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martes, 14 de mayo de 2013

LA VIDA DEL HOMBRE. LA CREACION DE DIOS, INVIOLABLE

     A lo largo de su quehacer diario, el médico y la enfermera se ponen en ininterrumpido contacto con el sufrimiento intenso y prolongado. El acerbo dolor, tanto físico como espiritual, viene a ser la herencia común de aquellos que denominan sus «pacientes».
      El contacto continuo con tanto dolor puede dar lugar en el médico y enfermera a uno de estos dos resultados. Por una parte pueden habituarse al dolor en tal forma que lleguen a hacerse indiferentes, impasibles y enteramente estoicos ante toda valoración posible del sufrimiento; por otra, ese mismo contacto con el dolor puede, no sólo arraigar más profundamente su idea de la finalidad de la vida humana, sino desarrollar en ellos esas excelentes cualidades de inestimable valor en el carácter de un médico o de una enfermera.
     Tanto para ventaja de sus pacientes como para utilidad propia, será absolutamente indispensable que ellos posean una teoría peculiar del sentido y del valor del sufrimiento.
     Ante ellos, los pacientes están en espera constante de una explicación del predominio tan avasallador que extiende el sufrimiento a todos los factores de la vida humana.
     ¿Cómo puede ser —interrogarán— que un Dios bueno y justo envíe tanto suplicio a sus criaturas? ¿Por qué permite Dios el dolor físico y moral, el mal moral del pecado, en un mundo que Él mismo creó y gobierna? ¿Por qué sufren tanto los buenos y, en cambio, los malos casi siempre disfrutan de una vida licenciosa?
     Estos interrogantes vendrán inevitablemente al pensamiento de médicos y de enfermeras y al de sus pacientes, y ellos deben estar preparados para darle una respuesta oportuna.
     La presencia del sufrimiento en el mundo ha creado un problema que ha confundido las inteligencias de los filósofos más conspicuos. A través de los siglos, grandes ingenios han medido sus fuerzas con este problema, hallándole de complicada solución. Ante tantos y tan diversos sufrimientos, aun aquellos que han sido agraciados con el don de la fe se han visto, en ocasiones, asaltados por la duda sobre la bondad de Dios.
     Para un materialista, que niega la fe en Dios, aquí no puede haber problema. La naturaleza, para él, no es más que un conjunto de fuerzas físicas, avasalladoras e irresistibles; la dolencia y la muerte representan simplemente el triunfo de las fuerzas físicas más poderosas sobre la impotencia del hombre.
     Esta filosofía materialista del mundo moderno nos ha salido con su reiterada apología de la eutanasia, o muerte piadosa, como vulgarmente se la denomina. A más del suicidio, este mal supone una completa ignorancia y absoluta subestimación de las verdades morales que sirven de base a la filosofía cristiana del sufrimiento
     La eutanasia no es crimen nuevo en la historia de la civilización. Como cabe conjeturar, es tan antiguo como la filosofía materialista de la vida, que le sirve de fundamento. Así, en la clásica Esparta se ordenaba o permitía la muerte no sólo de aquellos que se reputaban incurables o físicamente contrahechos, sino también de aquellos que eran inútiles para el Estado. En los tiempos actuales algunos médicos y otras personas que se dicen «humanitarias» están clamando por la legalización de la eutanasia. Típica, dentro de este movimiento, destacóse la actitud del famoso médico Alexis Carrel, galardonado con el premio Nobel.
     En una interviú de prensa, refiriéndose a ciertos pasajes de su obra La incógnita del hombre, fué citado como afirmando lo siguiente: «Los prejuicios del sentimiento no deben mantenerse firmes en el camino de la civilización; soy de parecer que se debe suprimir tranquila e impasiblemente no sólo a los incurables, imbéciles y criminales de oficio, sino también a los locos sin remedio.»
     Una alegación parecida en favor de la eutanasia atribuye la prensa al doctor Bancroft, miembro de la comisión del cáncer en la ciudad de Nueva York. Al paso que admite la existencia de ciertas dificultades, afirma: «Yo no veo por qué se ha de condenar a una persona a la agonía, no comprendo por qué razón no hemos de dar a los seres humanos el mismo tratamiento concedido a los animales.»
     Según un comunicado del International News Service, del 4 de febrero de 1936, el reverendo doctor C. F. Potter patrocinaba el uso de las cámaras de gas para terminar con los imbéciles incurables.
     En 1937, según noticias del Institute of Public Opinión, la profesión médica estaba tan influenciada por los argumentos en favor de la eutanasia, que el 53% de los médicos votaron por la «muerte piadosa».
     Algunas peticiones para legalizar la eutanasia fueron presentadas
sin resultados en el Parlamento británico en 1936 y en la legislatura del Estado de Nebraska en 1937.
     El doctor Foster Kennedy, jefe de la sección neurológica del Bellevue Hospital, en Nueva York, también aboga por una especial legalización de la eutanasia. Su pensamiento se contiene en un articulo "To be or not to be", Collier's, 20 de mayo de 1929. El se opone a la difusión de la eutanasia, pero estima que, en los casos en que se trata de cerebros dañados desde su nacimiento, «ciertamente podemos considerarnos autorizados para proporcionarles un sueño sin fin y sin delirio; veamos de prestar alivio a la vida de unos jóvenes y niños que, después de todo, nunca habrían de vivir».
