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viernes, 5 de noviembre de 2010

Luz y tinieblas sobre el corazón

MEDIOS PARA FORTALECER EL CARÁCTER
Agentes internos


Busca la luz
Dice un proverbio chino: «No podrás impedir que la melancolía abata sus alas sobre ti, pero sí que haga en ti su nido.»
Cuando la melancolía se cierne sobre tu alma, ensombrece su luz, y según sea tu luz, así serán tus obras.
El optimista es el hombre luchador que no conoce el desaliento ante el fracaso. Sabe trabajar en medio de la noche.
Sé optimista, porque como dice un aforismo hindú: «La fortuna llama siempre a la puerta del que le sonríe.» Y la Sagrada Escritura: «No desmayes por el fracaso.»
Un mismo acontecimiento tiene distinto eco en el alma del optimista y del pesimista.
El pesimismo nace de ti, no de los acontecimientos. Estos los interpretas tú, según los sentimientos de tu alma.
«Un día mojado de julio, escribe Tagore, siendo yo niño, hice un barco de papel, y lo eché al arroyo; yo estaba solo, y era tan feliz con mi juego.
»Las nubes se pusieron negras, pasó un vendaval, y cayó del cielo un diluvio. El agua fangosa, ancha y violenta se llevó mi barco.
»Pensé amargamente que la tormenta había sido sólo contra mi ventura, que todo su daño había sido sólo para mí.»
¡Cuántas veces has dado la misma importancia a tus fracasos, como el niño al naufragio de su barquito de papel!
Como la abeja busca las esencias para su miel, el hombre tiene que rumiar las ideas productoras de la alegría, y saber encontrar las ventajas de las cosas y de los acontecimientos.
No hay que entristecerse porque el día esté entre dos noches, sino alegrarse porque la noche está entre dos días. Ni porque las flores tengan espinas, sino porque las espinas que han de existir, tienen flores.
Ante el río que corre al mar, el pesimista se lamenta del agua que se pierde sin provecho; el optimista alza la vista a las cumbres nevadas que se derriten por un sol esplendoroso, y llena de cascadas cristalinas el valle y el cauce del río.
«Los mismos naufragios, logran también conducir hacia alguna parte la ventura de Ulises.»
De nuestro estado de ánimo depende hasta la impresión estética del paisaje: «Si el mar se muda con una sola piedra», con mayor razón el hombre con las alteraciones del corazón.
El optimismo es tan necesario para la salud, como el sol para las plantas.

La luz está en Dios
En el alma unida a Dios reina eterna primavera. La luz interior lo ilumina todo.
Un gran convertido decía: «Cuanto más católico es el hombre, tanto mayor es su dicha, porque vive en una paz esencialmente profunda, con Dios, consigo mismo y con las criaturas.»
En la adversidad no pierde su optimismo: «Veréis días terribles, saltad de gozo porque se acerca vuestra redención.»
Los sufrimientos y calamidades de la vida, no son sino versos de un romance, líneas de una historia que termina en Dios.
En Almas hundidas se lee: «Yo ahora estoy contento de haber nacido ciego, sordo y mudo, porque así puedo ver a Dios dentro de mí. Mis ojos se abrirán solamente, cuando puedan llenarse de ti, Dios mío, y esto me hace feliz.»
La dicha no está en poseer, sino en saber poseer. A algunos con lo preciso les canta el corazón. «No tienen nada, y lo poseen todo.»
Nuestro optimismo no es artificial, como se hacen soldados valientes con el licor «asaltaparapetos».

