I. No nos detendremos mucho en probar que la Santísima Virgen murió realmente, es decir, que su alma bienaventurada dejó por algún tiempo el cuerpo virginal, en el cual Cristo había tomado carne.
Dudó de esto San Epifanio, el cual, en su tercer libro Contra las herejías, expone así su incertidumbre: "No me atrevo —confiesa— a decir nada como absolutamente seguro. ¿Permaneció la Virgen viva e inmortal, o pasó por la muerte? Ni lo niego, ni lo afirmo. La Sagrada Escritura quiso dejarnos en suspenso, temiendo, sin duda, dar a sospechar bajezas y vergüenzas de la carne en un vaso tan venerable y puro. Así es que no sabemos nada, ni de su muerte, ni de su sepultura; pero una cosa es indudable: que esta Virgen Sagrada nunca conoció unión carnal" (Haer. 78, n. 11. P. G., XL, c. 716)
Sobre esto advierte juiciosamente Baronio: "El Santo, sin inclinarse a una parte ni a otra, creyó que le bastaba demostrar a los enemigos de la virginidad perpetua de María, a quienes tenía que combatir, cuán sublime es la excelencia de la Madre de Dios, y cuán alejada estuvo de todo placer de la carne Aquella cuya muerte no podemos probar por la autoridad de los Libros Santos. Por lo demás, ha de perdonársele que, como sucede a menudo, aun a los hombres más santos y más ilustres, en el ardor de la contienda traspase algún tanto la línea de verdad. En efecto, La Iglesia católica no admite duda alguna acerca de la muerte de la Madre de Dios; sabiendo que tenía humana naturaleza, afirma que padeció la muerte, que es propia de esa naturaleza" (Barón, H. E., Ann., 48, n. 11)
"Con razón afirma Baronio que la Iglesia ha tenido siempre esta absoluta persuasión de la muerte de María. Lo ha demostrado en su Liturgia. No aduciremos como prueba la antigua celebración de dos fiestas, llamadas, la una, de la Dormición o del Sueño, y la otra, de la Asunción de la Madre de Dios (Morcelli, Comment. Halend. Constantin., ad díem 15 aug., p. 196). Baste saber que el primero de esos títulos fué antiguamente usado con más frecuencia que el segundo, a lo menos en la Iglesia oriental, porque todas las homilías de los Padres griegos sobre el misterio, y para la fiesta de la Asunción, tienen por asunto la Dormición de la Virgen María, como veremos pronto por los extractos que de ellos haremos. Ahora bien: la Dormición y el Sueño designan, incontestablemente, la muerte.
Atestiguan, además, esta muerte así las oraciones de nuestra Misa latina, que se remontan, por lo menos, al tiempo de San Gregorio el Grande, como los cantos litúrgicos de los griegos, que hablan todos de muerte y de sepultura, antes de contar las glorias de la Asunción (Véase, por ejemplo, el cántico llamado Cathisma, pp. 194, 210. 214, 218, en los libros eclesiásticos de los Griegos, publicados en el siglo XVIII por Philip. Vitali)
Lo que la Iglesia ha testificado por su Liturgia, testifícalo aún más explícitamente, si cabe, por boca de sus Padres. Entre tantos discursos donde estos venerables doctores celebraron la Asunción de la gloriosa Virgen, no hay uno solo que no la considere como un paso de la muerte a la vida, del sepulcro al cielo; y entre los Padres antiguos, ninguno, sino San Epifanio, expresa la menor duda sobre este asunto. Por lo cual causa verdadera extrañeza que algunos teólogos de nuestros días hayan negado lo que toda la antigüedad afirmó tan universal y constantemente.
Mas no lograron debilitar la creencia común en la muerte de María; antes sus esfuerzos sirvieron para hacerla más clara y más sólida. Cuantos textos se han atrevido a citar en su favor, otros tantos se han vuelto contra ellos (Entre los tres o cuatro autores que en nuestros días han creído deber negar o poner en duda la muerte de María, hay que citar en primer lugar a Domingo Arnaldi, doctor del Colegio de Santo Tomás de Aquíno, en Genova. Su obra tiene por título: Super transitu B. M. V. Deiparae, expertis omni labe culpae originalis dubia proposita. (Typ. Seraph. Ghezzi, Mediolani). Igual suerte tuvieron sus argumentos teológicos, según probaremos cuando examinemos el principal, casi el único, sacado de la Inmaculada Concepción. Justo es alabar en esos autores la intención que han tenido de ensalzar la gloria de la Madre de Dios; pero tampoco se ha de olvidar que esta divina Virgen no necesita falsas alabanzas (Véase, para una refutación más amplia de esas nuevas opiniones, Alph. M. Jannucci, Firmitudo cath. veritatis de psychosomatica Deiparentis Assumptione. contra Neologos A. Deiparae mortem inficiantes, pp. 478, sqq.)
La maternidad, no sólo no es un obstáculo para su muerte, sino antes todo lo contrario. ¡Sí!, convenía que la Madre de Dios muriese, porque su Hijo había muerto, y por las mismas razones. Jesucristo no contrajo ni la culpa original, ni las consecuencias de esta culpa, es decir, las enfermedades comunes del cuerpo y la necesidad de padecer y morir. "Es —dice el Angel de las Escuelas— que la palabra contraer expresa la relación de un efecto a su causa. Lo que se ha contraído (trahitur cum) es lo que sigue necesariamente a su causa ("Illud dicitur contrahi quod simult cum sua causa ex necessitate trahitur." (S. Thom., 3 p., q. 14, a. 3)). Ahora bien; la causa próxima de la muerte y de los defectos de la naturaleza humana es el pecado (Rom., V, 12), que la despojó de los privilegios propios del estado de inocencia. Así, pues, solamente aquellos que padecen esas imperfecciones por razón del pecado, las contraen propiamente. No habiendo participado Jesucristo en modo alguno del pecado, pudo lomar sobre sí nuestras miserias, a fin de curarnos de ellas, pero no contraerlas. Si hay parecido entre Él y nosotros en cuanto a calidad de los" defectos, no lo hay en cuanto a la causa" (San Thom., id. in corp. et ad 2). Esto enseña Santo Tomás, del Hijo; y esto, guardada la debida proporción, pensamos nosotros de la Madre.
¿Preguntáis por qué Cristo tomó sobre sí nuestras enfermedades? Los teólogos, siguiendo a los Santos Padres, dan seis razones principales.
1. Las tomó, porque venía a pagar nuestra deuda y satisfacer por los pecados del mundo; ahora bien: pagar la deuda de los hombres a la justicia de Dios, satisfacer por los pecados del género humano, tomar sobre sí la pena que merecen.
2. Las tomó para que fuesen testimonio irrecusable de la verdad de su Encarnación; porque, si no hubiese participado en su cuerpo de nuestras flaquezas, hubiérase podido creer que era de otra naturaleza, o que la carne de que se revistió no tenía sino apariencia mentirosa.
3. Las tomó para darnos, santificándolas, lo que tanto necesitábamos nosotros, pasibles y mortales: el ejemplo de una paciencia heroica en las pruebas, en los dolores y en la muerte.
4. Las tomó para ponerse en estado de compadecer más misericordiosamente nuestras penas, según expone admirablemente San Pablo en su Carta a los hebreos: "No tenemos un Pontífice que no pueda compadecer nuestras enfermedades, probado como nosotros en todo, excepto el pecado" (Hebr., IV, 15). Y en otro lugar: "Tuvo que ser en todo semejante a sus hermanos, para ser delante de Dios un Pontífice misericordioso y fiel" (Hebr., II, 17).
