, busca el
aproximar, cuanto posible le sea, a las dos clases, y aun hacerlas amigas. -En verdad que
no podemos comprender y estimar las cosas temporales, si el alma no se fija plenamente en
la otra vida, que es inmortal; quitada la cual, desaparecería inmediatamente toda idea de
bien moral, y aun toda la creación se convertiría en un misterio inexplicable para el
hombre. Así, pues, lo que conocemos aun por la misma naturaleza es en el cristianismo un
dogma, sobre el cual, como sobre su fundamento principal, reposa todo el edificio de la
religión, es a saber: que la verdadera vida del hombre comienza con la salida de este
mundo. Porque Dios no nos ha creado para estos bienes frágiles y caducos, sino para los
eternos y celestiales; y la tierra nos la dio como lugar de destierro, no como patria
definitiva. Carecer de riquezas y de todos los bienes, o abundar en ellos, nada importa
para la eterna felicidad; lo que importa es el uso que de ellos se haga. Jesucristo
-mediante su copiosa redención- no suprimió en modo alguno las diversas tribulaciones de
que esta vida se halla entretejida, sino que las convirtió en excitaciones para la virtud
y en materia de mérito, y ello de tal suerte que ningún mortal puede alcanzar los
premios eternos, si no camina por las huellas sangrientas del mismo Jesucristo: Si
constantemente sufrimos, también reinaremos con El[6]. Al tomar El espontáneamente sobre
sí los dolores y sufrimientos, mitigó de modo admirable la fuerza de los mismos, y ello
no ya sólo con el ejemplo, sino también con su gracia y con la esperanza del ofrecido
galardón que hace mucho más fácil el sufrimiento del dolor: Porque lo que al presente
es tribulación nuestra, momentánea y ligera, produce en nosotros de modo maravilloso un
caudal eterno e inconmensurable de gloria[7]. -Sepan, pues, muy bien los afortunados de
este mundo que las riquezas ni libran del dolor, ni contribuyen en nada a la felicidad
eterna, y antes pueden dañarla[8]; que, por lo tanto, deben temblar los ricos, ante las
amenazas extraordinariamente severas de Jesucristo[9]; y que llegará día en que habrán
de dar cuenta muy rigurosa, ante Dios como juez, del uso que hubieren hecho de las
riquezas.
19. Sobre el uso de las
riquezas, tan excelente como muy importante es la doctrina que, vislumbrada por los
filósofos antiguos, ha sido enseñada y perfeccionada por la Iglesia -la cual, además,
hace que no se quede en pura especulación, sino que descienda al terreno práctico e
informe la vida-: fundamental en tal doctrina es el distinguir ente la posesión legítima
y el uso ilegítimo.
Derecho natural del
hombre, como vimos, es la propiedad privada de bienes, pues que no sólo es lícito sino
absolutamente necesario -en especial, en la sociedad- el ejercicio de aquel derecho.
Lícito es -dice Santo Tomás- y aun necesario para la vida humana que el hombre tenga
propiedad de algunos bienes[10]. Mas, si luego se pregunta por el uso de tales bienes, la
Iglesia no duda en responder: Cuanto a eso, el hombre no ha de tener los bienes externos
como propios, sino como comunes, de suerte que fácilmente los comunique con los demás
cuando lo necesitaren. Y así dice el Apóstol: Manda a los ricos de este mundo que con
facilidad den y comuniquen lo suyo propio[11]. Nadie, es verdad, viene obligado a auxiliar
a los demás con lo que para sí necesitare o para los suyos, aunque fuere para el
conveniente o debido decoro propio, pues nadie puede dejar de vivir como a su estado
convenga[12]; pero, una vez satisfecha la necesidad y la conveniencia, es un deber el
socorrer a los necesitados con lo superfluo: Lo que sobrare dadlo en limosna[13].
Exceptuados los casos de verdadera y extrema necesidad, aquí ya no se trata de
obligaciones de justicia, sino de caridad cristiana, cuyo cumplimiento no se puede
-ciertamente- exigir jurídicamente. Mas, por encima de las leyes y de los juicios de los
hombres están la ley y el juicio de Cristo, que de muchos modos inculca la práctica de
dar con generosidad, y enseña que es mejor dar que recibir[14] y que tendrá como hecha o
negada a Sí mismo la caridad hecha o negada a los necesitados: Cuanto hicisteis a uno de
estos pequeños de mis hermanos, a mí me lo hicisteis[15].
En resumen: quienes de
la munificencia de Dios han recibido mayor abundancia de bienes, ya exteriores y
corporales, ya internos y espirituales, los han recibido a fin de servirse de ellos para
su perfección, y al mismo tiempo, como administradores de la divina Providencia, en
beneficio de los demás. Por lo tanto, el que tenga talento cuide no callar; el que
abundare en bienes, cuide no ser demasiado duro en el ejercicio de la misericordia; quien
posee un oficio de que vivir, haga participante de sus ventajas y utilidades a su
prójimo[16].
20. A los pobres les
enseña la Iglesia que ante Dios la pobreza no es deshonra, ni sirve de vergüenza el
tener que vivir del trabajo propio. Verdad, que Cristo confirmó en la realidad con su
ejemplo; pues, por la salud de los hombres hízose pobre él que era rico[17] y, siendo
Hijo de Dios y Dios mismo, quiso aparecer y ser tenido como hijo de un artesano, y
trabajando pasó la mayor parte de su vida: Pero ¿no es éste el artesano, el hijo de
María?[18]. Ante ejemplo tan divino fácilmente se comprende que la verdadera dignidad y
grandeza del hombre sea toda moral, esto es, puesta en las virtudes; que la virtud sea un
patrimonio común al alcance, por igual, de los grandes y de los pequeños, de los ricos y
de los proletarios: pues sólo a las obras virtuosas, en cualquiera que se encuentren,
está reservado el premio de la eterna bienaventuranza. Más aún: parece que Dios tiene
especial predilección por los infelices. Y así Jesucristo llama bienaventurados a los
pobres[19]. A quienes están en trabajo o aflicción, dulcemente los invita a buscar
consuelo en El[20]; con singular amor abraza a los débiles y a los perseguidos. Verdades
éstas de gran eficacia para rebajar a los ricos en su orgullo, para quitar a los pobres
su abatimiento: con ello, las distancias -tan rebuscadas por el orgullo- se acortan y ya
no es difícil que las dos clases, dándose la mano, se vuelvan a la amistad y unión de
voluntades.
bienes de naturaleza y
de gracia
21. Mas, si las dos
clases obedecen a los mandatos de Cristo, no les bastará una simple amistad, querrán
darse el abrazo del amor fraterno. Porque habrán conocido y entenderán cómo todos los
hombres tienen el mismo origen común en Dios padre: que todos se dirigen a Dios, su fin
último, el único que puede hacer felices a los hombres y a los ángeles; que todos han
sido igualmente redimidos por Cristo, y por él llamados a la dignidad de hijos de Dios,
de tal suerte, que se hallan unidos, no sólo entre sí, sino también con Cristo Señor
-el primogénito entre los muchos hermanos- por el vínculo de una santa fraternidad.
