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viernes, 3 de mayo de 2013

Promesas de Cristo sobre la infalibilidad del Magisterio de su Iglesia (1)

     Todos los ataques de la herejía y del cisma, en el decurso de la historia de la Iglesia, y particularmente los que nacieron de la revolución religiosa del protestantismo, ultimadamente han de concentrarse y refundirse en el desconocimiento y la impugnación, más o menos violenta, del punto central de nuestra fe católica: la existencia, la naturaleza y la autoridad suprema e infalible del magisterio vivo de la Iglesia.
     Hemos demostrado en uno de los artículos anteriores, comentando las últimas palabras del Divino Maestro a sus Apóstoles, que Jesucristo, verdadero Hipo de Dios, para engendrar y propagar y conservar la fe en su doctrina y en su religión, instituyó ese magisterio vivo, personal, compuesto de hombres que con su autoridad divina enseñase a todas las gentes y hasta la consumación de los siglos lo que todos debemos creer y lo que todos debemos hacer para salvarnos.
     Hemos demostrado que, dada la naturaleza y la misión de la Iglesia, encaminada a la salvación de todas las gentes, sin distinción de tiempos ni de lugares, ese magisterio tenía que ser perpetuo y además infalible: y que su infalibilidad quedó plenamente garantizada por la promesa que hizo Jesucristo a sus Apóstoles de quedarse en su Iglesia hasta la consumación de los siglos.
     También probamos, con las mismas palabras del Divino Fundador que ese magisterio quedó confiado únicamente a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores, a los que ya Jesús había confiado en otras ocasiones los poderes de regir y santificar a sus fieles.
     Creo que, después de estudiar esas últimas palabras del Divino Fundador, nadie puede negar desapasionadamente la existencia en la Iglesia de un magisterio vivo, perpetuo e infalible.
     Todavía, sin embargo, para mayor abundamiento, comentaremos otras palabras del Divino Maestro, en las que también promete y garantiza el don de la infalibilidad al magisterio vivo de su Iglesia.
     «No envió Dios al mundo a su Hijo, dice el Salvador, para condenar al mundo, sino que, por su medio, el mundo se salve. Para que todo aquél que crea en El, no perezca, sino que logre la vida eterna». (Joan., III, 16 y 15).
     Ya lo indicamos antes, comentando otras palabras de Jesucristo, e insistimos ahora: la condición fundamental para salvamos es creer el Evangelio, pero el Evangelio predicado por los Apóstoles, testigos fieles de la doctrina del Maestro Divino. Por consiguiente, esta fe, necesaria para la salvación, exige la sujeción del entendimiento a la predicación y al magisterio de los Apóstoles y de sus sucesores, al magisterio de la Iglesia.
     Mas, Jesucristo no podía imponer tan grave obligación a los fieles, pena de eterna condenación, ni podía asegurarnos que los que crean con fe viva lo que El enseñó y nosotros aprendemos por el magisterio de la Iglesia, se salvarían, si no garantizase plenamente, eficazmente la infalibilidad didáctica de ese magisterio. Si el magisterio oficial de la Iglesia pudiera enseñar el error, los que creyesen en él, se salvarían por el error, lo cual es absurdo.
     Creer en el magisterio de la Iglesia es creer en el mismo Jesucristo; por eso dijo el Señor en otra ocasión: «El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia». No puede perecer el que con fe viva y práctica acepta las enseñanzas de la Iglesia, que son las mismas de Jesucristo.
     En el Cenáculo, en aquella sublime, grandiosa y verdaderamente inefable Oración Sacerdotal de belleza incomparable, que dirigió Jesús, como Redentor de los hombres y como Fundador y Cabeza Suprema de la Iglesia, a su Eterno Padre, antes de consumar el sangriento sacrificio, el Divino Maestro pide su glorificación en cuanto hombre, pide por sus Apóstoles y pide por su Iglesia. En todas estas peticiones de Jesús está incluida la realización eficaz y constante de la misión didáctica de la Iglesia, que presupone el don de la infalibilidad para su magisterio.
     Porque, en primer lugar, la glorificación de Jesús en este mundo consiste en que la vida divina se difunda y propague entre las almas, y esta difusión no pueda hacerse sin el conocimiento que los hombres adquieran de Jesucristo y de su doctrina verdadera. Esta es la gloria del Hijo y ésta es también la gloria del Padre; por eso dice el Señor:
     «Padre, la hora es llegada, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a Tí. Pues que le has dado poder sobre todo el linaje humano, para que dé la vida eterna a todos los que les has señalado. Y la vida eterna consiste en conocerte a Tí, solo Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú enviaste». (Joan. XVII, 1-3).
     El conocimiento de Jesucristo es la aceptación de su doctrina verdadera, que los hombres no podrían conocer, a lo menos en la presente economía de la gracia, si no existiese un magisterio oficial en la Iglesia que tuviese el don de la infalibilidad didáctica.
     En segundo lugar, la vocación sobrenatural de los Apóstoles y el cumplimiento indeficiente de la misión expresa que Jesús les iba a dar, para predicar su Evangelio en todo el mundo y hasta la consumación de los siglos, pedía también que fuesen preservados del error, a donde tan fácilmente se inclina la fragilidad humana, por el don divino de la infalibilidad. Por eso pide el Redentor en su Oración Sacerdotal:
