En otras actas de mártires, dice Dom Ruinart en su Admonitio al martirio de San Nicéforo, admiramos la fuerza suprema del amor a Dios que anima al mártir; de éstas de San Nicéforo aprendemos la necesidad de la fraterna caridad, sin la cual no puede darse ni el martirio ni la verdadera amistad, como sea cierto lo que en su epístola escribe el apóstol San Juan (4, 20): Si alguno dice que ama a Dios y aborrece a su hermano, es un embustero. Ahora bien, estas actas de San Nicéforo, que habían sido amplificadas por Simeón Metafraste y por un incógnito editor latino, las restituyó a su original integridad Godofredo Henschen, gracias a un códice de la Biblioteca Real, y así restituidas las publicó en las Actas Sanctorum correspondientes al nueve de febrero, marcando con caracteres distintos las adiciones de Metafraste. Mas el mismo erudito, residiendo en Roma, halló una antigua versión de dichas actas en la biblioteca de la reina Cristina de Suecia y, vuelto a su patria, la insertó como apéndice en el tomo II de febrero. "Por nuestra parte, además de esta antigua versión que hallamos en dos códices, uno de la Biblioteca Real y otro de este nuestro monasterio de San Germán de los Prados, hemos descubierto también las propias actas, en su texto griego, sin aditamento alguno, en dos códices de óptima nota, uno de la misma Real Biblioteca y otro de la Biblioteca Colbertina. De ahí que nos ha parecido conveniente, dando de mano a toda adición, publicarlas tal como se hallan en su texto griego en los mentados códices, junto con la antigua versión latina, que sentimos escrúpulo en omitir por su antigüedad... (Ruinart).
Dom Leclercq, según costumbre, copia una larga nota de Allard, omitiendo su esencial final, que hace honor a la lealtad del historiador de las persecuciones, de benévola crítica en general, pero muy al tanto de la más rigurosa que otros ejercen. La nota de Allard, sin omisión ninguna, dice como sigue:
"Estas actas se escribieron por un fin de edificación. El narrador quiso mostrar por un ejemplo impresionante el deber de perdonar las injurias. ¿Sigúese de ahí que los hechos han sido inventados, como pretende Samuel Basnage? El relato no ofrece circunstancias inverosímiles. El interrogatorio se asemeja a los que leemos en piezas auténticas y puede sin desventaja ser comparado con los de San Dionisio y San Cipriano: las mismas ideas, el mismo tono, el sello del mismo tiempo. Podría admitirse que esta parte de la narración se ha reproducido de una fuente contemporánea. Dos hechos, sin duda, parecen singulares: la tortura infligida sin necesidad a Sapricio, cuya calidad de sacerdote no era dudosa y debía ser ejecutado en seguida conforme a los términos del edicto de Valeriano, y la condenación sumaria de Nicéforo por el mero informe de un officialis, sin comparición del acusado. Mas hay que recordar el lugar y la época. La situación en Asia hacia 259 o 260 era de las más críticas. Por el Norte, por el Este, los invasores ganaban terreno. Envejecido, gastado, Valeriano dirigía la guerra con imprudencia y malicia juntamente. Se sentía en el aire un próximo desastre. En tales momentos, los políticos se convierten fácilmente en crueles. Hacer sufrir les parece el medio de mostrarse fuertes; toman la violencia por energía. De ahí tal vez la inútil tortura de Sapricio. En cuanto a Nicéforo, la explicación es todavía más sencilla. Se había ofrecido a sí mismo en lugar del renegado, proclamando su desprecio de los dioses y su desobediencia a los emperadores. Como su acción constituía una especie de rebelión, el legado se creyó autorizado a reprimirla en el acto, al margen de las formas regulares." Parece, pues, que las actas de San Nicéforo pueden ser defendidas sin gran dificultad. Sin embargo, yo tengo el deber (Dom Leclercq no se creyó en él) de recordar el juicio mucho más severo del P. Delehaye, para quien tales actas "tienen que pasar a la categoría de las leyendas de baja época" (An. Boíl. XXVII, 1898, p. 223) y las coloca sin vacilación "entre los cuentos hagiográficos", "las novelas de imaginación, en que el héroe mismo es invención del poeta". (Les Légendes hagiographiques, 1905, pp. 124 y 135.)
