Pues bien, un día llevó a sus compañeros a una comarca lejana, la cual era un desierto de arena donde nada florecía, ni producía ni siquiera una brizna de hierba.
—Tomad, dijo a sus discípulos al partir, tomad bajo vuestro brazo cada uno, una piedra gruesa para tener en caso de necesidad en qué reclinar vuestra cabeza.
Todos obedecieron; pero uno de ellos, sintiendo la carga muy pesada, no se proveyó más que de un pequeño guijarro. Mientras los otros se doblegaban bajo el peso, aquél marchaba alegremente.
Habían caminado un largo trecho bajo el sol ardiente, cuando por fin llegó la hora de la comida.
El santo mandó sentar a todos sus discípulos a su derredor.
No había allí ni alforja ni provisiones: a lo lejos, hasta el fin del horizonte, la llanura de arena, yerma y desnuda.
—¿Qué comeremos, Padre? —dijeron los viajeros a su santo conductor—, ¿Dios, en esta inmensidad estéril, hará llover del cielo para nosotros el maná con el que sació a los hebreos?
El santo levantó los ojos, y mientras sus labios se movían en medio de un misterioso murmullo, extendió la mano, bendijo tres veces las piedras traídas de tan lejos, y cada piedra se convirtió en un pan dorado como el que se acaba de sacar del horno caliente.
Entonces comenzaron a comer. Pero, ¡oh dura lección! Mientras aquellos que habían aceptado la fatiga y el cansancio bajo el peso agotador se quedaron completamente llenos, el que había ahorrado trabajo no tenía más que un bocado.
—Entonces, todo turbado, dijo al santo: "Padre mío, ¿cómo, pues, comeré yo, teniendo una parte tan pequeña?"
—"Hijo mío, le contestó, el que trabaja poco, tiene derecho a poco; el trabajo y el sacrificio son las condiciones esenciales de la recompensa..."
Y tú, hijo mío, entiende esta parábola: no te dejes dominar por la instintiva cobardía que nos hace huir del esfuerzo; todos tenemos nuestra carga que llevar. Cuanto más pesada sea, más bella será la recompensa en la tierra y en el cielo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario