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lunes, 27 de agosto de 2012

EL DUELO — EL SUICIDIO — LA CREMACION

El duelo. Prohibición religiosa.
Colaboración al duelo. Prohibida, cualquiera sea su modalidad. Excomunión de los médicos. 
Responsabilidad de los duelistas. A menudo atenuada por el estado psíquico anormal, neurosis, abulia, sugestibilidad, monomanía. 
El suicidio. Prohibición religiosa.
Colaboración al suicidio. Culpabilidad de los médicos o de los farmacéuticos.
Responsabilidad de los suicidas. Teorías materialistas inaceptables. En realidad, responsabilidad en todos los grados hasta la irresponsabilidad. Suicidios de educación. Suicidios motivados. Suicidios sociológicos. Suicidios patológicos. El certificado médico debe ser exacto. 
La cremación. Prohibida por la Iglesia, salvo determinadas necesidades. 
La inhumación y la higiene. El análisis del suelo, las experiencias de Losener; la epidemiología demuestra que las inhumaciones hechas de acuerdo con determinadas reglas no ofrecen inconvenientes desde el punto de vista de la higiene. 
La inhumación y la Iglesia. El cristianismo continúa la tradición hebrea. La cremación: manifestación antirreligiosa. Simbolismo de la inhumación; la semilla que muere para renacer; la sumisión a las leyes naturales: la inhumación y la resurrección de Cristo, de Lázaro, símbolos de nuestra propia inhumación y resurrección. Deberes del médico cristiano. 
Bibliografía.

 EL DUELO
 El duelo, "combate particular para el cual un pacto fija el lugar, la fecha, las armas y otras condiciones, y en el cual los duelistas se exponen a la muerte o a una herida grave", está formalmente prohibido por la ley religiosa. Se sabe que la ley civil no lo distingue del homicidio y de los golpes y heridas voluntarias, y que aplica a los duelistas y a sus cómplices las penas previstas por los crímenes y delitos.

Colaboración al duelo
Los duelistas y sus cómplices son, pues, doblemente culpables desde el punto de vista religioso: por un lado, en razón del acto o de la tentativa de homicidio que cometen o favorecen; por otro lado, en razón de su infracción a la ley civil.
El duelo ha sido condenado por los papas Julio II, León X, Clemente VII, Pío IV, por el Concilio de Trento, por los papas Gregorio XIII, Clemente VIII, Alejandro VI, Benedicto XIV. Pío IX impone la excomunión contra "los que provoquen en duelo, lo acepten, aunque no se realice, todos los cómplices, todos los que lo favorecen, que asisten al mismo de intención, que lo permiten o no lo impiden según puedan hacerlo y cualquiera sea su cargo o dignidad, aun real o imperial" (Const. Apostolicae Sedis, N° 3). 
León XIII confirmó estos decretos y el Código de Derecho canónico reproduce las prohibiciones. Los duelos entre estudiantes, como se practican en Alemania, caen bajo la misma condena.
Los médicos se hallan implícitamente comprendidos en la calificación: "todos los que lo favorecen o que asisten al mismo de intención". Además, una resolución del Santo Oficio, de fecha 31 de mayo de 1884, ha hecho un comentario explícito:
"El médico y el confesor, —reza la resolución— no pueden estar a disposición de los duelistas durante el duelo en caso de necesidad; no pueden acompañarlos en el terreno sin incurrir en la excomunión; su sola presencia, en realidad, es como alentar a los duelistas y asegura a los culpables acerca del resultado final del combate en su aspecto físico y espiritual; tampoco pueden estar a disposición de los combatientes en una casa o lugar cercano, para estar listos a acudir a la primera llamada. Sin embargo, si lo hacen sin que los duelistas lo sepan, su presencia ignorada no puede alentar a los culpables y no se podrá inculpar ni al médico ni al confesor por el acto de caridad que realizan".

 Salvo este último caso, raramente efectivo, el médico no incurrirá en culpa también si asiste al duelo por orden formal de un superior legítimo (Dr. Castaing). El deber del médico católico con relación al duelo, es por lo tanto muy claro: la abstención absoluta de toda participación directa o indirecta. 

