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jueves, 9 de agosto de 2012

Adiutricem populi

De LEÓN XIII
Sobre la devoción del Rosario Mariano a favor de los disidentes
Del 5 de octubre de 1895
 
Venerables Hermanos: Salud y Bendición apostólica
 
I. Pruebas del florecimiento de la devoción a María.
Justo es celebrar con magnificencia cada día mayor y rogar con una confianza más decidida a la Santísima Virgen, Madre de Dios, auxilio constante y clementísimo del pueblo cristiano. Pues, la variedad y abundancia de mercedes que ella, con generosidad siempre más amplia para el bien común, prodiga por todo el mundo aumenta los motivos que tenemos de confiar en ella y ensalzarla; y los católicos responden, naturalmente, a tanta generosidad con la expresión de su más rendido afecto, pues, si jamás en otro tiempo, ciertamente en estos tiempos tan arduos para la Religión, es dable contemplar en todas las capas sociales manifestaciones vivas y encendidas de amor y culto a la santísima Virgen.
Un testimonio claro de ello lo constituyen las asociaciones que bajo su patrocinio se restablecieron y se multiplicaron por doquiera; los hermosos templos que se dedicaron a su augusto nombre; las peregrinaciones que con concurrencia piadosísima se realizaron a sus más venerados santuarios; los congresos que se convocaron para dedicarse al estudio del incremento de su gloria, y tantas otras manifestaciones parecidas que eran en sí excelentes y prometían un porvenir aun más feliz.
Florecimiento especial de la devoción del Rosario.
Es un hecho singular y para nosotros un recuerdo gratísimo cómo, entre las múltiples formas de la devoción mariana, se vigorizaba siempre más, en el aprecio y en la práctica este modo tan eximio de orar, lo cual, dijimos, era gratísimo para Nos, porque si consagramos una no pequeña parte de Nuestras preocupaciones a promover el establecimiento del rezo del Rosario vimos claramente que la Reina celestial invocada con estas fervorosas plegarias nos ayudó con benignidad en Nuestras labores; y confiamos en que Nos asistirá para consolar Nuestras tristezas y para aliviar Nuestras preocupaciones que el día de mañana ha de traer.
II. Poder del Rosario para la reconciliación de los disidentes con la Iglesia
Abrigamos sobre todo la esperanza de que la virtud del Rosario nos ayude con abundantes auxilios a extender lo reino de Jesucristo.
Hemos dicho ya más de una vez que la obra que en las actuales circunstancias deseamos impulsar con mayor empeño es la reconciliación de las naciones disidentes con la Iglesia; al mismo tiempo, hemos declarado que el éxito de la empresa debe buscarse ante todo en las oraciones y súplicas dirigidas a Dios. No hace mucho manifestamos lo mismo también, cuando con motivo de las solemnidades de la fiesta de Pentecostés recomendamos para idéntico efecto especiales preces en honor del Espíritu Santo; recomendación que en todas partes fue obedecida con gran fervor.
III. Perseverancia en esa oración por la reconciliación de los disidentes.
Pero atendiendo a que el problema es muy arduo y la constancia engendra toda virtud, conviene recordar la exhortación del Apóstol que dice: "Perseverad en la oración"[i]; y esto tanto más, cuanto que los felices comienzos de la empresa parecen invitarnos con suavidad a continuar incansables en esta oración. En el próximo mes de Octubre, pues, no habrá nada tan útil a este propósito ni nada tan grato a Nuestro corazón como la instancia con que por todo el mes imploréis vosotros, Venerables Hermanos, y vuestro pueblo, en unión con Nos, a la Virgen y piadosísima Madre, mediante el rezo del Rosario y las oraciones prescritas de costumbre. Eximias son, pues, las causas que nos impulsan a encomendar a su protección Nuestras empresas y deseos, movidos por una confianza firmísima.
