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martes, 6 de diciembre de 2011

EL SEGUNDO EDICTO DE VALERIANO Y EL MARTIRIO DE SAN SIXTO PAPA


La carta LXXX de la colección cipriánica, gran monumento ella del alma del obispo cartaginés, que el tiempo ha respetado y la posteridad admirado, es un documento de primer orden en la historia de las persecuciones. El obispo ha sido llamado de su destierro, pues la autoridad romana le quería tener a la vista y dejar caer sobre él su férrea mano, como muy en breve caerá, y se le había permitido vivir en una antigua finca suya, junto a Cartago, vendida por él en el momento de convertirse y distribuido su precio a los pobres, pero que la piedad de los fieles rescató luego y puso otra vez a disposición del obispo. Los más graves rumores corren por la ciudad sobre la reanudación o agravamiento de la hostilidad imperial contra la Iglesia. Como por Cartago, la alarma cunde por otras Iglesias de Africa. Suceso, obispo de Abbir Germaniciana, en la Proconsular, escribe a San Cipriano pidiéndole noticias exactas. Éste, para informarse de primera mano, envía a Roma sus mensajeros, que le traen terribles noticias. Valeriano ha remitido un rescripto al Senado, que agrava de manera espantable el del año anterior. En Roma ha empezado a ejecutarse con la decapitación, en el mismo cementerio donde fué sorprendido, del papa Sixto. La guerra de exterminio de la Iglesia, apuntando ante todo a sus cabezas, estaba declarada. San Cipriano extracta en sus capítulos esenciales el rescripto de Valeriano. Jamás se había dado otro tan terrible. Quien se lo inspirara al débil emperador, que caminaba por tierras de Oriente hacia su ignominioso destino, hubo de tener un diabólico talento de perseguidor. Obispos, presbíteros y diáconos debían ser ejecutados in continenti. Ya nadie se acordaba de la consigna deciana de hacía ocho o nueve años. Nada de arrancar por el tormento o sus sucedáneos de cárcel, hambre y sed, miseria y agotamiento una apostasía que podía ser ficticia y sin eficacia. La eliminación simple y rápida de los dirigentes de la Iglesia. Toda la aristocracia romana, infectada de cristianismo, deberá ser depurada. Primero, degradación; luego, confiscación de bienes; si continuaban profesando el cristianismo, la muerte sin demora. A las nobles matronas se las condenaba al destierro. Todo el personal administrativo del Imperio, los cesarianos que ahora o antes hubieran confesado la fe, quedaban reducidos a servidumbre, tras confiscación de sus bienes, y condenados a trabajos públicos. Sobre todo ello se darían muy cumplidas instrucciones a los gobernadores de provincia. En Roma, los prefectos de la Urbe o del Pretorio no se daban ya punto de reposo en la ejecución de tan exterminadoras medidas. La serenidad con que San Cipriano acoge y transmite estas noticias, es maravillosa. Es la serenidad de la Iglesia misma, que nadie como él encarna en aquella hora trágica, que tiene plena y diáfana conciencia de que en la muerte está su victoria. Esta carta es el mejor prólogo y preludio al martirio del propio San Cipriano, que tan próximo está ya.

CARTA LXXX
Cipriano, a su hermano Suceso, salud.
I. 1. La causa de no haberos escrito inmediatamente, hermano amadísimo, ha sido que estando aquí todos los clérigos bajo la amenaza de la persecución, ninguno absolutamente podía salir de Cartago, preparados como están todos, según la devoción de su alma, para la divina y celeste corona. Ahora, sin embargo, debo comunicaros que han vuelto de Roma los que envié para este fin de que nos trajeran bien averiguada la verdad acerca del rescripto publicado en relación con nosotros. Pues, efectivamente, corrían varias e inciertas opiniones sobre ello.
2. La verdad es como sigue: Valeriano ha enviado un rescripto al Senado, según el cual los obispos, presbíteros y diáconos deben ser inmediatamente ejecutados; los senadores, varones egregios y caballeros romanos, perdida su dignidad, deben ser despojados de sus bienes, y si, privados de su riqueza, continúan siendo cristianos, deben también, sufrir la pena capital; las matronas, privadas de sus bienes, serán desterradas; los cesarianos u oficiales de la hacienda imperial que antes o ahora hayan confesado la fe cristiana, han de sufrir la confiscación de sus bienes y, encadenados y con el debido registro, ser enviados a los dominios del Estado.
3. A su rescripto o petición al Senado, mandó adjunto el emperador Valeriano un modelo de la carta en que daba instrucciones sobre nosotros a los gobernadores de las provincias. De un día para otro estamos esperando lleguen aquí esas cartas, y las esperamos a pie firme, con la firmeza de nuestra fe para sufrir el martirio y con la confianza de recibir de la ayuda y misericordia del Señor la corona de la vida eterna.
4. Os damos también la noticia que Sixto ha sido ejecutado en un cementerio el día 6 de agosto, y juntamente con él otros cuatro diáconos. Los prefectos no se dan, diariamente, en Roma punto de reposo en esta persecución, y cuantos son llevados a sus tribunales son ejecutados, y sus bienes confiscados.

