En edad temprana se consagró a Dios por medio del voto de castidad.—Idea que debemos tener de esta consagración.—Sentir de los Santos Padres sobre la última conexión que hay entre la virginidad de María y la divinidad del Verbo hecho carne en sus entrañas.
María es Madre de Dios: he ahí uno de los dogmas fundamentales de nuestra Fe. Pero hay otro que no es menos caro al corazón de los fieles: el de la virginidad perpetua de la Madre de Dios. Cuando el impío Nestorio impugnó el primero, levantóse en el pueblo cristiano una protesta como instintiva contra el blasfemador, protesta cuyas tumultuosas manifestaciones nos refieren los antiguos historiadores. Protestas de indignación no menos vivas ni menos numerosas se suscitaron siempre que un hereje intentó empañar la pureza virginal de María. Es que todos se percataban de cuán unidos están estos dos privilegios, y que la virginidad de María es inseparable de su divina maternidad. Nuestro propósito, en este capítulo, es: primeramente, probar la certeza y declarar la naturaleza del dogma; en segundo lugar, demostrar que la virginidad tiene íntima conexión con la maternidad divina, y, por último, deduciremos algunas consecuencias de mucha gloria para la Santísima Virgen.
I. Hemos dicho que el dogma de la virginidad perpetua de María nunca fué impugnado sin que se levantase la indignación de los Pastores y del pueblo cristiano, y ahora añadimos: sin que al punto cayese sobre el error naciente el rayo de la condenación doctrinal. Así nos lo enseñan los Anales Eclesiásticos. Entre los herejes, unos, como Carpócrates, Cerinto y los Ebionistas, negaban la Concepción virginal de Cristo. Según estos herejes, la formación de Jesucristo en el seno de la Santísima Virgen fué como la de los demás niños. Tales herejes no tenían de cristianos más que el nombre, pue para ello Jesucristo no era más que un hombre. El mismo rayo que hirió a los despreciadores del Verbo hecho hombre, hirió a los que en esta forma negaban la virginidad de su Madre. Otros herejes, como Joviniano, a quien San Jerónimo tan duramente fustigó en sus escritos, afirmaban que María, virgen en la Concepción del Salvador, cesó de serlo en su alumbramiento. Otros, en fin, por la misma época, esto es, en el siglo IV, sin negar directamente la virginidad de María, ni en la concepción ni en el alumbramiento del Salvador, tuvieron la osadía de afirmar que esta virginidad, tan admirablemente conservada, la Madre de Dios no supo guardarla intacta en el resto de su vida. Así Helvidio y un desgraciado obispo de Iliria, conocido con el nombre de Bonoso.
Quisiéramos poder presentar ante nuestros lectores todas las condenaciones y refutaciones que este error, principalmente en las dos últimas formas expuestas, suscitó en la Iglesia de Dios. El Papa Siricio, en un Concilio celebrado en Roma, lanzó anatema contra Jovianiano y su doctrina, y después envió las actas a otro Concilio reunido en Milán bajo la presidencia de San Ambrosio. Este Concilio respondió: "Dicen (los herejes), en su perversidad: concibió virgen, pero no engendró quedando virgen... Si no creen en las enseñanzas de los Obispos, crean en los oráculos de Cristo, en el testimonio de los ángeles...; crean en el símbolo de los Apóstoles, que la Iglesia romana ha conservado y conserva siempre inmaculado" (Inter opp. S. Ambros., ep. 42, 11. 4, 5. P. L., XVI, 1125). Por lo que toca a la herejía de Helvidio y de Bonoso, "es una perfidia renovada de los judíos" (El Papa Siricio, en la carta que escribió a los Obispos de Iliria para que juzgasen a Bonoso. (Conc. Collect., Mansi, t. III, p. 675.)); es el más digno de condenación, entre todos los sacrilegios (S. Ambros., de Inatitud. Virgin., c. 5-9. P. L., XVI, 314, sqq.); "un crimen abominable, una blasfemia, un furor ciego y digno de execración" (S. Hieron., adv. Helvid., n. 13 y 15. P. L., XXIII, 195); "una acusación blasfema contra Santa María, siempre virgen". Y de aquí este apostrofe valiente de San Jerónimo contra Helvidio: "Tú, tú has sido el profanador del santuario del Espíritu Santo" (Idem, ibíd.); y estas otras palabras de San Epifanio: "Pues, ¿quién osó nunca pronunciar el nombre de María sin añadir, cuando se la nombra, la apelación de Virgen?" (S. Epiphan., Haeres, 78, n. 6. P. G., XLII, 705, sqq.). En los textos precedentes quedan indicados los fundamentos en que se apoyaban estos Padres y Concilios para afirmar la perpetua virginidad de María.
Los símbolos.— Desde el de los Apóstoles, en sus diversas formas, hasta las profesiones de fe, más explícitas, de Nicea, de Constantinopla, de Efeso y de Calcedonia, no hay uno solo en el que María no sea proclamada Virgen y en el que no se afirme que Jesucristo, no sólo fué concebido, sino que nació de la Virgen y del Espíritu Santo.