     En un artículo científico posterior, el doctor Kennedy, escribía: «Creo que cuando un niño defectuoso ha llegado a los cinco años de edad, atendido el parecer de los que le tienen a su cuidado, debería ser sometido legalmente a un examen médico competente; este examen habría de repetirse dos veces más con intervalo de cuatro meses. Entonces, si la autoridad médica competente, que lo ha examinado, decidiera que dicho niño defectuoso no tiene esperanzas de curación para el futuro, juzgo una obra de misericordia librar al que a menudo es torturado y convulsionado de una manera grotesca y absurda, inútil, tonta y en extremo repugnante, de una lenta y continuada agonía. Repetimos que hay que tener en cuenta el parecer del padre o tutores y no omitirse los tres exámenes, así como la edad indicada» (American Journal of Psychiatry, 1942-1943, vol. 99, p. 13).     El doctor Kennedy admite que una vez en su vida se puso de parte de una legalización sin distinciones de la eutanasia. Ahora dice: «Estoy en contra de la legalización de la eutanasia tratándose de personas que, habiendo estado bien de salud, se ponen enfermas. La razón es que, a pesar de la gravedad de su enfermedad, pueden quizá volver a recuperar la salud y ser útiles en adelante para la sociedad.» Pero añade que «defiende la eutanasia para los destituidos de toda ayuda que nunca debieran haber nacido; son errores de la naturaleza. Teniendo esto en cuenta y con un poco de cuidado y de ciencia, es imposible equivocarse en la diagnosis o prognosis» (loc. cit.).
     En 1946, un grupo de delegados no católicos de Nueva York, afirmaba que la eutanasia voluntaria «no debe ser considerada como contraria a las enseñanzas de Cristo ni a los principios del cristianismo». (New-York Times, 28 de septiembre de 1946).
     En 1947 fué presentada, sin resultado, en la Asamblea general de Nueva York una moción del tenor siguiente: «A aquellas personas de mente sana que, después de los veinte años, sufren agudos dolores causados por una enfermedad, para la que la Medicina no encuentra remedio posible ni aun para su alivio, puede aplicársele la eutanasia a petición propia y con conocimiento judicial.»
     Es de alabar la reacción en contra de la eutanasia que se ha experimentado en los últimos años, así como también el creciente desinterés de la opinión pública al respecto.
     Como era de suponer, la Iglesia ha condenado la eutanasia (2 de diciembre de 1940). Interrogada acerca de si el Estado podía quitar la vida a las personas que no fueran reas de crímenes capitales, pero que fueran inútiles para la nación o constituyesen una carga pública a causa de sus defectos físicos o mentales, contestó por medio del Santo Oficio que un acto de tal naturaleza era una violación de la ley natural y de la ley positiva divina.
     Tres años después, Pío XII en su Encíclica El cuerpo místico de Cristo, escribía:
     «Consciente de las obligaciones de nuestro altísimo Oficio, juzgamos necesario reiterar esta grave afirmación, hoy, cuando con gran dolor nuestro, vemos a veces a los deformados, a los enfermos mentales, a los que sufren enfermedades hereditarias, privados de sus vidas como si fuesen una carga inútil para la sociedad; y, lo peor de todo, es que este modo de proceder es saludado como una manifestación del progreso y de completo acuerdo con el bien común. Y, sin embargo, todo aquel que se encuentra en su sano juicio reconoce que esto no sólo viola la ley natural y divina, escrita en el corazón de cada uno de los hombres, sino que, además, ultraja los sentimientos más nobles de la humanidad. La sangre de estas víctimas desgraciadas, muy queridas a nuestro Redentor, por lo mismo que se hallan más necesitadas de su misericordia, clama a Dios sobre la tierra.»
     La falta de interés público sobre esta materia se refleja en la disminución constante de artículos aparecidos en las principales revistas nacionales. Hojeando el Periodical Index encontramos doce artículos publicados por los periódicos nacionales en el quinquenio 1930-1934; veintidos, en el siguiente (1935-1939); solamente cinco en los años 1940-1944, y ni uno sólo entre 1945-1950.
     Digno de mención es el hecho de que la Asociación Médica Mundial, de la que es miembro la Asociación Médica Americana, haya condenado recientemente la eutanasia. En la segunda sesión de la Asamblea general, tenida en Ginebra (Suiza), fué aceptada una moderna versión del Juramento de Hipócrates, que incluye el siguiente pensamiento: «La salud y la vida de mis pacientes será siempre mi primera preocupación.»
     En una sesión más reciente, la Asociación Médica Mundial fue más explícita en su oposición a la eutanasia: «Puesto que el Consejo de la Asociación Médica Mundial cree que la práctica de la eutanasia es contraria al interés público, a los principios de la Etica y a los derechos naturales, y siendo tal procedimiento contrario al espíritu de la Declaración de Ginebra, determinamos que el Consejo de la Asociación Médica Mundial, reunido en Copenhague (Dinamarca), abril, 24-28, 1950, recomiende a las Asociaciones médicas nacionales la condenación de la práctica de la eutanasia en cualquier circunstancia.»
