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sábado, 13 de noviembre de 2010

Las frecuentes impaciencias y discordias domiciliares, y las envidias acaban las casas y las familias.

De la ira impaciente dice el Espíritu Santo, que disminuye los dias de la vida mortal del hombre zelus, et iracundia minuunt dies; y por consiguiente todo lo temporal se acaba en acabándose la vida.
El Sabio dice, que la criatura prudente es regularmente pacífica y benigna; pero que el hombre insipiente, estulto y necio, se deja vencer de la impaciencia, y exalta su estulticia (Prov., XIV, 29).
El mismo Sabio nos previene, que apartemos de nuestro corazón la ira y la impaciencia, para disponer como prudentes las operaciones racionales de nuestra vida; verdad es, que también hay algunas iras prontas justificadas con el celo santo, las cuales no son pecados, como dice el profeta rey (Psalm., IV, 5).
La verdadera sabiduría no se compone bien con la amargura frecuente del corazón humano, dice el Sabio; porque no tiene tan malos efectos ese don de Dios, sino antes bien tiene los contrarios, que son gozo y alegría santa, y prontitud animosa para las buenas obras (Sap., VIII, 16).
La ira impaciente del necio, y la intrepidez inconsiderada del insipiente, son causa de su ruina, como se dice en el divino libro del Eclesiástico; porque Dios Omnipotente disipa y destruye a todos los que quieren vivir en guerra continua, y se deleita su divina Majestad en la abundancia de paz, como dice el salmista (Psalm., LXVII, 32).
El hombre iracundo provoca siempre contiendas y altercados inútiles, dice un proverbio; pero el varón paciente y pacífico mitiga y compone las pesadumbres litigiosas que el imprudente suscitó.
El don celestial y la paz estimable es para los hijos escogidos de Dios, dice Salomón; y los que confían en Dios entiendan esta verdad, que la paz verdadera no es para los impíos; los cuales, como llevan inquieto su perverso corazón, todo el dia están maquinando discordias y altercados enfadosos. Huye de ellos como del demonio.
La concordia y amor de los que viven juntos, es el gozo cumplido en esta vida mortal: ecce quam bonum et quam jucundum; y esta felicidad estimable es la buena fortuna doméstica, bien parecida delante de Dios y de los hombres, como se dice en el citado libro del Eclesiástico; donde se habla de la paz y concordia entre los casados, que es una bendición de Dios [Eccli., XXV, 2).
Los que son impacientes parecen al demonio, que ni él está quieto ni deja sosegar a los demás. Estos infelices son los que no conocen el camino llano de la paz, de los cuales dice el salmista, que no tienen temor de Dios, ni estiman la quietud de sus almas; tienen el formidable veneno de los áspides bajo de sus labios, y su boca está llena de maldiciones y amarguras, de la cual salen envenenadas todas sus palabras (Psalm., XIII, 3).
Aman la discordia doméstica, y buscan su ruina, como dice el Sabio; y revolviendo diversas piedras, se afligen con ellas. Por esto se dice del impaciente, que se busca su daño; y si quiere evitar uno grande, le sucede otro mayor, porque no da en el punto principal de que todo su daño consiste en su mala condición.
Así como antes que se levante el fuego sube el humo vaporoso, así antes de llegar a las manos y ensangrentarse, preceden las maldiciones, contumelias y amenazas, dice el Espíritu Santo (Eccli., XXII, 30); y de lo que comenzó por impaciencia, se siguen muchísimos males, que fácilmente se pudieron atajar en su principio. Este grave desorden sucede muchas veces en las casas de los impacientes.
Así como el que tira de la oreja a un perro le hace gritar, y le provoca contra él mismo, así sucede al impaciente que se mezcla voluntariamente en la discordia, dice el Sabio, que él se busca su inquietud y su daño; porque como los carbones frios aplicados al fuego se encienden y le hacen mayor, así su ánimo impaciente busca donde encenderse mas, y enfurecerse con el detrimento propio y ajeno.