Hay que conquistar la luz
Había un ratón sumamente miedoso como todos los ratones. Apenas olía al gato huía a la ratonera. Un día, acuciado por la sed, se llega hasta los restos de una copa de coñac, que sumió en cantidad suficiente para coger una borrachera. Levantado sobre sus patitas traseras, y agitando sus manitas, gritaba algún tanto farruco y optimista: echadme al gato.
El optimismo no es eso, ni es cuestión sólo de temperamento, es un modo concreto de vivir la vida.
En el palacio del afecto hay salones brillantes donde se hospedan el optimismo, la esperanza, el valor y la alegría. Hay sótanos donde moran el desaliento, la tristeza y el temor. La señora del palacio es la voluntad que puede escoger sus dependencias, y hacer su morada donde guste.
La felicidad no se encuentra, se hace, porque no depende de lo que nos falta, sino del aprovechaminto de lo que tenemos. «Si añoras de noche al sol, tampoco mirarás las estrellas.»
La alegría sólo está ausente de los caminos prohibidos. Es la conciencia quien produce la paz en proporción con su limpieza. «Voy corriendo por el camino de tus mandamientos, porque me ensanchaste el corazón», dice el Salmista.
Las abejas del cardo y de las azucenas sacan la miel, y con esta variedad la hacen más sabrosa. Y el alma de los sufrimientos y de las alegrías saca su fortaleza. Pero esta fabricación está patentada por la virtud.
El virtuoso ante las calamidades fácilmente reacciona, mientras el vicioso se derrumba: «Rebosa mi alegría en medio de mis tribulaciones», decía San Pablo. Y San Pedro nos exhorta: «Llenaos de alegría en medio de vuestros sufrimientos.» «En la cruz, añade Kempis, está la infusión de la suavidad soberana y el gozo del espíritu.»
La alegría nace del bien obrar.
Aristóteles la definió: «compañera inseparable del acto perfecto».
Es un don que cada uno se puede dar a sí mismo, porque los hombres somos dueños de nuestros actos. La alegría es el Cristianismo vivido.

La alegría de la paz
La verdadera alegría da calma y sosiego a nuestra alma, dilata el corazón y lo ilumina sin cegarlo.
Es el mayor factor de la salud. Nos dota de un humor y de una hilaridad inofensiva: esa hilaridad índice del corazón puro. Para conocer a un hombre hay que mirarle cómo ríe.
«Muchos riendo, escribe Dostoievski, se traicionan y revelan lo más íntimo de su ser; hasta una risa sabia puede ser repulsiva. La risa supone ingenuidad... De muchas personas no se sabe qué pensar, hasta que un día estallan en una risa inclemente, poniendo al descubierto su corazón, como la palma de la mano. Si queréis de veras conocer a uno, penetrar en los repliegues de su alma, observar no como calla, habla o llora, ni siquiera cómo se entusiasma por una idea grande, sino cómo ríe. ¿Tiene reír franco?; entonces es bueno. Si se os hace ridículo, un no sé qué, está cierto que le falta algo a su dignidad personal.»
Es también afirmación de la Escritura: «El vestido del cuerpo, la risa de los dientes, el andar del hombre, revelan lo que hay en él.»
Habrá historiadores sabios, poetas tristes y profesionales acabados en su oficio, pero no puede existir un hombre humana y espiritualmente perfecto, sin una alegría cordial que ilumine a cuantos le rodeen.
Tu alegría se traslada al alma del prójimo, porque «los ojos que sonríen, esparcen la alegría mejor que los diamantes preciosos».
Los que son alegres como los Santos, son los verdaderos amadores de la vida.
«Somos tenidos por melancólicos, y siempre estamos alegres» (San Pablo).
Nietzsche achaca a los sacerdotes falta de alegría. Si esto fuera verdad, la doctrina de Cristo y de sus discípulos no sería perfecta.
Decir que un santo es triste es calumniarle, porque la tristeza es consecuencia del desorden, y propia de las almas atormentadas y en tinieblas.
La confesión de los no cristianos prueba lo contrario.
Anatole France escribe: «Si pudierais leer en mi alma, os espantaríais, porque no hay en el universo criatura alguna más desgraciada que yo. Me creen feliz, y no he gustado de la alegría ni una sola hora.»
Los santos afirman lo contrario.
La tristeza sienta bien al diablo, y a los suyos, dice San Francisco de Asís, y la alegría a los que siguen al Señor. Por eso afirmó de él el protestante Hart: «Es el hombre más contento que jamás hubo en la tierra.»
El cristiano debe ser como el espino en flor: en él también cantan los pájaros. ¿Qué importan las espinas de la vida, si en ellas también florece la blancura de la gracia?
Sobre el que se bautiza echa el sacerdote la siguiente bendición: «que alegre te sirva en tu Iglesia».
El que constantemente está alegre demuestra un perfecto dominio de su alma, y una voluntad que no se tuerce ante el dolor o la tribulación. Muerto San Ignacio se abrió su cadáver, y encontraron en él grandes piedras o cálculos. A pesar de todo, el diablo, al salir de un poseso, le describió como «el españolito de los ojos alegres». «Porque el hombre, dice la Escritura, no está hecho para la tristeza.» El gozo es algo de la vida del hombre.
La verdadera alegría es un gran don, porque hace feliz, y donde está la felicidad no son necesarios otros placeres, porque la felicidad todo lo convierte en placer.
La alegría se una de las mejores virtudes sociales.
La medida del gozo no está en la acumulación de los objetos que nos lo puedan proporcionar, sino en la capacidad del alma para extraerlo de las cosas.
Un millonario vive en el hastío, y un monje trapense atado a la Regla en el gozo del Señor.
Entre la alegría malsana y el hastío, hay sólo una membrana finísima de separación.
Santidad y alegría siempre van juntos, porque Dios ama al que da con alegría.
Narra una leyenda que los habitantes de Nazaret decían: Vayamos a Jesús para estar alegres.
En San Ignacio, a quien tan injustamente se trata en este particular, su hombre interior se impuso al exterior. Un íntimo historiador le describe: «Alegre y risueño su rostro, era un libro abierto de los grandes afectos de su alma.» Para ahuyentar su tristeza y tentaciones, los jóvenes estudiantes buscaban su trato cordial.
La dicha está compuesta de muchas piezas, y la alegría es imprescindible.
Es un medio de triunfar: «Para conseguir lo que quieres, dice Shakespeare, te valdrá más una sonrisa que la espada.»
Contra las tentaciones se dan tres remedios: oración, obediencia y gozo en el Señor.