     Hemos presentado ya los especiosos argumentos aducidos en favor de la eutanasia. Resumiendo: estos argumentos insisten en que no hay razón para forzar a ciertos enfermos, física o mentalmente deficientes, a llevar una existencia miserable. Rehusar una muerte piadosa a tales individuos es condenarlos a una agonía durante la vida. Equivaldría a no conceder al hombre un alivio que nadie niega a los animales. Es colocar cargas insoportables física, sentimental y económicamente sobre la familia y sobre la sociedad. La solución más feliz y conforme al sentimiento es proporcionar a estos desgraciados una muerte sin dolor.

La ciencia médica y la eutanasia.
     Pero, dosde el punto de vista científico, estos argumentos adolecen de graves defectos. Sin embargo, tales defectos son de poca importancia, ya que el problema es fundamentalmente un problema moral, no científico. No obstante, para tener ideas completas, mencionamos algunos:
     «a) Juicios médicos erróneos acerca de la imposibilidad de curación, en muchos casos son inevitables. La Medicina va avanzando paso a paso. Nuevas medicinas y nuevos procedimientos alcanzan actualmente resultados que los antiguos ni siquiera se hubieran atrevido a imaginarse. Ciertas amputaciones, hace algunos años eran consideradas como incorregibles y sin esperanza: hoy, en cambio, prótesis acopladas a la parte deficiente prestan brazos y piernas al paciente que de esta manera vuelve a la sociedad como un ciudadano útil y rehecho.
     b) Si un estatuto autorizase una vez legalmente la eutanasia voluntaria, pronto lloverían las peticiones a fin de que fuera impuesta si a a ciertas clases de gente desgraciada. En una palabra, los enfermos incurables, los mentalmente deficientes, locos y ancianos que no tienen padres o tutores y que se encuentran confinados en las instituciones del Estado, pronto se verían sometidos; a la prueba. Ya hemos visto algo parecido al tratar de la esterilización voluntaria. Algunas leyes estatales autorizaban solamente la esterilización voluntaria; bien pronto se llegaron a solicitar las esterilizaciones forzosas.
     c) Es evidentísimo que los criminales incorregibles son un riesgo y una carga para la sociedad, tanto o más que los enfermos incurables. Atendida esta razón, lógicamente el Estado se creería con derecho a suprimirlos sin más en interés del bien común.
     d) La legalización de la eutanasia atacaría a la misma raíz de la ciencia médica. Siendo su objetivo la conservación de la vida humana, pronto la eutanasia, autorizada por el Estado, iría robando crédito a la profesión al no ser la vida una cosa sagrada para ella.
     e) La «muerte piadosa» influiría notablemente sobre la mentalidad humana, dañándola. Es un hecho sicológico la impresión permanente que deja en el alma de cualquiera el haber quitado deliberadamente la vida a un semejante, aunque sea en propia defensa.
     f) La eutanasia autorizada destruiría la mutua confianza que debe existir entre el enfermo y el médico. ¿Puede imaginarse el terror en que se verían las personas gravemente enfermas, al pensar que su médico, posiblemente, está planeando y disponiendo su muerte, caso de ser incurables? ¿Cómo podrían las personas gravemente enfermas animarse a buscar la ayuda médica ante un temor tan justificado?
     g) Amigos y parientes se aprovecharían a menudo de la muerte de una persona enferma. La presión ejercida sobre el doctor para servirse de la ley de la eutanasia, sería de difícil resistencia por parte de éste.
     h) La eutanasia sancionada por el Estado restaría iniciativas a la ciencia médica para dedicarse a la investigación de medios contra las enfermedades reputadas incurables.»

     Pero, como dijimos antes, estos argumentos son de una importancia secundaria, ya que el problema es de tipo moral.
     El Dios Todopoderoso, como creador del universo, es su supremo Señor y soberano. Las cosas le pertenecen en el sentido más absoluto. La vida de cada individuo es obra suya, y el supremo dominio sobre esa vida le pertenece exclusivamente.
     Si algunos individuos vienen a la existencia con anomalías físicas o mentales, ¿quién es el hombre para criticar esta obra de Dios? ¿Puede la criatura decir que el Omnipotente se ha equivocado, que no debiera haber concedido la vida a esos seres desgraciados? Ciertamente que no. Es más: pesa sobre el hombre la obligación de conservar su vida como una de las más nobles obras de Dios. Es mero depositario, no dueño de ella.

     «La destrucción directa de lo que se ha llamado «una vida sin razón de ser», venida a luz o aún no nacida, practicada hace algunos años en múltiples ocasiones, de ninguna manera puede ser justificada. De ahí que al comenzar dicha práctica la Iglesia declaró abiertamente que la muerte, aun por obra de la autoridad pública, de aquellos que, aunque inocentes, son inútiles para la nación a causa de sus defectos físicos o psíquicos, o también una dura carga, es contraria al derecho positivo natural y divino, y, por consiguiente, ilegal» (Pío XII, 29 de octubre de 1951). 