Conocerán y comprenderán que los bienes de naturaleza y de gracia son patrimonio común
del linaje humano; y que nadie, a no hacerse indigno, será desheredado de los bienes
celestiales: Si, pues, hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de
Jesucristo[21].
Tal es el ideal de
derechos y deberes que enseña el Evangelio. Si esta doctrina informara a la sociedad
humana, ¿no se acabaría rápidamente toda contienda?
22. Ni se contenta la
Iglesia con señalar el mal; aplica ella misma, con sus manos, la medicina. Entregada por
completo a formar a los hombres en estas doctrinas, procura que las aguas saludables de
sus enseñanzas lleguen a todos ellos, valiéndose de la cooperación de los Obispos y del
Clero. Al mismo tiempo se afana por influir en los espíritus e inclinar las voluntades,
para que se dejen gobernar por los divinos preceptos. Y en esta parte, la más importante
de todas, pues de ella depende en realidad todo avance, tan sólo la Iglesia tiene
eficacia verdadera. Porque los instrumentos que emplea para mover los ánimos, le fueron
dados para este fin por Jesucristo, y tienen virtud divina en sí: tan sólo ellos pueden
penetrar hasta lo más íntimo de los corazones y obligar a los hombres a que obedezcan a
la voz de su deber, a que refrenen las pasiones, a que amen con singular y sumo amor a
Dios y al prójimo, y a que con valor se destruyan todos los obstáculos que se le
atraviesan en el camino de la virtud.
Y en esto basta
señalar de paso los ejemplos antiguos. Recordamos hechos y cosas, que se hallan fuera de
toda duda: esto es, que gracias al cristianismo fue plenamente transformada la sociedad
humana; que esta transformación fue un verdadero progreso para la humanidad y hasta una
resurrección de la muerte a la vida moral, así como una perfección nunca vista antes, y
que difícilmente se logrará en el porvenir; finalmente, que Jesucristo es el rpincipio y
el fin de estos beneficios que, como vienen de él, en él han de terminar. Habiendo, en
efecto, conocido el mundo, por la luz del evangelio, el gran misterio de la Encarnación
del Verbo y de la redención humana, la vida de Jesucristo Dios y Hombre penetró en toda
la sociedad civil, que así quedo imbuida con su fe, sus preceptos y sus leyes.
Por lo tanto, si ha de
haber algún remedio para los males de la humanidad, ésta no lo encontrará sino en la
vuelta a la vida y a las costumbres cristianas. Indudable verdad es que, para reformar a
una sociedad decadente, preciso es conducirla de nuevo a los principios que le dieron ser.
Porque la perfección de toda sociedad humana consiste en dirigirse y llegar al fin para
el que fue instituida, de tal suerte que el principio regenerador de los movimientos y de
los actos sociales sea el mismo que dio origen a la sociedad. Corrupción es desviarla de
su primitiva finalidad: volverla a ella, es la salvación. Y si esto es verdad de toda
sociedad humana, lo es también de la clase trabajadora, parte la más numerosa de
aquélla.
23. Y no se crea que la
acción de la Iglesia esté tan íntegra y exclusivamente centrada en la salvación de las
almas, que se olvide de cuanto pertenece a la vida mortal y terrena. -Concretamente quiere
y trabaja para que los proletarios salgan de su desgraciado estado, y mejoren su
situación. Y esto lo hace ella, ante todo, indirectamente, llamando a los hombres a la
virtud y formándolos en ella. Las costumbres cristianas, cuando son y en verdad se
mantienen tales, contribuyen también de por sí a la felicidad terrenal: porque atraen
las bendiciones de Dios, principio y fuente de todo bien; refrenan el ansia de las cosas y
la sed de los placeres, azotes verdaderos que hacen miserable al hombre aun en la misma
abundancia de todas las cosas[22]: se contentan con una vida frugal y suplen la escasez
del salario con el ahorro, alejándose de los vicios que consumen no sólo las pequeñas
fortunas sino también las grandes, y que arruinan los más ricos patrimonios.
24. Más aún: la
Iglesia contribuye directamente al bien de los proletarios, creando y promoviendo cuanto
pueda aliviarles en algo; y en ello se distinguió tanto que se atrajo la admiración y
alabanza de los mismos enemigos. Ya en el corazón de los primitivos cristianos era tan
poderosa la caridad fraterna, que con frecuencia los más ricos se despojaban de sus
bienes para socorrer a los demás, hasta tal punto que entre ellos no había ningún
necesitado[23]. A lo diáconos, instituidos precisamente para ello, dieron los Apóstoles
la misión de ejercitar la beneficencia cotidiana; y San Pablo, el Apóstol por
antonomasia, aun bajo el peso de la solicitud de todas las Iglesias, no dudó en
entregarse a los viajes más peligrosos para llevar personalmente las colectas a los
cristianos más pobres. Depósitos de piedad llama Tertuliano a estas ofertas, hechas
espontáneamente por los fieles en cada reunión, porque se empleaban en alimentar y
sepultar a los pobres, y en auxiliar a los niños y niñas huérfanos, así como a los
ancianos y a los náufragos[24].
Poco a poco se fue
formando así aquel patrimonio, que la Iglesia guardó siempre religiosamente como
herencia propia de los pobres. Y éstos, gracias a nuevos y determinados socorros, se
vieron libres de la vergüenza de pedir. Pues ella, como madre común de los pobres y de
los ricos, excitando doquier la caridad hasta el heroísmo, creó órdenes religiosas y
otras benéficas instituciones que ninguna clase de miseria dejaron sin socorrer y
consolar. Todavía hoy muchos, como antes los gentiles, hasta censuran a la Iglesia por
caridad tan excelente, y determinan sustituirla por medio de la beneficencia civil. Pero
no hay recursos humanos capaces de suplir la caridad cristiana, cuando se entrega por
completo al bien de los demás. Y no puede ser ella sino una virtud de la Iglesia, porque
es virtud que mana abundante tan sólo del Sacratísimo Corazón de Jesucristo: pero muy
lejos de Cristo anda perdido quien se halla alejado de la Iglesia.
25. No hay duda de que,
para resolver la cuestión obrera, se necesitan también los medios humanos. Cuantos en
ella están interesados, vienen obligados a contribuir, cada uno como le corresponda: y
esto según el ejemplo del orden providencial que gobierna al mundo, pues el buen efecto
es el producto de la armoniosa cooperación de todas las causas de las que depende.
Urge ya ahora
investigar cuál debe ser el concurso del Estado. -Claro que hablamos del Estado, no como
lo conocemos constituido ahora y como funciona en esta o en aquella otra nación, sino que
pensamos en el Estado según su verdadero concepto, esto es, en el que toma sus principios
de la recta razón, y en perfecta armonía con las doctrinas católicas, tal como Nos
mismo lo hemos expuesto en la Encíclica sobre la constitución cristiana de los Estados.