Dudó de esto San Epifanio, el cual, en su tercer libro Contra las herejías, expone así su incertidumbre: "No me atrevo —confiesa— a decir nada como absolutamente seguro. ¿Permaneció la Virgen viva e inmortal, o pasó por la muerte? Ni lo niego, ni lo afirmo. La Sagrada Escritura quiso dejarnos en suspenso, temiendo, sin duda, dar a sospechar bajezas y vergüenzas de la carne en un vaso tan venerable y puro. Así es que no sabemos nada, ni de su muerte, ni de su sepultura; pero una cosa es indudable: que esta Virgen Sagrada nunca conoció unión carnal" (Haer. 78, n. 11. P. G., XL, c. 716)
Sobre esto advierte juiciosamente Baronio: "El Santo, sin inclinarse a una parte ni a otra, creyó que le bastaba demostrar a los enemigos de la virginidad perpetua de María, a quienes tenía que combatir, cuán sublime es la excelencia de la Madre de Dios, y cuán alejada estuvo de todo placer de la carne Aquella cuya muerte no podemos probar por la autoridad de los Libros Santos. Por lo demás, ha de perdonársele que, como sucede a menudo, aun a los hombres más santos y más ilustres, en el ardor de la contienda traspase algún tanto la línea de verdad. En efecto, La Iglesia católica no admite duda alguna acerca de la muerte de la Madre de Dios; sabiendo que tenía humana naturaleza, afirma que padeció la muerte, que es propia de esa naturaleza" (Barón, H. E., Ann., 48, n. 11)
"Con razón afirma Baronio que la Iglesia ha tenido siempre esta absoluta persuasión de la muerte de María. Lo ha demostrado en su Liturgia. No aduciremos como prueba la antigua celebración de dos fiestas, llamadas, la una, de la Dormición o del Sueño, y la otra, de la Asunción de la Madre de Dios (Morcelli, Comment. Halend. Constantin., ad díem 15 aug., p. 196). Baste saber que el primero de esos títulos fué antiguamente usado con más frecuencia que el segundo, a lo menos en la Iglesia oriental, porque todas las homilías de los Padres griegos sobre el misterio, y para la fiesta de la Asunción, tienen por asunto la Dormición de la Virgen María, como veremos pronto por los extractos que de ellos haremos. Ahora bien: la Dormición y el Sueño designan, incontestablemente, la muerte.
Atestiguan, además, esta muerte así las oraciones de nuestra Misa latina, que se remontan, por lo menos, al tiempo de San Gregorio el Grande, como los cantos litúrgicos de los griegos, que hablan todos de muerte y de sepultura, antes de contar las glorias de la Asunción (Véase, por ejemplo, el cántico llamado Cathisma, pp. 194, 210. 214, 218, en los libros eclesiásticos de los Griegos, publicados en el siglo XVIII por Philip. Vitali)
Lo que la Iglesia ha testificado por su Liturgia, testifícalo aún más explícitamente, si cabe, por boca de sus Padres. Entre tantos discursos donde estos venerables doctores celebraron la Asunción de la gloriosa Virgen, no hay uno solo que no la considere como un paso de la muerte a la vida, del sepulcro al cielo; y entre los Padres antiguos, ninguno, sino San Epifanio, expresa la menor duda sobre este asunto. Por lo cual causa verdadera extrañeza que algunos teólogos de nuestros días hayan negado lo que toda la antigüedad afirmó tan universal y constantemente.
Mas no lograron debilitar la creencia común en la muerte de María; antes sus esfuerzos sirvieron para hacerla más clara y más sólida. Cuantos textos se han atrevido a citar en su favor, otros tantos se han vuelto contra ellos (Entre los tres o cuatro autores que en nuestros días han creído deber negar o poner en duda la muerte de María, hay que citar en primer lugar a Domingo Arnaldi, doctor del Colegio de Santo Tomás de Aquíno, en Genova. Su obra tiene por título: Super transitu B. M. V. Deiparae, expertis omni labe culpae originalis dubia proposita. (Typ. Seraph. Ghezzi, Mediolani). Igual suerte tuvieron sus argumentos teológicos, según probaremos cuando examinemos el principal, casi el único, sacado de la Inmaculada Concepción. Justo es alabar en esos autores la intención que han tenido de ensalzar la gloria de la Madre de Dios; pero tampoco se ha de olvidar que esta divina Virgen no necesita falsas alabanzas (Véase, para una refutación más amplia de esas nuevas opiniones, Alph. M. Jannucci, Firmitudo cath. veritatis de psychosomatica Deiparentis Assumptione. contra Neologos A. Deiparae mortem inficiantes, pp. 478, sqq.)
La maternidad, no sólo no es un obstáculo para su muerte, sino antes todo lo contrario. ¡Sí!, convenía que la Madre de Dios muriese, porque su Hijo había muerto, y por las mismas razones. Jesucristo no contrajo ni la culpa original, ni las consecuencias de esta culpa, es decir, las enfermedades comunes del cuerpo y la necesidad de padecer y morir. "Es —dice el Angel de las Escuelas— que la palabra contraer expresa la relación de un efecto a su causa. Lo que se ha contraído (trahitur cum) es lo que sigue necesariamente a su causa ("Illud dicitur contrahi quod simult cum sua causa ex necessitate trahitur." (S. Thom., 3 p., q. 14, a. 3)). Ahora bien; la causa próxima de la muerte y de los defectos de la naturaleza humana es el pecado (Rom., V, 12), que la despojó de los privilegios propios del estado de inocencia. Así, pues, solamente aquellos que padecen esas imperfecciones por razón del pecado, las contraen propiamente. No habiendo participado Jesucristo en modo alguno del pecado, pudo lomar sobre sí nuestras miserias, a fin de curarnos de ellas, pero no contraerlas. Si hay parecido entre Él y nosotros en cuanto a calidad de los" defectos, no lo hay en cuanto a la causa" (San Thom., id. in corp. et ad 2). Esto enseña Santo Tomás, del Hijo; y esto, guardada la debida proporción, pensamos nosotros de la Madre.
¿Preguntáis por qué Cristo tomó sobre sí nuestras enfermedades? Los teólogos, siguiendo a los Santos Padres, dan seis razones principales.
1. Las tomó, porque venía a pagar nuestra deuda y satisfacer por los pecados del mundo; ahora bien: pagar la deuda de los hombres a la justicia de Dios, satisfacer por los pecados del género humano, tomar sobre sí la pena que merecen.
2. Las tomó para que fuesen testimonio irrecusable de la verdad de su Encarnación; porque, si no hubiese participado en su cuerpo de nuestras flaquezas, hubiérase podido creer que era de otra naturaleza, o que la carne de que se revistió no tenía sino apariencia mentirosa.
3. Las tomó para darnos, santificándolas, lo que tanto necesitábamos nosotros, pasibles y mortales: el ejemplo de una paciencia heroica en las pruebas, en los dolores y en la muerte.
4. Las tomó para ponerse en estado de compadecer más misericordiosamente nuestras penas, según expone admirablemente San Pablo en su Carta a los hebreos: "No tenemos un Pontífice que no pueda compadecer nuestras enfermedades, probado como nosotros en todo, excepto el pecado" (Hebr., IV, 15). Y en otro lugar: "Tuvo que ser en todo semejante a sus hermanos, para ser delante de Dios un Pontífice misericordioso y fiel" (Hebr., II, 17).
5. Las tomó, según la doctrina del mismo Apóstol, para libertar a aquellos "a quienes el temor de la muerte tenía toda la vida sometidos a servidumbre" (Hebr., II, 15), porque nada dilata ni consuela tanto los corazones doloridos como la vista de Jesucristo, que padece y muere.
6. Las tomó, en fin, porque quiso pagar por nosotros los favores divinos a altísimo precio, con sus sudores, sus llagas, su sangre y u vida.
Por razones semejantes no quiso Jesucristo eximir a su Madre de las consecuencias naturales de la primitiva caída, el dolor y la nuerte, aunque, por un insigne privilegio, la preservó del pecado que los causa. Era preciso que, siendo nueva Eva, tuviese su parte en el cáliz de dolores que había de beber el nuevo Adán, para apaciguar la ira del Padre y merecer a todos gracia y perdón. Era preciso que la mortalidad la hiciese semejante en apariencia a las demás mujeres, para que su Hijo apareciese claramente como miembro de la familia humana. Era preciso que esta madre de los hombres pudiese hacer a sus hijos más soportable y menos amargo el cáliz del dolor, bebiéndolo antes de ellos y por ellos. Era preciso que Ella misma, Ella, que había de ser para siempre Madre de misericordia, experimentase nuestros males en su alma y en su carne, a fin de ser compasiva y la misericordiosa por excelencia, ut misericors fieret. Era preciso que María fuese, no solamente nuestro dechado en el padecer, sino que nos ofreciese en su muerte el modelo acabado de una muerte santa y mereciese, gracias a la incomparable perfección de su tránsito, ser la perpetua protectora y la consoladora por antonomasia de los cristianos moribundos. Era preciso, en fin, que por su muerte libremente aceptada imitase a su Hijo hasta el fin y coronase los padecimientos y los méritos de su larga y santísima vida.
Tales son las razones providenciales por las que fué necesario que muriese María, aunque no había contraído la deuda del pecado. Y todas se refieren a su divina maternidad, puesto que, a título de Madre del Salvador, está investida de las funciones sobre las cuales se apoya cada una de ellas.
Cierto que algunos Santos Padres atribuyeron la muerte de la Virgen a la sentencia pronunciada por Dios contra la humanidad caída (Gén., III, 19; Col., II, 17), y aun sirvió esto de argumento a los antiguos adversarios de la inmaculada Concepción. La Virgen Santísima —decían— padecía, como nosotros, la pena del pecado original; luego lo contrajo como nosotros. Argumento sofístico, que se volvería contra el mismo Salvador, puesto que también Él murió por consecuencia de aquella culpa. ¿Se hubiera revestido de carne mortal si no viniera a expiar el pecado en su cuerpo, y si la muerte que voluntariamente aceptó no fuera castigo del pecado?
Pero una cosa es padecer la pena del pecado y otra padecerla porque se ha contraído. De la muerte del Salvador podemos deducir la degradación de la familia humana y la condenación merecida que la entregaba a la muerte, si conocemos su origen; pero no tenemos derecho de inferir de aquí que Cristo heredase el pecado original y con él la necesidad de morir. Tampoco lo inferiremos respecto de su Madre, porque Dios, que la hizo para su Hijo, la preservó de tan lamentable herencia. Por eso, en la muerte de María, como en la de Cristo, hay una señal cierta que no es estipendio del pecado, stipendium peccati, como quiera que una y otra estuvieron exentas de corrupción (No hay contradicción entre estos dos asertos: la muerte es consecuencia de la condición de nuestra naturaleza; la muerte es consecuencia del pecado. Es consecuencia de la condición de nuestra naturaleza, porque un compuesto orgánico como el nuestro está sujeto a la descomposición; es consecuencia del pecado, porque el pecado nos hizo perder los dones gratuitos que hubieran eximido a nuestra naturaleza de su corruptibilidad nativa. Estos dones que perdimos en Adán no los hemos recibido nosotros porque nacemos pecadores; no los recibió María porque habia de asemejarse a su Hijo). Pero no adelantemos ideas que pronto expondremos largamente.
II. La maternidad divina explica la muerte de la Santísima Virgen. Nos ofrece también indicios bastantes para juzgar de lo que pudo provocar su bienaventurado tránsito. Nuestro Señor no tomó sobre sí todas las miserias físicas, sino aquellas solamente que podían servir a la obra de la Redención. lie aquí por qué, aceptando la muerte, rehusó sus consecuencias humillantes, como son la descomposición y corrupción de la carne. Esta es también la razón por la cual no quiso para sí ni esos achaques del cuerpo, ni esas enfermedades orgánicas que son de suyo camino y preludio de la corrupción del sepulcro (San Thom., 3 p. q. 14, a. 4).
6. Las tomó, en fin, porque quiso pagar por nosotros los favores divinos a altísimo precio, con sus sudores, sus llagas, su sangre y u vida.
Por razones semejantes no quiso Jesucristo eximir a su Madre de las consecuencias naturales de la primitiva caída, el dolor y la nuerte, aunque, por un insigne privilegio, la preservó del pecado que los causa. Era preciso que, siendo nueva Eva, tuviese su parte en el cáliz de dolores que había de beber el nuevo Adán, para apaciguar la ira del Padre y merecer a todos gracia y perdón. Era preciso que la mortalidad la hiciese semejante en apariencia a las demás mujeres, para que su Hijo apareciese claramente como miembro de la familia humana. Era preciso que esta madre de los hombres pudiese hacer a sus hijos más soportable y menos amargo el cáliz del dolor, bebiéndolo antes de ellos y por ellos. Era preciso que Ella misma, Ella, que había de ser para siempre Madre de misericordia, experimentase nuestros males en su alma y en su carne, a fin de ser compasiva y la misericordiosa por excelencia, ut misericors fieret. Era preciso que María fuese, no solamente nuestro dechado en el padecer, sino que nos ofreciese en su muerte el modelo acabado de una muerte santa y mereciese, gracias a la incomparable perfección de su tránsito, ser la perpetua protectora y la consoladora por antonomasia de los cristianos moribundos. Era preciso, en fin, que por su muerte libremente aceptada imitase a su Hijo hasta el fin y coronase los padecimientos y los méritos de su larga y santísima vida.
Tales son las razones providenciales por las que fué necesario que muriese María, aunque no había contraído la deuda del pecado. Y todas se refieren a su divina maternidad, puesto que, a título de Madre del Salvador, está investida de las funciones sobre las cuales se apoya cada una de ellas.
Cierto que algunos Santos Padres atribuyeron la muerte de la Virgen a la sentencia pronunciada por Dios contra la humanidad caída (Gén., III, 19; Col., II, 17), y aun sirvió esto de argumento a los antiguos adversarios de la inmaculada Concepción. La Virgen Santísima —decían— padecía, como nosotros, la pena del pecado original; luego lo contrajo como nosotros. Argumento sofístico, que se volvería contra el mismo Salvador, puesto que también Él murió por consecuencia de aquella culpa. ¿Se hubiera revestido de carne mortal si no viniera a expiar el pecado en su cuerpo, y si la muerte que voluntariamente aceptó no fuera castigo del pecado?
Pero una cosa es padecer la pena del pecado y otra padecerla porque se ha contraído. De la muerte del Salvador podemos deducir la degradación de la familia humana y la condenación merecida que la entregaba a la muerte, si conocemos su origen; pero no tenemos derecho de inferir de aquí que Cristo heredase el pecado original y con él la necesidad de morir. Tampoco lo inferiremos respecto de su Madre, porque Dios, que la hizo para su Hijo, la preservó de tan lamentable herencia. Por eso, en la muerte de María, como en la de Cristo, hay una señal cierta que no es estipendio del pecado, stipendium peccati, como quiera que una y otra estuvieron exentas de corrupción (No hay contradicción entre estos dos asertos: la muerte es consecuencia de la condición de nuestra naturaleza; la muerte es consecuencia del pecado. Es consecuencia de la condición de nuestra naturaleza, porque un compuesto orgánico como el nuestro está sujeto a la descomposición; es consecuencia del pecado, porque el pecado nos hizo perder los dones gratuitos que hubieran eximido a nuestra naturaleza de su corruptibilidad nativa. Estos dones que perdimos en Adán no los hemos recibido nosotros porque nacemos pecadores; no los recibió María porque habia de asemejarse a su Hijo). Pero no adelantemos ideas que pronto expondremos largamente.
II. La maternidad divina explica la muerte de la Santísima Virgen. Nos ofrece también indicios bastantes para juzgar de lo que pudo provocar su bienaventurado tránsito. Nuestro Señor no tomó sobre sí todas las miserias físicas, sino aquellas solamente que podían servir a la obra de la Redención. lie aquí por qué, aceptando la muerte, rehusó sus consecuencias humillantes, como son la descomposición y corrupción de la carne. Esta es también la razón por la cual no quiso para sí ni esos achaques del cuerpo, ni esas enfermedades orgánicas que son de suyo camino y preludio de la corrupción del sepulcro (San Thom., 3 p. q. 14, a. 4).
Es conforme a razón creer que tampoco las quiso para su Madre. No podemos representarnos a la Madre de la Vida inclinada bajo el peso de la vejez y de los achaques, triste despojo de sí misma, más semejante a un cadáver que a una persona viviente. En esta degradación del ser humano no podemos reconocer a Aquella cuya virginal hermosura hechizaba al cielo mismo. Con razón nos preguntaríamos, sin dar por la respuesta, cómo habría permitido el Señor que el pecado imprimiese sus vergonzosos vestigios en una carne que nunca fué suya. ¡No!; ni la vejez, ni la enfermedad, con su acción disolvente, separaron el cuerpo de María de su alma inmaculada.
Los Santos Padres, aun cuando no trataron expresamente de esta materia, todavía dejaron traslucir en más de una ocasión cuál era su pensamiento sobre este particular, porque consideran que la muerte de la Virgen Santísima es como un dulce sueño, algo semejante a aquel sopor extático en que Dios sumió al primer hombre cuando formó de su substancia a Eva, la primera mujer (San Andr. Cret., hom. in Dorm.it. S. Mariae. P. G.. XCVII, 1052). De aquí los términos de Dormición y de Sueño que emplean casi siempre para denotar su muerte bienaventurada. De aquí las alabanzas con que celebran la radiante hermosura de María moribunda. De aquí estas o parecidas expresiones: Como nosotros, pasó por la muerte; "pero de un modo muy diferente, excelentemente más noble y levantado" (Idem, ibíd., 1053. Comúnmente se atribuye a San Juan Damasceno la siguiente proposición: "Neque partus poenam sensit nec item obitus." No es exactamente lo que dice el Santo en el lugar indicado. He aquí sus palabras: "Hanc Beatissimam quae sine voluptate et viri congressu Dei Verbi personam... concepit, ac pro eo ut decebat, sine doloribus peperit, quaeque totam se cum Deo copulavit; quomodo inferí susciperent; quomodo corruptio corpus illud imaderet a quo vita suscepta est." (3 hom. 2 in Dormit. B. V. M., n. 3. P. G., XCVI, 728.); cosas todas que no se avienen con una muerte vulgar.