     En muchas ocasiones la inteligencia del hombre encontrará indiscutiblemente de difícil comprensión por qué Dios permite que vengan a la existencia personas anormales desde el doble punto de vista corporal y espiritual. Y, sobre todo, el misterio se impone cuando la inteligencia creada intenta sondear el designio y propósitos del Omnipotente. Pero el hombre debe aceptar las decisiones de Dios sin someterlas a juicio. Si Dios ha creado la vida en el hombre, éste no tiene derecho ninguno a aniquilarla.
     Por tanto, la inmoralidad fundamental de la eutanasia descansa cabalmente en esta violación del supremo dominio de Dios sobre sus obras.
     Además, los defensores de la eutanasia no alcanzan a ver el carácter sobrenatural del destino del hombre, ni el papel que puede jugar el sufrimiento en la adquisición de la santidad. No aprecian la capacidad del hombre, coadyuvado de la gracia divina, para sobrellevar con paciencia los sufrimientos. Desconocen que la resignación en los padecimientos puede servir como penitencia y castigo temporal por los propios pecados. Desprovistos de la creencia verdadera en lo sobrenatural, no reparan en el poder de la fe y de la oración para producir un milagro, aun en los casos más desesperados. Ni pueden comprender cómo el dogma de la Comunión de los Santos hace posible la existencia de un sufrimiento que constituye en el hombre una capacidad de padecer por el bien espiritual de sus semejantes. Quienes proponen la "muerte piadosa", penetrados como están de una filosofía materialista de la vida, no pueden alcanzar el sentido de estas profundas verdades vitales del cristianismo.
     Asi se expresa el doctor Bernard Ficarra en su reciente obra, Newer Ethical Problems in Medicine and Surgery, pp. 93-94:
     "Este sentimentalismo pierde de vista la diferencia esencial entre la bestia y el hombre, diferencia que se deriva de su alma inmortal. Degrada al hombre al nivel de la bestia y convierte al médico en un veterinario. Se desentiende de las virtudes practicadas por los enfermos y por aquellos que los cuidan. Supone que el dolor y la felicidad son incompatibles y que los resultados materiales son la medida de la dignidad humana. Niega lo sobrenatural, la práctica de la penitencia, el heroísmo de los mártires y la sangre del Redentor. Predicando el placer en lugar de la virtud, coloca en la vida terrena el fin último del hombre en vez de considerarla como un tiempo de prueba con vistas a la vida eterna en Dios".

La ley civil y la eutanasia.
     Hasta nuestros días, la campaña en favor de la legalización de la eutanasia no ha logrado éxito. Según los códigos americano e inglés, la así llamada «muerte piadosa» es todavía considerada, como es justo, como un auténtico asesinato.
     Por consiguiente, la actitud favorable a la eutanasia no puede ser justificada atendiendo a los principios del derecho común, que tiene, como norma de moralidad suprema, la ley divina y natural.
     Modernamente ha surgido una escuela de jurisprudencia que no reconoce las leyes divina y natural como leyes obligantes. Esta escuela del pensamiento, informada por un espíritu materialista, propone la erección de una estructura legal que atienda solamente a lo siguiente: todo método de acción, que contribuya a aliviar la carga material que pesa sobre los individuos o sobre la sociedad, contribuyendo de esta manera al bienestar general de la misma sociedad, debe ser favorecida.
     Autoridad muy respetable en el campo del Derecho civil es sir William Blackstone; viene muy a propósito aquí hacer notar con cuánta precisión determina este autor las relaciones que deben existir entre las leyes divina y natural y las emanadas de la autoridad civil. En sus Commentaries on Law escribe:
     «La ley natural.—Esta ley, siendo tan antigua como la humanidad y dictada por el mismo Dios, es obligatoria para todos. Ninguna ley humana es válida si contradice a la ley natural, ya que toda otra ley recibe su fuerza y autoridad de la ley natural. Nosotros nos daremos cuenta de lo que exige la ley natural en cada una de las circunstancias de la vida, atendiendo a lo que puede ser más conducente a nuestra propia y sustancial felicidad.
     La ley positiva divina revelada.—Compadeciéndose de las imperfecciones de la razón humana, Dios se ha dignado descubrirnos y reforzar sus leyes con revelaciones directas. Estas leyes reveladas son, en realidad, una parte de la ley natural original. Tiene también mayor autoridad que los sistemas morales construidos por los moralistas, determinando la ley natural, porque no hay más que una ley de la naturaleza, como el mismo Dios ha declarado; toda otra ley humana no es otra cosa que lo que nuestra razón cree descubrir como derivado de la ley natural.
     Fundamentos de la ley positiva humana.—Toda ley positiva humana se basa en la ley natural y en la ley positiva divina; es decir, ninguna ley positiva humana puede llegar a contradecir lícitamente las leyes natural y positiva divina.
     Homicidio.—Este crimen está expresamente prohibido por la ley positiva divina, y puede demostrarse su ilicitud por la ley natural, siendo, por consiguiente, algo antinatural. Las leyes humanas que sancionan el homicidio con el castigo, no acrecientan su reato moral. Si, pues, la ley positiva humana permite o prescribe el homicidio, nos vemos en la precisión de desobedecerla o, de lo contrario, de hacernos culpables de transgresión de las leyes natural y positiva divina» (Blackston's Commentaries on law, Gavit's Edition, p. 27).