26. Ante todo, los
gobernantes vienen obligados a cooperar en forma general con todo el conjunto de sus leyes
e instituciones políticas, ordenando y administrando el Estado de modo que se promueva
tanto la prosperidad privada como la pública. Tal es de hecho el deber de la prudencia
civil, y esta es la misión de los regidores de los pueblos. Ahora bien; la prosperidad de
las naciones se deriva especialmente de las buenas costumbres, de la recta y ordenada
constitución de las familias, de la guarda de la religión y de la justicia, de la
equitativa distribución de las cargas públicas, del progreso de las industrias y del
comercio, del florecer de la agricultura y de tantas otras cosas que, cuanto mejor fueren
promovidas, más contribuirán a la felicidad de los pueblos. -Ya por todo esto puede el
Estado concurrir en forma extraordinaria al bienestar de las demás clases, y también a
la de los proletarios: y ello, con pleno derecho suyo y sin hacerse sospechoso de
indebidas ingerencias, porque proveer al bien común es oficio y competencia del Estado.
Por lo tanto, cuanto mayor sea la suma de las ventajas logradas por esta tan general
previsión, tanto menor será la necesidad de tener que acudir por otros procedimientos al
bienestar de los obreros.
27. Pero ha de
considerarse, además, algo que toca aun más al fondo de esta cuestión: esto es, que el
Estado es una armoniosa unidad que abraza por igual a las clases inferiores y a las altas.
Los proletarios son ciudadanos por el mismo derecho natural que los ricos: son ciudadanos,
miembros verdaderos y vivientes de los que, a través de las familias, se compone el
Estado, y aun puede decirse que son su mayor número. Y, si sería absurdo el proveer a
una clase de ciudadanos a costa de otra, es riguroso deber del Estado el preocuparse, en
la debida forma, del bienestar de los obreros: al no hacerlo, se falta a la justicia que
manda dar a cada uno lo suyo. Pues muy sabiamente advierte Santo Tomás: Así como la
parte y el todo hacen un todo, así cuanto es del todo es también, en algún modo, de la
parte[25]. Por ello, entre los muchos y más graves deberes de los gobernantes solícitos
del bien público, se destaca primero el de proveer por igual a toda clase de ciudadanos,
observando con inviolable imparcialidad la justicia distributiva.
Aunque todos los
ciudadanos vienen obligados, sin excepción alguna, a cooperar al bienestar común, que
luego se refleja en beneficio de los individuos, la cooperación no puede ser en todos ni
igual ni la misma. Cámbiense, y vuelvan a cambiarse, las formas de gobierno, pero siempre
existirá aquella variedad y diferencia de clases, sin las que no puede existir ni
siquiera concebirse la sociedad humana. Siempre habrá gobernantes, legisladores, jueces
-en resumen, hombres que rijan la nación en la paz, y la defiendan en la guerra-; y claro
es que, al ser ellos la causa próxima y eficaz del bien común, forman la parte principal
de la nación. Los obreros no pueden cooperar al bienestar común en el mismo modo y con
los mismos oficios; pero verdad es que también ellos concurren, muy eficazmente, con sus
servicios. Y cierto es que el bienestar social, pues debe ser en su consecución un bien
que perfeccione a los ciudadanos en cuanto hombres, tiene que colocarse principalmente en
la virtud.
Sin embargo, toda
sociedad bien constituida ha de poder procurar una suficiente abundancia de bienes
materiales y externos cuyo uso es necesario para el ejercicio de la virtud[26]. Y es
indudable que para lograr estos bienes es de necesidad y suma eficacia el trabajo y
actividad de los proletarios, ora se dediquen al trabajo de los campos, ora se ejerciten
en los talleres. Suma, hemos dicho, y de tal suerte, que puede afirmarse, en verdad, que
el trabajo de los obreros es el que logra formar la riqueza nacional. Justo es, por lo
tanto, que el gobierno se interese por los obreros, haciéndoles participar de algún modo
en la riqueza que ellos mismos producen: tengan casa en que morar, vestidos con que
cubrirse, de suerte que puedan pasar la vida con las menos dificultades posibles. Clara
es, por lo tanto, la obligación de proteger cuanto posible todo lo que pueda mejorar la
condición de los obreros: semejante providencia, lejos de dañar a nadie, aprovechará
bien a todos, pues de interés general es que no permanezcan en la miseria aquellos de
quienes tanto provecho viene al mismo Estado.
28. No es justo -ya lo
hemos dicho- que el ciudadano o la familia sean absorbidos por el Estado; antes bien, es
de justicia que a uno y a otra se les deje tanta independencia para obrar como posible
sea, quedando a salvo el bien común y los derechos de los demás. Sin embargo, los
gobernantes han de defender la sociedad y sus distintas clases. La sociedad, porque la
tutela de ésta fue conferida por la naturaleza a los gobernantes, de tal suerte que el
bienestar público no sólo es la ley suprema sino la única y total causa y razón de la
autoridad pública; y luego también las clases, porque tanto la filosofía como el
Evangelio coinciden en enseñar que la gobernación ha sido instituida, por su propia
naturaleza, no para beneficio de los gobernantes, sino más bien para el de los
gobernados. Y puesto que el poder político viene de Dios y no es sino una cierta
participación de la divina soberanía, ha de administrarse a ejemplo de ésta, que con
paternal preocupación provee no sólo a las criaturas en particular, sino a todo el
conjunto del universo. Luego cuando a la sociedad o a alguna de sus clases se le haya
causado un daño o le amenace éste, necesaria es la intervención del Estado, si aquél
no se puede reparar o evitar de otro modo.
29. Ahora bien:
interesa tanto al bien privado como al público, que se mantenga el orden y la
tranquilidad públicos; que la familia entera se ajuste a los mandatos de Dios y a los
principios de la naturaleza; que sea respetada y practicada la religión; que florezcan
puras las costumbres privadas y las públicas; que sea observada inviolablemente la
justicia; que una clase de ciudadanos no oprima a otra; y que los ciudadanos se formen
sanos y robustos, capaces de ayudar y de defender, si necesario fuere, a su patria. Por lo
tanto, si, por motines o huelgas de los obreros, alguna vez se temen desórdenes
públicos; si se relajaren profundamente las relaciones naturales de la familia entre los
obreros; si la religión es violada en los obreros, por no dejarles tiempo tranquilo para
cumplir sus deberes religiosos; si por la promiscuidad de los sexos y por otros incentivos
de pecado, corre peligro la integridad de las costumbres en los talleres; si los patronos
oprimieren a los obreros con cargas injustas o mediante contratos contrarios a la
personalidad y dignidad humana; si con un trabajo excesivo o no ajustado a las condiciones
de sexo y edad, se dañare a la salud de los mismos trabajadores: claro es que, en todos
estos casos, es preciso emplear, dentro de los obligados límites, la fuerza y la
autoridad de las leyes. Límites que están determinados por la misma causa o fin a que se
deben las leyes: esto es, que las leyes no deben ir más allá de lo que requiere el
remedio del mal o el modo de evitar el peligro.