Para nosotros, en fin, el P. Delehaye nos parece estar en lo cierto. La defensa de Allard es endeble. El relato entero, a la simple lectura, huele a ficción y sabe a cuento piadoso. Un presbítero, por nombre Sapricio, y un laico llamado Nicéforo se aman por largo tiempo con intima amistad. Un buen día, no sabemos por qué motivo, se rompe ésta, como un cristal que salta en añicos, y no hay manera de recomponerla. La antigua amistad se torna odio declarado. Nicéforo reflexiona y busca la reconciliación con Sapricio. Manda una comisión de amigos a impetrar perdón y, ante el fracaso, otra y otra. Va él mismo a casa del implacable presbítero, se postra a sus pies, invocando el nombre del Señor. Todo en vano. Estalla en éstas una persecución (luego sabremos ser la de Valeriano y Galo). Sapricio se porta bravamente ante el gobernador, confesando su fe y soportando la tortura. Conducido al suplicio, aparece el buen Nicéforo en plena calle con su súplica de perdón. Sapricio, que camina a toda prisa hacia la celeste corona, no le vuelve los ojos. Nicéforo da una vuelta, toma un atajo y otra vez se repite la escena en plena calle, con el mismo negativo resultado. Llegan al lugar del suplicio; mandan los verdugos arrodillarse a Sapricio para decapitarle, y éste, como si todo lo antes acontecido hubiera sido un sueño, pregunta muy sorprendido por qué se le quiere cortar la cabeza. Se muestra dispuesto a sacrificar y se le perdona la vida. Pero allí estaba Nicéforo para asumir el papel del mártir, tan lamentablemente desempeñado por Sapricio. Los verdugos no saben qué hacerse, pues el reo reniega la fe, y sobre el cristiano que a gritos la confiesa no ha recaído sentencia. Se da aviso al gobernador, y éste, a distancia, dicta sentencia de muerte contra Nicéforo, que se ciñe la corona dejada en el suelo por el rencoroso Sapricio. Contra lo que opinó Allard, este relato es absolutamente inverosímil. Sapricio es una figura totalmente falsa; la de Nicéforo, insulsa. El contraste entre el presbítero implacable y el laico piadosísimo es pura invención retórica. Por lo demás, ni una indicación local, ni un solo rasgo o toque auténticamente del tiempo, nada que delate al testigo ocular con la fresca emoción de lo íntimamente vivido. Mas como, en definitiva, cada uno habrá de abundar en su sentir, aquí tiene el lector el texto de las actas en su original griego y la antigua versión latina, tal como lo editó el nunca bastante alabado Ruinart.
Martirio de San Nicéforo.
Combate del santo y grande mártir Nicéforo, y contra el rencor.
I. Había un presbítero, por nombre Sapricio, y un laico, llamado Nicéforo, amigo íntimo del presbítero. Se querían los dos con tal cariño que cualquiera hubiera pensado eran hermanos carnales, salidos de un mismo seno, pues el amor que se tenían soprepasaba el que es de ley en la humana naturaleza. En esta amistad habían permanecido largo tiempo cuando el demonio, aborrecedor de todo lo bueno y enemigo del humano linaje, metió entre ellos tal disensión que, llevados de su diabólico odio, evitaban hasta encontrarse en pública plaza.
II. En esta maldad pasaron también mucho tiempo; pero Nicéforo, volviendo sobre sí y dándose cuanta de que el odio es cosa diabólica, rogó a otros amigos suyos que fueran al presbítero Sapricio e intercedieran por él, pidiéndole le perdonara y aceptara su arrepentimiento. Pero el otro no accedió a perdonarle. Por segunda vez envía Nicéforo otros amigos con el fin de obtener la reconciliación; pero Sapricio se negó igualmente a recibir las súplicas de éstos. El buen Nicéforo otra vez rogo a nuevos amigos suyos muy queridos a ver si al fin obtenía perdón de su falta, por dos y tres veces pedido, para que sobre la palabra de dos y de tres testigos se asiente todo asunto (Deut. XIX, 15). Mas Sapricio, hombre de dura cerviz y de corazón implacable, olvidado de nuestro Señor Jesucristo, que dijo: Perdonad y se os perdonará, y: Si no perdonáis a los hombres sus pecados, tampoco vuestro Padre celestial os perdonará a vosotros los vuestros (Mt. XVIII, 35), por más que todos se lo rogaban, no le quiso perdonar. Nicéforo, en fin, como hombre temeroso de Dios y fidelísimo a su gracia, viendo cómo Sapricio no había hecho caso alguno de los comunes amigos, cuyas súplicas de perdón no quiso aceptar, corrió él mismo a su casa y, postrándose a sus pies, le dijo: "Perdóname, padre, por amor del Señor." Mas él, ni aun así vino en reconciliarse con él como amigo, cuando era su deber, aun sin ruego ninguno, desde el momento que recibió la primera excusa, haberle recibido en su amistad, como cristiano y presbítero que era y que profesaba servicio del Señor.
