CARTA SINODAL.
AL CLERO Y AL PUEBLO DE LA AMÉRICA LATINA.
Los Arzobispos y Obispos congregados en Roma para el Concilio Plenario de la América Latina, al Clero y al Pueblo de sus diócesis, Salud y bendición en el Señor.
La materna caridad de la Iglesia, que en todo tiempo se desvive por atraer los pueblos a Cristo, muy particularmente y por admirable manera resplandeció en nuestra América Latina desde los comienzos de la conversión de sus moradores. Los abundantes frutos de esta caridad con señalado júbilo enaltece Paulo III al decir (Altitudo, kal. Iun. 1537): «No sin grande y espiritual regocijo de nuestro ánimo, hemos sabido cuántos de los aborígenes de las Indias occidental y meridional, aunque privados de la ley divina, pero por gracia del Espíritu Santo iluminados, han abjurado sus antiguos errores y, abrazados a la verdad de la Católica Fe y a la unidad de la Santa Iglesia, desean y se proponen vivir, siguiendo las prácticas de la misma Santa Romana Iglesia» .
Y Pío IV (Licet Ecclesia, 12 Aug. 1562) expresándose en términos llenos de dulcísima ternura quiso «cobijar aquellas nuevas plantas y regarlas con fecundas lluvias de caridad y de gracias».
También Clemente VIII (Pastoralis officii, 29 Ian. 1598) anheló «regar con suave lluvia de mansedumbre a los primeros convertidos, como a tiernos retoños de reciente cultivo».
Todos los demás Soberanos Pontífices renovaron estos ejemplos de apostólica caridad. «Desde el punto, dice Gregorio XVI (Beneficentissimo, 12 Iun. 1840), que los Romanos Pontífices vieron a la América gimiendo cautiva y a sus moradores sentados en las tinieblas y las sombras de la muerte, al instante extendieron a aquellas dilatadas regiones del orbe descubierto, los Apostólicos cuidados; y aquí derramando portadores de la divina palabra, allá creando nuevas diócesis, con todo linaje, en suma, de desvelos, de piedad y de esfuerzo, abrieron el camino de la salud eterna a todos aquellos desdichados envueltos en densísimas nieblas de error».
Magnífico eslabón de esta cadena, y podríamos decir su coronamiento, es el Augusto Pontífice León XIII, que explicando esta materna solicitud escribe (Quarto abeunte saeculo, 16 Jul. 1892): «Era ciertamente deber y empeño propio de la Iglesia atraer la raza Indígena a la vida cristiana. Cuya labor en los principios comenzada, por ley de caridad siguió manteniendo, y todavía ahora mantiene» Y añade (Trans Oceanum, 18 April 1897): «Los Romanos Pontífices, Predecesores nuestros, en ningún tiempo dejaron de enviar nuevos operarios que dieran cultura al ancho campo de América.... y estos, sobre todo en los lugares donde los venidos de Europa, en su mayor parte Españoles, pusieron domicilio y asiento fijo, levantaron templos, edificaron monasterios, abrieron parroquias y escuelas y con la autoridad Pontificia formaron Diócesis».
Tanta solicitud por parte de los Papas, los asiduos esfuerzos de apostólicos varones y la emigración a nuestra tierras de gente latina por la sangre de sus padres y católica en sus creencias, fué especial favor divino que pobló prodigiosamente la América de raza latina y católica, cuyos hijos, amamantados en la fe de Cristo y en ella educados y confirmados, luego se multiplicaron como las estrellas del cielo y las arenas del mar. «De ahi nace, observa Nuestro Santísimo Padre León XIII (Trans Oceanum, 18 April. 1897), que gran parte de la América por la religión recibida de los nuevos pobladores, y por los orígenes de su lengua, pueda llamarse América Latina y por tal ser tenida».