     Por desdicha, sin embargo, el modo de urgir esta ley por parte del Estado es acreedor a bien contadas alabanzas. A veces, es verdad, se inflige un castigo proporcionado al delincuente; pero en ciertos casos el sentimentalismo o una falsa filantropía dan por resultado la condonación completa de aquellos que se reconocen culpables de este crimen.
     Así, en abril de 1940, en Allentown (Pennsylvania), una enfermera fue condenada a muerte por haber infligido a su hermana la «muerte piadosa». En cambio, en mayo de 1939, en Nueva York, un padre se vió libre de todo castigo, aun reconocido culpable de la «muerte piadosa» de su hijo imbécil.
     El Estado debe tener presente que el fin de la ley civil es reflejar, ampliar y aclarar la ley natural. Es deber del Estado no sólo dictar leyes que coadyuven a este fin, sino también velar porque dichas leyes obliguen con efectividad. Ley sin sanción, es vana.
     La condonación habitual de los culpables del crimen de eutanasia es lo más lamentable. Tal exención no sólo acrecienta la libertad del criminal, sino que también compromete seriamente a la sociedad al asentar un precedente que, de suyo, tiende a poner a otros en semejantes circunstancias de cometer la misma injusticia.
     Frente a la presión periódica en favor de la legalización de la eutanasia, debe el Estado mantenerse firme. Ha de recordar que no posee jurisdicción directa sobre las vidas o los cuerpos de los ciudadanos. Es cierto que tiene sobre ellos un poder indirecto: en el sentido de que puede declarar que una determinada persona ha perdido el derecho a vivir por haber perpetrado un crimen de gravedad; pero, evidentemente, los incurables y dementes no son criminales, y el Estado no tiene absolutamente ninguna autoridad para sancionar la destrucción de sus vidas.
     La vida humana pertenece tan sólo al Creador, soberano Señor y dueño de ella. Ni uno mismo, ni el Estado, poseen derecho alguno a suprimirla. Es un deber, por el contrario, utilizar todos los medios ordinarios para conservar este gran don de Dios. Según las palabras del Código de Hospitales: «El no poner los medios ordinarios para conservar la vida equivale a la eutanasia (Véase el Apéndice).
     A lo largo de su carrera profesional, quizá nunca se encuentren el médico y enfermera católicos con algún sujeto resuelto a cometer el crimen de la «muerte piadosa». Pero pueden razonablemente esperar hallarse ante ciertos problemas relacionados con este tópico corriente. Los principios subsiguientes le servirán de ayuda en la solución de esas dificultades.
     Nunca es lícito al médico o enfermera proporcionar una medicina que pueda acelerar la muerte del paciente. El hecho de que el enfermo haya de morir muy pronto, no altera en lo más mínimo este problema.
     Jamás está permitido acelerar la muerte de un feto humano. El grado de deformidad no introduce variación en la ley. No existe la obligación de tomar medidas extraordinarias para prolongar la vida, pero sí debe administrarse el bautismo y dar los pasos ordinarios a fin de conservarla. En el capítulo siguiente, al tratar de los deberes que tenemos de conservar la salud y la vida, analizaremos detalladamente la distinción entre medios ordinarios y extraordinarios.
     En el caso de los que mueren con intensos dolores sin estar espiritualmente preparados, no es moralmente lícito suministrarles una medicina que suprima todo conocimiento. Es cierto que tal acción trae consigo el alivio del paciente, pero a expensas de toda posibilidad de reconciliación con Dios.
     Si se trata de aquellos que mueren con grandes torturas y se sabe están espiritualmente en paz con Dios, la enfermera puede, de acuerdo con el doctor, proporcionar una medicina que alivie el dolor y ocasione la pérdida del conocimiento. En la práctica, sin embargo, no es recomendable; resulta difícil llegar a la certeza de que una determinada persona está espiritualmente dispuesta a bien morir, y la pérdida de la conciencia priva al moribundo de toda posibilidad de mérito espiritual derivado de la resignación en el sufrimiento. La solución ideal, a ser posible, consistiría en utilizar un medicamento, que aminorase el dolor sin suprimir enteramente la conciencia. Según el Código de Hospitales :
     «No es eutanasia proporcionar a un moribundo sedantes que conduzcan meramente al alivio del sufrimiento, aun cuando lleguen a privarle del sentido y de la razón, si fuese necesaria esta medida. Pero tales sedantes no deben serle proporcionados hasta que el enfermo se halle preparado para la muerte (tratándose de católicos, el estar preparados significa haber recibido los últimos Sacramentos); ni tampoco deben ser suministrados a aquellos pacientes que están capacitados y desean sobrellevar sus dolores por motivos espirituales».