Los derechos, de
quienquiera que sean, han de ser protegidos religiosamente, y el poder público tiene
obligación de asegurar a cada uno el suyo, impidiendo o castigando toda violación de la
justicia. Claro es que, al defender los derechos de los particulares, ha de tenerse un
cuidado especial con los de la clase ínfima y pobre. Porque la clase rica, fuerte ya de
por sí, necesita menos la defensa pública; mientras que las clases inferiores, que no
cuentan con propia defensa, tienen una especial necesidad de encontrarla en el patrocinio
del mismo Estado. Por lo tanto, el Estado debe dirigir sus cuidados y su providencia
preferentemente hacia los obreros, que están en el número de los pobres y necesitados.
30. Preciso es
descender concretamente a algunos casos particulares de la mayor importancia. -Lo más
fundamental es que el gobierno debe asegurar, mediante prudentes leyes, la propiedad
particular. De modo especial, dado el actual incendio tan grande de codicias desmedidas,
preciso es que las muchedumbres sean contenidas en su deber, porque si la justicia les
permite por los debidos medios mejorar su suerte, ni la justicia ni el bien público
permiten que nadie dañe a su prójimo en aquello que es suyo y que, bajo el color de una
pretendida igualdad de todos, se ataque a la fortuna ajena. Verdad es que la mayor parte
de los obreros querría mejorar su condición mediante honrado trabajo y sin hacer daño a
nadie; pero también hay no pocos, imbuidos en doctrinas falsas y afanosos de novedades,
que por todos medios tratan de excitar tumultos y empujar a los demás hacia la violencia.
Intervenga, pues, la autoridad pública: y, puesto freno a los agitadores, defienda a los
obreros buenos de todo peligro de seducción; y a los dueños legítimos, del de ser
robados.
31. El trabajo
excesivamente prolongado o agotador, así como el salario que se juzga insuficiente, dan
ocasión con frecuencia a los obreros para, intencionadamente, declararse en huelga, y
entregarse a un voluntario descanso. A este mal, ya tan frecuente como grave, debe poner
buen remedio la autoridad del Estado, porque las huelgas llevan consigo daños no sólo
para los patronos y para los mismos obreros, sino también para el comercio y los
intereses públicos: añádase que las violencias y los tumultos, a que de ordinario dan
lugar las huelgas, con mucha frecuencia ponen en peligro aun la misma tranquilidad
pública. Y en esto el remedio más eficaz y saludable es adelantarse al mal con la
autoridad de las leyes e impedir que pueda brotar el mal, suprimiendo a tiempo todas las
causas de donde se prevé que puedan surgir conflictos entre obreros y patronos.
32. Asimismo, el Estado
viene obligado a proteger en el obrero muchas otras cosas; y, ante todo, los bienes del
alma. Pues la vida mortal, aunque tan buena y deseable, no es de por sí el fin último
para el que hemos nacido, sino tan sólo el camino e instrumento para perfeccionar la vida
espiritual mediante el conocimiento de la verdad y la práctica del bien. El espíritu es
el que lleva impreso en sí la imagen y semejanza de Dios, y en él reside aquel
señorío, en virtud del cual se le mandó al hombre dominar sobre todas las criaturas
inferiores y hacer que todas las tierras y mares sirvieran a su utilidad. Llenad la tierra
y sometedla a vosotros, tened señorío sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo
y sobre todos los animales que sobre la tierra se mueven[27]. En esto todos los hombres
son iguales, sin diferencia alguna entre ricos y pobres, amos y criados, príncipes y
súbditos; porque el mismo es el Señor de todos[28]. Nadie, por lo tanto, puede
impunemente hacer injusticia a la dignidad del hombre, de la que Dios mismo dispone con
gran reverencia, ni impedirle el camino de la perfección que se le ordena para conquistar
la vida eterna. Y aun más: ni siquiera por su propia libertad podría el hombre renunciar
a ser tratado según su naturaleza, aceptando la esclavitud de su alma: porque ya no se
trata de derechos, en los que haya una libertad de ejercicio, sino de deberes para con
Dios, que deben cumplirse con toda religiosidad.
33. Consecuencia es,
por lo tanto, la necesidad de descansar de obras y trabajos en los días de fiesta. Mas
nadie entienda con ello el gozar, con exceso, de un descanso inactivo, y mucho menos aquel
reposo que muchos desean para fomentar los vicios y malgastar el dinero; sino un descanso
consagrado por la religión. Unido a la religión el descanso aparta al hombre de los
trabajos y afanes de la vida cotidiana, para traerle hacia los pensamientos de los bienes
celestiales y hacia el culto que por justicia es debido a la divina majestad. Esta es
principalmente la naturaleza, y este el fin del descanso en los días de fiesta, lo cual
sancionó Dios con una ley especial aun en el Antiguo Testamento: Acuérdate de santificar
el sábado[29]; y lo enseñó además con su mismo ejemplo, en aquel misterioso descanso
que se tomó, luego de haber creado al hombre: Descansó en el día séptimo de todas las
obras que habían hecho[30].
34. En lo que toca a la
defensa de los bienes corporales y exteriores, lo primero es librar a los pobres obreros
de la crueldad de ambiciosos especuladores, que sólo por afán de las ganancias y sin
moderación alguna abusan de las personas como si no fueran personas, sino cosas. Ni la
justicia ni la humanidad consienten, pues, el exigir del hombre tanto trabajo que por ello
se embote el alma y el cuerpo llegue a debilitarse. En el hombre toda su naturaleza, así
como su actividad, está determinada por ciertos límites, fuera de los cuales no se puede
pasar. Es verdad que el ejercicio y la práctica afinan la capacidad del trabajo, pero con
la condición de que, de cuando en cuando, se cese en el trabajo y se descanse. El trabajo
cotidiano no puede prolongarse más allá de lo que toleren las fuerzas. Pero el
determinar la duración del reposo depende de la clase de trabajo, de las circunstancias
de tiempo y de lugar, y aun de la misma salud de los obreros. A los que trabajan en
canteras, o en sacar de lo profundo de la tierra las riquezas en ella escondidas -hierro,
cobre y otras cosas semejantes-, porque su trabajo es más pesado y más dañoso a la
salud, deberá compensarse con una duración más corta. Además, se ha de tener en cuenta
las distintas estaciones del año, pues no pocas veces un mismo trabajo es tolerable en
determinada estación, mientras se torna imposible o muy difícil de realizar en otro
tiempo.