Fuerza nos es reconocer, y al hacerlo sentimos el ánimo henchido de gozo y de agradecimiento sumo, que esta formación en la fe de Cristo de nuestra América latina, iniciada ya en los principios del descubrimiento del Nuevo Mundo, y su maravillosa confirmación en los tiempos sucesivos, ha encontrado un amantísimo y especialísimo Tutelar y Patrono en Nuestro Santísimo Padre el Papa León XIII. Claro é irrecusable testimonio es de ello, entre otros muchos, el hecho que últimamente ha realizado, y que desde largo tiempo venía acariciando. «Desde los dias, dice, que se celebraba solemnemente el cuarto centenario, en memoria del descubrimiento de la América, embargaba nuestro ánimo el pensar por qué camino podríamos mejor promover el bien común en las naciones latinas, que forman la mayor parte del Nuevo Mundo. Y comprendimos cuán excelente cosa sería que, cuantos sois Obispos de esas Naciones, por Nuestra autoridad convocados os juntaseis en unidad de miras» (Cum diuturnum 25 Dec. 1898)
En estas palabras nacidas del paterno afecto del sumo Pontífice, teneis señalado, Hermanos e Hijos carísimos, la razón del Concilio Plenario de la América Latina y los pastorales trabajos que vuestros Obispos han llevado a cabo. «Pues en verdad, añade Su Santidad, entendíamos que poniendo en consorcio común vuestras luces y los frutos de prudencia que a cada uno da la práctica, surgiría eficaz providencia para que, en pueblos que en linaje y la cuna enlazan, viva también incólume la unidad de la eclesiástica disciplina, reverdezcan costumbres dignas de las católicas creencias, y la Iglesia logre á la pública luz mayor florecimiento por el común esfuerzo de los buenos» (Cum diuturnum 25 Dec. 1898)
El propósito del Romano Pontífice era señora de fecundos bienes, y los Prelados de vuestras Diócesis respondieron a este llamamiento con tal unión y aplauso, que mereció los encomios del que es en la tierra Vicario de Cristo. «Aconsejábanos también, dice en efecto el Papa, el cumplimiento del propuesto Concilio, la unánime y entera voluntad con que acojisteis nuestro pensamiento, al seros propuesto, y pedido vuestro parecer» (Cum diuturnum 25 Dec. 1898). Y congregado ya felizmente en esta Santa Ciudad el Concilio Plenario, escribía rebosando fruición a los Padres: «Con justicia os alegráis y Nos sentimos igualmente complacencia indecible, de ver al cabo comenzado ya vuestro Concilio Plenario, tanto tiempo deseado y con tan largos desvelos preparado. Una misma para Nos y para vosotros la razón de alegrarnos, pues de vuestra reunión abrigamos todos alta esperanza, de abundantísimo provecho que ha de acarrear a los pueblos todos de la América latina. Es en Nos tanto más firme y honda esa esperanza, que hemos podido medir la generosa disposición que revela vuestra venida, a pesar de la larga distancia, y hemos podido admirar la incomparable concordia con que, orillando cualquier discrepancia, aportáis a los asuntos del Concilio vuestra labor y vuestros esfuerzos» (Concilium Plenarium. 23 jun. 1899).
