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lunes, 13 de agosto de 2012

LA EXPERIMENTACION EN MEDICINA. CIRUGIA Y MEDICINA ESTETICAS

Necesidad y alternativas de la experimentación.
La experimentación en animales. — Legitima, evitando los sufrimientos y mutilaciones inútiles. 
La experimentación en el hombre. — Se realiza inevitablemente en la medicina diaria. Se practica frecuentemente para fines puramente científicos y a menudo sin tener en cuenta la persona humana.   
Legislación religiosa y civil. — La religión prohibe matar, mutilar o lesionar la salud propia y ajena. El código penal condena los atentados a la salud ajena; un contrato no podría justificar este acto.
La experimentación legítima en el aspecto religioso. — El derecho a exponerse a peligro de muerte por deber, por ideal, para conservar la vida, para desarrollar poderes espirituales, intelectuales, corporales, para un bien general aunque material.
Principios de la experimentación legítima: sujeto humano indispensable, ninguna seguridad de muerte, nada de inmoral, sujeto libre y enterado, riesgo estrictamente personal, fin superior al riesgo, condiciones de la experiencia maduradamente pensadas y preparadas.  
Aplicaciones: experimentación terapéutica, diagnóstica, científica pura (sanos, enfermos, débiles, moribundos, condenados a muerte). Prudencia y conciencia. 
Cirugía y medicina estética. — Cirugía estética condenada por un tribunal. Su legitimidad moral: cirugía ortopédica, importancia de la cirugía estética; principios que deben guiarla y limitarla. Medicina estética; deber del médico; deber del farmacéutico. 
Bibliografía.

El médico, creado por Dios —dice la Sagrada Escritura—, para cumplir su misión de alivio de los males humanos, necesita interrogar al mundo viviente, descubrir su mecanismo vital y experimentar las acciones capaces de actuar sobre él. Las ciencias físicas y químicas no bastan; la sola observación de los fenómenos no puede desembocar en conocimientos realmente utilizables y revestidos de seguridad; y además el tiempo correría indefinidamente, sin permitir ni contralor ni comparación.
Para desarrollarse, las ciencias biológicas exigen el ensayo sobre seres vivos, de las causas capaces de actuar sobre ellos y el análisis de los efectos así obtenidos. La medicina, a menudo, no puede efectuar sus diagnósticos más que con la ayuda de las experiencias y no puede establecer sus recursos terapéuticos más que experimentándolos de antemano sobre animales y luego sobre seres humanos sanos o enfermos. La experimentación es el fundamento de nuestros conocimientos médicos, como de muchas de nuestras adquisiciones científicas. Mas el que dice experimentación, dice incertidumbre.
El espíritu razona sobre el capital de ideas que posee y todos conocemos la relatividad de ese capital frente a la realidad de las cosas. ¡Cuántas teorías han sido construidas sobre la idea de que las arterias contienen aire! ¡Cuántas teorías sobre el papel de la atrabilis, sobre la flogística, sobre la inflamación tan grata para Broussais! Y ¡qué teorías no fabricamos actualmente sobre conocimientos inseguros y en el desconocimiento de los misterios que nos rodean! Sin embargo la ciencia progresa: en el campo científico, como en el de la parábola, la cizaña brota con el buen grano: ¿nos impedirá cultivarlo? ¡Oh, no! Como en la parábola, los pequeños errores se confunden fácilmente con las pequeñas verdades, pero el día de la cosecha, cada una tiene ya sus características y se pasa a la trilla. En la ciencia, la cosecha no tiene estaciones; es en el curso de las edades que pasan, que las espigas del grano se separan de las semillas de la cizaña.
Nuestro capital está, pues, mezclado; nuestras ideas son inciertas, y para adelantar es necesario partir de estas bases. Hay que experimentar en la duda de nuestros puntos de partida y hay que hacerlo en la duda de nuestros puntos de llegada. Y la materia de nuestra experiencia está constituida por seres vivientes, hombres o animales. Nuestro deber es conocer, experimentar, y en lugar de la vida y del alivio, puede nacer de nuestra experimentación el sufrimiento o la muerte.
"No matarás", dijo el Señor, y Cristo agregó: "Se os tendrá en cuenta el menor vaso de agua dado en mi nombre". ¿Cómo podremos conciliar por lo tanto nuestro deber de experimentar y estos preceptos?