IV. María nuestra madre.
El misterio de la excelsa caridad que Cristo tuvo para con nosotros se revela luminosamente por el hecho de haber querido, al morir, entregar su Madre a Juan para que fuese su madre, por virtud de aquel memorable testamento: He ahí tu hijo[ii]. Según la interpretación constante de la Iglesia, Jesucristo quiso designar en la persona de Juan a todo el género humano; y más especialmente a los que se adhiriesen a Él por la fe. Y en este sentido pudo decir San Anselmo de Canterbury: ¿Qué puede concebirse más digno sino que Vos, oh Virgen Santísima, sois Madre de aquellos que tienen a Jesucristo por padre por hermano?[iii].
Ella aceptó, pues, el ministerio de este singular y laborioso oficio y lo desempeñó con magnanimidad, auspiciándose su iniciación en el Cenáculo. Ella ayudó admirablemente a los cristianos primitivos por la santidad de su ejemplo, la autoridad de su consejo, la dulzura de su consuelo y la eficacia de sus santas plegarias. Y en efecto, mostróse, pues, madre de la Iglesia y maestra y Reina de los apóstoles a quienes comunicó parte de las divinas sentencias que conservaba en su corazón[iv].
V. María, medianera universal.
Al ser elevada a la cumbre de su gloria, al lado de su divino Hijo, es casi imposible decir cuánto añadiera a la amplitud y eficacia de intercesión, lo cual convenía a la dignidad y claridad de sus méritos. Pues, desde allí, por disposición divina, Ella comenzó a velar por la Iglesia y a asistirnos a nosotros y a protegernos como madre; de tal modo que después. de haber sido cooperadora en la administración del misterio de la redención humana, ha venido a ser igualmente la dispensadora de la gracia que por todos los tiempos fluye de aquel misterio, concediéndosele para ello un poder casi ilimitado. Por este motivo las almas cristianas, llevadas por cierto impulso natural, se sienten con razón arrastradas hacia María, para depositar en Ella confiadamente sus pensamientos y obras, sus angustias y alegrías y para encomendarle, como hijos, a su cuidado y bondad a sí mismos y todo lo suyo.
Por este motivo también se elevan con toda razón magníficas alabanzas en todas las naciones y en todos los ritos las que se acrecientan con el aplauso de los siglos: entre otras alabanzas, las de: Nuestra Señora misma, medianera nuestra[v], la misma reparadora del mundo[vi], la misma media nera de los dones de Dios[vii].
VI. A Dios por María.
Y por cuanto la fe es el fundamento y el principio de los dones divinos que elevan al hombre sobre el orden natural al celestial, para obtener esta fe y desenvolverla saludablemente, se celebra con razón cierta acción secreta de aquella que nos dio al Autor de la fe[viii] y que por su fe fue saludada bienaventurada[ix]. Nadie hay, oh Virgen santísima, que se imbuya del conocimiento de Dios sino por Vos; nadie hay que se salve sino por Vos; nadie, que consiga misericordia sino por Vos[x]. Ni parece tener menos razón aquel que afirma que, principalmente por su dirección y su auxilio, la sabiduría y la doctrina del Evangelio han llegado, haciendo tan rápidos progresos, a todas las naciones, pese a las inmensas dificultades e impedimentos que se oponían, estableciendo por doquiera un nuevo orden de justicia y paz. Este mismo pensamiento inspiraba también el ánimo y la oración de San Cirílo de Alejandría cuando se dirigía de este modo a la Virgen: Por Vos predicaron los Apóstoles la salvación a las naciones,; por Vos se celebra y se adora la Cruz bendita en todo el orbe; por Vos se ahuyentan los demonios; por Vos el hombre mismo es llamado al cielo; por Vos toda creatura, envuelta en el error de la idolatría, llegó al conocimiento de la verdad; por Vos alcanzaron los fieles el santo bautismo, y se fundaron iglesias entre todos los pueblos[xi].
VII. María baluarte de la verdadera fe.
Y, como lo proclamara el mismo santo doctor[xii] fue María quien estableció y fortaleció muy especialmente el cetro de la fe verdadera; y por su ininterrumpido desvelo fue que la fe católica se mantuviera firme y prosperara intacta y fecunda. Muchos documentos de esta clase existen y son asaz conocidos, declarados a veces de un modo maravilloso.