     «Por ellos ruego ahora.... Yo les he comunicado tu doctrina.... Santifícalos "en la verdad". La palabra tuya es la verdad misma. Así como Tú me has enviado al mundo, así Yo los he enviado también al mundo. Y yo por amor de ellos me santifico (me ofrezco por víctima a mí mismo), con el fin de que ellos sean santificados "en la verdad".
     Finalmente, la Iglesia, la obra de Cristo en la tierra, que es la glorificación del Padre y la salvación de las almas, exige la fe viva, activa, que crezca y se propague sin interrupción, en la misma y auténtica doctrina del Divino Maestro. Por eso también Jesús, al pedir por su Iglesia, dice a su Eterno Padre: Pero, no ruego solamente por éstos, sino también por aquellos que han de creer en mí por medio de su predicación; que todos sean una misma cosa...»
     Para ser discípulo de Cristo se necesita creer: para creer se necesita la predicación, pero una predicación uniforme, auténtica, infalible una predicación que sea la verdad, no el error. La unidad de la Iglesia presupone y exige ante todo la unidad de doctrina; y la unidad de creencias y de doctrina en los fieles, la unidad de predicación; y la unidad de predicación, exige la infalibilidad del magisterio oficial, garantizada una vez más, por la eficacia de la Oración Sacerdotal del Redentor.
     Otra promesa hizo Jesucristo a sus Apóstoles y en ellos a todos los fieles, para garantizar el don de la infalibilidad del magisterio de la Iglesia: enviarles el Espíritu Santo.
     Son muchos los pasajes gue pudiéramos aducir a este propósito. Escogeremos algunos de los principales:
     En el capítulo XIV del Evangelio de San Juan, (v. 16-17), leemos estas palabras gue el Salvador dirigió también a sus Apóstoles, en la noche de los grandes misterios: «Y Yo rogaré al Padre y os dará otro Consolador, para que "esté con vosotros eternamente". Una vez más nos encontramos con la misma expresión divina, gue ya comentamos antes. «Para gue esté con vosotros eternamente», es decir, para gue con su auxilio extraordinario y sobrenatural os ayude a cumplir vuestra misión. Y, ¿guién es este Consolador, gue el Padre, por ruegos de Cristo, ha de dar a los Apóstoles?
     «El Espíritu de verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce», el Espíritu Santo, la tercera persona de la Augusta Trinidad. «El mundo no puede recibirle, porque no le ve, ni le conoce»; «pero, vosotros, dice Jesús a sus Apóstoles, le conoceréis: porque morará en vosotros y estará dentro de vosotros».
     Y más adelante añade el Salvador estas palabras: «El Consolador, el Espíritu Santo, que mi Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo, y os recordará cuantas cosas os tengo dichas» (v. 26). Y todavía más adelante, (Cap. XVI, 12-13), vuelve a decirle el Señor: «Aún tengo otras muchas cosas que deciros; mas, ahora no podéis comprenderlas. Cuando, empero, venga el Espíritu de verdad. El os enseñará "todas las verdades" (necesarias para la salvación).
     Esta promesa del Espíritu Santo la repitió Jesús a sus Apóstoles poco antes de la Ascensión, precisamente cuando pronunció las palabras gue comentamos anteriormente y en las gue dió en definitiva su misión evangelizadora a los Apóstoles. «Recibiréis, les dijo, la virtud del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y me seréis testigos en Jerusalem, y en toda la Judea. Samaria, y hasta los coníines del mundo». (Act. Apost. I, 8).
     En estas palabras y promesas de Jesucristo se trata de un don o carisma para beneficio, no de los mismos Apóstoles, sino de las almas, a quienes ellos debían predicar el Evangelio. La promesa de Jesús es absoluta, como también es absoluta su voluntad de que todas las gentes sean enseñadas en su doctrina, de gue su Iglesia sea fundada y se conserve y desarrolle hasta el fin de los tiempos. Estudiando estas promesas de Jesucristo, podemos deducir las siguientes conclusiones, obvias y terminantes:
     1) El Espíritu de verdad ha de ser el Maestro de los Apóstoles, con la ayuda sobrenatural del Espíritu Santo, entenderán exactamente lo que el mismo Espíritu les enseñará: «deducet vos in omnem veritatem»: El os conducirá al conocimiento de todas las verdades que debéis enseñar. 
     2) El magisterio apostólico será, por consiguiente, conforme a este conocimiento claro y exacto de las verdades, que el Espíritu Santo les hará comprender a los Apóstoles. Así se desprende de las palabras de Cristo: «Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, y seréis mis testigos». El fin de esa asistencia del Espíritu Santo es para gue ellos puedan predicar, por sí mismos o por sus sucesores, la verdadera y única doctrina de Jesucristo, por todos los confines del mundo y hasta la consumación de los siglos. 
     3) Luego, el magisterio apostólico, que es el magisterio oficial de la Iglesia, como ya explicamos, cuenta con la asistencia del Espíritu Santo, para ser el testimonio fiel y viviente de la doctrina verdadera de Jesús, para no enseñar el error; luego el magisterio oficial de la Iglesia es infalible por la asistencia del Espíritu Santo.
     El fin de esa infalibilidad didáctica, como hemos ya probado, es la fe en la predicación y en el magisterio de la Iglesia que todos debemos tener, bajo pena de eterna condenación. El magisterio infalible de la Iglesia debe ser la norma cierta de nuestra fe católica. Porque, aunque la norma última y fundamental de la fe sea la divina revelación: creemos, porque Dios así lo ha revelado; sin embargo, como esta revelación no ha sido hecha a todos, necesitamos el testimonio de una autoridad infalible, a quien haya sido entregado, para su custodia, y propagación, el depósito de la revelación divina.
 

Joaquín Sáenz y Arriaga, S. J.

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