III. Así las cosas, de pronto estalla una persecución y tribulación grande en la ciudad donde ambos vivían. Sapricio fué detenido y entregado al gobernador. En presencia ya suya, dijóle el gobernador:
—¿Cómo te llamas?
Sapricio dijo: —Me llamo Sapricio.
Gobernador.—¿De qué familia eres?
Sapricio.- Soy cristiano.
Gobernador.—¿Clérigo o laico?
Sapricio.—Soy presbítero.
Gobernador. -Nuestros Augustos Valeriano y Galo, señores de esta tierra y de todos los confines del Imperio romano, han mandado que los que se llaman cristianos sacrifiquen a los dioses inmortales y eternos. Mas si alguno, con desprecio de los Augustos, rechaza su edicto, sepa que se le doblegará por varios géneros de tortura y se le condenará por fin a terrible muerte.
Sapricio, puesto junto al gobernador, le contestó:
—Nosotros, los cristianos, tenemos por rey a Cristo, porque Él es el verdadero Dios, hacedor del cielo y de la tierra y del mar y de todo cuanto en ellos se contiene; mas los dioses todos de las naciones no son sino demonios. Perezcan, pues, de la faz de la tierra entera los que no pueden ni ayudar ni dañar a nadie, obras que son de las manos de los hombres.
IV. Irritado entonces el juez, le hizo meter en el tornillo de Arquímedes y que de este modo le atormentaran terriblemente. Pero Sapricio le dijo al gobernador:
-Sobre mi carne tienes poder para ejercitar tu crueldad; pero sobre mi alma sólo tiene poder el Señor Jesucristo que la crió.
Sapricio resistió largo tiempo los tormentos. Y ya, como vio el juez que no lograba hacerle apostatar, pronunció contra él sentencia en estos términos:
"Condeno a la pena capital a Sapricio, presbítero, que ha despreciado los edictos imperiales y se ha negado a obedecerlos, no queriendo sacrificar a los dioses inmortales para no abandonar la esperanza de los cristianos."
V. Saliendo, pues, Sapricio para el lugar del suplicio y caminando presuroso hacia la celeste corona del martirio, el buen Nicéforo que lo oyó, salióle corriendo al encuentro y, arrojándose a sus pies, le dijo:
Mártir de Cristo, perdóname si en algo te he ofendido.
Sapricio no le respondió palabra.
Nicéforo, empero, hombre santo, se le adelanta por un atajo y le sale nuevamente al encuentro antes de dejar el mártir la ciudad y nuevamente le dirige la súplica :
Mártir de Cristo, yo te lo suplico, otórgame tu perdón y olvida lo que como hombre te pude ofender. Mira que estás ya para recibir la corona de manos del Señor a quien no has negado, sino que le confesaste en presencia de muchos testigos.
Mas el otro, con corazón endurecido, ni le quiso conceder su perdón ni se dignó siquiera contestarle una palabra, de modo que los mismos verdugos se volvieron a Nicéforo y le dijeron:
—¡Habráse visto homhre más estúpido que tú! Marcha este desgraciado a que le corten la cabeza y ¿vienes tú con monsergas de perdón a un sentenciado a muerte?
Mas Nicéforo les contestó:
—Vosotros no sabéis lo que yo pido al confesor de Cristo; Dios sí lo sabe.
Y llegado que hubieron al lugar donde Sapricio tenía que ser ejecutado, díjole nuevamente el santo Nicéforo:
— Escrito está: Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá.
Pero por más que decía estas y semejantes cosas, el durísimo amigo no le prestó oído alguno. No había manera de doblegar aquel áspero carácter, otro tiempo amigo, pues cerró sus oídos como sierpe sorda que no oye la voz del encantador.
