¿Por que hemos de hacer oración a Dios, como si tratáramos de informarle de lo que El ya sabe? ¿No es cierto que Dios conoce de antemano nuestras necesidades? ¿Por qué, pues, se las hemos de declarar en nuestras peticiones?
No hacemos oración para informar a Dios de nuestras necesidades, ni para dictarle lo que deba hacer, pues Dios todo lo sabe, y conoce hasta los secretos más recónditos del corazón humano, con todas sus necesidades. Hacemos oración a Dios porque queremos reconocer su poder y su bondad; porque comprendemos que dependemos de El todo, y porque El mismo nos enseñó a orar con su ejemplo y con su palabra. Jesucristo nos mandó que santificásemos el nombre de Dios; que hiciésemos la voluntad de Dios en la tierra, así como la hacen los bienaventurados en el cielo; que pidiésemos al cielo favores, tanto espirituales como temporales, por ejemplo, gracia para resistir a las tentaciones, el perdón de nuestros pecados y la gracia de la perseverancia final (Mat. VI 9-13; Luc. XI 1-4).
Prometió escuchar las plegarias que salgan de un corazón humilde, y lo aseveró diciendo: "Pedid, y se os dará; buscad, y encontraréis; llamad, y os abrirán" (Mateo VII, 7). Porque si "vosotros sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, con mayor razón vuestro Padre celestial dará el buen Espíritu a los que se lo pidan" (Luc. XI, 1-3).
Finalmente, dijo: "Cualquiera cosa que pidáis al Padre en mi nombre, os lo concederá..., como os concederé todo lo que me pidáis en mi nombre" (Juan XIV, 13-11).
Asimismo, Jesucristo, antes de dar comienzo a sus ministerios, gastó en oración nada menos que cuarenta días (Marc. I, 35); pasaba también las noches en oración durante la vida pública (Luc. VI, 12); oraba antes de obrar un milagro, oró en el huerto de Getsemaní, y en la cruz pidió por Sí y por sus verdugos. San Pablo escribe a los fieles de Tesalónica que "oren sin cesar" (1 Tes V, 17), y a los corintios les dice que rueguen contra los enemigos de su salvación (2 Cor. XII, 27). Nada tan agradable como la conversación.
Pues bien: la oración no es más que una conversación con Dios. Cuando oramos, no solamente pedimos a Dios favores, sino que le adoramos también y le alabamos y le agradecemos los favores que nos hace, y le pedimos humildemente perdón por nuestros pecados.
Parece que la oración y la plegaria implican un cambio por parte de Dios. Por otra parte, es evidente que Dios no puede cambiar.
A esta dificultad respondió Santo Tomás con la sabiduría que le caracteriza. Dice así el angélico doctor: "La divina Providencia conoce no solamente los efectos que tendrán lugar, sino también las causas que han de producir tales efectos. Ahora bien: los actos humanos son la causa de ciertos efectos. Por tanto, los hombres pueden ejecutar ciertas acciones, no para cambiar con ellas la disposición divina, sino para obtener ciertos efectos según el orden de la disposición divina, y dígase lo mismo de las causas naturales. Este es, ciertamente, el caso en la oración. Oramos, no para cambiar la disposición divina, sino para obtener lo que Dios ha dispuesto que alcanzaremos si oramos, es decir, que—como escribió San Gregorio— "Los hombres, orando, puedan recibir lo que Dios todopoderoso dispuso desde toda la eternidad que daría" (Summa 2, 2, q. 83, a. 2).
El Señor prometió conceder lo que le pidiésemos (Juan XIV, 13). Sin embargo, es un hecho que muchas de las cosas que pedimos no se nos conceden.
A esta dificultad hay que responder haciendo algunas distinciones. Si con humildad y perseverancia pedimos bendiciones espirituales con las que aseguremos nuestra salvación, como gracia para resistir a las tentaciones, perdón de nuestros pecados y la gracia de la perseverancia final, no hay duda de que Dios despachará nuestra oración favorablemente. Si pedimos eso mismo para otros, Dios derramará a manos llenas sus gracias sobre ellos; pero, en último término, el pecador puede obstinarse y resistir a esas gracias hasta la muerte. Dios no forzará jamás la voluntad del hombre, pues no quiere en su servicio forzosos, sino voluntarios. Si le pedimos cosas temporales, como salud, dinero, éxito en los negocios, etcétera, Dios puede concedernos lo que pedimos precisamente negándonoslo. No olvidemos que debemos orar en armonía con el plan divino. Jesucristo nos enseñó esto cuando oró así a su Padre en el huerto de los Olivos: "Padre, si es posible, que pase de Mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Mat. XXVI, 39).