35. Finalmente, un
trabajo proporcionado a un hombre adulto y robusto, no es razonable exigirlo ni a una
mujer ni a un niño. Y aun más, gran cautela se necesita para no admitir a los niños en
los talleres antes de que se hallen suficientemente desarrollados, según la edad, en sus
fuerzas físicas, intelectuales y morales. Las fuerzas que afloran en la juventud son como
las tiernas hierbas, que pueden agostarse por un crecimiento prematuro; y entonces se hace
imposible aun la misma educación de los niños. Asimismo, hay determinados trabajos
impropios de la mujer, preparada por la naturaleza para las labores domésticas que, si de
una parte protegen grandemente el decoro propio de la mujer, de otra responden
naturalmente a la educación de los hijos y al bienestar del hogar. Establézcase como
regla general que se ha de conceder a los obreros tanto descanso cuanto sea necesario para
compensar sus fuerzas, consumidas por el trabajo; porque las fuerzas que afloran en la
juventud son restauradas por el descanso. En todo contrato, que se haga entre patronos y
obreros, se ha de establecer siempre, expresa o tácita, la condición de proveer
convenientemente al uno y al otro descanso: inmoral sería todo pacto contrario, pues a
nadie le está permitido exigir o promover la violación de los deberes que con Dios o
consigo mismo le obligan.
justo salario
36. Ya llegamos ahora a
una cuestión de muy gran importancia: precisa entenderla bien, a fin de no caer en
ninguno de los dos extremos opuestos. Dícese que la cuantía del salario se ha de
precisar por el libre consentimiento de las partes, de tal suerte que el patrono, una vez
pagado el salario concertado, ya ha cumplido su deber, sin venir obligado a nada más. Tan
sólo cuando, o el patrono no pague íntegro el salario, o el obrero no rinda todo el
trabajo ajustado, se comete una injusticia: y tan sólo en estos casos y para tutelar
tales derechos, pero no por otras razones, es lícita la intervención del Estado.
Argumento es éste que
no aceptará fácil o íntegramente quien juzgare con equidad, porque no es cabal en todos
sus elementos, pues le falta alguna consideración de gran importancia. El trabajo es la
actividad humana ordenada a proveer a las necesidades de la vida y de modo especial a la
propia conservación: con el sudor de tu frente comerás el pan[31]. Y así, el trabajo en
el hombre tiene como impresos por la naturaleza dos caracteres: el de ser personal, porque
la fuerza con que trabaja es inherente a la persona, y es completamente propia de quien la
ejercita y en provecho de quien fue dada; luego, el de ser necesario, porque el fruto del
trabajo sirve al hombre para mantener su vida -manutención, que es inexcusable deber
impuesto por la misma naturaleza. Por ello, si se atiende tan sólo al aspecto de la
personalidad, cierto es que puede el obrero pactar un salario que sea inferior al justo,
porque, al ofrecer él voluntariamente su trabajo, por su propia voluntad puede también
contentarse con un modesto salario, y hasta renunciar plenamente a él. Pero muy de otro
modo se ha de pensar cuando, además de la personalidad, se considere la necesidad- ods
cosas lógicamente distintas, pero inseparables en la realidad. La verdad es que el
conservarse en la vida es un deber, al que nadie puede faltar sin culpa suya. Sigue como
necesaria consecuencia el derecho a procurarse los medios para sustentarse, que de hecho,
en la gente pobre, quedan reducidos al salario del propio trabajo.
Y así, admitiendo que
patrono y obrero formen por un consentimiento mutuo un pacto, y señalen concretamente la
cuantía del salario, es cierto que siempre entra allí un elemento de justicia natural,
anterior y superior a la libre voluntad de los contratantes, esto es, que la cantidad del
salario no ha de ser inferior al mantenimiento del obrero, con tal que sea frugal y de
buenas costumbres. Si él, obligado por la necesidad, o por miedo a lo peor, acepta pactos
más duros, que hayan de ser aceptados -se quiera o no se quiera- como impuestos por el
propietario o el empresario, ello es tanto como someterse a una violencia contra la que se
revuelve la justicia.
Por lo demás, en esta
y en otras cuestiones -como la jornada del trabajo en cada una de las industrias, las
precauciones necesarias para garantizar en los talleres la vida del obrero-, a fin de que
la autoridad no se entrometa en demasía, principalmente porque son tan distintas las
circunstancias de las cosas, tiempos y lugares, será más oportuno reservar dicha
solución a las corporaciones de que más adelante hablaremos, o intentar otro camino en
el que se salven, con arreglo a la justicia, los derechos de los obreros, limitándose el
Estado tan sólo a acudir, cuando el caso lo exija, con su amparo y su auxilio.
37. Si el obrero
recibiere un salario suficiente para sustentarse a sí mismo, a su mujer y a sus hijos,
fácil le será, por poco prudente que sea, pensar en un razonable ahorro; y, secundando
el impulso de la misma naturaleza, tratará de emplear lo que le sobrare, después de los
gastos necesarios, en formarse poco a poco un pequeño capital. Ya hemos demostrado cómo
no hay solución práctica y eficaz de la cuestión obrera, si previamente no se establece
antes como un principio indiscutible el de respetar el derecho de la propiedad privada.
Derecho, al que deben favorecer las leyes; y aun hacer todo lo posible para que, entre las
clases del pueblo, haya el mayor número de propietarios.
De ello resultarían
dos notalbes provechos; y, en primer lugar, una repartición de los bienes ciertamente
más conforme a la equidad. Porque la violencia de las revoluciones ha producido la
división de la sociedad como en dos castas de ciudadanos, separados mutuamente por una
inmensa distancia. De una parte, una clase extrapotente, precisamente por su
extraordinaria riqueza; la cual, al ser la única que tiene en su mano todos los resortes
de la producción y del comercio, disfruta para su propia utilidad y provecho todas las
fuentes de la riqueza, y tiene no escaso poder aun en la misma gobernación del Estado; y
enfrente, una muchedumbre pobre y débil, con el ánimo totalmente llagado y pronto
siempre a revolverse. Ahora bien; si en esta muchedumbre se logra excitar su actividad
ante la esperanza de poder adquirir propiedades estables, poco a poco se aproximará una
clase a la otra, desapareciendo la inmensa distancia existente entre los
extraordinariamente ricos y los excesivamente pobres. Además de ello, la tierra llegará
a producir con mayor abundancia. Cuando los hombres saben que trabajan un terreno propio,
lo hacen con un afán y esmero mayor; y hasta llegan a cobrar gran afecto al campo
trabajado con sus propias manos, y del cual espera para sí y para su familia no sólo los
alimentos, sino hasta cierta holgura abundante. Entusiasmo por el trabajo, que
contribuirá en alto grado a aumentar las producciones de la tierra y las riquezas de la
nación. Y aun habría de añadirse un tercer provecho: el apego -por parte de todos- a su
tierra nativa, con el deseo de permanecer allí donde nacieron, sin querer cambiar de
patria, cuando en la suya hallaren medios para pasar la vida en forma tolerable. Ventajas
éstas, que no pueden lograrse sino tan sólo con la condición de que la propiedad
privada no sea recargada por excesivos tributos e impuestos. Luego si el derecho de la
propiedad privada se debe a la misma naturaleza y no es efecto de leyes humanas, el Estado
no puede abolirlo, sino tan sólo moderar su uso y armonizarlo con el bien común: el
Estado obraría en forma injusta e inhumana, si a título de tributos exigiera de los
particulares mucho más de lo que fuere debido en justicia.
38. Finalmente, son los
mismos capitalistas y los obreros quienes pueden hacer no poco -contribuyendo a la
solución de la cuestión obrera-, mediante instituciones encaminadas a prestar los
necesarios auxilios a los indigentes, y que traten de unir a las dos clases entre sí.
Tales son las sociedades de socorros mutuos, los múltiples sistemas privados para hacer
efectivo el seguro -en beneficio del mismo obrero, o de la orfandad de su mujer e hijos-
cuando suceda lo inesperado, cuando la debilidad fuere extrema, o cuando ocurriere algún
accidente; finalmente, los patronatos fundados para niños, niñas, jóvenes y aun
ancianos que necesitan defensa. Mas ocupan el primer lugar las asociaciones de obreros,
que abarcan casi todas aquellas cosas ya dichas. De máximo provecho fueron, entre
nuestros antepasados, los gremios de artesanos; los cuales, no sólo lograban ventajas
excelentes para los artesanos, sino aun para las mismas artes, según lo demuestran
numerosos documentos. Los progresos de la civilización, las nuevas costumbres y las
siempre crecientes exigencias de la vida reclaman que estas corporaciones se adapten a las
condiciones presentes. Por ello vemos con sumo placer cómo doquier se fundan dichas
asociaciones, ya sólo de obreros, ya mixtas de obreros y patronos; y es de desear que
crezcan tanto en número como en actividad. Varias veces hemos hablado ya de ellas; pero
Nos complace en esta ocasión mostrar su oportunidad, su legitimidad, su organización y
su actividad.
39. La conciencia de la
propia debilidad impulsa al hombre y le anima a buscar la cooperación ajena. Dicen las
Sagradas Escrituras: Mejor es que estén dos juntos que uno solo; porque tienen la ventaja
de la compañía. Si cayere el uno, le sostendrá el otro. ¡Ay de quien está solo, pues
no tendrá, si cae, quien lo levante![32]. Y en otro lugar: El hermano, ayudado por el
hermano, es como una ciudadela fuerte[33].
Y así como el instinto
natural mueve al hombre a juntarse con otros para formar la sociedad civil, así también
le inclina a formar otras sociedades particulares, pequeñas e imperfectas, pero
verdaderas sociedades. Naturalmente que entre éstas y aquélla hay una gran diferencia, a
causa de sus diferentes fines próximos. El fin de la sociedad civil es universal, pues se
refiere al bien común, al cual todos y cada uno de los ciudadanos tienen derechos en la
debida proporción. Por eso se llama pública, puesto que por ella se juntan mutuamente
los hombres a fin de formar un Estado[34]. Por lo contrario, las demás sociedades que
surgen en el seno de aquélla llámanse privadas; y en verdad que lo son, porque su fin
próximo es tan sólo el particular de los socios. Sociedad privada es la que se forma
para ocuparse de negocios privados, como cuando dos o tres forman una sociedad a fin de
comerciar juntos[35].
el Estado
40. Ahora bien; estas
sociedades privadas, aunque existan dentro del Estado y sean como otras tantas partes
suyas, sin embargo, en general y absolutamente hablando, no las puede prohibir el Estado
en cuanto a su formación. Porque el hombre tiene derecho natural a formar tales
sociedades, mientras que el Estado ha sido constituido para la defensa y no para el
aniquilamiento del derecho natural; luego, si tratara de prohibir las asociaciones de los
ciudadanos, obraría en contradicción consigo mismo, pues tanto él como las asociaciones
privadas nacen de un mismo principio, esto es, la natural sociabilidad del hombre.
Cuando ocurra que
algunas sociedades tengan un fin contrario a la honradez, a la justicia, o a la seguridad
de la sociedad civil, el Estado tiene derecho de oponerse a ellas, ora prohibiendo que se
formen, ora disolviendo las ya formadas; pero aun entonces necesario es proceder siempre
con suma cautela para no perturbar los derechos de los ciudadanos y para no realizar el
mal so pretexto del bien público. Porque las leyes no obligan sino en cuanto están
conformes con la recta razón, y, por ello, con la ley eterna de Dios[36].
41. Pensamos ahora en
las sociedades, asociaciones y órdenes religiosas de toda clase, a las que ha dado vida
la autoridad de la Iglesia y la piedad de los fieles, con tantas ventajas para el
bienestar mismo de la humanidad cuantas muestra la historia. Dichas sociedades, aun
consideradas a la luz sola de la razón, al tener un fin honesto, por derecho natural son
evidentemente legítimas. Si de algún modo se refieren a la religión, únicamente están
sometidas a la autoridad de la Iglesia. No puede, pues, el Estado atribuirse sobre ellas
derecho alguno, ni arrogarse su administración; antes bien, tiene el deber de
respetarlas, conservarlas y, si fuere necesario, defenderlas.
Pero, ¡cuán de otra
manera ha sucedido, sobre todo en estos nuestros tiempos! En muchos lugares y por las
maneras más diversas, el Estado ha lesionado los derechos de tales comunidades, contra
toda justicia: las enredó en la trama de las leyes civiles, las privó de toda
personalidad jurídica, las despojó de sus bienes: bienes, sobre los que tenía su
derecho la Iglesia, el suyo cada uno de los individuos de aquellas comunidades, y el suyo
también aquellas personas que los habían dedicado a cierto fin determinado, así como
aquellos a cuya utilidad y consuelo estaban dedicados.
Nos, pues, no podemos
menos de lamentarnos de semejantes despojos tan injustos como perniciosos; y ello, tanto
más cuanto que vemos cómo se prohiben sociedades católicas, tranquilas y verdaderamente
útiles, al mismo tiempo que solemnemente se proclama pro las leyes el derecho de
asociación; y en verdad que tal facultad está concedida con la máxima amplitud a
hombres que maquinan por igual contra la Iglesia y contra el Estado.
42. Cierto que hoy son
mucho más numerosas y diversas las asociaciones, principalmente de obreros, que en otro
tiempo. No corresponde aquí tratar del origen, finalidad y métodos de muchas de ellas.
Pero opinión común, confirmada por muchos indicios, es que las más de las veces dichas
sociedades están dirigidas por ocultos jefes que les dan una organización contraria
totalmente al espíritu cristiano y al bienestar de los pueblos; y que, adueñándose del
monopolio de las industrias, obligan a pagar con el hambre la pena a los que no quieren
asociarse a ellas. -En tal estado de cosas, los obreros cristianos no tienen sino dos
recursos: O inscribirse en sociedades peligrosas para la religión, o formar otras
propias, uniéndose a ellas, a fin de liberarse valientemente de opresión tan injusta
como intolerable. ¿Quién dudará en escoger la segunda solución, a no ser que quiera
poner en sumo peligro el último fin del hombre?