La experimentación sobre animales
La experimentación sobre animales es la base más amplia de la fisiología y de la terapéutica. ¿Cuáles son las prescripciones religiosas a este respecto?
"El hombre —leemos en La Religión chrétienne de Petiteau— tiene el derecho de sujetar a los animales a su servicio, a su trabajo; puede emplearlos para su alimentación y practicar sobre ellos experiencias útiles a la humanidad. Mas la moral le prohibe hacerlos sufrir inútilmente tanto para no aumentar en el mundo el dolor sin razón suficiente, como para no desarrollar en sí el mal instinto de la bestialidad".
Si se recuerda la solicitud de muchos santos para con los animales, en los que veían la dignidad de criaturas de Dios; si se recuerda la frecuente asociación de animales a conmovedoras escenas de la hagiografía; si se piensa en el afecto que el hombre puede despertar en ciertos animales, en los servicios prestados por muchos de ellos con peligro de su vida, el anatomista, el fisiólogo, el médico cristiano se convencerán fácilmente de su derecho a emplear animales en el interés superior de la ciencia y de la humanidad, pero también de su deber de ahorrarles todo sufrimiento inútil. La anestesia, cuando sea posible, debe ser realizada local, regional o generalmente, con tanto cuidado como si se tratara de un ser humano.

La experimentación en el hombre
La experimentación en el hombre plantea un problema mucho más grave, porque el hombre no tiene ningún derecho sobre la vida de sus semejantes ni es dueño de la propia, que le ha sido prestada por Dios y que pertenece solamente a Dios.
Sin embargo no es posible hacer medicina sin experimentar. Por una parte, hay una experimentación cotidiana, que integra la práctica médica: el nuevo procedimiento operatorio, el nuevo recurso diagnóstico, el nuevo remedio, seguramente, han sido experimentados por sus autores, pero la infalibilidad no existe para ningún espíritu humano (la infalibilidad papal es de origen divino y esencialmente limitada en su aplicación); cualquiera que sea la autoridad científica del inventor de un procedimiento, de un método, todo médico "experimenta" estos últimos, hasta que no tenga su opinión personal; finalmente, en muchos casos, en la aplicación sobre determinado enfermo hay una verdadera "experimentación", se "ensaya" un tratamiento. Por otra parte existe la verdadera experimentación: la que carece de interés inmediato para el sujeto, sin utilidad alguna para él. Se trata de aclarar un punto de fisiología, fijar nuestros conocimientos sobre enfermedades: contagio, etiología, evolución, inmunidad, y de ensayar sustancias con posibilidades terapéuticas o diagnósticas. El hábito de la experimentación diaria inherente a la medicina, familiariza el espíritu con la idea de que la búsqueda de un bien posible justifica los ensayos. Insensiblemente se pasa del ensayo, del que probablemente podrá beneficiarse el enfermo, al ensayo del que tal vez podrá beneficiarse, luego al ensayo inofensivo del que otros podrán beneficiarse y finalmente, al ensayo peligroso, pero del que probablemente se beneficiarán muchos otros.
Por eso uno se asombra cuando hojea las publicaciones médicas, al ver con qué ingenuidad y con qué inconsciencia numerosos autores se dedican a experiencias peligrosas y aun mortales, a menudo por un fin mínimo. El doctor Bongrand, en su notable tesis sobre L'Expérimentation, refiere ciento nueve grupos de inoculación de enfermedades recaída en millares de sujetos: las enfermedades inoculadas fueron la roña, el favo, las tricopitias, la ptiriasis, la psoriasis, la calvicie, el polipapilioma tropical, la viruela, la varicela, la rubéola, la escarlatina, la sífilis, la blenorragia, la oftalmía blenorrágica, el chancro blando, el cólera, la fiebre amarilla, la peste, el paludismo, la lepra, la verruga del Perú, la disentería, los parásitos intestinales, el cáncer, el carbunclo, la difteria, la erisipela, la fiebre puerperal, el pus infeccioso, la tuberculosis, el tifus exantemático, etc. Numerosas muertes fueron provocadas por tales inoculaciones, y es fácil imaginar las consecuencias individuales y familiares de las inoculaciones de la sífilis. Esas inoculaciones fueron practicadas a menudo por hombres de elevado valor, lo que demuestra que la moral se aprende como la ciencia, y que ésta no confiere la otra, ni dispensa de ella. Su aberración llega tan lejos, que uno de ellos llega a escribir sin pestañear siquiera: "Puede ser que yo hubiese debido iniciar mis investigaciones sobre animales, pero los adecuados, los terneros, estaban a un precio de compra y de manutención tan alto, que con la generosa autorización del profesor Medin, emprendí mis experiencias sobre los niños" (!). Advirtamos además que algunos de estos experimentadores fueron llevados ante los jueces y condenados.