Predicación de los Obispos.— Bajo este epígrafe se comprende, en general, la predicación y enseñanza de los Obispos y de los Doctores. Desde la más remota antigüedad, comenzando desde los tiempos apostólicos, los Santos Padres dan a María los nombres de Virgen, de siempre Virgen, de Virgen Madre y de Madre Virgen (Cf. e. gr. S. Ignat., ad Smyrn., n. 1 ; ad Ephes., n. 19; P. G. V, 708, 660. "¿Es que no podría yo oponer contra ti —dice San Jerónimo a Helvidio— toda la serie de los ancianos de la Iglesia: a Ignacio, a Policarpo, a Ireneo, a Justino el Mártir y a otros muchos más varones apostólicos renombrados por su saber?" (Contra Helvid.. n. 17. P. L., XXIII, 201.)). No contentos con afirmar este glorioso privilegio, buscan su demostración contra los judíos en los libros del Antiguo Testamento, y singularmente en la profecía de Isaías: "He aquí que una virgen, o, mejor, la Virgen concebirá y dará a luz un hijo, y se llamará Emmanuel" (Is., VII, 14. Hubiéramos querido dar aquí la exposición cabal de este vaticinio; pero como ello nos llevaría muy lejos, remitimos al lector a los buenos comentaristas). Así lo hicieron Ireneo (San Iren., c. Haeres, L. III, c. 21, n. 9; col. c. 19, n. 3 et c. 20, tot.), Tertuliano (Tertull., ad Tud., c. 9. P. L., II, 618) y San Justino (San Just., Dial, cum Triph., n. 66, P. G., VI, 628), para no mencionar sino los más antiguos.
Testimonio de los Ángeles.— Es decir, el testimonio de San Gabriel y, más en general, el de la Sagrada Escritura. Clarísima es, en efecto, la afirmación de la virginidad de María, así sea en el Antiguo Testamento, como en el Nuevo. Además del texto clásico de Isaías, cuyo sentido tradicional nos garantiza el mismo San Mateo en su Evangelio (Matth., I, 20-23), Dios mismo emplea en el Génesis (Gen., III, 15) una expresión muy digna de notar. Al Mesías futuro le llama "semilla de la mujer, semen mulieris". ¿No hace ya esto presentir el modo virginal de su concepción y de su nacimiento? Verdad es también que Jesucristo se llama a sí mismo el hijo del hombre, filius hominis; pero esta palabra, "hombre", en latín "homo", puede significar tanto al varón como a la mujer (Cuando, por ejemplo, hablamos del fin del hombre, o cuando decimos que el hombre es un animal racional, ciertamente nos referimos a los dos sexos). Y, ¿qué razón podía haber para hablar así del origen del Mesías, si no había de proceder inmediatamente de una mujer virgen y de una mujer que permaneciese virgen al ser madre?
Pero donde brilla con incomparable resplandor la virginidad de María en el Nuevo Testamento. Si se trata de la Concepción virginal del Salvador, parece imposible poder afirmarla con mayor claridad. Exclúyese expresamente todo influjo paterno: "Cuando María, su Madre, húbose desposado con José, antes que se uniesen se halló haber concebido del Espíritu Santo" (Matth., I, 18). Sabida es la turbación de José cuando advirtió en su casta esposa un hecho cuyo misterio ignoraba, y sabido es asimismo que el Angel del Señor vino a tranquilizarle: "Lo que en Ella ha nacido es del Espíritu Santo".
Esta turbación del Santo Patriarca ha dado mucho que pensar a la piedad de los intérpretes. Algunos creyeron que San José entendió desde el principio el misterio de la concepción virginal de su esposa y que el sentimiento de su indignidad fué el único motivo que le indujo a separarse de su esposa. Estimamos que esta opinión no se ajusta a la ciencia ni a la verdad. Si San José conocía el misterio, ¿para qué enviar un ángel que se lo revelase e impidiese que despidiera a la Santísima Virgen? Otros creyeron que San José no pudo menos de juzgarla culpable, y algunos sermonarios griegos de la antigüedad no vacilan en decirnos los duros reproches que le hizo. Nada hay en el sagrado texto que autorice el juicio tan desfavorable de San José contra la Virgen inmaculada, cuya pureza sin mácula él había admirado siempre. San Francisco de Sales dió, a nuestro ver, la verdadera solución. José no juzga; queda suspenso; pero se calla. A propósito de los juicios temerarios expone el santo doctor este texto evangélico, y dice: "Si una acción tiene cien caras, es necesario mirarla por la más hermosa. Nuestra Señora estaba encinta; San José lo veía claramente; pero como, por otro lado, la veía toda santa, toda pura, toda angélica, no podía creer que hubiese faltado a su deber; de manera que se resolvió a dejarla y a dejar a Dios el juicio de aquel suceso. Muy violenta presunción había para que concibiese mala opinión de la Virgen; mas él no quiso juzgarla. ¿Por qué? Porque, dice el Espíritu de Dios, era justo. El hombre justo, cuando no puede excusar ni el hecho ni la intención de aquel a quien por otra parte conoce como hombre de bien, se abstiene de juzgar, aparta esto de su mente y lo deja al juicio de Dios. (San Francisco de Sales, Introd. a la vida devota, 3 p., c. 28.) San Pedro Crisólogo había antes predicado algo semejante, y ésta puede decirse que es la interpretación más común. "Joseph, ille, maritus solo nomine, conscientia sponsus, praegnantem sponsam fluctuams et anxius intuetur, quia ñeque accusare innocentem ñeque praegnantem poterat excusare; tacere tutum non erat, erat loqui periculum . . . Erat ipse testimonium castitatis, erat custos pudoris; aliud noverat, aliud intuebatur; confundebat visus, quem non confundebat virginis fides. Actus et vita in bivio; mens justa et sanctus animus ancipite cogitatione torquetur; sentit, sed tamen non potest penetrare sacramentum, qui nec accusare poterat, et defensare penes homines non valebat. Mérito mox occurrit ángelus, mérito responsum subvenit mox divinum cui, humano deficiente consilio, justitia non déficit." (Serm. 175. P. L., LII, 657 sp. ; col. serm. 145 ibíd., 588.) Puede también creerse que San José no ignoraba ni las divinas revelaciones ni la tradición judía sobre el nacimiento virginal del Salvador, ni la proximidad del acontecimiento mesiánico, y que pudo sospechar que quizá la Virgen Madre anunciada por los profetas era su esposa María; pero ni esto era suficiente para sacarlo de su incertidumbre.