En los tiempos y lugares en que, ante todo, había que deplorar el que la Fe o languideciera por la incuria o fuera atacada por la peste de los errores, se demostró presente y eficaz la benignidad de la poderosa Virgen auxiliadora. Bajo su impulso y en su virtud se levantaron hombres eminentes en santidad y espíritu apostólico aniquilando las audacias de los impíos y devolviendo los Corazones a la piedad de la vida cristiana e inflamándolos en ella.
Uno de ellos, representante de muchos, es Santo Domingo de Guzmán quien se empeñó con todo éxito en este doble apostolado, poniendo su confianza en el auxilio del Rosario mariano. Nadie ignora cuánta parte cupo a la misma Madre de Dios en los grandes méritos que se granjearon los Padres y Doctores de la Iglesia que tan egregios esfuerzos hicieron para defender e ilustrar la verdad católica.
En efecto, ellos mismos, con ánimo agradecido, confiesan que de Ella que es la Sede de la divina Sabiduría, descendió sobre ellos, al escribir, la abundancia de los más eximios pensamientos y que, por consiguiente, la malicia de los errores fue vencida por Ella y no por ellos.
Por último, los príncipes y Pontífices romanos, custodios y defensores de la Fe -unos para mover las guerras santas y otros para promulgar solemnes decretos- invocaron el nombre de la Madre de Dios, y siempre experimentaron su gran poder y benignidad.
Por esta razón, la Iglesia y los Padres glorifican a María con no menor verdad que magnificencia, diciendo: .Salve, lengua siempre elocuente de los Apóstoles, sólido fundamento de la Fe, baluarte inconmovible de la Iglesia[xiii]. Salve, que por Vos hemos sido inscritos en el número de los ciudadanos de la Iglesia, una, santa, católica y apostólica[xiv]. Salve, manantial de divina abundancia del que fluyen los ríos de la celestial sabiduría, las aguas puras y límpidas de la ortodoxia que rechazan lejos las turbas de los errores[xv]. Regocijaos, porque Vos sola habéis destruido en el mundo todas las herejías[xvi].
VIII. Confianza en nuestra Madre.
Esta parte principalísima que cabe a la Madre de Dios en el desarrollo de los combates y en los triunfos de la Fe católica pone gloriosamente de manifiesto los designios divinos respecto a ella y debe inspirar a todos los buenos una firme esperanza de que se verán colmados los deseos comunes.
¡Hay que confiar en María!!, ¡hay e implorar a María! ¿Qué no podrá hacer con su poder para apresurar el éxito a fin de que la profesión de la misma fe una las mentes de todas las naciones cristianas y el lazo de la perfecta caridad, ese nuevo y ansiado ornamento de la Religión, hermane las voluntades? ¡No querrá Ella conseguir que los pueblos todos por cuya estrechísima unión rogara fervorosamente su Hijo único y que por el mismo bautismo llamara a la misma herencia de la salud[xvii] por la cual había pagado un precio infinito, laboren unánimes en su luz admirable![xviii] ¿No querrá Ella emplear los tesoros de bondad y providencia, tanto para consolar a la Iglesia, Esposa de Cristo, en sus largos sufrimientos por causa de ellos como para llevar a la perfección, en medio de la familia cristiana, el don de la unidad que es el insigne fruto de su maternidad?
IX. María es el vínculo de unión.
Que la feliz realización de esa empresa no ha de demorarse mucho parece confirmarse por la creencia y la confianza que alienta en los corazones de los piadosos de que María ha de ser el lazo bendito por cuya fuerza sólida y suave, todos cuantos amen en el mundo a Cristo, formarán un solo pueblo de hermanos que obedezcan a su Vicario en la tierra, el Romano Pontífice, como a su común Padre.
Llegados a este punto, Nuestro pensamiento remonta los anales de la Iglesia hasta los nobilísimos ejemplos de la edad primitiva y se detiene con un placer indecible en el recuerdo del gran Concilio de Efeso. Una firmísima unidad de fe y una misma comunión de culto que en aquellos tiempos vinculaba el Oriente con el Occidente parecieron reinar allí con singular firmeza y resplandecer con gloria, pues, cuando os Padres establecieron legítimamente el dogma de la Maternidad de la Santísima Virgen, la noticia de este hecho, partiendo de esta piadosísima ciudad que exultaba de gozo, llegó a llenar de la misma celebérrima alegría a todo el orbe cristiano.
