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martes, 14 de agosto de 2012

Editorial Revista Claves N° 2 1992

 Revista de la Fundacion San Vicente Ferrer
Año I N° 2
Octubre 1992

"Todo tiene su tiempo y todo cuanto se hace debajo del sol tiene hora. Hay tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de herir y tiempo de curar; tiempo de destruir y tiempo de edificar; tiempo de llorar y tiempo de reír; tiempo de lamentarse y tiempo de danzar; tiempo de esparcir las piedras y tiempo de amontonarlas; tiempo de abrazarse y tiempo de separarse; tiempo de ganar y tiempo de perder; tiempo de guardar y tiempo de tirar; tiempo de rasgar y tiempo de coser; tiempo de callar y tiempo de hablar; tiempo de amar y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra y tiempo paz". (Eclesiastés, III, 1-8)

 Por eso, porque todo tiene su tiempo, y porque no todos armonizan su actitud con la voluntad divina, vivimos en permanente lucha sobre la tierra: "¿No es acaso milicia la vida del hombre sobre la tierra?" (Job, VII, 1). Porque hay quienes entienden que es tiempo de arrancar lo plantado, cuando en realidad debe plantarse; que es tiempo de herir, cuando es el momento de curar las heridas; tiempo de hablar, cuando debiera callarse, o de callar cuando es el momento de hablar.
No todos, ni siempre, entienden el momento o el tiempo de un mismo modo, y aún cuando se coincida en el tiempo de hablar, no se concuerda en el modo de decir lo que se debe: ni más, ni menos.
Hay quienes se encargan sistemáticamente de arrancar lo que la Iglesia planta, de herir lo que cura, de destruir lo que construye, y esos son anticristos, porque su voluntad es parusíaca. Nosotros no conocemos entre tanta confusión, sino una cosa: jamás pasa el tiempo de la caridad: "La caridad no pasará jamás" (I Cor. XIII), y debemos hacer de ello nuestro lineamiento de acción, porque sea cual fuere el tiempo, si se destruye sin caridad, "nada soy" dice San Pablo, y si se construye sin caridad, "soy como címbalo que suena o bronce que retiñe".
Para nosotros, es tiempo de edificar, de edificar la Iglesia, porque sus fundamentos son divinos y es casa permanente cuya construcción nunca debe detenerse. Es tiempo de destruir, de herir, allí donde yergue su cabeza altiva el dragón, asediando la Mujer, que es la Iglesia. Es tiempo de plantar, porque Dios jamás cesa de obrar, y Dios es quien "da el crecimiento" (I Cor. III, 6, 7), y si El no deja de hacer crecer, nunca podremos nosotros dejar de plantar, de radicar. Es tiempo de amar, porque la gracia santificante viene con las virtudes teologales, de las cuales la más perfecta es la caridad, y la gracia no debe ser inoperante en nosotros, "gratia in me vacua non fuit", dice San Pablo (I Cor., XV, 10); "os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de Dios, porque dice: "en el tiempo propicio te escuché y en el día de la salud te ayudé". Este es el tiempo propicio, éste el día de la salud". (II Cor. VI, 1, 2). Este es por tanto, el tiempo de amar, y consecuentemente el de aborrecer, porque los contrarios se excluyen, y el objeto del amor arroja fuera el del odio.
No podemos tampoco dejar de edificar, pero edificar sobre "el fundamento que está puesto, que es Jesucristo" (I Cor., III, 11). Así destruye, hiere, desarraiga, odia, quien busca edificar sobre otro fundamento: "cada quien mire cómo edifica" (Id. Ant. III, 10). No sobre el sincretismo herético, forjando un ilusorio "tiempo de abrazarse", con budistas, musulmanes, judíos; porque con ellos, por derecho divino, por el orden que impuso el Señor, es "tiempo de separarse"; Cristo, y sólo El es fundamento. 
Finalmente, "hay tiempo de nacer y tiempo de morir", y morir en vida, por amor a Cristo: "quotidie morior" (I Cor., 15, 31) dando primacía al bien de la Iglesia, dejando todo por ella. Morir, en fin, con esa muerte que es necesaria, "porque es necesario que este cuerpo corruptible se vista de incorruptibilidad" (I Cor. XV, 53), para consumar el sentido de la propia existencia en el Amor infinito, en aquélla luz inaccesible que algún día nos iluminará eternamente.
Y la obra ha de ser la de la Iglesia; y los elementos la Fe, con la que vemos; la Esperanza, por la cual no desertamos; la Caridad que es vínculo de perfección y en la cual debemos estar fundados. Construir, edificar, plantar, más allá de las diferencias y conflictos personales, porque el verdadero protagonista del drama actual es Cristo, y El antes que todo.

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