Legislación religiosa y civil
El doctor Oliveau resume, de acuerdo con Petiteau, la ley religiosa que debe aplicarse a la experimentación, en la forma siguiente:
"Dios prohibe además:
Mutilar su cuerpo; no hay derecho a eliminar un miembro, si la amputación no es necesaria;
Destruir voluntariamente su salud...
"Nunca está permitido matar al prójimo o apresurar su muerte, aun para impedir que sufra más tiempo...
"Se hacen culpables de injusticia los médicos si emplean un remedio dudoso para fines experimentales, cuando pueden tener un remedio más seguro o probablemente más eficaz".


Se ve que las legislaciones, religiosas o civiles, no dejan lugar, prácticamente, a la experimentación sobre el hombre. Y eso contrasta singularmente con la práctica de la experimentación, como ya lo hemos visto. ¿Cómo y en qué medida pueden concillarse datos tan contradictorios?

La experimentación legítima en el aspecto religioso 
Para guiarnos consideremos los casos en que la religión y su ley no prohiben arriesgar su vida y hasta alaba los que la arriesgan. La tradición del Quo vadis, Domine, ¿no es una exaltación de la ofrenda de su vida para llenar una misión, un ideal?
La historia religiosa está llena de rasgos que ilustran este dato. San Juan Crisóstomo hizo el elogio de las tres cristianas que se precipitaron en un río para salvar su pudor. Elogios análogos se hallan en San Ambrosio y en San Jerónimo; Santa Juana de Arco se lanzó también desde la torre del castillo de Beaurevoir. Digamos en seguida, que en tal caso debe haber una probabilidad, aunque mínima, de escapar a la muerte, de otra manera se trataría de un suicidio. Se conoce el ejemplo de todos los Santos, religiosos y personas piadosas, que como San Carlos Borromeo, desafiaron el peligro de la peste y otras enfermedades contagiosas. Mas razones menos cercanas al deber o a la caridad o a la virtud, pueden bastar para permitirnos arriesgar nuestra vida.
La necesidad, por ejemplo, de conservar la misma vida, que hace aceptar trabajos peligrosos: como el oficio de marino, carpintero de construcciones, techador, minero, acróbata, domador, o también oficios insalubres por el manejo del mercurio, el fósforo, el arsénico, etc.
La simple investigación del ejercicio de nuestras facultades corporales e intelectuales en su plenitud, aparece legítima, a pesar de los peligros que pueden resultar para la existencia. Esta no es un fin, sino un medio: el medio de conocer a Dios, de amarle, de servirle y de ganar así la vida eterna. Todo lo que ensanchará nuestro ser completamente, y en la imposibilidad del desarrollo total, todo lo que logrará el máximo aumento de nuestras facultades superiores: vida espiritual, vida intelectual, será legítimo aun en perjuicio de la vida corporal; los ascetas, los sabios, los artistas y todos aquellos que en débil medida siguen sus rastros, tienen el derecho y hasta el deber de tender a su ideal, a cualquier costa. Por eso no nos sorprendemos al ver exponerse a los peligros del alpinismo a un prelado que debía ser Pío XI, a un rey piadoso como Alberto I de Bélgica, ni al ver eclesiásticos que bendicen automóviles y aviones destinados a raids que comportan el mayor peligro. El progreso y las ventajas materiales que pueden resultar de esas pruebas, y del desarrollo de las humanas posibilidades, bastan para justificar esos raids, si tienen probabilidades razonables de resultado.
Así el problema de la experimentación nos parece muy simplificado. Es legítima:
1. Si es imposible sustituir un animal al hombre; naturalmente es necesaria la verdadera imposibilidad y no una simple dificultad financiera u otra;
2. Si no hay seguridad de muerte, porque se trataría de un asesinato o de un suicidio, según el caso;
3. Si la experiencia nada tiene de por sí de inmoral; cuando se intentó el cruzamiento de un ser humano con el simio, se cometió un crimen de bestialidad inadmisible. Si se intentara, después del injerto de ovario de mujer a una mona, la fecundación con esperma humano, aun en ausencia de bestialidad u onanismo, hay el riesgo de un monstruo, lo que también es inadmisible;
4. Si el sujeto está plenamente enterado del riesgo que corre y se ofrece a ello, en absoluto libre y voluntariamente. Como lo hemos visto para los oficios insalubres, la razón pecuniaria puede ser suficiente, aunque debe evitarse en lo posible;
5. Si el riesgo es estrictamente personal. La inoculación de la sífilis es inmoral si el sujeto está casado y puede tener descendencia. La invalidez que puede sobrevenirle y que le pondrá a cargo de la familia, la contaminación que puede hacer, la herencia de la que arriesga transmitir la tara, prohiben esta experiencia;
6. Si el fin de la experiencia supera netamente el riesgo que se corre. Se puede arriesgar la vida para hallar un remedio para la peste y no un remedio para el acné;