X. Rogar por la unidad de la fe.
Cuantos motivos, pues, apoyen y aumenten la confianza en la Virgen poderosa y benignísima de ser escuchados, tantas razones estimularán el celo, que recomendamos a los católicos, de implorar a María. Consideren ellos cuán excelente y útil y ciertamente, cuán acepto y grato para la misma Virgen será esto, pues, poseyendo ya la unidad de la fe, declaran de este modo que aprecian muchísimo la fuerza de este beneficio y desean conservarlo más fielmente. Ni pueden demostrar de ninguna otra manera más preclara su amor fraterno a los disidentes que rogando fervorosamente por ellos para que recobren aquel bien de la unidad, que es el mayor de todos.
Pues, esta caridad cristiana de la fraternidad que reinaba en toda la historia de la Iglesia solía hallar su fuerza en la Madre de Dios como que es la favorecedora más eximia de la paz y de la unidad. San Germán de Constantinopla la invocaba en estos términos: Acordaos de los cristianos que son vuestros servidores; recomendad las oraciones de todos; ayudad la esperanza de todos; consolidad la fe y unid todas las Iglesias[xix]. Tal es también la invocación de los griegos: Oh Virgen purísima, que podéis acercaros a vuestro Hijo sin temor de ser desechada; rogadle, pues, oh Virgen Santísima, a fin de que conceda la paz al mundo; que infunda un mismo sentir a todas las Iglesias; y todos os glorificaremos[xx].
XI. El culto mariano en el Oriente y
sus imágenes traídas del Oriente son prendas de unión.
Otra razón propia y especial por qué la Santísima Virgen acceda con mayor benignidad a las plegarias en favor de las Iglesias disidentes se añade aquí a la anterior; son los egregios méritos que respecto de la devoción mariana tienen, especialmente las Iglesias orientales. Es a ellas que se debe en gran parte la propagación y el fomento de su veneración; en su seno surgieron varones memorables que afirmaban y defendían la dignidad de María, importantísimos por el poder de su elocuencia y sus escritos, panegiristas ilustres por su ardor y la suavidad de sus palabras, emperatrices gratísimas a los ojos de Dios que siguieron el ejemplo de la purísima Virgen, imitaron su munificencia y erigieron templos y basílicas para practicar el culto al Rey.
Será licito agregar aquí un asunto no ajeno al tema y que redunda en gloria de la Santísima Madre de Dios. No hay quien ignore que gran número de las augustas imágenes de María fueron traídas, en diversas épocas, del Oriente al Occidente, especialmente a Italia y a esta Urbe. Nuestros padres no sólo las recibieron con suma piedad y las veneraron magníficamente sino que, con igual devoción, sus nietos las procuran honrar como sacratísimas. En este hecho el ánimo se goza reconociendo cierta señal y gracia de nuestra benignísima Madre; pues, Nos parece que estas imágenes se conservan entre nosotros como testigos de aquellos tiempos en que la familia de los cristianos vivía estrechamente unida por doquiera, y como prendas bien caras de la común herencia. El mirarlas (como si la Virgen misma exhortara a ello) invita los corazones a que recuerden piadosamente a aquellos a quienes la Iglesia llama con sumo amor a que tornen a la prístina concordia y a la alegría de su abrazo.
XII. El Rosario provechosa oración de unión.
De este modo, Dios mismo ofreció en María una protección eficacísima para la unidad cristiana. Aunque no la merecerá un solo modo de oración, sin embargo creemos que el santísimo Rosario fue instituido para conseguirla en forma óptima y ubérrima. En otras ocasiones ya hemos indicado que no era la ventaja menor de este piadoso ejercicio que el cristiano posea en él un medio pronto y fácil para nutrir su fe y defenderse de la ignorancia y del peligro del error, como lo ponen de manifiesto los mismos orígenes del Rosario. Patente está la relación estrecha que guarda con María todo lo que en él se ejercita y se fomenta sea mediante las preces que se repiten, sea, sobre todo, mediante los misterios que se meditan. Pues, cuando ante Ella rezamos con devoción el Rosario volvemos a vivir, conmemorando, la obra admirable de la redención, de tal modo que contemplamos como hechos presentes que se desenvuelven ante nuestros ojos los acontecimientos cuyo desarrollo y efecto la vinieron a constituir al mismo tiempo en Madre de Dios y nuestra.