VI. Por eso, infalible es el Señor que dijo: Si no perdonareis, no se os perdonará a vosotros (Mt. XVIII, 35) ; pues viendo que no se doblaba ni tenia compasión ni misericordia de su prójimo, sino que se mantenía en su odio irreconciliable, le privó de su divina gracia o, por mejor decir, fué él mismo quien se hizo ajeno a la gracia celeste, por su crueldad, por sus duras entrañas, por su implacable actitud para con su hermano, que fuera además otrora amigo auténtico y viejo.
Entonces dijeron los verdugos a Sapricio:
Ponte de rodillas, para cortarte la cabeza.
Y Sapricio preguntó:
—¿Por qué me vais a cortar la cabeza?
—Porque no has querido sacrificar le respondieron-, sino que has despreciado el edicto imperial por amor de un hombre llamado Cristo.
Oyendo esto, el malaventurado Sapricio dijo a los verdugos:
—No me hiráis, pues yo estoy dispuesto a hacer lo que mandan vuestros emperadores y sacrifico a los dioses.
De este modo le cegó el rencor y apartó de él la gracia; pues el que puesto en tan grandes tormentos no negó a nuestro Señor Jesucristo, venido al término de la muerte, cuando estaba para alargar la mano al premio del combate y recibir la corona de la gloria, le negó y se hizo apóstata.
VII. Oyendo esto San Nicéforo, suplicaba a Sapricio diciendo:
—Hermano, no te hagas un transgresor y niegues a nuestro dueño Cristo; no quieras por nada del mundo, yo te lo suplico, convertirte en apóstata suyo; no pierdas la corona celeste que te ganaste a costa de muchos tormentos.
Mas Sapricio no quiso oír nada en absoluto y precipitadamente corría hacia la perdición de la muerte extrema, perdiendo tamaña gloria en un momento, en lo que tarda en caer el golpe de la espada. De este modo se cegó y ensordeció este malaventurado por su rencor, pues no quiso escuchar a nuestro Señor, que nos dice a gritos en su Evangelio: Si estando para ofrecer tu ofrenda en el altar, allí te acordares que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda sobre el altar y marcha primero, reconciliate con tu hermano y luego ven a ofrecer tu ofrenda (Mt. V, 23). Y en otra ocasión, preguntándole Pedro, príncipe de los Apóstoles: ¿Cuántas veces pecará contra mí mi hermano y habré de perdonarle, hasta siete? El Señor le respondió: No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete (Mt. XVIII, 20.) Mas aquel desgraciado no quiso perdonar ni una sola vez, y eso a quien le pedía perdón y con tanta insistencia se lo suplicaba. El Señor mandó perdonar a todos de corazón y dejando la ofrenda sobre el altar correr a la reconciliación; mas éste ni con la punta de la lengua se dignó dar una palabra de indulgencia, ni consintió en otorgar perdón a quien se lo suplicaba, sino que cerró sus entrañas a un hermano suyo. Por eso se le cerraron a él las puertas del reino de los cielos y se le retiró la gracia del divino y vivificante Espíritu, y perdió la gloriosa corona del martirio. Por tanto, hermanos amadísimos, precavámonos también nosotros contra esta diabólica operación y perdonémoslo todo a todos, para que también a nosotros nos perdone el Señor Cristo, conforme a lo del Evangelio: Perdónanos nuestras deudas (Mt. VI, 19), pues fiel es el que lo ha prometido.
VIII. Cuando el bienaventurado Nicéforo vió cómo Sapricio se pasaba al enemigo, dijo a los verdugos:
—Yo soy cristiano y creo en el nombre de nuestro Señor Jesucristo a quien éste ha negado. Descargad, pues, sobre mí el golpe de la espada.
Mas ellos no se atrevieron a ejecutarle sin orden del gobernador; todos, sin embargo, estaban maravillados de que así se entregara a la muerte, pues no cesaba de repetir: "Soy cristiano y no sacrifico a vuestros dioses."
Uno de los ejecutores corrió a dar la noticia al gobernador, diciéndole:
—Sapricio ha venido en sacrificar a los dioses; pero allí se nos ha presentado otro que quiere morir por amor del que llaman Cristo, gritando libremente a voz en cuello que es cristiano y no sacrifica a los dioses ni obedece a las órdenes de nuestros emperadores.