7. Finalmente, si la experiencia no es guiada por un simple punto de vista, sino fundada en un estudio muy completo del problema, en todas las pruebas parciales necesarias y las probabilidades casi ciertas de resultado. Es claro que cuanto más la prueba es peligrosa, tanto menos el autor tendrá derecho de fiarse de sí mismo y de sus propios conceptos. Una discusión crítica con gente competente deberá preceder cualquier intento peligroso y en lo posible este intento deberá obtener su asentimiento. Por eso Pasteur no se decidió a ensayar la medicación antirrábica sobre el joven José Meister, sino después de la opinión conforme de Vulpiano y de Grancher.
Si aplicamos estos principios, veremos que el problema se resuelve así:
A. Experimentación terapéutica, es decir, ensayo de una operación, de un tratamiento, de un medicamento en un enfermo, para intentar la curación de su enfermedad: en consideración de la insuficiencia o de los peligros de los recursos habituales, una experimentación pesada y reflexionada plenamente, es en absoluto legítima, teniendo en cuenta los principios indicados.
B. Experimentación diagnóstica, es decir, ensayo o empleo de medios que ofrecen peligros o inconvenientes más o menos serios, para el fin de asentar el diagnóstico. Se imponen algunas distinciones: si el diagnóstico es ya seguro y se desea simplemente por curiosidad ensayar un procedimiento de diagnóstico, esta experimentación no parece legítima, a menos que el peligro o el inconveniente sea mínimo y plenamente aceptado por el enfermo informado de la inutilidad de la prueba para el misino. Si el diagnóstico es ya seguro y se quiere ver si un procedimiento dado permite realizarlo en enfermos que no presentan sintomas tan evidentes, el ensayo será legítimo, en la medida en que el diagnóstico sea habitualmente más difícil, y donde la verificación de la utilidad del procedimiento sea susceptible de prestar un gran servicio a otros enfermos; pero también entonces debe obtenerse de antemano el asentimiento bien claro del enfermo. Si el diagnóstico es inseguro, el ensayo es legítimo en la medida en que la ventaja terapéutica que deriva de la exactitud del diagnóstico sea susceptible de equilibrar los inconvenientes o peligros del procedimiento. Así el procedimiento preconizado por algunos autores de hacer ingerir cierta elevada cantidad de cloruro de sodio a sujetos con insuficiencia renal, no es aceptable: los accidentes causados por la retención de esa sal pueden ser mortales, como ya se ha visto, y la comprobación de la retención, que puede hacerse sin embargo por los medios menos peligrosos que existen, no comporta una terapéutica especialmente activa. Es evidente que no se deberá aplicar nunca un procedimiento peligroso cuando bastan para la comprobación procedimientos inofensivos; los medios de exploración ciega (sondas) deben por lo tanto rehuirse en absoluto, si la radioscopia o los instrumentos endoscópicos son adecuados para el diagnóstico y corresponde llamar a un colega. El bien del enfermo es la regla predominante.
C. Experimentación pura, es decir ensayo, sin alguna utilidad para el sujeto, destinado a mejorar nuestros conocimientos sobre un punto cualquiera: anatomía, fisiología, patología, terapéutica, etc. Refiriéndonos siempre a los principios expuestos precedentemente, y pensando en los peligros de las industrias insalubres, en los riesgos del alpinismo o de la aviación, concebimos muy bien que la ciencia —especialmente la ciencia médica, cuyas conquistas han de servir al alivio de la humanidad— puede requerir voluntarios para afrontar el peligro y aun reclamar héroes. Mas entonces interviene un factor secundario que tiene su importancia: el de la personalidad del sujeto sometido a la experimentación.
a) Personas sanas. Es una grave responsabilidad aminorar a un ser en plena salud o arriesgar su existencia. Las experiencias en niños o jóvenes son siempre de una gravedad especial, porque se compromete un porvenir largo aún, y sobre todo se arriesga que la alteración que sobrevenga en su organismo, tenga consecuencia sobre la descendencia, si se casan. Por otra parte, se admite que el valor social del individuo debe ser tenido en cuenta. Como dice el doctor Ch. Nicolle, "¿quién hubiera podido alabar a Pasteur, si se hubiera inoculado la rabia durante sus investigaciones? ¿No era su vida la más preciosa de todas las vidas humanas, la que menos debía arriesgarse?"
Un teólogo agregado y profesor de filosofía, consultado por el doctor Bongrand, establece este punto de vista:
"El sujeto tiene que cumplir en la vida deberes de familia, de sociedad, más importantes que el que rinda a la ciencia y a la humanidad; no tiene entonces el derecho de disponer de su vida...
" ¿No existe en cambio ningún deber más importante? Por ejemplo ¿se halla en una situación en la que no presta ningún servicio, y es una carga para sí mismo y para los demás? Entonces hace bien en dar su vida a la ciencia, hasta diría que es un deber de su parte tomando naturalmente la palabra "deber" en un sentido completamente filosófico, no como un acto al que le podría obligar la furza pública, sino como el mejor acto moral que pueda realizar".