San Pablo también pidió a Dios que le librase del aguijón de la carne, y oyó que Dios le decía que "la virtud se perfecciona en la enfermedad" (2 Cor XII, 7, 9).
Si la enfermedad nos acerca a Dios, y la salud hace que nos olvidemos de El; si los fracasos nos hacen más humildes y los éxitos más soberbios; si la pobreza es causa de que imitemos más de cerca a Jesús pobre, y con las riquezas nos ponemos a punto de perder la misma fe, ¿no sería crueldad por parte de Dios concedernos lo que le pedimos? No hay madre que dé a su niño la navaja de afeitar del padre, por mucho que llore el nene que quiera jugar con ella. No hay médico sensato que dé al paciente lo que pide si está cierto de que ello le causaría la muerte.
¿Por qué no rezan los católicos según les dicte el corazón, en vez de repetir siempre las mismas oraciones vocales? ¿Tenían acaso los primitivos cristianos cierto número de oraciones fijas en sus libros, como la tienen hoy los sacerdotes en la misa?
En los tiempos apostólicos no se decía la misa por un misal, como ahora, sino que se decían ciertas oraciones compuestas, en parte, por el obispo que oficiaba. La opinión general hoy día es que las oraciones de la liturgia católica datan del siglo II. Desde luego, ciertas palabras, como las de la fórmula de la consagración, eran repetidas por los mismos apóstoles (San Justino, Apol 1, 05) y sus sucesores, siguiendo el mandato de Jesucristo (Luc. XXII, 19).
Las lecciones, salmos, preces y sermones que se introdujeron en la misa no fueron más que una cristianización de las funciones religiosas de la sinagoga.
San Pablo nos habla de la lectura de las Escrituras, de la recitación de himnos y salmos y de la respuesta Amén (1 Tim IV, 13; 1 Cor XIV, 26; 16) y San Lucas nos habla de las oraciones que seguían a la consagración (Hech II, 42).
Cuando uno de los discípulos dijo a Jesucristo: "Señor, enséñanos a orar", el Señor le satisfizo pronunciando la más hermosa de todas las oraciones y la que se ha venido repitiendo con más frecuencia, el Padrenuestro (Luc. XI, 1).
Por tanto, cuando la Iglesia aprueba ciertas oraciones, no hace más que imitar la conducta del Salvador, que aprobó la oración cristiana por antonomasia. Además, las oraciones de la Iglesia no pueden ser más hermosas si se leen y meditan con, sosiego y recogimiento. Las más comunes son el Credo, el Yo pecador, el Avemaria, el Angelus y el Rosario.
Pero los católicos son libres para decir al Señor lo que crean oportuno y en la forma que mejor les cuadre. La Iglesia aprueba y alaba la oración mental. En ella se da rienda suelta a los efectos sin repetir vocalmente ninguna oración escrita en los libros. También ha florecido siempre en la Iglesia la contemplación u oración de silencio y recogimiento, como puede verse leyendo los escritos de los autores místicos.
Léase a Santa Teresa de Jesús, o a San Juan de la Cruz, o a San Pedro de Alcántara, o a tantos otros que han sobresalido en esta contemplación privilegiada. San Juan de la Cruz dice que para llegar a esta oración, el alma debe estar despegada de todas las criaturas y debe estar indiferente para las sequedades o para las dulzuras que en ella pueda sentir, pues Dios exige al espíritu tal libertad, que el menor gusto o disgusto a una cosa impide la paz y recogimiento de esa contemplación sublime e interrumpe el silencio que necesita el alma para oír la voz de Dios, que habla al alma en la soledad. La Iglesia es la primera en oponerse a todo formulismo rutinario. Lo que ella quiere es que sus hijos se acerquen a Dios y vivan vida de fe, esperanza y caridad. Las oraciones que nos da escritas no son para que nos ciñamos a ellas exclusivamente, sino para que nos sirvan como de guía para encontrar a Dios, que habla al alma en la oración y en el silencio. Una vez que hemos encontrado a Dios, cesa la oración vocal, y el alma habla a su Señor sin las ataduras de palabras fijas, aprendidas tal vez de memoria.
BIBLIOGRAFIA
Corral, El alma de todo apostolado.
Ermoni, San Pablo y la plegaria.
Gubunas, La oración dominical.
Granada, Oración y meditación.
Heredia, Una fuente de energía.
Maumigny. La práctica de la oración.
Neumayr, Compendio de Teología ascética.
Santa Teresa, Camino de perfección.
Sorazu. La vida espiritual.
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