IX. Oido que hubo esto el gobernador dió contra él sentencia, diciendo:
—Si no sacrifica a los dioses, según los edictos de los emperadores, muera a filo de espada.
Y volviendo los verdugos, decapitaron al santo Nicéforo, conforme a la orden del gobernador. Y de este modo consumó su martirio San Nicéforo y subió al cielo coronado, premio de su fe en Cristo y de su amor a la concordia y humildad. Y, en efecto, por haber sido inclinado a la caridad, se ciñó la corona del martirio y mereció ser contado en el número de los mártires, para alabanza de gloria de la grandeza y de la gracia de nuestro Señor y Dios y Salvador Jesucristo, con quien sea al Padre gloria, potencia, honor, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.
Dom Leclercq, según costumbre, copia una larga nota de Allard, omitiendo su esencial final, que hace honor a la lealtad del historiador de las persecuciones, de benévola crítica en general, pero muy al tanto de la más rigurosa que otros ejercen. La nota de Allard, sin omisión ninguna, dice como sigue:
"Estas actas se escribieron por un fin de edificación. El narrador quiso mostrar por un ejemplo impresionante el deber de perdonar las injurias. ¿Sigúese de ahí que los hechos han sido inventados, como pretende Samuel Basnage? El relato no ofrece circunstancias inverosímiles. El interrogatorio se asemeja a los que leemos en piezas auténticas y puede sin desventaja ser comparado con los de San Dionisio y San Cipriano: las mismas ideas, el mismo tono, el sello del mismo tiempo. Podría admitirse que esta parte de la narración se ha reproducido de una fuente contemporánea. Dos hechos, sin duda, parecen singulares: la tortura infligida sin necesidad a Sapricio, cuya calidad de sacerdote no era dudosa y debía ser ejecutado en seguida conforme a los términos del edicto de Valeriano, y la condenación sumaria de Nicéforo por el mero informe de un officialis, sin comparición del acusado. Mas hay que recordar el lugar y la época. La situación en Asia hacia 259 o 260 era de las más críticas. Por el Norte, por el Este, los invasores ganaban terreno. Envejecido, gastado, Valeriano dirigía la guerra con imprudencia y malicia juntamente. Se sentía en el aire un próximo desastre. En tales momentos, los políticos se convierten fácilmente en crueles. Hacer sufrir les parece el medio de mostrarse fuertes; toman la violencia por energía. De ahí tal vez la inútil tortura de Sapricio. En cuanto a Nicéforo, la explicación es todavía más sencilla. Se había ofrecido a sí mismo en lugar del renegado, proclamando su desprecio de los dioses y su desobediencia a los emperadores. Como su acción constituía una especie de rebelión, el legado se creyó autorizado a reprimirla en el acto, al margen de las formas regulares." Parece, pues, que las actas de San Nicéforo pueden ser defendidas sin gran dificultad. Sin embargo, yo tengo el deber (Dom Leclercq no se creyó en él) de recordar el juicio mucho más severo del P. Delehaye, para quien tales actas "tienen que pasar a la categoría de las leyendas de baja época" (An. Boíl. XXVII, 1898, p. 223) y las coloca sin vacilación "entre los cuentos hagiográficos", "las novelas de imaginación, en que el héroe mismo es invención del poeta". (Les Légendes hagiographiques, 1905, pp. 124 y 135.)