     Las lineas siguientes de la reciente obra del doctor Bernard Ficarra contienen algunos pensamientos muy apropiados sobre el problema del alivio del dolor:
     «En su práctica, el médico se halla con frecuencia frente a un grave dilema en esta materia. Si no administra la medicina para aliviar el dolor, puede suceder que el enfermo continúe sufriendo, contribuyendo el dolor a la aceleración de la muerte del paciente. Si, por otra parte, la medicina le es suministrada, puede suceder también que las circunstancias del enfermo sean tales que no sea fácil predecir los resultados; es más, pudiera darse el caso en que esa misma medicina acelerase el momento de la muerte. Es la hora en que el médico debe echar mano de su propia personal filosofía de la vida y de la práctica médica. Todo dependerá de cómo se considere a la muerte. Si solamente se la considera como un fenómeno biológico, no sería difícil que le tuviera sin cuidado acortar o prolongar la vida del enfermo unos minutos más o menos. Si, por el contrario, el médico está convencido de que el momento de la muerte es el más importante de la vida, ya que de él depende una eternidad inmortal, entonces, a buen seguro, la gravedad de la decisión tomada por el médico es de una gran responsabilidad. El pensamiento que debe dominar y delimitar las consideraciones que el médico se haga, no ha de versar sobre si el paciente va a sufrir más o menos, sino acerca de si el enfermo se halla en condiciones de hacer frente al momento supremo con conciencia plena y en completa posesión de sus sentidos, aun cuando se vea asediado por el dolor y el sufrimiento.
     El derecho a privar al enfermo de la consciencia con miras a librarle del dolor, es un derecho relativo. Depende de las circunstancias, de los fines del médico y quizá también de otras consideraciones. La intención del médico debe ser recta y buena, objetivamente. De ahí que si, como a veces sucede, debe prevalecer un modo distinto de pensar debido a las circunstancias y, no obstante esto, el médico suministra la medicina para aliviar al enfermo, se hace reo de un verdadero crimen que puede acarrearle las más graves consecuencias. A menos que haya una certeza moral de que el paciente ha puesto todos los medios a su alcance para asegurar su amistad con Dios, no puede haber cuestión acerca de si el médico tiene o no derecho a suministrar al enfermo un narcótico capaz de privarle de la consciencia, previendo que la muerte ha de coincidir con tal estado.
     Se ha dicho que los católicos desean recibir los últimos sacramentos antes de someterse a un estado de inconsciencia definitivo. El médico que desatendiese tales deseos, obraría injustamente y con una evidente falta de caridad para con sus enfermos. En una palabra: el médico católico o no católico, que no se preocupa de mirar por el bien espiritual de sus enfermos, aun a costa de los más graves sufrimientos en los últimos momentos de la vida, es responsable de las graves consecuencias que pueden seguirse en relación con la felicidad eterna de sus enfermos» (Ficarra, B. J., Newer Ethical Problems in Medicine and Surgery, pp. 75-77).
 
     Una valoración exacta del destino inmortal del hombre y del supremo dominio de Dios, patentiza la grave inmoralidad de la eutanasia. Y una serena consideración acerca del problema del dolor, revela con igual claridad la locura de admitir que la presencia del sufrimiento en el mundo nos lleva a dudar de la existencia o bondad de Dios.
     De hecho, solamente admitidas la existencia y bondad de Dios, es como nos enfrentamos con este problema.
     Nosotros estamos, a la verdad, en plena certidumbre acerca de la existencia de un Dios todo bondad y sabiduría. Asimismo, sabemos que las dolencias físicas y morales no son un mito en la vida. Estos son dos hechos incontrovertibles constatados. Y si queremos llegar a la solución del problema, ha de ser a base de conciliar estos dos hechos reconocidos como verdaderos.
     La solución no ha de consistir en negar la bondad de Dios o la realidad del dolor. Nadie puede poner en duda la bondad de Dios simplemente por haber constatado la presencia del dolor en el mundo.
     ¿Cómo, pues, nos las habremos para concordar su bondad con la presencia del mal en el mundo?
     Cualquiera que se dé al estudio del problema del dolor sabe que Dios está infinitamente sobre el hombre. Con nuestro endeble y finito entendimiento no podemos esperar jamás comprender en su plenitud las obras del Omnipotente. Nunca podremos rastrear sus designios y propósitos. Ya nos dice la Sagrada Escritura: «¡Cuán incomprensibles son sus juicios e inaccesibles sus caminos!» (Rom., XI, 33).
     Cosa extraña, a la verdad, que una criatura pudiera sondear los designios del Creador infinito del universo. Es mucho más razonable para nosotros esperar encontrarnos con algún misterio si intentamos comprender las obras de Dios.
     Médicos y enfermeras tendrán innumerables ocasiones de robustecer las inteligencias de sus pacientes con una saludable actitud cristiana ante el dolor. No pretendemos con esto significar que sea necesario exponer todo un problema de vida espiritual de regeneración a los pacientes a ellos encomendados. Lo importante es que éstos puedan acudir a ellos en busca de apoyo.
     El hombre que sufre, casi siempre anhela una comprensión, por simpatía, de su estado. La fragilidad de la naturaleza humana causa en cuerpos torturados y en mentes desgarradas la sed ardorosa del consuelo y alivio. Es tan sólo el hombre espiritual quien siente en su plenitud la vaciedad de toda consolación humana y torna sus miradas únicamente a lo eterno. Pero, de ley ordinaria, los hombres no cesan de anhelar en sus penas una mano benéfica y palabras de aliento por parte de sus semejantes.