Así también los labios del necio se mezclan en discordias extrañas, dice el mismo Sabio; y su lengua suscita muchas pesadumbres y enfadosos combates, que no sirven sino de inquietar las conciencias, y turbar las casas y familias.
El Espíritu Santo dice al hombre casado, que no sea en su casa como león, aterrando y conturbando a sus domésticos: Noli esse sicví leo in domo tua (Eccli.,IV, 35), porque de este modo de proceder impaciente y terrible, la mujer se desconsuela, los hijos se acobardan, y todos los de casa se ponen a temblar; de lo cual, siendo frecuente, se siguen graves inconvenientes y daños.
El que conturba su casa, dice el Sabio, poseerá los vientos; porque acabará con todo, y solo le quedará ventolera de su terribilidad imprudente y necia, con la cual se gloría como insipiente presumido.
En el número de los padres tiranos, de quienes hace mención el sagrado libro de la Sabiduría, deben entrar los padres crueles, de quien hablamos, que conturban su casa con sus horribles y continuas impaciencias, que suelen acompañarlos detestables juramentos y blasfemias, de que tiemblan las paredes, y aun las piedras fundamentales de su desventurada casa, y son el motivo de la desgracia de sus pobres hijos.
Esto consideraba el apóstol san Pablo, cuando exhortaba a los padres para la santa educación de sus hijos, y les previene que la corrección sea prudente, no sea que los hijos por la indiscreción de los padres se hallen provocados a iras destempladas, y poseídos del temor prorumpan en alguna precipitada desesperación: Et vos, patres, nolite ad iracundiam provocare filios vestros (Ephes., VI, 1),
Sin salirnos de este reino de Aragón hallaremos que aun se llora la muerte fatal de cierto joven, cuyo padre era tan terrible de condición, que siguiéndole a su hijo un dia con sus terribles furias acostumbradas, el muchacho se fue subiendo la casa arriba, y llegando al término de ella, no hallando ya por donde escapar, se arrojó por la mas alta ventana, y se hizo pedazos. Este caso desastrado ha sucedido en nuestros tiempos, y fue muy público y notorio, como también lo han sido las continuas lágrimas de sus padres infelices, que no tenían otro hijo varón para su casa y consuelo.
No se entienda por esto que los padres han de ser descuidados en corregir y castigar los hijos; porque esto seria faltar a su obligación. Lo que intentamos persuadir a los padres es, que sean racionales y no fieras en la condición, y en todas sus operaciones tengan modo, como lo enseña el Sabio (Prov.,XXIII,4).
La severidad moderada de los padres con los hijos es muy conveniente; pero la continuación de sus impaciencias, amenazas y furias, tienen los graves inconvenientes que aquí declaramos, y explican los proverbios (Prov., XIV, 17).
El erudito Martin del Rio escribe de una mujer noble, que siempre andaba sobresaltada de temores, por el motivo de que unos enemigos suyos querían matar a su marido. Esta señora criaba un niño, el cual advirtiendo los sobresaltos y miedos de su madre, cuando fue creciendo se le quedaron los mismos gestos y sobresaltos del temor, de tal manera, que en opinión de todos andaba siempre sobresaltado, y como temblando de miedo.
Adviertan y considérenlos padres estos formidables ejemplares, para que no atemoricen ni aterren a sus hijos con sus continuas impaciencias y furias destempladas; porque la casa donde siempre reina la mala condición, los gritos, desesperos y pleitos, mas parece casa de condenados, que habitación de cristianos.
La mujer, que tiene marido de mala condición, ármese de paciencia, para que el defecto de uno se supla con la discreción, prudencia y buenos modos del otro. Así hacia la prudente Abigail con su mal acondicionado marido: porque si los dos padres de familia no se convienen, y el uno no suple por el otro, se verificará en su casa la sentencia formidable del Señor, con que amenaza su total ruina(Matth., XII, 25).