Para nosotros, en fin, el P. Delehaye nos parece estar en lo cierto. La defensa de Allard es endeble. El relato entero, a la simple lectura, huele a ficción y sabe a cuento piadoso. Un presbítero, por nombre Sapricio, y un laico llamado Nicéforo se aman por largo tiempo con intima amistad. Un buen día, no sabemos por qué motivo, se rompe ésta, como un cristal que salta en añicos, y no hay manera de recomponerla. La antigua amistad se torna odio declarado. Nicéforo reflexiona y busca la reconciliación con Sapricio. Manda una comisión de amigos a impetrar perdón y, ante el fracaso, otra y otra. Va él mismo a casa del implacable presbítero, se postra a sus pies, invocando el nombre del Señor. Todo en vano. Estalla en éstas una persecución (luego sabremos ser la de Valeriano y Galo). Sapricio se porta bravamente ante el gobernador, confesando su fe y soportando la tortura. Conducido al suplicio, aparece el buen Nicéforo en plena calle con su súplica de perdón. Sapricio, que camina a toda prisa hacia la celeste corona, no le vuelve los ojos. Nicéforo da una vuelta, toma un atajo y otra vez se repite la escena en plena calle, con el mismo negativo resultado. Llegan al lugar del suplicio; mandan los verdugos arrodillarse a Sapricio para decapitarle, y éste, como si todo lo antes acontecido hubiera sido un sueño, pregunta muy sorprendido por qué se le quiere cortar la cabeza. Se muestra dispuesto a sacrificar y se le perdona la vida. Pero allí estaba Nicéforo para asumir el papel del mártir, tan lamentablemente desempeñado por Sapricio. Los verdugos no saben qué hacerse, pues el reo reniega la fe, y sobre el cristiano que a gritos la confiesa no ha recaído sentencia. Se da aviso al gobernador, y éste, a distancia, dicta sentencia de muerte contra Nicéforo, que se ciñe la corona dejada en el suelo por el rencoroso Sapricio. Contra lo que opinó Allard, este relato es absolutamente inverosímil. Sapricio es una figura totalmente falsa; la de Nicéforo, insulsa. El contraste entre el presbítero implacable y el laico piadosísimo es pura invención retórica. Por lo demás, ni una indicación local, ni un solo rasgo o toque auténticamente del tiempo, nada que delate al testigo ocular con la fresca emoción de lo íntimamente vivido. Mas como, en definitiva, cada uno habrá de abundar en su sentir, aquí tiene el lector el texto de las actas en su original griego y la antigua versión latina, tal como lo editó el nunca bastante alabado Ruinart.
Martirio de San Nicéforo.
Combate del santo y grande mártir Nicéforo, y contra el rencor.
I. Había un presbítero, por nombre Sapricio, y un laico, llamado Nicéforo, amigo íntimo del presbítero. Se querían los dos con tal cariño que cualquiera hubiera pensado eran hermanos carnales, salidos de un mismo seno, pues el amor que se tenían soprepasaba el que es de ley en la humana naturaleza. En esta amistad habían permanecido largo tiempo cuando el demonio, aborrecedor de todo lo bueno y enemigo del humano linaje, metió entre ellos tal disensión que, llevados de su diabólico odio, evitaban hasta encontrarse en pública plaza.
II. En esta maldad pasaron también mucho tiempo; pero Nicéforo, volviendo sobre sí y dándose cuanta de que el odio es cosa diabólica, rogó a otros amigos suyos que fueran al presbítero Sapricio e intercedieran por él, pidiéndole le perdonara y aceptara su arrepentimiento. Pero el otro no accedió a perdonarle. Por segunda vez envía Nicéforo otros amigos con el fin de obtener la reconciliación; pero Sapricio se negó igualmente a recibir las súplicas de éstos. El buen Nicéforo otra vez rogo a nuevos amigos suyos muy queridos a ver si al fin obtenía perdón de su falta, por dos y tres veces pedido, para que sobre la palabra de dos y de tres testigos se asiente todo asunto (Deut. XIX, 15). Mas Sapricio, hombre de dura cerviz y de corazón implacable, olvidado de nuestro Señor Jesucristo, que dijo: Perdonad y se os perdonará, y: Si no perdonáis a los hombres sus pecados, tampoco vuestro Padre celestial os perdonará a vosotros los vuestros (Mt. XVIII, 35), por más que todos se lo rogaban, no le quiso perdonar. Nicéforo, en fin, como hombre temeroso de Dios y fidelísimo a su gracia, viendo cómo Sapricio no había hecho caso alguno de los comunes amigos, cuyas súplicas de perdón no quiso aceptar, corrió él mismo a su casa y, postrándose a sus pies, le dijo: "Perdóname, padre, por amor del Señor." Mas él, ni aun así vino en reconciliarse con él como amigo, cuando era su deber, aun sin ruego ninguno, desde el momento que recibió la primera excusa, haberle recibido en su amistad, como cristiano y presbítero que era y que profesaba servicio del Señor.
III. Así las cosas, de pronto estalla una persecución y tribulación grande en la ciudad donde ambos vivían. Sapricio fué detenido y entregado al gobernador. En presencia ya suya, dijóle el gobernador:
—¿Cómo te llamas?