"Y José no la conoció hasta que Ella dió a luz a su Primogénito" (Ibídem). María es fecunda y es Madre únicamente por la operación del Espíritu Santo. "El Espíritu Santo descenderá sobre Ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra" (Luc., I, 34, 35).
María no solamente era virgen cuando recibió el mensaje divino, sino que fue la primera, entre todas las mujeres, que consagró a Dios su virginidad con promesa absoluta; digámoslo con términos propios: por medio de un voto expreso. Esto significa claramente la respuesta que dió al Angel: "He aquí —la dijo el celestial mensajero— que concebirás y darás a luz un hijo, al que darás el nombre de Jesús..." A lo cual respondió María: "¿Cómo puede ser esto, pue no conozco varón?" (Luc., I, 31, 34). Respuesta ininteligible y sin sentido, si María no estaba ligada, es decir, si ningún compromiso sagrado le impedía tener las relaciones comunes entre esposos.
Así lo entendieron los Santos Padres: "No respondiera Ella así —dice San Agustín—, si no hubiera ofrecido antes a Dios su virginidad: quod profecto non diceret si Deo virginen se ante non vovisset" (S. August., L. de S. Vip., c. et n. 4. P. L., XL, 398, Cf. Tolet., in Luc., annot III, pp. 105, 106; San Thom., 3 p., q. 38, a. 4; San Bernard., hom. 4 super Missus est, n. 3 et de Praerogativ. B. M. V., n. 9. P. L. CLXXXIII, 180 y 434 ; Bossuet, Elevat. sur les myst., 12 sem., 3 elev.). En efecto, leemos en un sermón que se halla entre las obras de San Gregorio Niseno: "Si la Virgen y San José estaban unidos en las condiciones ordinarias, ¿de dónde nació el asombro de María cuando oyó el anuncio angélico, siendo así que por ley de la naturaleza hubiera tenido derecho de esperar la maternidad? Pero, como debía conservar pura de todo contacto una carne de antemano consagrada a Dios, dijo: "Aunque tú seas Angel y aunque vengas del Cielo; aunque todo aquí me parezca exceder a la inteligencia humana, sin embargo, me es imposible conocer a un hombre. ¿Y cómo seré yo madre sin el concurso de un hombre? Yo conozco a José por esposo, mas no lo conozco por marido" (S. Gres:. Nyss., Orat de die nat. Dom. (Ínter dubia). P. G., XLVI, 1.140, spp. Cf. Petav. de Incarnat., L. XIV, c. 4.).
Es este un punto doctrinal frecuentemente consignado en los escritos de los griegos: "¿Cómo se obrará esto en mí? Porque la religión del voto que me consagra a Dios me prohibe conocer a un hombre." Y al decir esto —nota Juan el Geómetra— "hablaba también de José... Ofrenda dedicada a Dios; por consiguiente, ofrenda que era criminal tocar, porque Ella había resuelto evitar, no sólo de presente, sino para siempre, toda relación con hombre. Y su respuesta confirma plenamente la tradición recibida de nuestros Padres, según la cual la Bienaventurada Virgen, lejos de prestarse al deber común de los esposos, jamás tuvo de ello el menor deseo... ¡Tan singularmente estaba por cima de su sexo; tan incomparablemente resplandecía en Ella la castidad!" (Joan. Geom., serm. in SS. Deip. Annunt., n. 15. P. G., CVI, 824. Cf. Jacob. Mon., in Deip Annunt., n. 14, sqq.; S. Sophron., in Deip. Annunt., nn. 32, 36).
¿Qué era, pues, para María el justo y Santo Patriarca José? Testigo y custodio de su virginidad (S. Petr. Chrys., 11, cc. "Poseph puritatis Mariae testis domesticus, sponsus vitae custos." (Pseudo-Basil., hom. in S. Christi generat., n. 3. P. G., XXXI, 1.464.)). ¿Qué más? Un velo a cuya sombra había de cumplirse secretamente el más sagrado de los misterios.
No ignoramos que estos textos del Evangelio sólo demuestran directamente la concepción virginal del Salvador. Pero la alusión tan precisa hecha por San Mateo al texto de Isaías encierra mucho más, porque el Profeta habló de una virgen que concibe y de una virgen que da a luz; y el Evangelista aplica la profecía tanto a la concepción como al nacimiento del Hijo de Dios. El Profeta —nos dice el Concilio de Milán— habló, no solamente de la virgen que concebirá, sino también de la virgen que dará a luz: Non enim concepturam tantummodo Virginem, sed et parituram Virginem dixit" (Inter epp. S. Ambros.. ep. 42, n. 5. P. L., XVI, 1.125).