43. Muy dignos, pues,
de alabar son muchos católicos que, conociendo las exigencias de estos tiempos, ensayan e
intentan el método que permita mejorar a los obreros por medios honrados. Y una vez
quehan tomado su causa, se afanan por mejorar su prosperidad, tanto la individual como la
familiar, así como también por mejorar las relaciones mutuas entre patronos y obreros,
formando y confirmando en unos y en otros el recuerdo de sus deberes y la observancia de
los preceptos evangélicos: preceptos que, al prohibir al hombre toda intemperancia, le
hacen ser moderado; a la vez que, en medio de tantas y tan distintas personas y
circunstancias, logran que, dentro de la sociedad, se mantenga la armonía. Para ese fin
vemos cómo se reúnen con frecuencia, en Congresos, varones los más ilustres que se
comunican mutuamente sus consejos, unen sus fuerzas, se consultan sobre los mejores
procedimientos. Otros se consagran a reunir a los obreros, según sus diversas clases, en
oportunas sociedades: las ayudan con sus consejos y sus medios, les procuran honrado y
fructuoso trabajo. Les animan y patrocinan los Obispos, y bajo su dependencia muchos
miembros de uno y otro clero atienden con singular celo al bien espiritual de los
asociados. Ni siquiera faltan católicos ricos que, como haciendo causa común con los
trabajadores, no perdonan gastos para fundar y difundir ampliamente asociaciones que le
ayuden al obrero, no sólo a proveerse con su trabajo para las necesidades presentes, sino
también a asegurarse un decoroso y tranquilo descanso en lo por venir. Los grandes
beneficios que tantos y tan denodados esfuerzos han logrado para el bien común, son tan
conocidos que sería inútil querer hablar ahora de ellos. Pero nos dan ocasión de
esperar todo lo mejor para lo futuro, si estas sociedades crecieren sin cesar y se
organizaren con prudencia y moderación. Proteja el Estado semejantes asociaciones
jurídicamente legítimas, pero no se entrometa en lo íntimo de su organización y
disciplina; porque el movimiento vital nace de un principio interior y fácilmente lo
sofocan los impulsos exteriores.
44. Esta sabia
organización y disciplina es absolutamente necesaria para que haya unidad de acción y de
voluntades. Por lo tanto, si los ciudadanos tienen -como lo han hecho- perfecto derecho a
unirse en sociedad, también han de tener un derecho igualmente libre a escoger para sus
socios la reglamentación que consideren más a propósito para sus fines. -No creemos que
se pueda definir con reglas ciertas y precisas cuál deba ser dicha reglamentación: ello
depende más bien de la índole de cada pueblo, de la experiencia y de la práctica, de la
cualidad y de la productividad de los trabajos, del desarrollo comercial, así como de
otras muchas circunstancias, que la prudencia debe tener muy en cuenta. En resumen; puede
establecerse la regla general y constante de que las asociaciones de los obreros deben
ordenarse y gobernarse de tal suerte que suministren los medios más oportunos y
convenientes para la consecución de su fin, el cual consiste en que cada uno de los
asociados reciba de aquéllas el mayor beneficio posible tanto físico como económico y
moral.
Es evidente que ha de
tenerse muy en cuenta, como fin principal, la perfección religiosa y mora; y que a tal
perfección debe enderezarse toda la disciplina social. Pues de otra suerte dichas
sociedades degenerarían y se deformarían, y no tendrían mucha ventaja sobre aquellas
otras asociaciones que no quieren preocuparse para nada de la religión. Por lo demás
¿de qué serviría al obrero haber podido encontrar en la sociedad una gran abundancia de
bienes materiales, si su alma se pusiera en peligro de perderse por no recibir su propio
alimento? ¿De qué sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?[37]. Consigna
es de Cristo Jesús, que señala el carácter que distingue al cristiano del pagano: Todas
esas cosas las van buscando los gentiles..., buscad primero el reino de Dios y su
justicia, y todas esas cosas os serán añadidas[38]. Partiendo, pues, de Dios como
principio, gran importancia se dará a la instrucción religiosa, de suerte que cada uno
conozca sus deberes para con Dios, qué debe creer, qué debe esperar y qué debe hacer
para su eterna salvación; que todo esto lo lleguen a saber muy bien y que se tenga buen
cuidado de fortalecerles y prevenirles contra los errores corrientes y contra los varios
peligros de corrupción. Que el obrero se anime al culto de Dios y al amor de la piedad, y
señaladamente a la observancia de los días festivos. Aprenda a reverenciar y amar a la
Iglesia, madre común de todos; y asimismo a obedecer sus mandatos y frecuentar los
sacramentos, medios establecidos por Dios para lavar las manchas del alma y para adquirir
la santidad.
45. Si el fundamento de
los estatutos sociales se coloca en la religión, llano está el camino para regular las
relaciones mutuas de los socios mediante la plena tranquilidad en su convivencia y el
mejor bienestar económico. Distribúyanse los cargos, atendiendo tan sólo a los
intereses comunes; y ello con tal armonía, que la diversidad no perjudique a la unidad.
Conviene, asimismo, muy bien distribuir y determinar claramente las cargas, y ello de tal
suerte que a nadie se lastime en su derecho. Que los bienes comunes de la sociedad se
administren con rectitud, de tal suerte que los socorros sean distribuidos en razón de la
necesidad de cada uno; y que los derechos y deberes de los patronos se armonicen bien con
los derechos y deberes de los obreros. Si unos u otros se creyeren dañados en algo, de
desear es que se busquen en el seno de la misma corporación hombres prudentes e
íntegros, que como árbitros terminen el pleito con arreglo a los mismos estatutos
sociales. Con suma diligencia habrá de proveerse para que en ningún tiempo falte trabajo
al obrero, y para que haya fondos disponibles con que acudir a las necesidades de cada
uno; y ello, no sólo en las crisis repentinas y casuales de la industria, sino también
cuando la enfermedad, la vejez o los infortunios pesaren sobre cualquiera de ellos.
46. Si tales estatutos
son aceptados voluntariamente, se habrá provisto lo bastante al bienestar material y
moral de las clases inferiores; y las sociedades católicas ejercitarán una influencia no
pequeña en el próspero progreso de la misma sociedad civil. Lo pasado nos autoriza no
sin razón a prever lo futuro. Pasan los tiempos, pero las páginas de la historia son muy
semejantes, porque están regidas por la providencia de Dios, la cual gobierna y endereza
todos los acontecimientos y sus consecuencias hacia aquel fin que ella se prefijó al
crear el linaje humano. -Sabemos que en los primeros tiempos de la Iglesia se censuraba a
los cristianos, porque la mayor parte de ellos vivían de limosna o del trabajo. Y aun
así, pobres y débiles, lograron conciliarse la simpatía de los ricos y el patrocinio de
los poderosos. Se les podía contemplar activos, laboriosos, pacíficos, ejemplares en la
justicia y, sobre todo, en la caridad. Y, ante tal espectáculo de vida y costumbres, se
desvaneció todo prejuicio, enmudeció la maledicencia de los malvados; y, poco a poco,
las mentiras de la inveterada superstición cedieron su lugar a la verdad cristiana.
47. Mucho se habla
ahora de la cuestión obrera, cuya buena o mala solución interesa grandemente al Estado.