Pero viniendo ya a los hechos del Concilio, o sea a las sinodales resoluciones emanadas, fuéranos dulce, amadísimos Hijos, abrir con vosotros el ánimo acerca de ellas, si no nos lo prohibiera el estar aún pendiente de la autoridad y supremo Magisterio del Sumo Pontífice, a quien, como era de nuestro deber, sujetamos los actos todos del Concilio, su aprobación definitiva. Sin embargo, esto no priva de que, entretanto, os podamos dar a entender la razón general de nuestros actos, "Nos hemos ocupado, diremos valiéndonos de las palabras de los Padres del Concilio Provincial de Siena, de lo más elevado y soberano que pueda nunca ocupar humano entendimiento; hemos tratado de los más nobles y más vitales asuntos que conciernen al hombre y á la humana sociedad, de los celestes polos en que descansa y se mantiene la felicidad del individuo, la de la familia y de la nación» (Epist. PP. Conc. Prov. Senarum an. 1850)
Y aunque desigual la comparación, todavía nos es licito repetir las palabras de Pio IX en las Letras Apostólicas convocatorias del Concilio Vaticano: En este Concilio «con cuidadoso examen ha de pesarse y resolverse cuanto, principalmente en estos tan dificultosos tiempos, atañe a la mayor gloria divina, a la integridad de la fe, al decoro del culto divino, a la eterna salud de los hombres, a la disciplina de uno y otro clero, a su sana y sólida cultura, al cumplimiento de las leyes eclesiásticas, al encauce de las costumbres, a la formación cristiana de la juventud y a la paz común. No menos se ha de velar con sumo celo que, con el favor divino, de la Iglesia y de la sociedad civil sean alejados los males; que tantos infelices descaminados vuelvan a la senda de la verdad, de la justicia y de la eterna salud; que se corten tantos vicios y errores, y que en todo el orbe reviva y se extienda y domine nuestra santa religión y su sana doctrina, á fin de que, para sumo provecho de la humana sociedad, por todas partes retoñen y florezcan la piedad, la honestidad la integridad de costumbres, la justicia, la caridad y las demás virtudes cristianas» (Bulla indict. Conc. Vaticani Aeterni Patris, 3 kal. Iul. 1868).
Todas estas cosas ha sido nuestra mira llevar a la práctica, apoyados en el divino auxilio, y pedida la protección del Principe de los Apóstoles; y perfeccionarlas según nuestro alcance, teniendo con segura esperanza que Dios que á la obra de nuestro Concilio Plenario misericordiosamente puso la mano en sus comienzos, habia de hacer copiosísimos sus frutos. Esta misma esperanza siente con dulce y benigno afecto el Augusto Pontífice que, durante los trabajos conciliares, se dignó hacer llegar a nuestros oídos palabras de aliento. «Viene también a confirmar nuestra confianza, nos escribió, el amor y reverencia a la Sede Apostólica que en el principio mismo del Concilio os complacisteis en demonstrar, con letras a Nos dirigidas, llenas de respeto y devoción. Y ciertamente, esta vuestra adhesión a la Cátedra de San Pedro, no puede menos de ser para vuestra reunión segura prenda de largos favores de la divina gracia, a fin de que lo comenzado con tan prósperos auspicios, con éxito mas próspero aún, llegue a su cabo» (Concilium Plenarium, 23 Iun. 1809).
Unión tan estrecha y fecunda con la Apostólica Sede, augurio de tantos bienes; ya desde los primeros dias de la formación cristiana de la America Latina fue particular patrimonio de nuestra raza. Este arraigamiento en la Piedra de la Iglesia mantuvo firmes a nuestros pueblos a través de innumerables riesgos y los sacó siempre vencedores de las asechanzas de los impíos y herejes. El recuerdo vivo y el sentimiento profundo de esta tradición fue nuevo estímulo, que impulsó a todos los Padres en el instante mismo de abrir el Concilio, a postrarse delante de Pedro en su Augusto Sucesor León XIII, y con todo el afecto de nuestra alma le dijimos: «Los Obispos de las Iglesias de la América Latina, abierto debidamente el Concilio Plenario en el día de ayer, por unánime consentimiento acordaron postrarse a los pies de Vuestra Santidad, para pedir su Apostólica Bendición, antes que pongan sus manos en los asuntos del Concilio. Estiman necesario reiterar a Vuestra Santidad sus afectos de agradecimiento por el desvelo, que en favor de nuestras Iglesias ha desplegado; y a la vez siéntense forzados a demostrar su señaladísima satisfacción, porque, vencidos todos los obstáculos, que parecían oponerse, pudieron responder a los sapientísimos consejos de Vuestra Santitad, cabiéndoles con esto la dicha de ser parte en acrecentamiento de solaz de tan amante Padre, y ser en alguna manera instrumentos de nuevo esplendor, para un Pontificado ya tan glorioso, al verse por vez primera reunido un Concilio Plenario de todas las Iglesias de la América Latina. Y al escoger los Obispos a Roma para lugar del Conciiio, no eran otros sus fines, sino el de tributar a la Silla Apostólica el testimonio de su devoción, postrarse a los pies de Vuestra Santidad, y beber en los sepulcros de los Apóstoles, aquella sabiduría que les diera mayor idoneidad para juzgar de cuanto al fomento de la vida católica en sus regiones concierne» (PP. Concilii Plenarii ad SS. D. N. Leonem Pp. XIII, 29 Maii 1899).