Responsabilidad de los duelistas
El médico puede ser llamado a dar su opinión sobre el grado de responsabilidad de los duelistas, ya ante los tribunales civiles, ya por las autoridades eclesiásticas, si la familia, por ejemplo, invoca la irresponsabilidad para obtener la sepultura eclesiástica de la víctima de un duelo.
Como en todos los peritajes, el médico debe decir la verdad y no sustituirse a las autoridades competentes, judiciales o religiosas. Pero el peritaje debe considerar justamente todos los factores: en un duelo el factor moral y nervioso juega un gran papel y la responsabilidad de los duelistas, a menudo, está lejos de ser completa.
1. Todo individuo que exige una reparación por las armas de una ofensa recibida, es un poco un desequilibrado: matar en un momento de cólera a quien nos injuria, es una falta comprensible; invitar a alguien a un cambio de balas y exponerse a ellas, es un absurdo.
2. Hay los nerviosos irascibles, que son impulsados a un enredo por su temperamento más o menos patológico, y que no logran zafarse en razón misma de su impresionabilidad.
3. Hay los abúlicos, los débiles, los sugestionables, que experimentan la influencia del ambiente, de las personas que los rodean, y carecen de la energía necesaria para realizar sus ideas personales... cuando tienen una. Se dejan conducir al duelo por prejuicios que se les han inculcado, por parientes, amigos o no importa quiénes. Lecturas románticas, latiguillos teatrales los llevan al terreno por situaciones análogas a las que han excitado su imaginación.
4. Hay finalmente los monómanos del duelo. Como lo han demostrado los psiquiatras, los delirios se alimentan de las ideas del momento. Cuando el duelo está de moda, los "semi-locos" nutren su exaltación con el espíritu en boga, y como esto responde a las ideas de la muchedumbre, se aplaudirá su sentido del honor que no es más que demencia. Muchos espadachines célebres entran en esta categoría, como también los monómanos de los que el siglo XIX conoció más de un ejemplo, que no se baten, pero hacen que se batan los demás, en una especie de delirio sádico.
El médico católico deberá, pues, poseer la caridad de examinar el caso, en que sea perito, con cuidado y solicitud. Podrá no hallar excusa alguna. Pero también podrá llegar a calmar las angustias religiosas de las familias, aplacar los escrúpulos de un sacerdote y proporcionar a un alma socorros religiosos que parecería obligación rehusar de primer intento.

EL SUICIDIO
 Si está prohibido exponer la vida en duelo, con mayor razón está prohibido destruirla o atentar a ella directa y voluntariamente. El médico puede estar interesado a dos puntos de vista por la cuestión del suicidio:
a) por el requerimiento que puede dirigirle un individuo de un tóxico o de un instrumento destinado a realizar el suicidio (hemos visto en otro lugar, que el médico nunca puede proporcionar la muerte, ni aun a pedido del interesado);b) por el certificado que pueda pedirse al médico, acerca de la causa de la muerte o del estado mental del difunto, en vista de la admisión a las exequias religiosas.

Colaboración al suicidio
Es inútil que nos detengamos en consideraciones acerca de la posibilidad de colaboración al suicidio. Es evidente que todo médico o farmacéutico que proveyera de tóxicos o instrumentos a alguien que quiere emplearlos para suicidarse, cometería una grave falta.