Los Santos Padres, aun cuando no trataron expresamente de esta materia, todavía dejaron traslucir en más de una ocasión cuál era su pensamiento sobre este particular, porque consideran que la muerte de la Virgen Santísima es como un dulce sueño, algo semejante a aquel sopor extático en que Dios sumió al primer hombre cuando formó de su substancia a Eva, la primera mujer (San Andr. Cret., hom. in Dorm.it. S. Mariae. P. G.. XCVII, 1052). De aquí los términos de Dormición y de Sueño que emplean casi siempre para denotar su muerte bienaventurada. De aquí las alabanzas con que celebran la radiante hermosura de María moribunda. De aquí estas o parecidas expresiones: Como nosotros, pasó por la muerte; "pero de un modo muy diferente, excelentemente más noble y levantado" (Idem, ibíd., 1053. Comúnmente se atribuye a San Juan Damasceno la siguiente proposición: "Neque partus poenam sensit nec item obitus." No es exactamente lo que dice el Santo en el lugar indicado. He aquí sus palabras: "Hanc Beatissimam quae sine voluptate et viri congressu Dei Verbi personam... concepit, ac pro eo ut decebat, sine doloribus peperit, quaeque totam se cum Deo copulavit; quomodo inferí susciperent; quomodo corruptio corpus illud imaderet a quo vita suscepta est." (3 hom. 2 in Dormit. B. V. M., n. 3. P. G., XCVI, 728.); cosas todas que no se avienen con una muerte vulgar.
Y este género de muerte, sin dolores ni achaques, es tanto más creíble cuanto que todos están unánimes en que la corrupción no tocó el cuerpo virginal de María. ¿Sería esto cierto si la Madre del Señor hubiera tenido que pasar, para morir, como nosotros, por la degradación de su organismo? La fe no obliga a creer este privilegio de María; algunos han dudado de él; pero nosotros no admitiremos jamás, como no sea que la Iglesia nos lo mande, que aquella carne en que Cristo fué concebido sin deleite sensible, en que la concupiscencia no dominó nunca, pasase por las angustias de la muerte, como toda carne de pecado. Este es el sentir de Suárez (de Myster. vitae Christi, D. 21, S. 1). Y mucho nos engañaríamos si no es también el común sentir de los teólogos y de los Santos ("Crediderim eam (Mariam Virginem) non decubuisse lecto more
aegrotantium, et qui morbo pressi claudunt hanc vitam (cum venia
pictorum et sculptorum), cum neque infirmitate rescata credi potuis
debeat, neque debilítate, prostrata, sed flexis reverenter genibus, et
sublatis in coelum manibus, Ínter orandum acceptissimum Deo spiritum
commendasse, quemadmodum Paulum, primum eremitam, obiisse tradit
Hieronymus." Texto citado según el célebre adversario de Lutero, Josse
Clicthoue (Clicthoveus), por Molano, en su historia de las Sagradas
Imágenes. Cf L. IIII, 32, en el cual se propone esta cuestión: "Assumpta
beata María, quomodo sit pingenda?". Muy conocida es la fórmula tan frecuentemente repetida: Concepta sine
peccato, concipiens sine corruptione, pariens et mortua sine dolore).
III. Si no hay que buscar la causa próxima de la muerte de la Santísima Virgen ni en la caducidad de los años, ni en los achaques que la edad lleva consigo, ni en ninguno de esos accidentes que introducen el desorden en las fuentes mismas de la vida, ¿a qué hemos de atribuirla? El bienaventurado Alberto Magno va a respondernos: "Creemos que murió sin dolor, y de amor" (super Missus est, q. 132. Opp., t. XX, p. 89). Así lo da a entender el autor del sermón sobre la Asunción, inserto entre las obras de San Jerónimo (Mantissa, ep. 9, n. 13. P. L., XXX, 136); así, en tiempos más cercanos a los nuestros, el piadoso Abad Guerrico y Ricardo de San Lorenzo (Guerric., in Assumpt.. serm. 2. P. L., CLXXXV. 190, sqq.), San Francisco de Sales y San Alfonso Ligorio, por no citar a otros muchos teólogos y escritores ascéticos (San Franc. de Sales, Trat. del amor de Dios, L. VII, c. 13 y 14; San Alfonso, Glorias de María, primer disc. sobre la Asunción, segunda parte).
III. Si no hay que buscar la causa próxima de la muerte de la Santísima Virgen ni en la caducidad de los años, ni en los achaques que la edad lleva consigo, ni en ninguno de esos accidentes que introducen el desorden en las fuentes mismas de la vida, ¿a qué hemos de atribuirla? El bienaventurado Alberto Magno va a respondernos: "Creemos que murió sin dolor, y de amor" (super Missus est, q. 132. Opp., t. XX, p. 89). Así lo da a entender el autor del sermón sobre la Asunción, inserto entre las obras de San Jerónimo (Mantissa, ep. 9, n. 13. P. L., XXX, 136); así, en tiempos más cercanos a los nuestros, el piadoso Abad Guerrico y Ricardo de San Lorenzo (Guerric., in Assumpt.. serm. 2. P. L., CLXXXV. 190, sqq.), San Francisco de Sales y San Alfonso Ligorio, por no citar a otros muchos teólogos y escritores ascéticos (San Franc. de Sales, Trat. del amor de Dios, L. VII, c. 13 y 14; San Alfonso, Glorias de María, primer disc. sobre la Asunción, segunda parte).
A fin de entender mejor esta muerte, hase de notar, ante todo, la diferencia que hay entre estas tres expresiones: morir en amor, morir por amor, morir de amor. Morir en amor es la dicha común de los amigos y elegidos de Dios, puesto que morir sin caridad sería morir sin gracia. Morir por amor es dar la vida por un fin de caridad, como hicieron los mártires, o, por lo menos, referir su muerte por una actual aceptación al amor de Dios. Morir de amor es tener por causa próxima de la muerte al amor mismo; al amor, de quien dice el Cantar de los Cantares que es fuerte como la muerte (Cant., VIII, 6).
Que María murió en el amor de Dios, sería blasfemia y locura el dudarlo. Nadie ha negado tampoco, entre los cristianos, que muriese por amor. ¿Podía Nuestro Señor negar a su Madre un privilegio que concedió a tantos Santos? Y el fuego del amor, que estuvo encendido día y noche en el altar de su corazón, ¿iba a disminuir o apagarse en el punto mismo en que la visión beatífica había de comunicarle nuevos ardores?
Aun algunos llegaron a decir que María murió no sólo en el ejercicio actual del amor, sino también, como los mártires y como su Hijo, el Rey de los mártires, por la defensa y el reino del amor. Hasta afirmaron que padeció el martirio de sangre, tomando por una espada material aquella que, según la profecía de Simeón, había de atravesar su corazón de Madre (San Ambrosio refutó con una sola palabra esta extraña opinión: "Nec littera nec historia docet ex hac vita. Mariam corporalis necis passione migrasse: non enim anima, sed Corpus materiali gladio transverberatur." (In Luc., L. II, n. 61. P. L., XV, 1574)). Sabemos que este vaticinio se cumplió de otro modo, y cómo María, en el Calvario, sufrió por amor un dolor capaz de arrancarle mil veces la vida, si la mano de Dios no la hubiera sostenido. Esto basta para que muriese por amor.
Pero era necesario también que muriese de amor. Del amor había de venir el golpe que cortase los lazos que unían su alma con su cuerpo, o mejor dicho, que los desatase por algún tiempo. "Es imposible imaginar que esta verdadera Madre natural del Hijo muriese de otra clase de muerte que de la del amor, muerte la más noble de todas y debida, por tanto, a la vida más noble que hubo entre las criaturas; muerte de la cual los mismos ángeles desearían morir, si fuesen capaces de muerte", ha dicho San Francisco de Sales. Y Suárez escribe, en términos equivalentes: "Aunque la Virgen Santísima no muriese de enfermedad corporal alguna, cierto es que murió; pero murió por virtud de su amor, de sus ardientes deseos y de su altísima contemplación" (Suárez, de Myster. vitae Christi, D. 21, S. 1).
En lo cual nada hay que pueda parecer inverosímil a quien piense en la inmensidad del amor de esta Santísima Madre hacia Jesús, su Hijo y su Dios. Lo extraño y admirable es que pudiera vivir tanto tiempo separada de Él. En otro lugar dijimos los admirables efectos que el amor de Dios ha producido en el corazón y en el cuerpo de los Santos (La dévotion au Sacré Coeur de Jésus, L. III, 2); en un San Estanislao, que tiene que moderar con agua helada el fuego divino que ardía en su pecho, y que sucumbió más por sus ardores que por la fiebre ("Amore verius quam febri aestuans." (6* lección de su Oficio.)); en una Santa Teresa, que muere porque no puede morir, y, finalmente, es arrebatada no tanto por la violencia de la enfermedad como por el intolerable incendio del amor divino ("Intolerabili divini amoris incendio potius quam vi morbi." (6° lección del Breviario en su fiesta.)), y en tantos otros de quienes pudiéramos narrar maravillas semejantes.
Si estos efectos tiene el amor en los amigos de Dios, ¿cuál no sería su influencia en su propia Madre, puesto que el amor de los Santos no era, en comparación del de María, más que una chispa al lado de una hoguera? Por esto los Santos ponen en boca de la Virgen Santísima este llamamiento de la Esposa del Cantar de los Cantares (V, 8): "Conjúroos, hijas de Jerusalén, que si halláis a mi Amado le digáis que languidezco de amor." Y en otro lugar: "Sustentadme con flores, fortalecedme con manzanas, porque desfallezco de amor" (II, 5). Después, volviéndose al Amado, le dice, con la Esposa: "Vuelve, vuelve, Amado; aseméjate (por la rapidez de tu carrera) al cabritillo y al cervato" (II-17). Tanta es la vehemencia del deseo que la aguijonea; tan crueles les son los años de separación.
Por lo cual, dice elocuentemente Bossuet, "no busquéis otras causas de la muerte de la Virgen Santísima. Su amor era tan ardiente, tan fuerte y tan inflamado, que no lanzaba un suspiro que no fuese bastante a romper todos los lazos de su cuerpo mortal; no tenía un sentimiento que no fuese capaz de disolver su armonía; no enviaba un solo deseo al cielo que no bastase por sí solo para llevarse detrás al alma. Os dije, cristianos, que su muerte es milagrosa, y casi me arrepiento de haberlo dicho así; su muerte no fué un milagro, sino antes la cesación de un milagro. El milagro continuo fué que María pudiese vivir separada de su Amado. Vivía, sin embargo, porque ésa era la voluntad de Dios... Pero, como el amor divino reinaba en su corazón sin obstáculos, iba de día en día aumentándose sin cesar, por el ejercicio, y creciendo por sí mismo; de suerte que llegó, por fin, dilatándose siempre, a tal perfección, que la tierra no era ya capaz de contenerlo. Así, no hubo otra causa de la muerte de María que la vivacidad de su Amor" (primer serm. de la Asunción, segundo punto. Cf. P. Poiré, Triple corona de la Virgen María, I rat., c. IX, § I).
Pero no nos imaginemos esta muerte causada por uno de esos violentos asaltos de amor que trastorna de alguna manera todo el ser exterior y sensible. Nadie ha explicado mejor la diferencia entre el amor de esta divina Madre y el de los Santos que San Francisco de Sales: "Por regla general —escribe—, los Santos que murieron de amor sintieron gran variedad de accidentes y síntomas de dilección antes de llegar al tránsito: anhelos, asaltos, éxtasis, desfallecimientos, agonías... Pero nada de esto sucedió en la Santísima Virgen... El amor divino crecía a cada momento en el corazón de nuestra gloriosa Señora; pero con aumentos dulces, tranquilos y continuos, sin agitación, ni sacudidas, ni violencia alguna." Era su amor como una bella aurora, que va creciendo en claridad, mas tan igualmente, que se pueden distinguir cada uno de sus aumentos.
El santo Doctor ve la razón de esta diferencia en las disposiciones del alma. En los otros Santos, el amor, por muy perfecto y dueño que sea, tropieza con resistencia. Es un río cuyas aguas hierven y se agitan al dar con obstáculos que se oponen a su corriente. Pero en María todo favorecía el amor celestial, porque su reino estaba tan perfectamente ordenado, que las facultades mismas de la naturaleza inferior no sólo no contrariaban el ejercicio de las virtudes, sino que se doblegaban dócilmente a las operaciones del santo amor y no tendían sino a servirle.
Creyérase uno de esos hermosos ríos cuya poderosa masa de agua se desliza por un lecho de arena, dulcemente movida por su propio peso (Cf. Trat. del amor de Dios, L. VII, c. 14). Conforme ya notamos, cuanto más se acercan los Santos a su final perfección menos frecuentes son en ellos los hechos extraordinarios, como raptos y éxtasis sensibles. Asimismo, dejamos ya explicado por qué María, más que ningún otro Santo, tenía que estar exenta de fenómenos violentos.
A las razones que entonces dimos y a las que acaba de darnos San Francisco de Sales, puédese añadir aún esta otra: que la desproporción habitual de la flaqueza de la criatura respecto de la operación de Dios va disminuyendo a medida que las almas privilegiadas se acercan más a su término. Como cada vez se adaptan más a lo divino, los más altos favores no las sacan ya fuera de sí mismas, ni las asombran ni las arrebatan. Cierto que tienen éxtasis, y tanto más sublimes cuanto es más perfecto el conocimiento y más intenso el amor; pero todo para en la parte superior del alma, y las regiones inferiores del ser humano no reciben ya esas fuertes repercusiones que las paralizan o las conmueven. Así, para tomar otro ejemplo más de la vida de Nuestra Señora, la vemos en el Calvario, en pie, junto a la cruz de Cristo, "en el más ardiente y doloroso exceso de amor que se puede imaginar", y, sin embargo, "no desfallecerá ni de amor, ni de compasión, pues aun cuando el acceso fué extremado, fué también igualmente fuerte y dulce a un tiempo, poderoso y tranquilo, activo y pacífico, compuesto de un calor ardiente y agudo, pero suave" (Idem, ibíd).
Sería, por otra parte, desconocer la perfección de María el imaginársela toda absorta en el deseo de ir a juntarse con su Hijo, sufriendo impaciente los obstáculos que la separaban de Él, no suspirando más que por la muerte y llevando con mal resignada angustia el peso de la vida terrestre. La gran Santa Teresa, hablando de la vida nueva que el alma halla en la última morada, es decir, de esa vida que consuma en este mundo la unión del alma con Dios, escribe esta notables palabras:
"Lo que más me espanta de todo es que ya habéis visto los trabajos y aflicciones que han tenido por morirse, por gozar de Nuestro Señor, ahora es tan grande el deseo que tienen de servirle, y que por ellas sea alabado, y de aprovechar algún alma si pudiesen, que no sólo no desean morirse, mas vivir muchos años padeciendo grandísimos trabajos, por si pudiesen que fuese el Señor alabado por ellos, aunque fuese en cosa muy poca. Y si supiesen cierto que en saliendo el alma del cuerpo ha de gozar de Dios, no les hace al caso, ni pensar en la gloria que tienen los Santos: no desean por entonces verse en ella. Su gloria tienen puesta en si pudiesen ayudar en algo al Crucificado, en especial cuando ven que es tan ofendido, y los pocos que hay que de veras miren por su honra, desasidos de todo lo demás" (El castillo interior, morada 7, c. 3). Tales eran, igualmente, los sentimientos de San Ignacio de Loyola hacia el fin de su vida, esto es, en el apogeo de su santidad. Más quería, solía decir, quedarse en el mundo con la incertidumbre de su salvación, que morirse seguro de la eterna bienaventuranza si, viviendo, pudiese conquistar para Dios mayor número de almas.
Ahora bien; la gloriosísima Virgen sabía de cierto que su presencia era por extremo útil a la Iglesia naciente; no ignoraba tampoco la voluntad de su Hijo, que la había dejado en el mundo para que fuese consoladora, modelo y madre de los hombres. Así, de todo corazón aceptaba la carga y las dilaciones, deseosa únicamente de cumplir la misión que el amor de Cristo hacia su Iglesia la había encomendado.
Con todo, el amor de María, tanto más fuerte cuanto más pacífico, fué desligando insensiblemente los lazos que unían su bienaventurada alma con su cuerpo inmaculado, y cuando resonó en los oídos de la Madre la voz del Hijo, que decía: "Levántate, apresúrate, amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven" (Cant., II, 10). Entonces, por virtud de la poderosa y dulce atracción del amor de María hacia Jesús y del amor de Jesús hacia María, el alma se desprendió del cuerpo como una fruta ya madura, que la más ligera sacudida hace caer del árbol; como el vapor odorífero que, bajo la acción de un calor dulce y templado, se escapa de una composición de mirra e incienso (Cant., III, 6). Así murió la Virgen Santísima, en un impulso de amor divino, sin sacudidas, sin violencias, sin dolor, y "su alma fué llevada al cielo sobre una nube de deseos sagrados" (Bossuet); porque la muerte, lejos de interrumpir ni un instante su amorosísima contemplación, sólo sirvió para transformarla más dichosamente en la inmutable contemplación intuitiva, en la suprema fruición de la eternidad.