¡Qué admirable dignación la del Pontífice! Acerca del concebido proposito de celebrar el Concilio pidió primero el parecer de los Obispos de la América Latina. Acogido por estos con universal y entero asentimiento, aún se dignó dejar en sus manos la opción del lugar para la celebración del Concilio. En su gran mayoría, con marcada complacencia, escogieron a Roma «entre otros motivos, dice el Papa, porque a muchos de vosotros es más fácil la venida a esta Ciudad, que el traslado a cualquier otra lejana de la propia América, por razón de lo dificultosísimos que son allí los caminos. Esta manifestación de vuestros deseos, que era además no pequeño indicio de vuestro amor a la Silla Apostólica, no podía menos de obtener Nuestra plena aprobación» (Cum diuturnum, 25 Decemb. 1898).
Mas queriendo todavía el bondadoso Pontífice dar una última prueba de su desvelo y cariño por nuestra obra y de su munificencia, ordenó que la administración de los Sagrados Palacios Apostólicos, auxiliada por los Padres de la Compañía de Jesús del vastísimo Colegio Pio Latino-Americano, se encargara de la disposición de todas las cosas materiales que eran necesarias para la celebración del Concilio. Concedió además que libremente pudieran valerse los Padres para los trabajos del Concilio, siempre y cuando fuera su voluntad, de los Consultores mismos de las Sagradas Congregaciones Romanas. Y para el mayor esplendor de las sesiones públicas, dióles para la dirección de los actos litúrgicos todo el Colegio de los Maestros Apostólicos de ceremonias de Su Santidad.
Finalmente, entre tantas señales de altísima benevolencia que dió el Papa a nuestro Concilio Plenario, nos es por extremo grato hacer especial memoria de dos insignes gracias, que le han dado mayor distinción y carácter. Es la primera la designación que hizo de algunos Eminentísimos Cardenales de la Santa Romana Iglesia, para que, salva siempre la presidencia efectiva de los Arzobispos, con su presencia en calidad de Presidentes de honor, realzasen el esplendor de las sesiones públicas; y es la segunda, y no menos digna de ser recordada, la alta honra que otorgó a los Arzobispos condecorándolos, siempre que presidiesen, con el título de Delegados Apostólicos. Llenos de un agradecimiento sin límites por tan singulares mercedes, ya desde los principios no pudimos abstenernos de dejarlo rebosar a los pies del Papa, y con el alma en las manos le dijimos: «Estos mismos Prelados (los Padres del Concilio) elevan a Vuestra Santidad un vivo hacimiento de gracias por la inestimable muestra de benevolencia otorgada, señalando un Príncipe Cardenal de la Santa Romana Iglesia, como Presidente de honor para las sesiones públicas, y queriendo que los Arzobispos de la América Latina presidieran en cada una de las sesiones condecorados con el distinguido carácter de Delegados Apostólicos cuando por el turno señalado desempeña cada cual el cargo de Presidente» (PP. Concilii Plenarii ad SS. D. N. Leonem Pp. XIII, 29 Maii 1899).