La grandeza de esta doble dignidad y los frutos de este doble ministerio aparecen con vivos fulgores cuando piadosamente meditamos cómo María se asocia a su Hijo en los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos. De allí resulta que el alma se inflame en amor agradecido para con Ella, y, desdeñando todo lo caduco, se empeñe, con firme voluntad, en mostrarse digna de tal Madre y de sus beneficios. Y como esa frecuente y fiel recordación no puede menos de agradar muy íntimamente a esa Madre, por mucho la mejor de todas, y de moverla a misericordia para con los hombres, por eso, Nos hemos dicho, que el rezo del Rosario será el ejercicio más oportuno con qué encomendarle la causa de los hermanos separados; porque esto incumbe propiamente a su misión de Madre, por cuanto los que son de Cristo no han sido concebidos por María ni lo han podido ser si no en una misma fe y un mismo amor; pues, por ventura ¿Cristo está dividido?[xxi], y todos debemos vivir la vida de Cristo a fin de que en el mismo cuerpo fructifiquemos para Dios[xxii].
XIII. María obtendrá la unidad si rezamos el Rosario.
Es necesario que la misma Madre que recibió de Dios el poder de engendrar continuamente nuevos hijos engendre nuevamente para Cristo, por así decirlo, a todos aquellos que por funestas circunstancias fueron separados de esta unidad. Es también lo que Ella, sin duda, desea vivamente conseguir. Si le donamos las coronas de esta oración agradabilísima, Ella implorará la abundancia de los auxilios del Espíritu vivificador. ¡Ojalá los buenos no rehúsen secundar los propósitos de aquella Madre misericordiosa, y, atendiendo su propia salvación, escuchen la dulcísima invitación de María: ¡Hijitos míos, de nuevo sufro por vosotros dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros![xxiii].
XIV. El rezo del Rosario en el Oriente.
Ponderado así la gran virtud del Rosario mariano, algunos de Nuestros predecesores dedicaron especiales esfuerzos a su propagación entre las naciones orientales. En especial, Eugenio IV en la Constitución Advesperascente, dada en el año 1439, luego Inocencio XII y Clemente XI, cuya autoridad concedió, para este efecto, grandes privilegios a la Orden de Predicadores. Los frutos no se hicieron esperar, gracias al celo de los ministros de esa misma Orden; numerosos y esclarecidos documentos lo atestiguan aunque el largo tiempo transcurrido desde entonces y las circunstancias adversas hayan detenido después los progresos de esta obra.
En nuestra época, el fervoroso culto de esta misma devoción del Rosario , que Nos, desde el principio, hemos ensalzado, ha encontrado eco en el alma muchas personas de aquellas regiones. En cuanto esto, pues, responda a Nuestros esfuerzos iniciales, esperemos que sea muy provechoso para dar cumplimiento a Nuestros deseos.
XV. El Templo de Nuestra Señora del Rosario en Patras.
Con esta esperanza se une un hecho muy gozoso que interesa tanto al Oriente como al Occidente, y es muy conforme a Nuestros designios. Hablamos, Venerables Hermanos, del proyecto cuya iniciativa nació en el Congreso Eucarístico de Jerusalén, o sea el de erigir un Templo en honor de la Reina del Santísimo Rosario, y esto en Patras en Acaya, no lejos del sitio donde en los tiempos antiguos, bajo sus augurios, resplandeció el nombre cristiano. Según nos ha manifestado, para Nuestro gozo, la Comisión que con Nuestra aprobación, fue constituida para impulsar esta obra y preocuparse de ella, ya muchos de vosotros, acatando Nuestros ruegos, habéis organizado Colectas especiales al efecto, con toda diligencia, y aun prometisteis continuarlas en forma igual hasta la terminación de la empresa. Con ello, ya han afluido bastantes recursos, de modo que la construcción podrá iniciarse con aquélla amplitud que a tal obra conviene; y Nos hemos dado poder para que, próximamente, se coloque con auspiciosas y solemnes ceremonias la primera piedra del templo. Elevaráse este santuario, en nombre del pueblo cristiano, como un monumento de perenne gracia a la Virgen Auxiliadora y Madre celestial, la cual se invocará allí asiduamente en ambos ritos, el latino y el griego, a fin de que Ella se digne colmar los antiguos beneficios aun con nuevos más eficaces.