Esto expresaba con gran acierto un piadoso escritor de la Edad Media: "El espíritu de la Virgen Santísima, en la hora misma de su muerte, estaba como suspendido en suavísima contemplación, y su corazón, ardiendo todo en el dulcísimo amor de Cristo, y un tranquilo e inefable desfallecimiento, se fué apoderando de sus miembros, hasta que, sin experimentar dolor alguno, sin interrumpir su contemplación, su alma santísima se desató de su cuerpo virginal" (Pelbart de Themeswar, Stellar, L. X, p. 1, a). Su muerte fué el triunfo del amor; pero más aún el triunfo de la maternidad divina, porque, si nos remontamos hasta el origen, a su maternidad debió el privilegio de haber sido preservada de los humillantes achaques con los cuales termina la vida de los hombres, y también este otro privilegio, más glorioso todavía, de no morir sino a manos de la caridad divina.
Antes de terminar este capítulo creemos será grato a nuestros lectores que traslademos aquí un discurso en que uno de los mejores amigos de San Bernardo, el Abad Guerrico, refiere esta muerte de amor que hizo pasar a María de la tierra al cielo, de la prueba a la gloria. Después de haber propuesto el texto de la plática familiar que dirige a sus religiosos: "Hijas de Jerusalén, decid a mi Amado que desfallezco de amor" (Cant., V, 8), el piadoso Abad comienza con una reflexión que será útilísimo recordar, así cuando leemos esta clase de elogios como cuando nosotros mismos nos entregamos a la contemplación de los misterios de Nuestro Señor y de su Madre Santísima:
"Quiero meditar con vuestra caridad cómo estas palabras del Cantar de los Cantares, que hemos cantado en el Oficio de la noche, puede adaptarse a la Asunción de la Virgen. Para mejor explicarlo, haré de un modo de hablar frecuente entre los escritores de letras profanas, y aun de letras sagradas, sobre todo cuando interpretan el Cantar de los Cantares, de donde he tomado mi texto. En este estilo, aunque se respeta la substancia de las cosas, se permite una cierta libertad en los pormenores. Así, no tanto se procura referir exactamente lo que se dijo o se hizo como desarrollar el asunto imaginando lo que se hubiera podido decir o hacer, y aun lo que verosímilmente podía estar en el pensamiento de todos loe actores de la escena, aunque, en realidad, nada semejante se haya dicho ni hecho" (El autor de las meditaciones sobre la Vida de Cristo, atribuidas a San Buenaventura, aconseja un método semejante a los que quieran contemplar con él loa misterios de Nuestro Señor y de su Madre: "Si quieres —dice en el prólogo— sacar algún fruto de estas meditaciones, considérate tan presente a lo que te contaré de las palabras y acciones del Señor, como si lo vieras con tus ojos y lo escucharas con tus oídos..." Y más adelante, meditando la huida a Egipto (cap. 12), después de haber imaginado devotamente las circunstancias más propias para hacer gustar los padecimientos y las virtudes de los Santos fugitivos, añade : "Puedes meditar lo que acabo de exponer y otros asuntos de la infancia de Jesús. Yo no hago más que indicarlo; explánalo tú y aplícatelo como mejor te pareciera. Hazte pequeño con el pequeño Niño Jesús, y no te desdeñes de hacer sobre Él consideraciones tan humildes que puedan parecer pueriles. Porque todas estas cosas dan devoción, encienden el fervor, excitan la compasión.,., alimentan la familiaridad con Jesús...").
Hechas estas advertencias, nos presenta el autor a María modestamente recostada, por causa de la humana flaqueza, en su humilde y pobre camilla, y los ángeles que, descendiendo en forma humana, como antaño Gabriel en Nazareth, le preguntaban respetuosamente porque no la veían ya visitar, como solía, los lugares de la Pasión de su Hijo. "Es —responde Ella— que desfallezco." Y como de nuevo le preguntan sobre las causas de aquel desfallecimiento y cómo podía sentir semejante achaque en un cuerpo donde se había albergado la Salud del mundo, la Virgen les recuerda los padecimientos de su Hijo y su dolorosa Pasión: "¿No escribió de Él Isaías: "Tomó sobre sí nuestras enfermedades y llevó nuestras flaquezas?" (Isa., LIII, 4; Matth., VIII, 17). ¿Cómo podré quejarme de que no dé a mi cuerpo lo que no quiso para el suyo? No soy ni tan delicada, ni tan altiva, que no pueda o no quiera padecer alguna cosa de lo que Él mismo padeció... Mas, para que no os cause extrañeza mi desfallecimiento, sabed que desfallezco de amor. ¡Sí!; no es tanto el padecimiento de mi cuerpo como la vehemencia de mi amor lo que me hace defallecer; no es tanto la enfermedad la que me postra cuanto la caridad que me hiere."
Y los ángeles le ruegan que les diga cómo podrían ayudarla: "Hijas de Jerusalén —responde María—, id y decid a mi Amado que desfallezco de amor." "Pero tú sabes, ¡oh, Virgen!, que con tener Él toda ciencia pregunta muchas cosas, como si las ignorase. Si nos pregunta qué remedio deseas para tu herida, ¿qué hemos de responderle?" "Vosotros sois los amigos del Esposo —replica la Virgen—; no tengo por qué ocultaros el misterio. Que me bese con el beso de su boca... (Cant., I, 1). Cuando lo tenía, pequeñito, en mis brazos, podía, según mi deseo, besar en Él al más hermoso de los hijos de los hombres; nunca volvía su rostro, nunca rechazaba a su madre... De entonces acá ha crecido en gloria, en majestad; pero es siempre la misma dulzura y la bondad misma... No desdeñará a la Madre que escogió, ni cambiará, por un nuevo juicio, la eterna elección que hizo de mí." Y Gabriel le responde al punto: "No temas, María, porque tú hallaste gracia delante del Señor."
Los ángeles, desplegando sus alas, vuelan hasta el trono de Jesús para comunicarle el deseo ardentísimo de su Madre. "¿No oís la voz del Señor, que responde a esta petición maternal? Yo soy quien mandó a los hijos honrar a su padre y a su madre; yo quien, para cumplir lo que enseñaba, bajé del Cielo para glorificar a mi Padre, y después volví a Él para preparar un lugar, un trono de gloria a mi Madre. ¡Ven, pues, elegida mía, y haré de ti mi trono! En ti estableceré mi real morada...; por ti escucharé las oraciones.
"Nadie me sirvió como tú en mis dolores; te debo el ser hombre, y me doy a ti como Dios. Tú me pedías un beso de mi boca; tota de toto osculaberis ("Hodie toto amplexu nunquam abrumpendo toti sponso Beata conjungitur." (Gerson, tr. 4, super Magníficat. Opp. IV, 286)). No me bastará ya imprimir mis labios sobre tus labios; un beso perpetuo, indisoluble, unirá tu espíritu con mi espíritu; porque mucho más de lo que tú has suspirado por mi hermosura he deseado yo la tuya; y no me creeré bastante glorificado mientras tú misma no estés glorificada conmigo" (Guerric., abb., serm. 2 de Mutuo amare J. et M. P. L., CLXXXV, 190-193).
Que María murió en el amor de Dios, sería blasfemia y locura el dudarlo. Nadie ha negado tampoco, entre los cristianos, que muriese por amor. ¿Podía Nuestro Señor negar a su Madre un privilegio que concedió a tantos Santos? Y el fuego del amor, que estuvo encendido día y noche en el altar de su corazón, ¿iba a disminuir o apagarse en el punto mismo en que la visión beatífica había de comunicarle nuevos ardores?
Aun algunos llegaron a decir que María murió no sólo en el ejercicio actual del amor, sino también, como los mártires y como su Hijo, el Rey de los mártires, por la defensa y el reino del amor. Hasta afirmaron que padeció el martirio de sangre, tomando por una espada material aquella que, según la profecía de Simeón, había de atravesar su corazón de Madre (San Ambrosio refutó con una sola palabra esta extraña opinión: "Nec littera nec historia docet ex hac vita. Mariam corporalis necis passione migrasse: non enim anima, sed Corpus materiali gladio transverberatur." (In Luc., L. II, n. 61. P. L., XV, 1574)). Sabemos que este vaticinio se cumplió de otro modo, y cómo María, en el Calvario, sufrió por amor un dolor capaz de arrancarle mil veces la vida, si la mano de Dios no la hubiera sostenido. Esto basta para que muriese por amor.