Sapricio dijo: —Me llamo Sapricio.
Gobernador.—¿De qué familia eres?
Sapricio.- Soy cristiano.
Gobernador.—¿Clérigo o laico?
Sapricio.—Soy presbítero.
Gobernador. -Nuestros Augustos Valeriano y Galo, señores de esta tierra y de todos los confines del Imperio romano, han mandado que los que se llaman cristianos sacrifiquen a los dioses inmortales y eternos. Mas si alguno, con desprecio de los Augustos, rechaza su edicto, sepa que se le doblegará por varios géneros de tortura y se le condenará por fin a terrible muerte.
Sapricio, puesto junto al gobernador, le contestó:
—Nosotros, los cristianos, tenemos por rey a Cristo, porque Él es el verdadero Dios, hacedor del cielo y de la tierra y del mar y de todo cuanto en ellos se contiene; mas los dioses todos de las naciones no son sino demonios. Perezcan, pues, de la faz de la tierra entera los que no pueden ni ayudar ni dañar a nadie, obras que son de las manos de los hombres.
IV. Irritado entonces el juez, le hizo meter en el tornillo de Arquímedes y que de este modo le atormentaran terriblemente. Pero Sapricio le dijo al gobernador:
-Sobre mi carne tienes poder para ejercitar tu crueldad; pero sobre mi alma sólo tiene poder el Señor Jesucristo que la crió.
Sapricio resistió largo tiempo los tormentos. Y ya, como vio el juez que no lograba hacerle apostatar, pronunció contra él sentencia en estos términos:
"Condeno a la pena capital a Sapricio, presbítero, que ha despreciado los edictos imperiales y se ha negado a obedecerlos, no queriendo sacrificar a los dioses inmortales para no abandonar la esperanza de los cristianos."
V. Saliendo, pues, Sapricio para el lugar del suplicio y caminando presuroso hacia la celeste corona del martirio, el buen Nicéforo que lo oyó, salióle corriendo al encuentro y, arrojándose a sus pies, le dijo:
Mártir de Cristo, perdóname si en algo te he ofendido.
Sapricio no le respondió palabra.
Nicéforo, empero, hombre santo, se le adelanta por un atajo y le sale nuevamente al encuentro antes de dejar el mártir la ciudad y nuevamente le dirige la súplica :
Mártir de Cristo, yo te lo suplico, otórgame tu perdón y olvida lo que como hombre te pude ofender. Mira que estás ya para recibir la corona de manos del Señor a quien no has negado, sino que le confesaste en presencia de muchos testigos.
Mas el otro, con corazón endurecido, ni le quiso conceder su perdón ni se dignó siquiera contestarle una palabra, de modo que los mismos verdugos se volvieron a Nicéforo y le dijeron:
—¡Habráse visto homhre más estúpido que tú! Marcha este desgraciado a que le corten la cabeza y ¿vienes tú con monsergas de perdón a un sentenciado a muerte?
Mas Nicéforo les contestó:
—Vosotros no sabéis lo que yo pido al confesor de Cristo; Dios sí lo sabe.
Y llegado que hubieron al lugar donde Sapricio tenía que ser ejecutado, díjole nuevamente el santo Nicéforo:
— Escrito está: Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá.
Pero por más que decía estas y semejantes cosas, el durísimo amigo no le prestó oído alguno. No había manera de doblegar aquel áspero carácter, otro tiempo amigo, pues cerró sus oídos como sierpe sorda que no oye la voz del encantador.
VI. Por eso, infalible es el Señor que dijo: Si no perdonareis, no se os perdonará a vosotros (Mt. XVIII, 35) ; pues viendo que no se doblaba ni tenia compasión ni misericordia de su prójimo, sino que se mantenía en su odio irreconciliable, le privó de su divina gracia o, por mejor decir, fué él mismo quien se hizo ajeno a la gracia celeste, por su crueldad, por sus duras entrañas, por su implacable actitud para con su hermano, que fuera además otrora amigo auténtico y viejo.
Entonces dijeron los verdugos a Sapricio:
Ponte de rodillas, para cortarte la cabeza.
Y Sapricio preguntó:
—¿Por qué me vais a cortar la cabeza?