     La confortación y consuelo que el médico y la enfermera pueden proporcionar, son con frecuencia bien insignificantes. Siempre será una de sus infortunadas experiencias la de contemplar a los hombres en una agonia cuyos rigores, en nada podrán ellos mitigar. A veces tendrán que retirarse de la cabecera de un enfermo que, desgarradas sus carnes, ruega y clama porque se mitiguen sus padecimientos. En un centenar de amargas experiencias, propias de su profesión, se verán desesperanzados ante el sufrimiento; y en sus trances, reconocerán bien a fondo la debilidad del poder humano y la limitación de sus conocimientos.
     No deben, con todo, olvidar que su ordinaria insuficiencia para remediar los incontables casos de sufrimiento físico y moral es tan sólo una mera incapacidad de proporcionar un alivio nudamente humano y temporal. Bien es natural que no siempre son capaces de desterrar el dolor y libertar a las almas de torturas desgarradoras. Pero lo serán siempre de proporcionar a sus pacientes un alivio incomparablemente más valioso.
     Ningún beneficio mayor pueden dispensar a sus enfermos que el que supone convencer a su inteligencia del valor inestimable del sufrimiento y de los divinos designios a que éste puede servir. El médico o enfermera, que hacen comprender a sus pacientes este nuevo sentido de la vida, les otorgan un don inapreciable. Ninguno de sus actos, que pudiera mitigar en algo el dolor físico y moral, sufre parangón con el que realizan al impartir a sus pacientes tan profunda convicción.
     Pero antes que ellos procedan a dar una lección tan espiritual, deben crear en sus enfermos un sentimiento de confianza. Estos deben hacerse a la idea de ver en los que los asisten una fuente inagotable, no sólo de pericia médica, sino también de fortaleza espiritual. El enfermo no tiene por qué sentir sonrojo al buscar la simpatía y compenetración humanas. Tal vez parezca inexacto, pero esto es lo más humano que puede hacer un enfermo.
     El Hombre más esforzado de este mundo se vió en sus padecimientos buscando el consuelo humano; y la exigua condolencia recibida fué, por desdicha, incapaz de confortarle. En la hora de su más amarga agonía, aquellos hombres a quienes Él había salvado, aconsejado, consolado, le olvidaron por completo. Todos dormían tranquilamente mientras Él padecía y se preparaba a morir por ellos. En medio de la mayor desolación, Cristo se vió abandonado de los hombres y sumido en el desamparo más angustioso, sufriendo el mayor dolor físico y moral que jamás haya padecido hombre alguno. Verdad es que era Dios, pero igualmente era hombre perfecto. Y su corazón humano, lleno de una ternura allende toda nuestra débil comprensión, buscó en vano una palabra de consolación humana.
     El paciente debe, pues, ver en sus dolores a Cristo, a quien puede acudir con toda confianza. El mismo Salvador, en la hora de su prueba, buscó el consuelo humano, experimentó su falta y entonces se volvió a su Padre celestial.
     El enfermo que aprende a volver a Cristo, encontrará en Él al gran consolador de la humanidad. Al igual que durante su vida mortal alargó sus manos bienhechoras para restablecer la salud de los cuerpos enfermos, hacer ver a los ciegos, vigorizar los miembros paralizados y resucitar a los muertos, así ahora continúa siendo Él el gran Médico del universo.
     El mundo moderno, imbuido en la exaltación de todo lo material y deleznable, jamás piensa en dirigirse a Dios en demanda de consolación. Pero nunca ha ofrecido ni puede ofrecer una sustitución digna a un espíritu, que se halle inmerso en las profundidades de un vivo e incurable dolor.
     Sin una perspectiva espiritual de la vida, el espíritu torturado siente la tentación del suicidio, cobarde huida de la existencia. Esos infelices ni conocen la fuerza del amor divino, ni saben que Dios les ha señalado un destino eterno.
     Cuando el sufrimiento enseña al hombre a volverse a Dios, le ha dado una solución inapreciable. Desde el momento en que el hombre aprende que necesita realmente de Dios, empieza a comprender la finalidad real de la vida. Es una lección dura, pero saludable, la que oye el hombre cuando empieza a convertirse a Dios.
     Los médicos y enfermeras deben poner sin cesar ante la vista de sus pacientes que nada es insignificante si tiene relación con Dios. Los brazos de Cristo, extendidos sobre la cruz, invitan al que sufre a venir a Él.
     La respuesta a esta llamada de Cristo causará dolor al ser interpretada esta invitación desde un distinto punto de vista. El sufrimiento se convierte así en un medio de unión con el Salvador de la humanidad; y los espíritus torturados se pondrán más completa y confiadamente en los brazos del Crucificado, y más seguramente les servirá el sufrimiento de escala para ascender a su unión eterna con Dios.
     Es evidente que el sufrimiento viene a ser un camino hacia la grandeza espiritual sólo en cuanto se acepta con una actitud adecuada. Puede una persona experimentar intensos padecimientos físicos y morales desde la cuna al sepulcro, sin que esto sirva de algo para una finalidad espiritualista. La oportunidad de adquirir un mérito espiritual en el sufrimiento, puede desaparecer, como puede perderse cualquiera otra conyuntura en la vida.
     La conformidad con la voluntad de Dios es un elemento vital que debe caracterizar al sufrimiento concreto antes que éste pueda poseer algún valor espiritual. La resignación es, por descontado, una palabra que puede afluir fácilmente a nuestros labios, al paso que la actitud interior que presenta es más difícil de adoptarse. Esta dificultad procede indiscutiblemente de la inhabilidad del hombre para comprender en toda su plenitud el sentido de la vida.