Este teólogo considera especialmente que el médico, por los servicios que rinde su profesión, puede ser aceptado como sujeto de experimentación sólo difícilmente. Lo mismo dígase por un padre de familia, etc. La experimentación en los sanos, pues, debe ser considerada y juzgada especialísimamente en todas sus consecuencias.

b) personas enfermas. En el enfermo corriente parece poco
oportuno agravar sus males; además, sus fuerzas de re-t< ih ía están disminuidas por la enfermedad y la experiencia ■ . i/., revestir en él un carácter de gravedad excepcional, poi I" tanto inútil. Parece estar indicada la abstención.
En el débil, el problema puede plantearse en forma diferente; si se trata de una experiencia que aumentará su invalidez, parece que debe evitarse, porque provoca un mal mayor e innecesario: la pérdida del uso del único brazo válido en el manco es una gravedad evidentemente mayor que la pérdida de un brazo en una persona normal. En cambio, si la experiencia se hace sobre el órgano inútil e inservible, parece que puede justificarse: así ocurre en el caso de la inoculación de la oftalmia blenorrágica en los ciegos. De cualquier modo debe pensarce que una afección de esta naturaleza no está estrictamente localizada y puede traer complicaciones lejanas, por ejemplo artritis gonocóccicas. Es necesario, pues, preverlo todo y que el sujeto sepa muy bien a lo que se expone.
En los moribundos, la cosa parece cruel y sin embargo el porvenir y la descendencia no están en juego y los inconvenientes mismos son limitados en razón de la muerte cercana. La experimentación, pues, parece bien aceptable, con la condición de que la misma no apresure fatalmente la muerte. El riego esta permitido, no así el asesinato o el suicidio.
Los condenados a muerte son, en fin de cuentas, moribundos. La historia cita numerosos casos de experimentación en condenados a muerte, tanto en la antigüedad como en nuestros días. Luis XI autorizó la primera tentativa de operación de la piedra en un franco tirador de Meudon, que padecía esa enfermedad y estaba por ser ahorcado. El paciente curó y mereció la gracia. Parker, Beyer y Pothier inocularon la fiebre amarilla a un condenado a muerte. En El Cairo se inoculó la peste a dos condenados, en 1835. Strong, en 1900, hizo absorber a un condenado un cultivo puro de bacilos disentéricos.
Es evidente que esta experiencia no puede realizarse más que con el consenso formal del condenado. La justicia ha pronunciado la sentencia, nadie tiene derecho de agregarle nada. Mas el condenado puede querer hacer con sí mismo un acto de reparación hacia la sociedad, ofreciéndose voluntariamente a una prueba útil para aquélla; puede también desear para su familia o para sus víctimas la suma más o menos importante que haya sido ofrecida para la experimentación. Estos motivos son legítimos y la experimentación también lo es. Con mayor razón lo será si la ley acuerda una conmutación de la pena o la gracia para el condenado que saliera indemne de un experimento peligroso; sería el equivalente de las gracias acordadas a los condenados que entran en las minas para encender el gas grisú o a los forzados encargados de quitar las cuñas de las naves que se botan al agua. Muerte por muerte, muchos condenados prefieren sin duda la que no es fatal.
De cualquier manera, la experimentación en el hombre es de aplicación delicada: experimentador y sujeto deben examinar cada uno su conciencia. El primero debe desconfiar del entrenamiento, de las deformaciones profesionales, de las ilusiones, del deseo de triunfar, que subestima los peligros y las contraindicaciones; el sujeto debe pesar sus responsabilidades y sus derechos hacia Dios, hacia sí mismo, hacia su familia y hacia la sociedad, y desconfiar de las precipitaciones y de la pequeña gloria inútil. Arriesgar su vida por la ciencia es algo hermoso, con la condición de que se sacrifique a la ciencia y no al orgullo.


Cirugía estética
Los casos de conciencia que plantea la cirugía estética tienen alguna relación con los de la experimentación. No se trata, realmente, de la salud del sujeto, sino de obtener un resultado estético y no una acción sobre la salud. Cabe pesar problemas de oportunidad, haciendo un balance entre una ventaja que se pueda obtener y un peligro que se deba correr. El médico y el sujeto a la vez deberán tener en cuenta múltiples consideraciones para apreciar la moralidad del acto operatorio proyectado. Hacia 1930, la primera Cámara del Tribunal del Sena condenó a un cirujano de primer orden, cuyo desinterés había sido absoluto, porque no aceptó honorarios, a doscientos mil francos de daños y perjuicios por una operación estética que concluyera con la amputación de la pierna operada. El tribunal consideró que toda operación que tiene por finalidad corregir solamente la línea, sin estar impuesta por una necesidad terapeutica, y sin presentar una utilidad cualquiera para la salud del operado, implica la responsabilidad quirúrgica, aun si no hay error operatorio, en razón de que comporta riesgos de real gravedad. Este modo de ver no implica la falta en la ejecución de un contrato, y por lo mismo la simple responsabilidad civil, sino que la operación por sí misma no debía efectuarse.
Condenada por la justicia de los hombres, ¿es condenable l»>r la justicia divina una operación semejante?
Advirtamos ante todo, como lo hace el doctor Mayet, que la cirugía ortopédica, cuya legitimidad nadie impugna, no es a menudo otra cosa que cirugía estética. Muchas deformaciones que la cirugía ortopédica corrige, no tienen importancia para la salud, pero la pueden tener con referencia al porvenir material, moral, familiar y social del niño. Y tratándose de niños, que tienen un largo porvenir, todo el mundo juzga que debe hacerse todo lo posible, aun con algún riesgo, para dar a esos niños y a ese porvenir el máximo de posibilidades.
Si comparamos esta aceptación unánime de la cirugía ortopédica en sus actos estéticos, con los riesgos diversos que hemos citados tratando de la experimentación, y que nos ayudaron a justificarla, veremos que también la cirugía estética tiene derecho a la vida. Desde el punto de vista moral, puede ser buena, indiferente o condenable, según las condiciones en que se practique; es cuestión de especie. Podemos establecer que será legítima:
Cuando la deformación que se va a corregir crea un serio impedimento a la carrera a la que llevan al sujeto la vocación, las circunstancias, las aptitudes: sacerdocio, profesorado, carreras artísticas, comercio, etc.;
Cuando la deformación implica graves inconvenientes para la vida social: obstáculo para el matrimonio, pérdida de autoridad, de prestigio indispensable, ridículo, etc.;
Cuando la deformación implica para el sujeto un estado de obsesión capaz de conducirlo a la neurastenia y a actos reprobables contra sí mismo o contra los demás;
Cuando la deformación, de corrección relativamente sencilla, comprende una alteración notable del aspecto de la persona.
Las tres primeras categorías se comprenden sin dificultad, y el haber podido señalar la aptitud para el sacerdocio en la primera, la aptitud al matrimonio en la segunda, la prevención de actos de violencia y especialmente del suicidio en la tercera, basta para demostrar que la cirugía estética puede ser una rama fecunda de la actividad médica.
La cuarta categoría puede sumir en la duda, pero ¿no es la belleza un carácter de lo divino? ¿No busca la Iglesia el máximo de belleza en lo que respecta al servicio de Dios? La limpieza, el vestir bien, los cuidados del cuerpo y del vestido, son cosas elementales para entrar en la casa de Dios, y como Dios se halla en todas partes, en ningún lugar están mal esas cosas. Un deseo de estética que provenga no ya de un deseo de parecer, de glorificarse con ventajas físicas, sino el de realizar plenamente la armonía del cuerpo que Dios nos diera, no será de manera alguna reprochable, bien al contrario.
Es necesaria, pues, una gran amplitud de miras en la apreciación del valor moral de la cirugía estética, y parece que el médico cristiano debe referirse a alguno de los principios emitidos acerca de la experimentación:
1. que la operación nada tenga de inmoral;
2. que el sujeto esté perfectamente enterado de los riesgos que corre;
3. que la finalidad perseguida supere netamente el peligro;
4. que el sujeto no tenga un valor familiar o social tan grande que el menor riesgo lo supere con mucho y pueda repercutir sobre numerosos seres.
Resumiendo, como en todo caso en que la vida humana está en juego, vida de la que somos solamente depositarios, es necesario que motivos razonables justifiquen los riesgos, y no la simple vanidad. Todos los teóricos de la carrera médica han hecho valer el papel moral del médico, al lado de su papel de realizador de cuidados. La cirugía estética es una de las ramas de la medicina donde el factor moral debe ser el que guía el arte del facultativo: si la belleza recobrada no ha de servir más que a la prostitución, ¿no es a esta última que el cirujano aportaría su concurso, ya que no se trata de una cuestión de salud? La recusación debe ser formal. Si se trata de simple frivolidad, palabras razonables y, en caso necesario, un no firme; si el riesgo es mínimamente serio, información exacta. Mas si se trata de los casos que hemos considerado, el médico, aun cuando arriesgue la condena de tribunales incomprensivos, hará su deber de médico y una obra de caridad, poniendo toda su ciencia al servicio de la belleza.