Pero era necesario también que muriese de amor. Del amor había de venir el golpe que cortase los lazos que unían su alma con su cuerpo, o mejor dicho, que los desatase por algún tiempo. "Es imposible imaginar que esta verdadera Madre natural del Hijo muriese de otra clase de muerte que de la del amor, muerte la más noble de todas y debida, por tanto, a la vida más noble que hubo entre las criaturas; muerte de la cual los mismos ángeles desearían morir, si fuesen capaces de muerte", ha dicho San Francisco de Sales. Y Suárez escribe, en términos equivalentes: "Aunque la Virgen Santísima no muriese de enfermedad corporal alguna, cierto es que murió; pero murió por virtud de su amor, de sus ardientes deseos y de su altísima contemplación" (Suárez, de Myster. vitae Christi, D. 21, S. 1).
En lo cual nada hay que pueda parecer inverosímil a quien piense en la inmensidad del amor de esta Santísima Madre hacia Jesús, su Hijo y su Dios. Lo extraño y admirable es que pudiera vivir tanto tiempo separada de Él. En otro lugar dijimos los admirables efectos que el amor de Dios ha producido en el corazón y en el cuerpo de los Santos (La dévotion au Sacré Coeur de Jésus, L. III, 2); en un San Estanislao, que tiene que moderar con agua helada el fuego divino que ardía en su pecho, y que sucumbió más por sus ardores que por la fiebre ("Amore verius quam febri aestuans." (6* lección de su Oficio.)); en una Santa Teresa, que muere porque no puede morir, y, finalmente, es arrebatada no tanto por la violencia de la enfermedad como por el intolerable incendio del amor divino ("Intolerabili divini amoris incendio potius quam vi morbi." (6° lección del Breviario en su fiesta.)), y en tantos otros de quienes pudiéramos narrar maravillas semejantes.
Si estos efectos tiene el amor en los amigos de Dios, ¿cuál no sería su influencia en su propia Madre, puesto que el amor de los Santos no era, en comparación del de María, más que una chispa al lado de una hoguera? Por esto los Santos ponen en boca de la Virgen Santísima este llamamiento de la Esposa del Cantar de los Cantares (V, 8): "Conjúroos, hijas de Jerusalén, que si halláis a mi Amado le digáis que languidezco de amor." Y en otro lugar: "Sustentadme con flores, fortalecedme con manzanas, porque desfallezco de amor" (II, 5). Después, volviéndose al Amado, le dice, con la Esposa: "Vuelve, vuelve, Amado; aseméjate (por la rapidez de tu carrera) al cabritillo y al cervato" (II-17). Tanta es la vehemencia del deseo que la aguijonea; tan crueles les son los años de separación.
Por lo cual, dice elocuentemente Bossuet, "no busquéis otras causas de la muerte de la Virgen Santísima. Su amor era tan ardiente, tan fuerte y tan inflamado, que no lanzaba un suspiro que no fuese bastante a romper todos los lazos de su cuerpo mortal; no tenía un sentimiento que no fuese capaz de disolver su armonía; no enviaba un solo deseo al cielo que no bastase por sí solo para llevarse detrás al alma. Os dije, cristianos, que su muerte es milagrosa, y casi me arrepiento de haberlo dicho así; su muerte no fué un milagro, sino antes la cesación de un milagro. El milagro continuo fué que María pudiese vivir separada de su Amado. Vivía, sin embargo, porque ésa era la voluntad de Dios... Pero, como el amor divino reinaba en su corazón sin obstáculos, iba de día en día aumentándose sin cesar, por el ejercicio, y creciendo por sí mismo; de suerte que llegó, por fin, dilatándose siempre, a tal perfección, que la tierra no era ya capaz de contenerlo. Así, no hubo otra causa de la muerte de María que la vivacidad de su Amor" (primer serm. de la Asunción, segundo punto. Cf. P. Poiré, Triple corona de la Virgen María, I rat., c. IX, § I).
Pero no nos imaginemos esta muerte causada por uno de esos violentos asaltos de amor que trastorna de alguna manera todo el ser exterior y sensible. Nadie ha explicado mejor la diferencia entre el amor de esta divina Madre y el de los Santos que San Francisco de Sales: "Por regla general —escribe—, los Santos que murieron de amor sintieron gran variedad de accidentes y síntomas de dilección antes de llegar al tránsito: anhelos, asaltos, éxtasis, desfallecimientos, agonías... Pero nada de esto sucedió en la Santísima Virgen... El amor divino crecía a cada momento en el corazón de nuestra gloriosa Señora; pero con aumentos dulces, tranquilos y continuos, sin agitación, ni sacudidas, ni violencia alguna." Era su amor como una bella aurora, que va creciendo en claridad, mas tan igualmente, que se pueden distinguir cada uno de sus aumentos.
El santo Doctor ve la razón de esta diferencia en las disposiciones del alma. En los otros Santos, el amor, por muy perfecto y dueño que sea, tropieza con resistencia. Es un río cuyas aguas hierven y se agitan al dar con obstáculos que se oponen a su corriente. Pero en María todo favorecía el amor celestial, porque su reino estaba tan perfectamente ordenado, que las facultades mismas de la naturaleza inferior no sólo no contrariaban el ejercicio de las virtudes, sino que se doblegaban dócilmente a las operaciones del santo amor y no tendían sino a servirle.
Creyérase uno de esos hermosos ríos cuya poderosa masa de agua se desliza por un lecho de arena, dulcemente movida por su propio peso (Cf. Trat. del amor de Dios, L. VII, c. 14). Conforme ya notamos, cuanto más se acercan los Santos a su final perfección menos frecuentes son en ellos los hechos extraordinarios, como raptos y éxtasis sensibles. Asimismo, dejamos ya explicado por qué María, más que ningún otro Santo, tenía que estar exenta de fenómenos violentos.
A las razones que entonces dimos y a las que acaba de darnos San Francisco de Sales, puédese añadir aún esta otra: que la desproporción habitual de la flaqueza de la criatura respecto de la operación de Dios va disminuyendo a medida que las almas privilegiadas se acercan más a su término. Como cada vez se adaptan más a lo divino, los más altos favores no las sacan ya fuera de sí mismas, ni las asombran ni las arrebatan. Cierto que tienen éxtasis, y tanto más sublimes cuanto es más perfecto el conocimiento y más intenso el amor; pero todo para en la parte superior del alma, y las regiones inferiores del ser humano no reciben ya esas fuertes repercusiones que las paralizan o las conmueven. Así, para tomar otro ejemplo más de la vida de Nuestra Señora, la vemos en el Calvario, en pie, junto a la cruz de Cristo, "en el más ardiente y doloroso exceso de amor que se puede imaginar", y, sin embargo, "no desfallecerá ni de amor, ni de compasión, pues aun cuando el acceso fué extremado, fué también igualmente fuerte y dulce a un tiempo, poderoso y tranquilo, activo y pacífico, compuesto de un calor ardiente y agudo, pero suave" (Idem, ibíd).
Sería, por otra parte, desconocer la perfección de María el imaginársela toda absorta en el deseo de ir a juntarse con su Hijo, sufriendo impaciente los obstáculos que la separaban de Él, no suspirando más que por la muerte y llevando con mal resignada angustia el peso de la vida terrestre. La gran Santa Teresa, hablando de la vida nueva que el alma halla en la última morada, es decir, de esa vida que consuma en este mundo la unión del alma con Dios, escribe esta notables palabras:
"Lo que más me espanta de todo es que ya habéis visto los trabajos y aflicciones que han tenido por morirse, por gozar de Nuestro Señor, ahora es tan grande el deseo que tienen de servirle, y que por ellas sea alabado, y de aprovechar algún alma si pudiesen, que no sólo no desean morirse, mas vivir muchos años padeciendo grandísimos trabajos, por si pudiesen que fuese el Señor alabado por ellos, aunque fuese en cosa muy poca. Y si supiesen cierto que en saliendo el alma del cuerpo ha de gozar de Dios, no les hace al caso, ni pensar en la gloria que tienen los Santos: no desean por entonces verse en ella. Su gloria tienen puesta en si pudiesen ayudar en algo al Crucificado, en especial cuando ven que es tan ofendido, y los pocos que hay que de veras miren por su honra, desasidos de todo lo demás" (El castillo interior, morada 7, c. 3). Tales eran, igualmente, los sentimientos de San Ignacio de Loyola hacia el fin de su vida, esto es, en el apogeo de su santidad. Más quería, solía decir, quedarse en el mundo con la incertidumbre de su salvación, que morirse seguro de la eterna bienaventuranza si, viviendo, pudiese conquistar para Dios mayor número de almas.