     Aun el hombre conocedor de que su meta está más allá de las estrellas, de que su destino es eterno, encuentra en sí una como imposibilidad de romper por entero con el amor a esta vida terrenal. Una perspectiva completamente espiritualista de la vida es muy rara entre los hombres e indudablemente lo más difícil de conseguir. La resignación, mirada en sí misma, no es tanto una virtud como el fruto de todas las virtudes. Demuestran los hechos que sólo las almas enteramente puras pueden unirse al impecable Salvador del mundo, y que el hombre se habilita para esa purificación en la medida en que acepta voluntariamente el sacrificio.
     De esta manera, la resignación en el sufrimiento sirve de castigo por los pecados cometidos, de invitación a una idea más espiritualista de la vida y de coyuntura propicia para someterse a la voluntad del Creador en todo.
     Así como el hombre es capaz de ver allende la calígine nocturna al hermoso día, y a través del tétrico invierno a la exultante primavera, de igual modo la resignación en el sufrimiento le habilita para ver las verdades eternas a través de lo material y temporal.
     Los dos ladrones crucificados a derecha e izquierda de Cristo, nos ofrecen la lección más impresionante sobre la necesidad de la resignación en el sufrimiento. Los dos sufrieron la misma tortura a la vera del Salvador. Con todo, uno recibió la divina promesa de entrar aquel mismo día en el Paraíso, al paso que el otro murió entre indecibles estertores sin una tal promesa de felicidad.
     Es claro que únicamente la resignación aparece como diferencia chocante entre ambos ladrones. Uno aceptó su muerte, consideró su destino espiritual, volvióse a Cristo y oyó una promesa infalible de felicidad. El otro se rebeló contra su suerte, despreció a Cristo y murió sin promesa alguna de salvación.
     La importancia y necesidad de la resignación no pueden ser pintadas más al vivo que en este postrer episodio de la vida de Cristo.
     Es de lamentar que se encuentren innumerables pacientes sufriendo lo bastante para hacerse santos y, con todo, debido a la actitud rebelde contra su suerte, no sirvan sus padecimientos a un fin beneficioso.
     El sufrimiento malogrado, la rebeldía en contra de lo que debe aceptarse, revela una de las más lamentables debilidades humanas. Tal rebeldía nada vale para mejorar su condición; sólo sirve para privar al hombre del gran valor íntimamente vinculado al sufrimiento. Si pudiera evitarse el dolor por el mero hecho de indignarse contra él, la acción no sería espiritualmente recomendable, pero sí, al menos, comprensible. Pero cuando el enfermo no puede eludir el sufrimiento, es evidentemente una necedad alzarse contra él y malograr así sus inestimables ventajas espirituales.
     Puede objetarse a todo lo dicho que esta filosofía cristiana del sufrimiento está en un plano muy elevado.
     Respondemos a esta objeción, diciendo, que el hombre ha sido colocado igualmente en plano harto encumbrado. El Todopoderoso le ha dotado de un alma espiritual a la que prefijó un destino eterno. Cristo, el Hombre-Dios, le reveló el valor inestimable y sentido sobrenatural del sufrimiento. Impulsado por un amor infinito, eligió el sufrimiento en su forma más acerba para levantar a la humanidad a la esfera de una vida sobrenatural.
     Por estas razones, el verdadero imitador de Cristo ve en el sufrimiento una escala para la santidad, una invitación divina a la grandeza espiritual. La presencia del dolor turba en gran manera el funcionamiento regular de la mente humana. Tanto como la pasión y los prejuicios perturban las operaciones mentales, en igual medida la presencia del sufrimiento hace por extremo difícil la exacta formulación de los pensamientos. No es cosa fácil para el hombre llegar a un juicio imparcial sobre el sufrimiento, especialmente en el instante preciso en que su cuerpo se halla torturado por él.
     Médicos y enfermeras deben mostrar condolencia hacia las penalidades que aquejan a sus pacientes. No deben sorprenderse ni desanimarse cuando un enfermo, aun siendo buen cristiano, encuentra dificultad en comprender la importancia sobrenatural del dolor. Antes bien, sería, en realidad, motivo de gran sorpresa para ellos salir fácilmente airosos al dar una lección de tan profunda espiritualidad.
     Siguiendo el ejemplo de la Santa Madre Iglesia, deben poner el mayor empeño en desterrar o aliviar el sufrimiento físico o moral. Ningún sacrificio ha de parecerles excesivo a cambio de mejorar con él la condición de sus semejantes. Y aun en aquellas circunstancias en que, ante padecimientos horribles e incurables, la ciencia y experiencia humanas se declararán impotentes, ellos no deben dar por terminada su labor. Entonces se ha de proponer a los espíritus torturados, un conocimiento más profundo de la vida, y una demostración de que pueden utilizar el dolor como el gran medio de unión espiritual con Dios.
     A la verdad, una tal ocupación es, indudablemente, sobre todo, lo que cabe ponderar, grande y noble.

Charles Mc Fadden (Agustino)
ETICA Y MEDICINA

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