Los Santos Padres aluden también con frecuencia a la visión de Ezequiel. En la puerta del templo, por la que ningún hombre podría pasar, y que, aun después de haber pasado por ella el Señor (Ezech., XLIV, 2), permanece cerrada, ven figurado el seno bendito de la divina Madre. ¿Interpretan el texto en sentido literal, o, llevados de su piedad hacia la Santísima Virgen, lo exponen en sentido acomodaticio? Sea como fuere, lo cierto es que en él ven siempre expresada simbólicamente la virginidad perpetua de María. Por lo demás, la consagración de María, expresada en su respuesta al Angel, es para ellos un argumento sin réplica, que por sí solo demuestra la perpetuidad de la pureza de la Santísima Virgen.
II. Y no se contentan los Santos Padres con afirmar, apoyados en la autoridad de Dios, la virginidad perpetua de María, sino que estudian su naturaleza. Por lo que se refiere a la virginidad en la concepción del Verbo, basta con la explicación dada por el Arcángel a la misma Virgen purísima. Si es cuestión de la virginidad después del alumbramiento, casi no hacen más que refutar las objeciones tomadas por los herejes de algunos pasajes del Evangelio. Todo su esfuerzo puede decirse que se reconcentra en la explicación del alumbramiento virginal, porque quizá este aspecto del misterio es el que más repugna al sentido humano (Así lo hace notar Juan el Geómetra. Después de admirar el prodigio por el cual el Verbo de Dios entró en el seno de la Virgen para en él tomar carne humana, sin violar el sello de la virginidad, añade, "Non adeo tamen admirandum illud est, quemadmodum quod cum assumpto quoque crasso corpore egressus, portam uti prius obsignatam reliquerit, velut ac minquam transiiset." (In SS. Dcip. Annunt., n. 24. P. G., CVI, 836.)).
Para explicarlo mejor y hacerlo más creíble recurren a hechos análogos en la vida del Salvador. Jesucristo sale del sepulcro sin apartar la piedra que lo cubre; entra en el cenáculo, cerradas las puertas. Pues de la misma manera hemos de creer que apareció en el mundo sin privar al seno de su Madre del honor de la virginidad (S. August., ep. 137 ad Volusian., n. 8; de Civit. Dei, L. XXII, c. 8; serm. 191, in Nativit. Dom., n. 2 ; S. Gaudent. Brix, serm. 9. P. L., XX, 900, etc.).
A continuación de los ejemplos vienen las comparaciones y las figuras. El seno de María es para Jesús el cristal purísimo, que el rayo de luz atraviesa sin producir en él la menor alteración.
S.Ildephens., serm 43, in diem S. Mariae. (dub.). P. L., CXCVI, 282. La misma comparación se lee en una secuencia de la Edad Media:
Auris et mens pervia
Deo sunt ingressus;
Non patent vestigia
Quibus est egressus.
Sicut vitrum radio
Solis penetratur.
In tamen laesio
Nulla vitro datur.
Sic, imo subtilius,
Matre non corrupta
Deus Dei Filius
Sua prodit nupta.
Deo sunt ingressus;
Non patent vestigia
Quibus est egressus.
Sicut vitrum radio
Solis penetratur.
In tamen laesio
Nulla vitro datur.
Sic, imo subtilius,
Matre non corrupta
Deus Dei Filius
Sua prodit nupta.
(Mone, Hymni lat. Medii Aevi, t. II, p. 63.)
¿Y qué mucho que así fuese? Aquel que sale, ¿no es la Luz eterna, la salud y la vida? ("Lumen aeternum mundo effudit." Praefet. B. M. V. "Mérito igitur virgineae integritati nihil corruptionis intulit partus Salutis; quia custodia fuit puderis editio Veritatis." Asi dice San León, Serm. 21, in Nativit. Dom., 1 c. 2. P. L., LIV, 192). María es, además, la vida en flor que exhala su perfume (Guerric., Abb., serm. I de Nativit. S. M.. n. 2, sqq. P. L. CLXXXV, 201); el espíritu del hombre, cuya palabra se revela al exterior bajo una envoltura sensible, sin perjuicio alguno de su principio; la Iglesia, que engendra a los miembros de Cristo; virgen, siempre virgen, lo mismo antes que después del alumbramiento (S. August., serm. 213, n. 7. P. L., XXXVIII, 1064). Elevaos hasta el seno mismo de Dios, donde el Verbo, eternamente concebido, eternamente nace, sin desgarramiento ni corrupción alguna, y en este ejemplar perfecto contemplad el nacimiento del mismo Verbo hecho hombre (Homilía in Nativit. Dom. (Inter opp. S. Joan. Chrys.) Esta homilía fue citada contra Nestorio por San Cirilo en el Concilio de Efeso). Y, ¿qué es Jesucristo? El trigo que brota de una tierra donde ningún mortal sembró; el fruto que se forma y se desprende de la rama sin que la flor se marchite (San Bernard., hom. I de Circunc., n. 2. P. L., CLXXXIII, 133. Leed, además, esta imagen, propuesta por San Cirilo de Alejandría: "Divinus fructus ex virgino prodit, nec in conceptum solvens virgineam zonam, nec in nativitate disrumpens." (De Incarn. Dom., n. 23. I).