Medicina estética
La medicina estética ha hecho correr menos tinta que su hermana, la cirugía. Existe en realidad, pero lo más a menudo los sujetos eliminan la opinión y el concurso del médico. Se conocen todos los productos destinados a adelgazar, a dar un hermoso seno, a avivar la mirada, etc. ¡Cuánta salud arruinada, cuántas tuberculosis despertadas, cuántas ptosis de órganos debidas a esos actos inoportunos, para obtener ciertas ventajas de un estetismo a menudo dudoso, y guiado solamente por la moda!
El médico, si se le consulta, debe saber aconsejar sanamente a sus clientes, hacerlos desistir de sus proyectos perjudiciales, y, si no lo puede, rehusar la prescripción dañina. El farmacéutico cristiano, sobre todo, tendrá mayor ocasión de actuar, no haciendo la propaganda a productos de esta naturaleza y no vendiéndolos más que de acuerdo a receta médica. La ley confía a los médicos y farmacéuticos el monopolio de los cuidados del cuerpo, como a los más competentes; esta situación especial implica el deber formal de hacer todo lo posible para el bien de sus clientes, y no prestar mano a nada que les sea perjudicial, aunque ellos lo quisieran.

BIBLIOGRAFIA

Tesis de medicina:
Bongrand, P. Ch.: De l'expérímentation sur l'homme. Sa valeur scientifique et sa legitimite, Burdeos, 1904.
Obras varias:
Girerd, Fr.: Expériences dangereuses, en Dict. des Connaissances religieuses, Letouzey, París.

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