Alivia el paso
La alegría es una virtud que oculta grandes recursos. El recuerdo del gozo en la casa paterna, hizo al Pródigo volver en sí, y restablecer el equilibrio. Su anciano padre, para darle a entender que no se había equivocado, le recibe no sólo con amor, sino con música y banquete.
La íntima alegría influye en el estado de salud de nuestro cuerpo: no somos un enrejado de células; el principio vital es un alma espiritual, y el «gozo del corazón, es la vida del espíritu», dice el Espíritu Santo. Los irracionales tendrán sensaciones de bienestar, pero no alegría.
«El canto, dice San Agustín, marca el paso forzado del soldado, y al viajero cansado le acorta el camino.»
Emplea tú el mismo proceder para avanzar con alegría.
«Compañero caminante es el cantar al paso de tus pies» (Tagore).
No hay que caminar mucho para encontrar la alegría: «antes al orar miraba al cielo, pero después que sentí que Dios está dentro de mí, miro a mi interior, y siento tanta alegría...».
No la echamos de ver y está a nuestros pies. Navegantes españoles, casi náufragos y consumidos de sed, entraban por la desembocadura del Amazonas. Habían navegado ya muchos kilómetros por agua dulce, y la desconocían. La alegría como el reino de la paz, está dentro de nosotros.

En la tristeza se siembra el pecado
El pesimismo no es un pecado, es un sentimiento, un cultivo para que el pecado florezca y dé sus frutos.
Es la oportunidad de las horas negras, que busca un desquite aun en el placer prohibido.
El alma desazonada y triste es terreno preparado. Es un campo abonado donde caen las malas ideas, como un ejército de paracaidistas; es la umbría del bosque donde germinan y se apelotonan los hongos parásitos y venenosos.
El frío paraliza la vitalidad de las plantas, y la tristeza las energías del espíritu.
Santa Teresa se alarma cuando aparece en sus conventos. «La melancolía, dice, es una peste que infecciona y mata los corazones.» «El alma encogida, prosigue, es muy mala cosa para lo bueno.»
El Cardenal Newman escribe: «Es un extraño y penoso sentimiento, de irrealidad, durante el cual, nada parece verdadero, ni bueno, ni justo, ni provechoso, en el que la fe parece un nombre, el deber una burla, y el esfuerzo para hacer el bien un absurdo, todas las cosas desabridas y áridas, como si la religión hubiera sido arrancada del mundo".