Responsabilidad de los suicidas
Como en el caso de los duelistas, el médico debe a la Iglesia una información verídica. Y el médico católico no puede aceptar ciertas doctrinas materialistas que convierten el suicidio en un acto siempre impuesto, ya por el ambiente social (Durkheim, Halbwachs), ya por el estado mental patológico. "Ningún sujeto que no sea ni ciclotómico, ni hiperemotivo, puede suicidarse, cualesquiera que sean las circunstancias" (Delmas)
La libertad humana no es tan esclava del ambiente, y el hombre puede decidirse a la muerte por otras razones que una alteración dinámica o morfológica de sus neuronas cerebrales. El doctor Jorge Dumas, citado por el doctor Abderrahman en su tesis, dice: "Me he preguntado lo que mi experiencia personal me hizo aprender sobre la cuestión del suicidio, y después de haber eliminado cuidadosamente a todos los suicidas que conocí profesionalmente (porque me ocupo de psiquiatría), he contado en mi experiencia profesional, durante 40 años, 13 suicidios que, directamente o no, conocí lo bastante de cerca como para formarme una opinión sobre su estado nervioso y mental. Hallé a 4 de los que se puede decir que parecen haber estado libres de trastornos psicopáticos..."
La doctora Susana Serin, después de una atenta encuesta sobre 420 casos de suicidio, cree que un número notable, exactamente una tercera parte, se concibió y se ejecutó en ausencia de toda tara psíquica: "El motivo más frecuente invocado es el pesar íntimo, la viudez, el abandono, la decepción amorosa, la pérdida de un hijo. En 2 casos se trataba de niñas abandonadas durante el embarazo. En 72 casos de esta clase, aunque nos esforzamos especialmente en buscar en los salvados los trastornos mentales, los signos de un desequilibrio, debemos reconocer que no hemos hallado nada; 50 suicidios fueron causados fuera de toda tara psíquica, por la miseria o los reveses de la fortuna"
El doctor Abderrahman recogió en el servicio de Levy Valensi "8 observaciones de tentativas de suicidio, 5 de ellas en sujetos perfectamente normales y 3 en hiperemotivos no constitucionales".
En esas condiciones, el médico llamado a pronunciarse sobre la responsabilidad de un suicida, deberá apreciar los factores sociales, patológicos, personales y de educación, que hubieran podido llevar a ese acto de desesperación.

1. Suicidio de educación: este suicidio tendrá responsabilidad psicológica completa, pero responsabilidad moral nula o muy atenuada. Se trata de sujetos con una educación materialista que no asignó al suicidio ningún carácter moral: la vida se basta a sí misma; si es desagradable, se aniquila, y eso es todo. Mas al lado de esta educación materialista franca y visible, hay una educación materialista de hecho, que falsifica las ideas aun en un ambiente no ateo. Son las novelas, los poemas, las piezas de teatro o las películas cinematográficas que colocan a la muerte como remedio de todas las situaciones. Para resolver fácilmente su intriga, el autor conduce al suicidio, sin subrayar su carácter inmoral. Y la idea materialista de la amoralidad del suicidio penetra en el espíritu de los lectores y lo hace aceptar como la solución natural de las dificultades de la existencia. Advirtamos que, de acuerdo con determinadas ideas religiosas, el suicidio llegará a ser un acto meritorio o un deber (karakiri de los japoneses, etc.). En estos casos, el médico no puede reconocer más que la plena responsabilidad psicológica del sujeto. Las circunstancias atenuantes no dependen de su juicio, sino del juicio de Dios.
2. Suicidio motivado: en este caso el sujeto puede haber recibido una educación correcta; conoce el valor moral del suicidio, no es ni un enfermo mental ni un tarado, y el ambiente social no ejerce sobre él una acción notable. Pero este sujeto es víctima del dolor físico o de una decepción sentimental, pecuniaria, profesional, etc. Prefiere la muerte a la prueba que le espera; olvida o pasa sobre las nociones morales que adquirió.
Evidentemente hay responsabilidad psicológica íntegra (la hiperemotividad pertenece a la clase de las psicopatías), responsabilidad moral que depende de Dios.
3. Suicidio de causa sociológica: el sujeto está en desacuerdo, en pugna con la sociedad; se ahoga en sus imposiciones, parece que ella lo rechaza material y moralmente. Se figura que está de más y se evade con el suicidio. Hay frecuentemente un determinado elemento psicopático en estos casos: una inadaptabilidad a las condiciones del ambiente; por otra parte el sufrimiento físico y moral puede ser considerable. Habrá a menudo responsabilidad atenuada, tanto en relación con la psicología como en relación con la moral.
4. Suicidio patológico: es por cierto el suicidio más frecuente. Hay el suicidio del hiperemotivo, del angustioso, del neurasténico, del melancólico, del obsesionado, del perseguido, del delirante, etc.
El suicidio en estos casos podrá considerarse como irresponsable, aun cuando no haya más que indicios muy leves de afección nerviosa o mental: se sabe cómo estas afecciones permanecen a menudo ocultas, porque el enfermo disimula sus pensamientos por una ansiedad o aprensión enfermiza. Individuos sugestionables pueden ser llevados al suicidio por la lectura de novelas, obras teatrales y, sobre todo, por la de las crónicas de los diarios (Dr. Laccassagne).
El médico católico se hallará, pues, a menudo, en presencia de situaciones difíciles y dolorosas. Dará su opinión en conciencia, después de haber examinado el caso con la mayor caridad posible, pero concienzudamente. Si no puede encontrar para el suicidio la excusa médica que facilite las exequias religiosas, sabrá endulzar el pesar de la familia, con la consideración de las excusas morales a menudo presentes y de las que Dios tiene la misma cuenta que de las alteraciones físicas.