Cuando recordamos estas y otras muchas inequívocas pruebas de extremado afecto, con que la bondad del Pontífice ha querido enaltecer y dilatar los ánimos de los Padres del Concilio, y en ellos y por ellos a todos vuestros Obispos y a todos nuestros pueblos, con toda el alma dirigimos a Dios sentido himno de alabanza y de acción de gracias, porque en nuestros días de esta suerte se ha dignado enriquecer con tan magníficos dones a los Prelados, al Clero y a nuestras tierras, siendo instrumento el Concilio Plenario.
Cabe, pues, decir que a los cuatro siglos del descubrimiento y conversión de la América, el Concilio Plenario viene como a ser corona y cúmulo de las innumerables mercedes que desde la aurora de la predicación evangélica, Cristo Redentor, por intercesión de su Inmaculada Madre, ha derramado sobre nosotros. A ninguno ciertamente cede en esplendor, en magnificencia y en ser fuente de gracias, el acontecimiento, superior a todos, del Concilio Plenario que se acaba de celebrar. Justo era, por tanto, que los Padres todos del Concilio en la propia Aula Conciliar rindieran solemne homenaje de alabanza a Cristo Jesús, a Cristo Redentor, a Cristo que vence, a Cristo que reina, a Cristo que en los cielos y en la tierra impera, celebrando la bondad y misericordia infinita de su Corazón sacratísimo, en memoria de tantos favores desde el principio hasta ahora recibidos, teniendo juntamente fijo en el corazón, el dulce recuerdo de aquel dispensado maternal amparo de la Inmaculada Madre de Dios, y de la intercesión de los Santos de nuestras regiones. Por esta razón además da la fórmula de consagración al Corazón Sacratísimo de Jesús, fueron en alta voz pronunciadas oraciones de expiación y de súplica (Utraque formula habetur infra, pág. 6-9)
El Concilio Plenario, solemnemente abierto el dia 28 de Mayo de 1899, fiesta de la Beatísima Trinidad, prósperamente llegó a su término el día 9 de Julio, en el cual celebra Roma la solemnidad de los Prodigios de la Santísima Madre de Dios. Gracia es esta que hace exclamar a nuestras almas: Gloria sea al Padre, Gioria al Hijo, Gloria al Espíritu Santo, Gloria al Corazon Sagrado de Jesús y perenne alabanza a la Divina Señora, trono y sagrario de la Trinidad Beatísima, por tantos beneficios a nuestra América latina otorgados. ¡Día venturoso el de los Prodigios de la celestial Señora, que a nuestros pueblos iluminó con nueva luz! ¡Este es el día que hizo Dios, nos alegraremos y regocijaremos! Día santo en que los Padres todos del Concilio Plenario, habiéndose dado el ósculo de paz, solemnemente sellaron para la cristiana prosperidad de nuestras naciones, el pacto eterno de caridad y unión inseparable, tantas veces durante el Concilio proclamado. Día feliz en que los Padres pudieron con justicia hacer suyas las palabras del inmortal Pío IX: «Alégrase nuestro corazón en el Señor y rebósanos de increíble consolación, porque en este imperecedero dia... os vemos congregados en esta ciudad, cabeza de la Religión católica y gozamos de vuestra agradabilísima píesencia» (Pius IX, Allocut. ad PP. Concilii Vaticani, 8 Decemb. 1869).