Por último, los Santos Padres llegan a llamar al nacimiento del Salvador un origen, un alumbramiento espiritual ("Neque Virga corruptionem passa est pariendo: spiritaliter enim peperit." (Auctor homil. in Nativit. Dom. jam citatae.)). Ya porque es el ejemplar y dechado de nuestro renacimiento en el Bautismo, ya porque el cuerpo del Señor y el de su divina Madre participaron entonces, transitoriamente, de la condición de los cuerpos espiritualizados que seguirá a la resurrección.
Sin duda, este misterio exige un milagro, un milagro grande. Mas —dicen aún los Padres , ¿no es Dios omnipotente? ¿Y cuando hará uso de este poder, si no lo hace para conservar a su Madre, la joya más pura y más rica de los tesoros de su gracia?
No vayamos más allá en el estudio de este privilegio. La virginidad misma de María nos manda no levantar todos los velos. Con razón reprendía Pedro Celense al Monje Nicolás de San Albano de haber usado excesiva libertad de lenguaje en esta materia: "La Virgen —le decía— gusta de que, hablando de Ella, no se digan más que palabras virginales y cubiertas con un velo sagrado" ("Virgo certe virgineis verbis et sancte velamine consecratis delectatur afari." (Petr. Cellens epist. 173. P. L„ CCII. 641) Y esta misma advertencia hace Petavio al tratar de este glorioso privilegio de María. De Incarr L. XIV. c. 5, n. 3.).
III. Hora es ya de tocar más directamente el fin principal de nuestro estudio, que es el demostrar el encadenamiento de la pureza de la Madre del Salvador con su maternidad. Algo hemos dicho ya de esta materia; pero merece un estudio más completo. Si preguntamos a los Santos Padres, todos unánimemente responden: Dios no podía nacer sino de una Virgen, y una Virgen, al concebir y dar a luz, no podía concebir y dar a luz sino a Dios. De manera que la virginidad de la Madre da testimonio de la divinidad del Hijo, y, viceversa, la divinidad del Hijo da testimonio de la virginidad de la Madre. Los teólogos, en general, no hacen hincapié en esta idea. Sin embargo, está muy bien fundada y puede comprobarse con la autoridad de los antiguos Doctores y de los Santos. Es cosa bien hacedera aportar múltiples testimonios, tanto más valiosos cuanto se presentan en todos los tiempos y en todos los lugares. Permítasenos trasladarlos aquí, pues, por lo común, son muy poco conocidos:
"Dios, clementísimo, no se avergonzó de nacer de una mujer, porque con este nacimiento quería devolvernos la vida. No, no contrajo ninguna mancha en las entrañas de su Madre, como tampoco su gloria padeció menoscabo en valerse de ellas. Si esta Madre no hubiese quedado virgen, el Hijo que nació de Ella no sería más que hombre, y en su alumbramiento no habría nada de admirable. Pero si conservó su corona virginal, aun después de haberlo dado a luz, ¿cómo es posible que su Hijo no sea Dios, y cómo el nacimiento de este Hijo no ha de ser un misterio inefable?" (San Proclo. orat. I de laudibus S. Mariae. n. 2. P. L., LXV, 684. Y algo más abajo, en el mismo sermón: "Emmanuel naturae quidem portas aperuiti (esset aperturas) ut homo; virírinitatis claustra non violavit ut Deus; quia ita ex útero est egressus, sicut per aurem est ingressus." (N. 10.)). Este texto es de San Proclo, el primer adversario de Nestorio y el campeón ilustre de la maternidad divina de María.
Las mismas ideas hallamos en Teodoto de Ancyra, que fue uno de los Padres del Concilio de Efeso. No deja de notar la apretada unión que hay entre la virginidad de la Madre y la divinidad del Hijo; quizá entre los Santos Padres no hay ninguno que haya presentado este punto con tanta frecuencia y en forma tan elocuente. Prueba de lo que decimos es este pasaje de una homilía que predicó, según se cree, en presencia del Concilio congregado para juzgar a Nestorio y condenar su impiedad: "Habéis contemplado —exclama— una maravilla de la naturaleza, una obra que sólo la virtud de Dios podía hacer: cómo el Verbo nació de manera incomprensible para nuestra débil razón. Que aquel que nació de María sea el Verbo de Dios es cosa manifiesta, porque al nacer no marchitó la virginidad de su Madre. La mujer que da a luz a un hombre cesa de ser virgen; pero, como el que nació en la carne de esta Mujer es el Verbo de Dios, conservó íntegra a su Madre la virginidad. Nuestro verbo no corrompe al espíritu que lo concibe; así Dios, el Verbo subsistente y substancial, no pudo marchitar la virginidad que le dió a luz" (Theodor. Ancyr., hom. in die Nativit. Dom., n. 1 y 2. P. G. LXXVII, 1.349).
San Cirilo de Alejandría no teme acusar de inconsecuencia a Nestorio y a sus secuaces, porque, de una parte, confesaban la virginidad de la Madre y, por otra, no veían en el Hijo sino una criatura un mero hombre. "El que por naturaleza es el Verbo de Dios, se hizo carne, pero nació divinamente, es decir, de la manera que conviene a Dios. Sólo Él fue concebido de una Madre virgen; sólo Él, al nacer, conservó la virginidad de su Madre. Maravillóme de que retrocedan ante la confesión de la maternidad divina, sabiendo, como saben, que el Hijo de la Virgen nació de una manera digna de Dios. No corresponde a un hombre como nosotros el nacer como Dios" (Apol. pro XII cap., Anath, 1. P. G., LXXVI, 321).