Bien la solucionarán los obreros cristianos, si, unidos en asociaciones y dirigidos con
prudencia, siguieren el mismo camino que con tanto beneficio para sí y la sociedad
recorrieron nuestros padres y antepasados. Porque gran verdad es que, por mucha que sea
entre los hombres la fuerza de los prejuicios y de las pasiones, sin embargo, si la
malicia en el querer no apagare en ellos el sentido de la honestidad, deberá ser mucho
mayor la benevolencia de los ciudadanos hacia aquellos obreros, cuando les vieren activos
y moderados, sobreponiendo la justicia a las ganancias y anteponiendo la conciencia de su
deber a todas las demás cosas. Y de ello se seguirá otra ventaja, esto es, el ofrecer
esperanza y facilidad no pequeña de conversión aun a aquellos obreros, a quienes falta
la fe o una vida según la fe. Estos, no pocas veces, comprenden que han sido engañados
por falsas apariencias, por vanas ilusiones. Y sienten también cómo amos codiciosos les
tratan inhumanamente, y cómo casi no les estiman sino en poco más de lo que producen con
su trabajo; y cómo en las sociedades, donde se encuentran metidos, en vez de caridad y
amor no hay sino internas discordias compañeras inseparables de la pobreza orgullosa e
incrédula. Desanimados en su espíritu y extenuados en su cuerpo, muchos querrían
liberarse de esclavitud tan abyecta; pero no se atreven, o porque lo impide el respeto
humano o porque tiemblan ante la segura miseria. En modo admirable aprovecharían a todos
éstos para su salvación las asociaciones católicas, si, allanándoles el camino, les
invitaren haciéndoles salir de las dudas; y si, ya arrepentidos, los acogieren en su
patrocinio y su socorro.
48. Ved, Venerables
Hermanos, quiénes y de qué modo han de trabajar en esta cuestión tan difícil. -Que
cada uno cumpla en la parte que le corresponde; y ello muy pronto, porque la tardanza
haría más difícil la cura de un mal ya tan grave. Cooperen los gobiernos plenamente con
buenas leyes y previsoras ordenanzas; ricos y patronos tengan siempre muy presentes sus
deberes; hagan cuanto puedan, dentro de lo justo, los obreros, porque ellos son los
interesados: y puesto que, según hemos dicho ya desde el principio, el verdadero y
radical remedio tan sólo puede venir de la religión, todos deben persuadirse de cuán
necesario es volver plenamente a la vida cristiana, sin la cual aun los medios más
prudentes y que se consideren los más idóneos en la materia, de muy poco servirán para
lo que se desea.
La Iglesia nunca
dejará que falte en modo alguno su acción, tanto más eficaz cuanto más libre sea; y,
sobre todo, deben persuadirse de esto quienes tienen por misión proveer al bien común de
los pueblos. Pongan en ello todo su entusiasmo y generosidad de celo los Ministros del
Santuario; y, guiados por vuestra autoridad y con vuestro ejemplo, Venerables Hermanos,
nunca se cansen de inculcar a todas las clases de la sociedad las máximas vitales del
Evangelio; hagan cuanto puedan en trabajar por la salvación de los pueblos y sobre todo
procuren defender en sí y encender en los demás, grandes y humildes, la caridad, que es
señora y reina de todas las virtudes. Porque la deseada salvación debe ser
principalmente fruto de una gran efusión de la caridad; queremos decir, de la caridad
cristiana que es la ley en que se compendia todo el Evangelio y que, pronta siempre a
sacrificarse por el prójimo, es el más seguro antídoto contra el orgullo y el egoísmo
del mundo; virtud, cuyos rasgos y perfiles plenamente divinos trazó San Pablo con estas
palabras: La caridad es paciente, es benigna; no busca sus provechos; todo lo sufre; todo
lo sobrelleva[39].
En prenda de los
divinos favores y en testimonio de Nuestro amor, a cada uno de vosotros, Venerables
Hermanos, y a vuestro Clero y a vuestro pueblo, con gran afecto en el Señor, os damos la
Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a
San Pedro, el 15 de mayo de 1891, año décimocuarto de Nuestro Pontificado.
[1] Deut. 5, 21.
[2] Gen. 1, 28.
[3] S. Th. 2. 2ae., 10, 12.
[4] Gen. 3, 17.
[5] Iac. 5, 4.
[6] 2 Tim. 2, 12.
[7] 2 Cor. 4, 17.
[8] Cf. Mat. 19, 23-24.
[9] Cf. Luc. 6, 24-25.
[10] 2. 2ae., 66, 2.
[11] Ibid.
[12] 2. 2 ae., 32, 6.
[13] Luc. 11, 41.
[14] Act. 20, 25.
[15] Cf. Mat. 25, 40.
[16] S. Greg. M. In Evang. Hom. 9, n. 7.
[17] 2 Cor. 8, 9.
[18] Marc. 6, 3.
[19] Cf. Mat. 5, 3.
[20] Cf. Mat. 11, 28.
[21] Rom. 8, 17.
[22] Cf. 1 Tim. 6, 10.
[23] Act. 4, 34.
[24] Apolog. 2, 39.
[25] 2. 2 ae., 61, 1 ad 2.
[26] S. Th. De regimine princ. 1, 15.
[27] Gen. 1, 28.
[28] Rom. 10, 12.
[29] Ex. 20, 8.
[30] Gen. 2, 2.
[31] Gen. 3, 19.
[32] Eccl. 4, 9-12.
[33] Prov. 18, 19.
[34] S. Th. Contra impugn. Dei cultum et relig. c. 2.
[35] Ibid.
[36] Cf. S. Th. 1. 2 ae., 13, 3.
[37] Cf. Mat. 16, 26.
[38] Cf. Mat. 6, 32-33.
[39] 1 Cor. 13, 4-7.
[2] Gen. 1, 28.
[3] S. Th. 2. 2ae., 10, 12.
[4] Gen. 3, 17.
[5] Iac. 5, 4.
[6] 2 Tim. 2, 12.
[7] 2 Cor. 4, 17.
[8] Cf. Mat. 19, 23-24.
[9] Cf. Luc. 6, 24-25.
[10] 2. 2ae., 66, 2.
[11] Ibid.
[12] 2. 2 ae., 32, 6.
[13] Luc. 11, 41.
[14] Act. 20, 25.
[15] Cf. Mat. 25, 40.
[16] S. Greg. M. In Evang. Hom. 9, n. 7.
[17] 2 Cor. 8, 9.
[18] Marc. 6, 3.
[19] Cf. Mat. 5, 3.
[20] Cf. Mat. 11, 28.
[21] Rom. 8, 17.
[22] Cf. 1 Tim. 6, 10.
[23] Act. 4, 34.
[24] Apolog. 2, 39.
[25] 2. 2 ae., 61, 1 ad 2.
[26] S. Th. De regimine princ. 1, 15.
[27] Gen. 1, 28.
[28] Rom. 10, 12.
[29] Ex. 20, 8.
[30] Gen. 2, 2.
[31] Gen. 3, 19.
[32] Eccl. 4, 9-12.
[33] Prov. 18, 19.
[34] S. Th. Contra impugn. Dei cultum et relig. c. 2.
[35] Ibid.
[36] Cf. S. Th. 1. 2 ae., 13, 3.
[37] Cf. Mat. 16, 26.
[38] Cf. Mat. 6, 32-33.
[39] 1 Cor. 13, 4-7.
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