Con justo motivo cada uno de los Padres, aunque de si sintiendo humildemente, podrá aplicar a los demás aquellas palabras del venerable Presidente del Concilio Provincial de Urbino: «Ha llegado el fin de nuestros trabajos y de nuestra santa reunión. Vuestra caridad y prudencia hacen que los decretos y actos conciliares resplandezcan en piedad eximia y uniformidad suma, prenda de la asistencia del Espíritu Santo, que es Espíritu de unidad y de paz, que cedan en maravillosa edificación de los fieles de Cristo, y para todos nosotros sean causa de alegría y santo regocijo. A Dios Omnipotente sea gloria y honor; pues en efecto solo Tú, Señor Dios Todopoderoso, digno eres de recibir gloria, y alabanza, y sabiduría, y virtud, y bendición en los siglos de los siglos» (Metropolitanus ad PP. Conc. Prov. Urbinaten. 1859)
Nos, pues, los Padres del Concilio Plenario, colmados de tantos beneficios, rebosando júbilo, sobre vosotros y sobre todos nuestros pueblos invocamos el Nombre del Señor, implorando abundancia de celestiales bendiciones; y para daros parte en alguna manera de los íntimos y vivos afectos que en la solemnísima Sesión Conciliar de hoy embargan nuestros ánimos, queremos poner término a la Alocución que os dirigimos, invitándoos a repetir con todos nosotros algunas de las aclamaciones rituales, que con unidad de corazón y de boca acaban de entonar los Padres todos:
«Gracias, Señor, gracias a Ti, verdadera y una Trinidad, una y suma Deidad, santa y una Unidad.
«Sea alabanza al divino Corazón, de quien nos viene la salud; a él sea en los siglos honor y gloria.
«Gracias, Señor, gracias a Ti, verdadera y una Trinidad, una y suma Deidad, santa y una Unidad.
«Sea alabanza al divino Corazón, de quien nos viene la salud; a él sea en los siglos honor y gloria.
«A la Bienventurada Virgen María, preservada de la mancha original, querida y poderosísima Patrona de toda la América Latina, sea perenne alabanza y veneración eterna.
«A Nuestro Santísimo Padre el Papa León XIII, Vicario de Cristo en la tierra, Cabeza de toda la Iglesia, Maestro infalible, Protector celosísimo de toda la América Latina, que ha acrecentado benigno nuestra episcopal jerarquía, Autor del Concilio Plenario, gracias indecibles, memoria eterna.
«Al Sagrado Colegio de Cardenales de la Santa Romana Iglesia, que por algunos de sus dignísimos miembros, Presidentes de honor, fué claro ornamento del Concilio, memoria perenne.
«A los Rmos Arzobispos, Delegados Apostólicos y Presidentes diligentísimos del Concilio, memoria perdurable.
«A todos y cada uno de los Reverendísimos Padres del Concilio, cuya maravillosa unión, ardentísimo celo, y fervor de caridad pastoralt Roma entera enaltece, sea perpetua memoria.
«A los Reverendísimos Arzobispos y Obispos ausentes, ósculo de paz, dulce memoria, dones sempiternos.
«Salva, Señor, nuestras Repúblicas, a sus Supremos Magistrados, y a nuestras gentes todas. Haz también, Señor, que sean unos en unidad de fe, en el patrio amor, en celo del lustre y mantenimiento de la común estirpe, esto es, de toda nuestra América Latina. ¡Oh María Inmaculada, Patrona y Refugio nuestro, protégenos, envíanos salud, estrecha nuestras gentes con amor a la propia conservación, a la unidad y común integridad, y en la alta y pública profesión de la fe católica y apostólica!».
También vosotros, Hermanos é Hijos carísimos, dad a Dios gracias, y con corazón igualmente agradecido invocad a nuestra Inmaculada Patrona, para que los trabajos de los Padres del Concilio produzcan opimos frutos de temporal y espiritual utilidad para vosotros y para toda la católica estirpe de nuestra América Latina. Por nuestra parte esperamos con firme confianza que en la próxima publicación de los Decretos del Concilio podremos repetir aquellas palabras del Señor: Mi palabra no volverá a mí vacía, antes hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié (Isai. 55. 11.) Dios ciertamente confirmará lo que ha obrado en nosotros para la común salud de nuestras Diócesis y pueblos. Amén, Amén. Fiat, Fiat.
Dado en Roma, en la fiesta de los Prodigios de la Bienaventurada Virgen María, dia 9 de Julio de 1899.
No hay comentarios:
Publicar un comentario