Sigamos oyendo a los más ilustres y santos doctores de la Iglesia griega: "Cosa admirable —dice Teodoro Studita—: esta Madre que da a luz es una Virgen exenta de toda corrupción, porque su fruto es Dios" (or. 6. in SS. Deip. Dormit., n. 2. P. O., XCIX, 720). Y del mismo modo pensaba San Atanasio: "¿Quién, pues, entre los hombres se formó un cuerpo de una madre virgen?... Jesús lo hizo, y con esto dió una prueba clarísima de su divinidad; porque cosa evidente es que, para hacer así su propio cuerpo, menester es que sea el Hacedor de todos los cuerpos" (or. de Incarnat. Verbi, n. 19 et 18. P. G., XXV 181 et 28). Y en un sermón que se le atribuye, pero que no consta que sea suyo, se lee: "¿Quién es este Hijo de la Virgen? El Señor de la naturaleza. Aunque vosotros os callarais, la Naturaleza lo proclamaría por su Rey... Si hubiese nacido, como nosotros, de un matrimonio ordenado, hubiera sido tenido por la mayor parte de los hombres por un dios mentiroso. Así, pues, naciendo de una virgen y conservando con su nacimiento la virginidad de su Madre, con este modo extraordinario de nacer da a mi fe una prueba inconmovible. Cuando, pues, un judío o un gentil me pregunte si Cristo se hizo hombre conforme a la naturaleza o contra sus leyes, yo le daré por respuesta el sello inviolado de la Virgen; así es cómo el Dios de la naturaleza venció al orden de la naturaleza" (serm. in Nativit. Dom. (dubius), n. 1. P. G., XXVIII, 901).
Hemos citado ya a Teodoto de Ancyra; pero, como insiste tantas veces probar la divinidad del Hijo por la virginidad de la Madre, solido y convincente le parecía, no vacilamos en insistir nosotros tambien en su argumentación. Resúmese ésta en pocas palabras: Jesús nació de una mujer; luego es hombre. Jesús nació de una Virgen; luego es Dios.
"Hoy, Dios se manifestó por medio de una Virgen, y esta Virgen fue Madre sin perder el honor de su virginidad. Quien da la incorruptibilidad, ¿podía corromper algo en su misma Madre? Fotino pretende que el que nació de María es un puro hombre, una persona distinta del Hijo eterno de Dios. Pues explíquenos cómo y por qué este hombre pudo dejar el seno materno sin abrir sus misteriosas salidas. ¿Dónde está el hombre cuya madre haya quedado virgen?... Si Jesucristo hubiera nacido como nosotros, no sería más que hombre; pero si conservó sin detrimento alguno la virginidad de su Madre, es insensatez no reconocerlo por Dios" (Theodot. Ancyr., in die Nativit. Dom., conc. 2, n. 3. P. G., LXXXVII, 1.377). Y en otro discurso, que es el sexto acerca del mismo tema: "La Virgen nos muestra al que acaba de nacer como hombre y como Verbo de Dios. Como hombre, pues que Ella es su Madre; como Verbo de Dios, pues con ser madre sigue siendo lo que era: virgen, perfectamente virgen. Seguir siendo lo que era, es decir, virgen, y llegar a ser lo que no era, esto es, madre, no son dos cosas que mutuamente en Ella se excluyan, porque aquel a quien engendra se hace hombre y no cesa de ser Dios".
Esperamos será grato a nuestros lectores el que traslademos aquí el paralelo que hace este mismo escritor entre nuestro verbo y el Verbo de Dios. Estas líneas podrán también enderezar las ideas de aquellos que creen que los Padres griegos entendían de distinta manera que los latinos el título de Verbo, que las Sagradas Escrituras dan al Hijo de Dios. (El Unico nació del Padre, según la naturaleza divina, y nació de la Virgen, para la economía de la Redención, según la naturaleza humana; allí, como Dios; aquí, como hombre. Vuestro verbo es un producto y, por decirlo así, el hijo de vuestra inteligencia. Pero cuando, después de haberlo engendrado interiormente, os place expresarlo con palabras y escribirlo sobre el papel, vuestra mano traza letras, y así de nuevo lo dais a la luz por medio de la mano. No es que el verbo empiece a existir cuando vuestra mano forma los signos que lo representan, porque ya antes había nacido en vuestro espíritu; pero recibe de ella el modo de ser que lo hace visible. Comparemos ahora el prototipo con su imagen. En lugar de vuestro espíritu, al Padre; en lugar del verbo creado que procede de vuestra inteligencia, contemplad al Verbo esencial y subsistente que nace eternamente de Dios; donde veis la mano que engendra de cierta manera a vuestro verbo al hacerle visible por medio de letras, considerad a la Virgen que da a luz al Verbo hecho carne. No es, repetimos, que sti nacimiento sea principio de existencia para la divinidad —Dios nos libre de tal error—, sino que hace visible a las miradas humanas a Dios Verbo, revisténdolo con nuestra humanidad." (Theodct. Ancyr., in feste Nativit. Dom.. conc. 2. n. 7. P. G., LXXVII, 1.377.)
San Cirilo de Jerusalén había dicho antes, con mayor concisión: "Muchos son, amadísimos míos, los testimonios en favor del Cristo de Dios: testimonio del Padre, que le llama su Hijo muy amado; testimonio del Espíritu Santo, que, en forma de paloma, desciende corporalmente sobre Él...; testimonio de la Virgen Madre' (Catech. 10, n. 19. P. G., XXXIII, 486).