LA CREMACION
La Iglesia rehusa los últimos Sacramentos a los que han declarado su voluntad de ser incinerados después del fallecimiento, y que se han negado a rectificar esta decisión. Prohibe celebrar públicamente misas en su favor. Prohibe administrar los sacramentos a todos los que libremente cooperan a la cremación. (Decreto del Santo Oficio, del 27 de julio de 1892).
El médico católico debe conocer las razones de esta oposición de la Iglesia a la cremación, hacerlas comprender alrededor de sí, y alentar al empleo de la inhumación preconizada por la Iglesia. En realidad, es justamente en el nombre de la higiene que se ha combatido la inhumación y propuesto la incineración. El módico se considera así como el perito, cuya opinión tiene mucho peso.

La inhumación y la higiene
 La inhumación no puede condenarse en nombre de la higiene. Durand-Claye, Sebloesing y Proust declararon en el Congreso de la Higiene de 1878: "El suelo es sin discusión el filtro más perfecto de las aguas cargadas con materias orgánicas. Esta propiedad nos la enseñan los hechos naturales. Citemos, por ejemplo, las aguas del suelo que salen puras de las fuentes, provenientes del suelo donde están llenas de materias vegetales y animales". Losener, mediante experiencias con cadáveres de animales infectados con gérmenes microbianos diversos e inhumados en varios terrenos, demostró que el bacilo tífico desaparece al cabo de 22 días, más o menos, el del cólera a los 30 y el de la tuberculosis alrededor de los 60 días. A pesar de todos los trabajos de urbanismo del siglo XIX, que trasladaron los cementerios fuera de las ciudades y abandonaron los viejos cementerios a la azada de los jardines, ninguna epidemia de peste salió de esas necrópolis profanadas sin precaución alguna. Lo que sabemos acerca de las variaciones de la virulencia de los microbios, de acuerdo con el medio, permite además comprender esa inactividad.
Fuera, pues, de los casos de epidemia, de guerra, de catástrofe, en que la Iglesia permite la cremación si se juzga indispensable, la inhumación efectuada de acuerdo con las reglas corrientes de la higiene no presenta el menor inconveniente médico.