II. Te ruego que hagas llegar estas noticias a los demás colegas nuestros, para que en todas partes, por sus exhortaciones, se fortalezca nuestra fraternidad y se prepare para el combate espiritual. Que nadie piense tanto en la muerte cuanto en la inmortalidad; y que los hombres que con plena fidelidad y con todo valor se han consagrado al Señor, se alegren, más bien que teman, en esta confesión de la fe, en que saben que los soldados de Dios y de Cristo no son muertos, sino coronados. Y deseo, hermano amadísimo, que goces siempre de buena salud.

CARTA LXXXI
No es posible leer sin profunda emoción esta breve carta de San Cipriano, última que salió de su alma—de tu alma salió cuanto escribió este grande obispo—, verdadero testamento de su vida de pastor de su Iglesia, en y por la que va a morir; emocionante despedida camino del martirio, auténtica vigilia de la muerte. El procónsul Galerio hubiera querido juzgar, no sabemos por qué, al obispo de Cartago en Utica, cábeza de uno de los conventus o jurisdicciones de la Proconsular, y mandó sus alguaciles a Cartago para que le trajeran al obispo, prisionero o detenido en sus propios huertos. Éste se esconde en Cartago mismo y escapa a las pesquisas de la policía, porque quiere morir, como obispo, en su propia Iglesia, a la que quiere legar el ejemplo y el honor de su martirio. Que éste había fatalmente de llegar un día u otro, es ya una pura y jubilosa certidumbre en el alma de San Cipriano. Su palabra, que a tantos otros mártires había inflamado y fortalecido en uno de los períodos de más violenta y sañuda persecución que conoció la Iglesia, resonará por última vez, muy pronto, ante el tribunal que le condenará a muerte o, como él diría, a la inmortalidad. Aquí todavía habla a su amada Iglesia de Cartago, y su voz nos trae toda la trémula emoción, a par de la gloria del alma, misma de la Iglesia, en el supremo momento de la expectación del martirio. Es inevitable un recuerdo a Ignacio de Antioquía, y no es menguada gloria para Cipriano que podamos enlazar a distancia de siglo y medio sus dos nombres.
Cipriano, a los presbíteros y diáconos y a todo el pueblo, salud.

I. 1. Habiéndome llegado noticia de que se habían enviado frumentarios o soldados de policía en mi busca, para conducirme a Utica, personas para mí muy queridas me persuadieron a retirarme por un tiempo de mis jardines, y yo vine en ello por haber de por medio la justa causa de que conviene que el obispo confiese al Señor, y con su confesión glorifique al pueblo entero en aquella ciudad precisamente en que preside a la Iglesia del Señor.
2. Y, en efecto, cuanto el obispo, en el momento de confesar la fe, habla por inspiración de Dios, por boca de todos lo habla. Por otra parte, quedaría mutilado el honor de nuestra Iglesia, tan gloriosa ella, si yo, puesto como obispo al frente de otra Iglesia, recibida en Utica la sentencia por mi confesión de la fe, de allí partiera mártir al Señor, siendo así que yo, mirándome a mí y mirando a vosotros, no he cesado un momento de suplicar y con todos mis votos deseado, y como un deber lo siento, confesar entre vosotros la fe y ahí padecer y de ahí marchar al Señor.
3. Así, pues, aquí escondidos, esperamos la venida del procónsul, que está para volver a Cartago, para oír lo que los emperadores han mandado en orden a los cristianos, lo mismo obispos que laicos, y responder lo que en aquel momento quiera el Señor que digamos.
4. Por nuestra parte, hermanos amadísimos, según la disciplina que, tomada de los mandamientos del Señor, siempre recibisteis de mi, y lo que en mis explicaciones tan a menudo aprendisteis, mantened la quietud y tranquilidad, y que nadie de entre vosotros promueva tumulto alguno entre los hermanos ni se entregue espontáneamente a los gentiles. Sólo, efectivamente, el que es detenido y llevado ante la autoridad debe hablar, o más bien Dios, que mora en nosotros, hablará en aquel momento; Dios, digo, que antes bien quiere que confesemos la fe que no que la proclamemos.
5. Qué nos convenga observar en lo demás, antes de que el procónsul dé sobre mí la sentencia por la confesión del nombre de Dios, con la inspiración del Señor lo dispondremos sobre la marcha.

Que el Señor Jesús, hermanos amadísimos, os haga permanecer incólumes en su Iglesia y se digne conservaros en ella.

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