La tristeza resta energías
Es la enfermedad de las almas asustadizas, el complejo del miedo y de la cobardía. A pesar, quizá, de una brillante inteligencia, en el alma se oculta el substrato de algún fracaso que hiela la floración de las cualidades. Está obsesionado por una idea de peso exiguo, pero capaz de aplastarle, porque paralizado por ese pensamiento, no reacciona ante la realidad.
Con su característica y popular sabiduría, Sancho advierte a su alicaído caballero, derrotado no por las armas, sino por la tristeza:
"Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias. Vuesa merced se reporte, y vuelva en sí, y coja las riendas a Rocinante, y avive y despierte, y muestre aquella gallardía que conviene que tengan los caballeros andantes. ¿Qué diablos es esto? ¿Qué decaimiento es éste? ¿Estamos aquí o en Francia? Mas que se lleve Satanás a cuantas Dulcineas hay en el mundo, pues vale más la salud de un solo caballero andante, que todos los encantos y transformaciones de la tierra.»
Vuelve en ti, y coge las riendas de tu corazón oscurecido por el pesimismo, y camina erguido sobre el caballo de tu carne flaca. Vale más la luz de tu corazón, que todas las ilusiones desvanecidas. Con la luz se puede volver a iluminar la senda, y reemprender el camino. A oscuras no sé qué podrás hacer. Caminarás como un borracho por malos caminos.
El miedo es una pasión inferior y animal.
En una película de exploración, en lo más recóndito del Africa, una familia de monos huye llena de pavor. Atravesando un río, uno de los pequeños, al parecer falto de fuerzas, se queda en un islote. Grita desarticuladamente pidiendo un auxilio que los otros no pueden prestarle. Al crecer el peligro el pequeño simio da un salto y gana tierra.
Tenía energías y condiciones, pero el miedo lo había paralizado.
Poseído el hombre de esta idea ficticia, es indiferente a todo, porque según él, nada puede superar.
El sobreponerse a este sentimiento, depende de la conducta de mi vida: hombre derrotado o victorioso.
Como el elefante herido y viejo se retira a la soledad, apartándose de la manada, donde ya no puede hacer un buen papel; o como el jabalí (del árabe cerdo solitario), en soledad se dedica a destrozar los sembrados.

Todas las cosas tienen luz
El pesimismo es ese sentimiento originario de ese ambiente misántropo, que buscamos voluntariamente, que enturbia y hasta entenebrece nuestro corazón, y envenena nuestra inteligencia.
En nuestro poder está reaccionar: si el ruiseñor en la jaula muere de tristeza, el jilguero canta lleno de alegría.
En una noche de Reyes unos papás echan a sus hijos, pesimista el uno, y optimista el otro, sus respectivos regalos: el pesimista comenta: Me han puesto un coche azul, último modelo y con seis plazas; y yo lo quería más antiguo, y sólo con dos asientos. ¡Qué asco!
El optimista dice: Sólo he encontrado una herradura en los zapatos, pero mis padres me echaron un hermoso caballo, y se ha escapado. Ya lo encontraré.
Escapa tú de ese proceder de hombre acabado, de un ser irremisiblemente destinado a la desgracia. Esto produce un acabamiento, un dejarse arrastrar. El optimismo es una conquista viril.
Si las flores se marchitan, pensemos que cada flor tiene muchas semillas.
El ave Fénix se levanta nueva de sus cenizas. Y el hombre fuerte del fracaso saca experiencias para el éxito definitivo.
No afligirse por el paso del agua por el río, porque ese mismo movimiento es el río.
El agua que no pasa es agua estancada, podrida, sin posibilidad de alimentar la vida en su seno.
Las cosas pasan, pero ese mismo pasar de las cosas, es la actividad de la vida.
El árbol en el otoño pierde su hoja, en el invierno tiene aspecto de leño seco, pero la lluvia de primavera lo cubre de flores blancas, y en el verano se encorvará otra vez por el peso de sus frutos.
En la actividad de la vida, no miremos la cara gris de las cosas, sino el conjunto de todas ellas, que con su sinfonía de colores, llena el alma de luz blanca.
No es menester recorrer muchos caminos para encontrar esta alegría. El alma sana sabrá encontrarla aun entre las asperezas.

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