La inhumación y la Iglesia
Además la cuestión de la inhumación y de la incineración depende de otras consideraciones: financieras, urbanistas, religiosas, y es evidente que el católico no vacilará en dar el predominio a estas últimas.
En primer lugar, hay la tradición. Los Hebreos, entre los pueblos de la antigüedad, fueron los más fieles a la inhumación, como lo expone el doctor Brohan. Se comprende fácilmente que el Cristianismo no haya cambiado nada en una costumbre que, sin estar ligada formalmente a sus concepciones, encuadra en ellas, sin embargo, mejor que la incineración. Por eso desde el comienzo, los paganos hicieron de la última un caballo de batalla, como lo hacen hoy los ateos; la higiene nada tiene que ver en la cuestión.
A fines del siglo II, Minucio Félix en su Octavius hace decir en escena al pagano Cecilio: "¡Después de su muerte los discípulos de Cristo esperan la eternidad! Es por eso que se horrorizan de la hoguera y condenan la sepultura de fuego. Como si todo cuerpo, aun sustraído a las llamas, no fuera disuelto por la tierra con los años; como si importara que las bestias lo devoren, que las llamas lo destruyan, cuando todo sepulcro es para el cadáver una pena, si la siente, y, si no la siente, un remedio que actúa por su misma rapidez". Y el cristiano le responde: "¿Crees tú, pues, que perece para Dios lo que se sustrae a nuestros débiles ojos? Que se seque en polvo, se disuelva en líquido, se reduzca en cenizas, se exhale en vapor, todo cuerpo desaparece para nosotros, pero sigue subsistiendo para Dios, que conserva sus elementos. No tememos algún daño de la sepultura, como creéis, pero nos mantenemos fieles a la costumbre antigua y mejor de la inhumación".
Como lo recalca el decreto del Santo Oficio del 19 de mayo de 1886, los protagonistas de la cremación en el siglo XIX han tratado ante todo de hacer de ella una manifestación antirreligiosa; es realmente una razón insuficiente para que los católicos abandonen una tradición muchas veces milenaria. Tanto más que la inhumación constituye un verdadero símbolo de las esperanzas cristianas: "El cuerpo —dice San Pablo— es colocado como una semilla en la tierra, en un estado de corrupción, y resucitará incorruptible. Es colocado en la tierra completamente deforme, y resucitará glorioso; es colocado en la tierra sin movimiento y resucitará lleno de vigor" (I a los Cor., XV, 42-44). Y en esto hay un eco de la palabra del Señor: "En verdad, en verdad, os digo: si el grano de trigo caído en la tierra no muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto" (Juan, XII, 24). Este simbolismo de la corruptibilidad corporal que abre la puerta de las dichas eternas, de la aceptación de las peores humillaciones para lograr el bien supremo, bastaría para dar un gran valor a la inhumación. En cambio, el aniquilamiento brutal de la cremación, aporta una idea de destrucción absoluta y definitiva.
Como lo dice también el rev. Padre Lauras, "dejando que el cadáver humano se disuelva bajo la influencia de las causas naturales, dejamos entender que no somos los dueños de la vida y de la muerte, y atestiguamos nuestra sumisión a Dios, nuestro respeto por su ley; con la incineración, destruimos directamente la obra de Dios". Agreguemos que ese abandono a las causas naturales de destrucción parece más respetuoso que el brutal del fuego, para la dignidad de ese cuerpo que en vida ha sido el substrato del alma que piensa, y que ha sido santificado por la recepción de los Sacramentos. ¿No parece a menudo la incorruptibilidad de un cuerpo un testimonio de santidad?
Además, ¿no ha sido inhumado Cristo? ¿No ha sido inhumado Lázaro su amigo, y este rito fúnebre no fué la ocasión de uno de los mayores milagros de Cristo? Sin duda, Cristo hubiera podido hacer de sus cenizas un nuevo Lázaro, como podría hacer nacer de las piedras hijos de Dios; pero una nueva creación nos interesa menos que una resurrección; lo que esperamos, lo que nos sostiene, lo que nos alegra, es revivir nosotros mismos, y eso es lo que nos promete la inhumación y la resurrección de Cristo, la inhumación y la resurrección de Lázaro, y es lo que esperamos de nuestra propia inhumación.
El médico católico no vacilará, pues, en enseñar el valor tradicional y el simbolismo doctrinal de la inhumación, junto con su inocuidad desde el punto de vista de la higiene. Y por su parte rehusará colaborar o asistir a las incineraciones, tanto más que ni sus funciones ni un deber civil o de honor puede obligarlo a ello.
Es evidente que la abstención sería un deber mayor en el caso en que la ceremonia tuviese un valor netamente anticatólico y no solamente acatólico (
La Iglesia tolera la incineración de los miembros amputados, si el médico la prescribe. (Contestación de la S. Congregación de la Inquisición, del 6 de agosto de 1897)). 

BIBLIOGRAFIA
Tesis de medicina: 
Abderrahman, Ben-El-Mouffok : Du suicide émotif el du suicide non pathologique, París, 1933.
Obras varias: 
Bertrand: Du suicide consideré daits ses rapports avec la philosophie, la theologie, la medecine et la jurisprudence, París, 1850. 
Castaing, Dr. M.: Le duel et la discipline religieuse, en Bull. Soc. Méd. St. Luc., 1922, pág. 315.
Debreyne, Dr.: Du suicide consideré an point de vite philosophique, médical, religieux, moral, París, 1842. Girerd, Francisco: Duel, en "Dict. Conn. Relig.", Tomo II, col. 956. 
Lauras, Rev, P.: Inhumation ou incinération, en Bull. Soc. méd. St. Luc., 1924, pág. 19.

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