La tristeza continua del corazón humano es todas las plagas juntas, dice el Espíritu Santo: Tristitia cordis est omnis plaga; y la mujer mala, impaciente y litigiosa, es la tristeza y melancolía de su marido y de toda su familia. ¡Desventurado el que habita con ella!
También dice el Espíritu Santo, que no hay cabeza peor ni mas mala, que la cabeza de la culebra, y que no hay ira mayor que la ira de la mujer. Considérese con esta verdad la desventura que tendrá una casa si la gobierna una mujer iracunda, impaciente y rabiosa, que atropella con todos, y no se halla modo de aplacarla.
Por tres cosas, dice Salomón, se mueve la tierra, y la tercera de ellas es la mujer odiosa, de mala condición, impaciente y terrible, cuando entra a gobernar una casa, y todo lo atropella sin modo, discreción ni prudencia. El mismo Sabio dice, que la ira no tiene misericordia, por lo cual se espera poca ó ninguna piedad de la mujer impaciente, que todos los tiempos los hace iguales con su perversa condición. Lo mismo se puede decir del varón impaciente y furioso.
De todo lo cual sacamos en buena consecuencia, que si el marido y la mujer no se convienen a vivir en suma paz, y el uno no suple por el otro, la causa es perdida; y no solo no se aumentarán los bienes temporales en ella, sino que acabarán los que antes tenia, y se arruinará todo; porque donde no hay caridad, no hay Dios, y donde no hay Dios, no puede haber cosa buena: Dios es caridad, dice san Pablo, y la caridad es benigna, paciente y afable. (I Cor., XIII, 1 et seg.) El vivir en caridad, es vivir en Dios; y el vivir en discordia, parece mas intolerable que el morir.
El Espíritu Santo dice, que es mejor la muerte, que la vida amarga: Melior est mors, quam vita amara; y siendo tan amarga la vida de los casados en continua discordia, no extraño se les haga dulce la muerte, en comparación de su vida amarguísima.
El pacientísimo Tobías llevaba con grande resignación sus tribulaciones, enfermedades y trabajos, estimando el padecer mas que el morir; pero cuando se llegó el caso fuerte de que su misma esposa le llenó de improperios y desprecios, juzgó que si la impaciencia furiosa de su mujer no tenia remedio, le seria mejor el morir que el vivir, disponiéndolo el Señor. (Tob., III, 6, cum antec.)
Otro capital principio para la ruina y acabamiento de las casas y familias es la envidia tirana, la cual hace mas daño a quien la tiene, que al envidiado, porque al envidioso le destruye de todos modos, y le acaba sus conveniencias temporales, según la sentencia del sabio Salomón, que dice: Qui alios invidet, ignorat, quod egestas superveniat ei.
Al envidiado le prospera Dios, y el envidioso se pierde. De esta verdad constante hallamos una prueba evidente en el libro el Génesis, donde se refiere, que los envidiosos palestinos, y otros bárbaros enemigos iban cegando al patriarca Isaac todos los pozos que hacia para dar agua a sus ganados; y aunque al primer nuevo pozo que abrió le intituló calumnia, habiéndosele cerrado sus envidiosos enemigos, hizo otro, que le llamó latitud, diciendo: Nunc dilatavit nos Dominus, et crescere fecit super terram; dando a entender, y explicando, que cuanto mas sus enemigos le perseguían, tanto mas le enriquecía el Señor, y á sus enemigos los consumía la envidia.
Lo mismo se prueba con el suceso trágico del patriarca José, y de sus envidiosos hermanos. Estos no le podían ver delante de sus ojos, porque su padre le estimaba mas que a ellos, y por los sueños misteriosos de su prosperidad futura, que él les había referido. Llegó la envidia tirana de sus hermanos a tanto grado, que le quisieron quitarla vida, y por misericordia de un hermano suyo, menos cruel, ó mas compasivo, se contentaron por último con venderle, y hacerle esclavo en Egipto; pero la divina Providencia se explicó tan superabundante en honrar y prosperar al envidiado José, que le hizo como señor y salvador de los que le tenían cautivo; y humilló a sus envidiosos hermanos, hasta ponerlos a los pies y arbitrio de José, como largamente se refiere en el sagrado libro del Génesis, (XXXVII, 39 et seq.)
Y haciendo reflexión legítima sobre esta trágica historia, es muy digno de notarse lo que los mismos envidiosos dijeron, que una fiera pésima había devorado a su hermano José. Sobre lo cual advierte san Agustín, que dijeron verdad en el sentido místico; porque no hay fiera mas terrible ni mas pésima que la envidia tirana, la cual a un mismo tiempo se come el corazón de los envidiosos, y lo consigue; y se encamina a perder al envidiado, mas no lo puede conseguir.
De esta verdadera doctrina se infiere que la envidia hace recta justicia; porque castiga como merece al envidioso, y deja libre al inocente envidiado. Este fue discurso digno del gran padre de la iglesia san Juan Crisóstomo, probando con eficacia, que la envidia bárbara é infame se vuelve contra los mismos que la quieren; y lo destruye, no solo en los bienes espirituales y eternos, sino también en los transitorios y temporales.
Esto mismo se confirma con otro católico ejemplar del mismo sagrado libro del Génesis, donde se dice que la hermosa Raquel tuvo envidia a su menos hermosa hermana Lia, porque esta tenia la sucesión de hijos estimable, y ella se hallaba infecunda y estéril: Invidit Rachel sorori suae; y aunque el Señor la consoló, dándola hijos, no la costó menos que la vida, pues murió de parto de Benjamín, y entonces exclamó diciendo en medio de sus intensísimos dolores y mortales angustias: Este es hijo de mi dolor, y así espiró.
El Sabio dice, que la envidia es podredumbre y corrompimiento de los huesos: Putredo ossium, invidia; y así se conoce, que el envidioso se va consumiendo y acabando, como un hombre desventurado que tiene corrompidos los huesos, y su curación es tanto mas dificultosa, cuanto mas interior tiene la enfermedad; la cual parece no puede entrar mas adentro que a lo interior de los huesos, y de aquel centro envenenado sale al rostro del envidioso.
Por esta causa dice el Espíritu Santo, que la envidia penetrante hace sonrojar para su confusión al envidioso contaminado: Ne invidia contaminatus erubescas; donde se ofrece el reparo de llamar contaminado al envidioso; porque el que se halla contaminado de una pestilente enfermedad que le llega hasta los huesos, ya no parece tiene remedio humano, antes suele proceder de mal en peor, como sucede al envidioso, cuando llevado de su rabiosa envidia, pasa a tiranas ejecuciones de venganza.
Esta última desventura se pondera en el libro de la Sabiduría, donde se hace una breve descripción de la perdición de los mortales en sus depravadas costumbres; y como por término se dice, que llega la prevaricación a tal extremo, que un racional quita la vida a otro por envidia: Alius alium per invidiam occidit; y como el efecto del homicidio es perderse el homicida a sí mismo, y arruinar a su casa, según ya dejamos probado, también se convence, que la envidia arruina a las familias, y quita la vida a los envidiosos para acabar con todo.
Ademas de todo lo dicho, la pasión desordenada de la envidia es vicio de gente ruin; por lo cual se dice en el libro del santo Job: Parvulum occidit invidia; porque en los corazones generosos no tiene tan libre la entrada un vicio tan infame.
También es vicio de demonios y de gente perdida; por lo cual dice el Espíritu Santo, que la envidia del diablo introdujo en el mundo la muerte de los hombres, y le imitan los que se hacen de parte del demonio: Invidia diaboli mors introivit in orbem terrarum; imitantur autem eum, quisunt ex parte ejus (Sap., II, 24). De que se sigue, que los envidiosos tienen la condición endemoniada, y van siguiendo todos los pasos de tan infernal enemigo.

R.P. Fray Antonio Arbiol
LA FAMILIA REGULADA
1866

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