XVI. Los beneficios del mes del santo Rosario.
Y ahora, Venerables Hermanos, vuelve Nuestra exhortación al punto de donde partió. Es, que todos, pastores y rebaños, se acojan, sobre todo durante el mes que se avecina, bajo el manto protector de la Santísima Virgen. Que en público y en privado, con alabanzas, plegarias y ofrecimientos, se unan todos para invocarla y suplicarla como a Madre de Dios y Madre nuestra, clamando: Mostrad que sois nuestra Madre[xxiv]. Que su maternal clemencia conserve a su universal familia al abrigo de todos los peligros; que la haga gozar de prosperidad verdadera fundada en la santa unidad. Mire con benevolencia a los católicos de todos los pueblos, y, uniéndolos más estrechamente cada día con los lazos de la caridad, los vuelva prontos y constantes para sostener la gloria de la Religión, en la que van incluidos asimismo los mayores beneficios para el Estado.
XVII. Plegaria a María por los disidentes.
Dígnese Ella mirar asimismo con especialísima benevolencia a los pueblos disidentes, naciones grandes e ilustres en que laten tantos corazones generosos, conscientes de sus deberes cristianos; dígnese suscitar en ellos anhelos saludables y nobles propósitos, y después de haberlos suscitado favorezca su realización.
En cuanto a los disidentes orientales quiera Ella recordar la devoción acendrada que le profesan y las gestas sublimes que sus antepasados realizaron por la gloria de su nombre. En cuanto a los occidentales baste rememorar el utilísimo patrocinio con que Ella reconoció y recompensó la eximia devoción que todas las clases sociales le manifestaran en el transcurso de muchos siglos.
Logre ser oída la voz suplicante del Oriente y del Occidente y de todas las naciones católicas dondequiera habiten; logre ser oída la Nuestra que desde lo más profundo del alma clama: Mostrad  que sois Nuestra Madre.
Bendición Apostólica.
Entre tanto, y como testimonio de Nuestra benevolencia os impartimos con amor la bendición Apostólica a vosotros, a vuestro clero y al pueblo confiado a vuestro cuidado. Dado en Roma, junto a San Pedro, el 5 de Septiembre de 1895, año decimoctavo de Nuestro Pontificado. León XIII

[i] Col. 4, 2.
[ii] Juan 19, 26.
[iii] San Anselmo, Or. 47, antes 46.
[iv] Lc. 2. 19; 2, 51.
[v] "Dominam nostram", "mediatricem nostram", San Bernardo serm. 2 in adv. Domini n. 5.
[vi] Ipsam "reparatricem totius orbis", S. Tharasius or. in praesent. Deip.
[vii] Ipsam "donorum Dei conciliatricem". in offic. graec. VII dec., Theotokion, post oden IX. 
[viii] Hbr. 12, 2.
[ix] Lc. 1, 52.
[x] S. Germán de Constantinopla or. 2 in dormit. B.M.V.
[xi] San Cirilo Alej. Hom. contra Nestorium.
[xii] San Cirilo Alej. Hom. contra Nest
[xiii] Del Himno griego "Akátistos".
[xiv] San Juan Damasceno. or. in annuntiat. Dei Genitr. n. 9. 
[xv] San Germán de Constantinopla or. iu Deip praesentat. n. 14.
[xvi] En el Oficio B.M.V.
[xvii] Hebr. 1, 14.
[xviii] 1 Pelr. 2, 9.
[xix] San Germán In Hist, a dormit, Deiparae.
[xx] Men. 5 de Mayo Theodokion post od. IX de S. Irene V. M
[xxi] 1 Coro 1, 13
[xxii] Rom. 7, 4.
[xxiii] Gal. 4. 19.
[xxiv] Del himno lit. A ve Maris Stella.

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