Cierre San Juan Damasceno la serie de los orientales. Empieza por glorificar a los padres de quienes María nació: "¡Oh, bienaventurada pareja Joaquín y Ana, pareja verdaderamente inmaculada! Os reconocemos por el fruto de vuestras entrañas, conforme a las palabras del Señor: Los conoceréis por su fruto (Matth., VII, 16). Habéis ordenado vuestra vida como justamente lo pedían la voluntad de Dios y la excelencia de aquella que había de honrar vuestra unión. Por vuestra casta y santa manera de vivir habéis merecido dar al mundo la joya de la virginidad, aquella que habrá de ser virgen antes de su alumbramiento, virgen en su alumbramiento, virgen después de su alumbramiento; a aquella que, sola entre todas las mujeres, por su incomunicable privilegio, había de guardar la virginidad; virgen en cuanto al espíritu, virgen en cuanto al alma, virgen en cuanto al cuerpo; siempre virgen. Cierto; era necesario que si la castidad virginal llegaba a ser madre, revistiese de una substancia corporal a la Luz increada, al Unigénito del Padre, mediante el beneplácito de aquel que incorporalmente lo había engendrado; aquella Luz, repito, que ella no engendra, porque es propiedad suya personal el ser eternamente engendrada" (hom. in Nativit. B. V. M.. n. 5. P. G.. XCVI, 668).
Los testimonios acerca de la conexión de la virginidad de la Madre y la divinidad del Hijo no son menos unánimes en Occidente. Liturgias y Doctores nos lo suministran a porfía.
"¡Oh, Madre santísima y esclava del Verbo!, eres Virgen, y lo prueba tu divino alumbramiento; eres Madre, y tu virginidad lo demuestra" (Breviar. Gothic., or. in Laudib. fest. Annunt. P. L., LXXXVI. 1.300). En un antiguo Sacramentarlo de Verona se lee, en el Prefacio de Navidad: "En la solemnidad de hoy se obra un doble misterio, entrambos igualmente inefables, igualmente convenientes; porque una Madre Virgen no podía tener más que un brote divino, y un Dios hecho hombre no podía nacer decorosamente sino de una Virgen Madre" (Apud Assemani, Codic. Liturg. Eccl. univ., t. IV, p. 3. p. 172.). "María —dice San Zenón de Verona— da a luz, no sólo sin dolores, sino también con alegría. Y prueba de que es el Hijo de Dios aquel que nace de Ella, es que Ella permanece virgen después del alumbramiento, como lo fue después de la concepción" (Tract. 9, de Nativit.. Dom., P. L., XI, 416). Y este mismo es el sentir de otro autor eclesiástico que, según parece, vivió a principios del siglo V: "Vosotros decís que no es Dios, porque nació como todos los hombres, aunque naciese de una Virgen. Y aquí tenéis precisamente el por qué yo lo reconozco, no sólo por hombre, sino por Dios; semejante a nosotros, por una parte, y desemejante, por otra, guardó el orden de nuestro nacimiento, y, al nacer, no hirió en su integridad al cuerpo de su Madre" (Ex Zachaei, Christ. Consultat., L. 1, c. 11. P. L., XX, 1.079).
Hacía la misma época, San Gaudencio de Brescia predicaba la misma verdad: "Esta omnipotencia del Hijo de Dios hecho hombre esta atestiguada por la Virgen, su Madre; porque, después de haberlo concebido del Espiritu Santo y de haberlo llevado nueve meses en su casto seno, lo dió a laz de una manera tan maravillosa que su integridad lejos de padecer injuria alguna, resplandeció con nueva gloria después de aquel divino alumbramiento. He dicho "divino alumbramiento"..., porque, después de tomar la carne de nuestra fragilidad el Hijo de Dios, Él mismo, y no otro, es el hijo del hombre. En efecto, aquél mismo nació de Maria, que, insinuándose en cierta manera por el oído materno, habia llenado el seno de la Virgen... Bienaventurada Virgen, que, por haber dado a luz al Incorruptible, es juntamente Madre y Virgen" (serm. 12, in Natal. Dom. P. L., XX, 934).
San Agustín, que en sus escritos ha desentrañado tan a fondo los privilegios de María, no podía olvidar este misterio: "Una virgen concibe, una virgen lleva un fruto, una virgen da a luz y permanece perpetuamente virgen... ¿Se os hace esto maravilla? Pero, ¿no era necesario que así naciese, si se dignaba hacerse hombre?... Él mismo se fabricó a su Madre cuando aún estaba en el seno del Padre; y, al nacer de Ella, en el seno del Padre continuó. ¿Cómo era posible que dejase de ser Dios, porque se hiciese hombre, aquel por quien su Madre permaneció virgen en su propio alumbramiento?" (serm. 186, in Nativit. Dom. 3, n. 1, P. L. XXXIX, 999).
En otro sermón, que se le atribuye a San Agustín, pero que es del mismo Máximo, se lee también: "Hoy, por el parto virginal de María, nos ha nacido el Hijo de Dios; nos ha nacido, formado de nuestra carne y en nuestra carne, para otorgar al hombre, su criatura, la piadosa ternura de un padre y la afección de un hermano. Y ha nacido de una mujer pura de todo contacto para que el modo humano, de su origen testifique que es hombre, y la eterna virginidad de su Madre pruebe que es Dios. De la misma suerte que la carne no podía nacer más que de la carne, así la carne de Dios no podía ser formada sino virginalmente en el seno de una mujer" (Opp. S. August., in Append., serm. 222, in Nativit, Dom. 6. nn. 1 et 2 P. L., XXXIX. 1.989).
