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viernes, 16 de diciembre de 2011

ABEJAS. . . Y AVISPAS

Entre las muchas diferencias que los naturalistas encuentran entre las abejas y las avispas está la siguiente:
Las avispas no temen ser observadas en su trabajo, mientras que las abejas nunca se ponen a trabajar si no se sienten escondidas y ocultas.
Hasta se ha verificado este hecho: abejas encerradas en un panal transparente, es decir de cristal, antes de comenzar su trabajo de fabricación se han ocultado a todas las miradas cubriendo de cera las paredes del cristal.



La característica de estos dos insectos hace pensar en dos tipos de jovencitas: las prudentes, capaces de custodiar cuidadosamente para sí y para Dios el propio mundo interior, y las frivolas que no saben vivir sin expresar aquí y allá sus más íntimos sentimientos.
Las primeras, como abejas prudentes, prefieren estar retiradas y guardar dignidad, vigilan sus palabras, sus escritos, sus relaciones... siempre precavidas para no desperdiciar los tesoros que encierran en su corazón. Verdaderas madreperlas que, conscientes de contener perlas preciosas, se sumergen en el mar de la reserva, para que el sol de las miradas extrañas, no les ofusque el esplendor. Mientras tanto, aún inconscientemente, expanden en torno suyo la fragancia del perfume que encierran.
Las segundas, inexpertas e irreflexivas, desperdician los propios tesoros, exponiéndolos al público, o confiándolos, sin motivo serio, a la primera persona, que encuentran por el camino. Se pierden en discursos interminables, o en cartas largas como procesos, sin reparar si sus palabras, o sus escritos serán recibidos con agrado, o con fastidio; con afectuosa comprensión, o con ligereza; sin preocuparse de la impresión que podrán dejar en el alma de quien sus discursos oiga, o sus cartas lea.
Y así profieren imprudentemente palabras vanas que irritan; escriben largas páginas, que recorre con impaciencia quien las recibe, o saca a colación en conversaciones sátíricas. Son las autoras de cartas, o de discursos íntimos que son comentados textualmente sin piedad; de cartas, o de discursos que obtienen tal vez un fin opuesto al prefijado; cartas que causan disgusto en las almas o que les inyectan veneno.

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Todo esto te dice, jovencita, que el abandonarse a la pluma y a las palabras sin prudencia, es peligroso, como el ventisquero que desoía y arruina los poblados.
La reserva, al contrario, es una fuerza que vigoriza y conquista.
Si una casa está cerrada, no puede dejar ver lo que encierra. Pero si se abren las puertas y las ventanas se ve todo cuanto se encierra en ella. Así la mayoría de las veces, el escribir y el hablar es revelación de la propia alma con sus virtudes y sus defectos.
Es pues necesario que con respecto a esto te comportes prudentemente.
Observa al almendro. Este árbol florece antes que otras plantas fructíferas. Pero después se ve, muchas veces, sujeto a la esterilidad, porque las flores las consume el frío y la nieve. Lo mismo puede sucederte a ti, si eres demasiado fácil en hablar, o en escribir, si te pones en peligro de disipar los tesoros espirituales que se deben custodiar celosamente y reservar para mejor fin.
Prefiere imitar a la prudente alondra que antes de tomar cualquier alimento lo examina diligentemente y lo prueba con la punta de la lengua. Así tú, antes de abrir la boca, de deslizar la pluma sobre tu papel, examina lo que estás por manifestar. No incurrirás así en el peligro de abrir tu corazón a quien no comprendiéndolo se burle de él y sobre todo no correrás el riesgo de traspasar los límites de la discreción y de la caridad, agravando tu conciencia y la ajena.
Cuando en la vida de los santos, te enteras de sus sacrificios, aunque pequeños, pero constantes, de sus prolongados silencios, tal vez te den ganas de reir, o de compadecerte de ellos. Sin embargo, ¡cuánta sabiduría contienen! Las palabras son como las monedas: Antes de gastarlas hay que examinarlas para no confundir su valor.
Recuerda: todo impulso refrenado templa la voluntad, todo sentimiento no secundado eleva; mientras que las revelaciones imprudentes muchas veces causan disgustos, o agotan, como la copa del árbol, que resulta nociva para la maduración de los frutos cuando su follaje es frondoso.
Haz que de ti se pueda decir lo que se ha dicho de Manzoni:
"El no conoció ímpetus, se conservó siempre en el pleno dominio de sí mismo. En la conversación familiar, no se le escapó nunca ninguna palabra de la cual pudiera haberse arrepentido; nunca revelaciones, nunca confesiones en público".

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