—Porque no has querido sacrificar le respondieron-, sino que has despreciado el edicto imperial por amor de un hombre llamado Cristo.
Oyendo esto, el malaventurado Sapricio dijo a los verdugos:
—No me hiráis, pues yo estoy dispuesto a hacer lo que mandan vuestros emperadores y sacrifico a los dioses.
De este modo le cegó el rencor y apartó de él la gracia; pues el que puesto en tan grandes tormentos no negó a nuestro Señor Jesucristo, venido al término de la muerte, cuando estaba para alargar la mano al premio del combate y recibir la corona de la gloria, le negó y se hizo apóstata.
VII. Oyendo esto San Nicéforo, suplicaba a Sapricio diciendo:
—Hermano, no te hagas un transgresor y niegues a nuestro dueño Cristo; no quieras por nada del mundo, yo te lo suplico, convertirte en apóstata suyo; no pierdas la corona celeste que te ganaste a costa de muchos tormentos.
Mas Sapricio no quiso oír nada en absoluto y precipitadamente corría hacia la perdición de la muerte extrema, perdiendo tamaña gloria en un momento, en lo que tarda en caer el golpe de la espada. De este modo se cegó y ensordeció este malaventurado por su rencor, pues no quiso escuchar a nuestro Señor, que nos dice a gritos en su Evangelio: Si estando para ofrecer tu ofrenda en el altar, allí te acordares que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda sobre el altar y marcha primero, reconciliate con tu hermano y luego ven a ofrecer tu ofrenda (Mt. V, 23). Y en otra ocasión, preguntándole Pedro, príncipe de los Apóstoles: ¿Cuántas veces pecará contra mí mi hermano y habré de perdonarle, hasta siete? El Señor le respondió: No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete (Mt. XVIII, 20.) Mas aquel desgraciado no quiso perdonar ni una sola vez, y eso a quien le pedía perdón y con tanta insistencia se lo suplicaba. El Señor mandó perdonar a todos de corazón y dejando la ofrenda sobre el altar correr a la reconciliación; mas éste ni con la punta de la lengua se dignó dar una palabra de indulgencia, ni consintió en otorgar perdón a quien se lo suplicaba, sino que cerró sus entrañas a un hermano suyo. Por eso se le cerraron a él las puertas del reino de los cielos y se le retiró la gracia del divino y vivificante Espíritu, y perdió la gloriosa corona del martirio. Por tanto, hermanos amadísimos, precavámonos también nosotros contra esta diabólica operación y perdonémoslo todo a todos, para que también a nosotros nos perdone el Señor Cristo, conforme a lo del Evangelio: Perdónanos nuestras deudas (Mt. VI, 19), pues fiel es el que lo ha prometido.
VIII. Cuando el bienaventurado Nicéforo vió cómo Sapricio se pasaba al enemigo, dijo a los verdugos:
—Yo soy cristiano y creo en el nombre de nuestro Señor Jesucristo a quien éste ha negado. Descargad, pues, sobre mí el golpe de la espada.
Mas ellos no se atrevieron a ejecutarle sin orden del gobernador; todos, sin embargo, estaban maravillados de que así se entregara a la muerte, pues no cesaba de repetir: "Soy cristiano y no sacrifico a vuestros dioses."
Uno de los ejecutores corrió a dar la noticia al gobernador, diciéndole:
—Sapricio ha venido en sacrificar a los dioses; pero allí se nos ha presentado otro que quiere morir por amor del que llaman Cristo, gritando libremente a voz en cuello que es cristiano y no sacrifica a los dioses ni obedece a las órdenes de nuestros emperadores.
IX. Oido que hubo esto el gobernador dió contra él sentencia, diciendo:
—Si no sacrifica a los dioses, según los edictos de los emperadores, muera a filo de espada.
Y volviendo los verdugos, decapitaron al santo Nicéforo, conforme a la orden del gobernador. Y de este modo consumó su martirio San Nicéforo y subió al cielo coronado, premio de su fe en Cristo y de su amor a la concordia y humildad. Y, en efecto, por haber sido inclinado a la caridad, se ciñó la corona del martirio y mereció ser contado en el número de los mártires, para alabanza de gloria de la grandeza y de la gracia de nuestro Señor y Dios y Salvador Jesucristo, con quien sea al Padre gloria, potencia, honor, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.
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