Y ahora oigamos al insigne San Ambrosio: "Hallaréis en Cristo muchas cosas según la naturaleza y muchas por cima de la naturaleza. Según la condición de la naturaleza, fue formado en el seno de una mujer, y por una mujer amamantado; por cima de la condición de la naturaleza, una Virgen le concibió, una Virgen le engendró, para que vuestra fe crea en Él, así a Dios, que renueva la naturaleza, como al hombre, que según la naturaleza desciende de una mujer" (Lib. de Incarnat., c. 6, n. 54, P. L. XVI, 832). Si, la virginidad de la Madre es demostración de la divinidad del Hijo. "Porque aquel que entra y sale, y no deja ningún vestigio, ni de su entrada ni de su salida, este tal no es un huésped humano, sino divino; aquel cuya concepción y nacimiento dejan intacta la virginidad de su Madre, no es de la tierra, sino del cielo" (S. Petr. Chrysol., serm. 142. P. L., LII, 180).
Resumamos todos estos textos con el siguiente, que es de San Bernardo. Hablando del cántico que cantan las vírgenes en pos del Cordero, recréase el Santo pensando cómo en este concierto virginal la Virgen Reina tendrá parte principalísima. A Ella sola será dado el alegrar a toda la ciudad celestial con los acordes más dulces y armoniosos. "Y será esto cosa muy justa, porque Ella sola, entre las vírgenes, puede gloriarse de un alumbramiento, y de un alumbramiento divino. Sí, se gloria de ser Madre, no en sí misma, sino en aquel que dió a luz; porque es Dios el Hijo de su virginidad. Habla El de coronarla un día en el Cielo con gloria sin igual, y cólmala aquí abajo con una gracia singularísima; la gracia de concebir inefablemente intacta, y de dar a luz sin corrupción. El único nacimiento que convenía a Dios era el nacer de una Virgen; el parto que convenía a una Virgen era el engendrar a Dios. Deo hujusmodi decebat nativitas, qua nonnisi de virgine nasceretur; talis congruebat et virgini partus, ut non pareret nisi Deum (hom. I super Missus est, n 1. P. L., CLXXXIII, 61. Su amigo piadoso abad Guerrico, expresó el mismo pensamiento con estas palabras: "Una Madre virgen en el parto es signo manifiesto de la divinidad del hijo así concebido y dado a luz" (Serm. a de Annuntiat., n. 4 P. L„ CLXXXV, 126.))
De manera que la Madre Virgen corresponde al Hombre-Dios. Entrambos se reclaman y se suponen mutuamente.
Bourdaloue, con su elocuencia robusta y sólida, tradujo muy bien estos pensamientos de los Santos Padres: "El más augusto de los signos que había prometido (Dios) al mundo para señalar el c umplimiento del gran misterio de nuestra Redención era, según el vaticinio de Isaías, que una virgen, permaneciendo virgen, concebiría un hijo, y que este hijo sería Dios; no un Dios separado de nosotros, ni elevado como Dios por cima de nosotros, sino un Dios abajado hasta nosotros y que, aunque Dios, mantuviese comercio íntimo con nosotros. Porque esto, como añade el Kvanrelc.ia, es lo que significa el nombre augusto de Emmanuel (Luc. I. 26). Este prodigio, lo confieso, excedía todas las leyes de la naturaleza; pero, en definitiva, no dejaba de ser, en cierto sentido, perfectamente natural. Porque, como discurre San Bernardo, si Dios, haciéndose hombre, había de tener madre, pedía su dignidad, y por eso mismo era como una especie de necesidad que tal madre fuese virgen, y si una virgen, por milagro inaudito, sin dejar de ser virgen, había de tener un hijo, le era de altísima conveniencia que este hijo fuese Dios. Convenía que el Verbo de Dios, por un exceso de su amor y de su caridad, saliese del seno de Dios y, si es lícito decirlo así, fuera de si mismo, para ponerse en condición de ser concebido según la carne; pero supuesta esta salida, que es lo que llamamos propiamente Encarnación, el Verbo de Dios no podía ser concebido según la carne sino por el camino milagroso de la virginidad. ¿Por qué? Porque cualquiera otra manera de concepción hubiera obscurecido el esplendor y la gloria de su divinidad. Es sublime este pensamiento de San Bernardo, y, por poca amplitud que se le dé, llenará vuestras almas de las ideas más altas de la Religión.
Bourdaloue serm. sobre la Anunciac. de la S. V. M., segunda parte Guillermo el Pequeño, que, probablemente, fué abad del Bec a fines del siglo XIII. dejó un comentario lleno de unción sobre el Cantar de los Cantares; comentario que Cornelio a Lapide y Martín del Río, sobre todo el segundo, citan con frecuencia en sus interpretaciones sobre el mismo Sagrado libro. He aquí las palabras que Guillermo, con ocasión de interpretar el versículo 15 del capítulo primero de dicho libro, pone en labios de la Sma. Virgen: Ego non tantum mater. sed et virgo; quia aeternae divinitati tuae corporaliter accessit humanitas, et meae virginitati acessit, non successit, foecunditas. Sicut enim purus homo virginem matrem habere non potest, ita Deus homo matrem nisi virginem habere non potest."
J. B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS...
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