Ahora bien; la gloriosísima Virgen sabía de cierto que su presencia era por extremo útil a la Iglesia naciente; no ignoraba tampoco la voluntad de su Hijo, que la había dejado en el mundo para que fuese consoladora, modelo y madre de los hombres. Así, de todo corazón aceptaba la carga y las dilaciones, deseosa únicamente de cumplir la misión que el amor de Cristo hacia su Iglesia la había encomendado.
Con todo, el amor de María, tanto más fuerte cuanto más pacífico, fué desligando insensiblemente los lazos que unían su bienaventurada alma con su cuerpo inmaculado, y cuando resonó en los oídos de la Madre la voz del Hijo, que decía: "Levántate, apresúrate, amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven" (Cant., II, 10). Entonces, por virtud de la poderosa y dulce atracción del amor de María hacia Jesús y del amor de Jesús hacia María, el alma se desprendió del cuerpo como una fruta ya madura, que la más ligera sacudida hace caer del árbol; como el vapor odorífero que, bajo la acción de un calor dulce y templado, se escapa de una composición de mirra e incienso (Cant., III, 6). Así murió la Virgen Santísima, en un impulso de amor divino, sin sacudidas, sin violencias, sin dolor, y "su alma fué llevada al cielo sobre una nube de deseos sagrados" (Bossuet); porque la muerte, lejos de interrumpir ni un instante su amorosísima contemplación, sólo sirvió para transformarla más dichosamente en la inmutable contemplación intuitiva, en la suprema fruición de la eternidad.
Esto expresaba con gran acierto un piadoso escritor de la Edad Media: "El espíritu de la Virgen Santísima, en la hora misma de su muerte, estaba como suspendido en suavísima contemplación, y su corazón, ardiendo todo en el dulcísimo amor de Cristo, y un tranquilo e inefable desfallecimiento, se fué apoderando de sus miembros, hasta que, sin experimentar dolor alguno, sin interrumpir su contemplación, su alma santísima se desató de su cuerpo virginal" (Pelbart de Themeswar, Stellar, L. X, p. 1, a). Su muerte fué el triunfo del amor; pero más aún el triunfo de la maternidad divina, porque, si nos remontamos hasta el origen, a su maternidad debió el privilegio de haber sido preservada de los humillantes achaques con los cuales termina la vida de los hombres, y también este otro privilegio, más glorioso todavía, de no morir sino a manos de la caridad divina.
Antes de terminar este capítulo creemos será grato a nuestros lectores que traslademos aquí un discurso en que uno de los mejores amigos de San Bernardo, el Abad Guerrico, refiere esta muerte de amor que hizo pasar a María de la tierra al cielo, de la prueba a la gloria. Después de haber propuesto el texto de la plática familiar que dirige a sus religiosos: "Hijas de Jerusalén, decid a mi Amado que desfallezco de amor" (Cant., V, 8), el piadoso Abad comienza con una reflexión que será útilísimo recordar, así cuando leemos esta clase de elogios como cuando nosotros mismos nos entregamos a la contemplación de los misterios de Nuestro Señor y de su Madre Santísima:
"Quiero meditar con vuestra caridad cómo estas palabras del Cantar de los Cantares, que hemos cantado en el Oficio de la noche, puede adaptarse a la Asunción de la Virgen. Para mejor explicarlo, haré de un modo de hablar frecuente entre los escritores de letras profanas, y aun de letras sagradas, sobre todo cuando interpretan el Cantar de los Cantares, de donde he tomado mi texto. En este estilo, aunque se respeta la substancia de las cosas, se permite una cierta libertad en los pormenores. Así, no tanto se procura referir exactamente lo que se dijo o se hizo como desarrollar el asunto imaginando lo que se hubiera podido decir o hacer, y aun lo que verosímilmente podía estar en el pensamiento de todos loe actores de la escena, aunque, en realidad, nada semejante se haya dicho ni hecho" (El autor de las meditaciones sobre la Vida de Cristo, atribuidas a San Buenaventura, aconseja un método semejante a los que quieran contemplar con él loa misterios de Nuestro Señor y de su Madre: "Si quieres —dice en el prólogo— sacar algún fruto de estas meditaciones, considérate tan presente a lo que te contaré de las palabras y acciones del Señor, como si lo vieras con tus ojos y lo escucharas con tus oídos..." Y más adelante, meditando la huida a Egipto (cap. 12), después de haber imaginado devotamente las circunstancias más propias para hacer gustar los padecimientos y las virtudes de los Santos fugitivos, añade : "Puedes meditar lo que acabo de exponer y otros asuntos de la infancia de Jesús. Yo no hago más que indicarlo; explánalo tú y aplícatelo como mejor te pareciera. Hazte pequeño con el pequeño Niño Jesús, y no te desdeñes de hacer sobre Él consideraciones tan humildes que puedan parecer pueriles. Porque todas estas cosas dan devoción, encienden el fervor, excitan la compasión.,., alimentan la familiaridad con Jesús...").
Hechas estas advertencias, nos presenta el autor a María modestamente recostada, por causa de la humana flaqueza, en su humilde y pobre camilla, y los ángeles que, descendiendo en forma humana, como antaño Gabriel en Nazareth, le preguntaban respetuosamente porque no la veían ya visitar, como solía, los lugares de la Pasión de su Hijo. "Es —responde Ella— que desfallezco." Y como de nuevo le preguntan sobre las causas de aquel desfallecimiento y cómo podía sentir semejante achaque en un cuerpo donde se había albergado la Salud del mundo, la Virgen les recuerda los padecimientos de su Hijo y su dolorosa Pasión: "¿No escribió de Él Isaías: "Tomó sobre sí nuestras enfermedades y llevó nuestras flaquezas?" (Isa., LIII, 4; Matth., VIII, 17). ¿Cómo podré quejarme de que no dé a mi cuerpo lo que no quiso para el suyo? No soy ni tan delicada, ni tan altiva, que no pueda o no quiera padecer alguna cosa de lo que Él mismo padeció... Mas, para que no os cause extrañeza mi desfallecimiento, sabed que desfallezco de amor. ¡Sí!; no es tanto el padecimiento de mi cuerpo como la vehemencia de mi amor lo que me hace defallecer; no es tanto la enfermedad la que me postra cuanto la caridad que me hiere."
Y los ángeles le ruegan que les diga cómo podrían ayudarla: "Hijas de Jerusalén —responde María—, id y decid a mi Amado que desfallezco de amor." "Pero tú sabes, ¡oh, Virgen!, que con tener Él toda ciencia pregunta muchas cosas, como si las ignorase. Si nos pregunta qué remedio deseas para tu herida, ¿qué hemos de responderle?" "Vosotros sois los amigos del Esposo —replica la Virgen—; no tengo por qué ocultaros el misterio. Que me bese con el beso de su boca... (Cant., I, 1). Cuando lo tenía, pequeñito, en mis brazos, podía, según mi deseo, besar en Él al más hermoso de los hijos de los hombres; nunca volvía su rostro, nunca rechazaba a su madre... De entonces acá ha crecido en gloria, en majestad; pero es siempre la misma dulzura y la bondad misma... No desdeñará a la Madre que escogió, ni cambiará, por un nuevo juicio, la eterna elección que hizo de mí." Y Gabriel le responde al punto: "No temas, María, porque tú hallaste gracia delante del Señor."
Los ángeles, desplegando sus alas, vuelan hasta el trono de Jesús para comunicarle el deseo ardentísimo de su Madre. "¿No oís la voz del Señor, que responde a esta petición maternal? Yo soy quien mandó a los hijos honrar a su padre y a su madre; yo quien, para cumplir lo que enseñaba, bajé del Cielo para glorificar a mi Padre, y después volví a Él para preparar un lugar, un trono de gloria a mi Madre. ¡Ven, pues, elegida mía, y haré de ti mi trono! En ti estableceré mi real morada...; por ti escucharé las oraciones.
"Nadie me sirvió como tú en mis dolores; te debo el ser hombre, y me doy a ti como Dios. Tú me pedías un beso de mi boca; tota de toto osculaberis ("Hodie toto amplexu nunquam abrumpendo toti sponso Beata conjungitur." (Gerson, tr. 4, super Magníficat. Opp. IV, 286)). No me bastará ya imprimir mis labios sobre tus labios; un beso perpetuo, indisoluble, unirá tu espíritu con mi espíritu; porque mucho más de lo que tú has suspirado por mi hermosura he deseado yo la tuya; y no me creeré bastante glorificado mientras tú misma no estés glorificada conmigo" (Guerric., abb., serm. 2 de Mutuo amare J. et M. P. L., CLXXXV, 190-193).
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