La posibilidad y el hecho de este crecimiento.—Primer modo de crecimiento, o sea el "opus operantis", esto es, el mérito.—Que todas las condiciones del mérito se realizaron por manera excelente en la Santísima Virgen.—La cual no cesó de merecer desde el primer instante de su vida hasta el postrero.
I. Hemos considerado lo que fue en el principio de su vida esta criatura de Dios, a quien la Iglesia llama la Santa, la Santísima, la toda Santa Virgen María. Hora es ya de que digamos de su crecimiento en la gracia: "Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres" (San Lucas II, 52). Estas pocas palabras, de San Lucas, son la historia de la Madre de Dios desde el momento de su Concepción inmaculada hasta el de su entrada en el Cielo. Según el Angel de las Escuelas, se han de distinguir en María tres santificaciones, o, usando sus mismas palabras, tres perfecciones de gracia. La primera, que se remonta al primer instante de la existencia de María, fue una perfección de disposición que la preparó para ser digna Madre de Dios. La segunda fue la perfección que causó en María la presencia del Sol de justicia, encarnado en sus entrañas. La tercera es la perfección consumada de la Gloria. Todo lo cual muestra, digámoslo una vez más, que en María todas las perfecciones se refieren a la maternidad divina.
Mas nadie piense que estos tres grados de perfección le fueron exclusivamente conferidos en los tres puntos culminantes de su carrera, de tal suerte que entre el uno y el otro no hubiese ni progreso ni crecimiento en gracia. Nadie, que sepamos, afirmó nunca que, en el intervalo que separa la primera santificación de la segunda, fuese un intervalo sin aumento de gracias ni de méritos Mas no puede decirse otro tanto del tiempo que medió entre la Encarnación del Verbo y el final de la carrera de su vida. Un autor eclesiástico de gran saber y de insigne virtud, Pedro el Venerable, Abad de Cluny, en una célebre carta que escribió al Monje Gregorio, estima que la gracia de la Virgen llegó a su ápice en el mismo día que el Verbo divino se encarnó en Ella. Desde aquel instante, el crecimiento en la tierra llegó a su término. "Yo te saludo, llena de gracia", le dijo el Arcángel. ¿Puede añadirse algo a la plenitud? Tal era la razón que el piadoso Abad juzgaba perentoria.
* No será cosa superflua transcribir aquí toda la doctrina de Pedro el Venerable acerca de esta grave cuestión. Veráse, que, aunque yerra en algún punto, tuvo altísima idea de las grandezas inconmesurables de la Madre de Dios. Uno de sus religiosos, llamado Gregorio, le propuso por escrito algunas cuestiones, entre las cuales figuraba ésta: "La Virgen Madre, a quien se dijo: "Yo te saludo, llena de gracia", y además: "El Espíritu Santo descenderá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra"; esta Virgen en quien, según San Jerónimo —es decir, el autor del sermón sobre la Asunción de María al Cielo—, se acumularon las olas de la divinidad, tota divinitatis unda, ¿recibió el día de Pentecostés algún aumento de gracia ?"
Pedro, en el principio de su respuesta, distingue dos géneros de gracias, las mayores y las menores, charismata majora et charismata minora. Las primeras se enderezan a la santificación personal de quien las recibe. De éstas escribió el Apostól: "Ahora permanecen la fe y la esperanza y la caridad, estas tres; pero la mayor es la caridad" (I Cor.. XIII, 13), la caridad, que perfecciona en nosotros la justicia; la caridad, hacia la cual las otras virtudes cooperadoras de la justicia se vuelven como las hijas hacia su madre; de la que emanan, como de su fuente, a la que se unen como las ramas coronadas de verdura a su tronco. De ella nace la castidad, de ella la humildad, de ella la sinceridad, de ella la obediencia y toda justicia; la caridad, don más excelente que todos los dones, gracia más excelsa que todas las gracias.
Las segundas son aquellas gracias que el Apóstol enumera en el capítulo XII de la misma epístola: gracia de profecía, gracia de milagros, don de lenguas, discernimiento de espíritus, etc. Estas son menores en comparación de aquéllas, porque ni la salvación ni la santificación dependen de su presencia en el alma. Por lo cual San Pablo, después de haberlas descrito, añade: "Entre los dones, aspirad a los mejores; por esto voy a mostraros una vía más excelente", la de la caridad. (I Cor., XII, 31; XIII, 1, sqq.) Por tanto, el problema que tenemos que resolver presenta dos aspectos, según que se trate de las gracias de primer orden o bien de los privilegios menores que pertenecen al segundo.
Tomaremos de la carta de Pedro el Venerable solamente lo que se refiere al primer género de gracias: "Cuando Gabriel saluda a María como llena de gracia, habla de la gracia por excelencia de la mujer. Y María, desde el día de la salutación angélica de tal manera quedó llena, que sería, no sólo temerario, sino absurdo el anteponer a ella a cualquier criatura de la tierra o de los cielos. Cierto, convenía que fuese adornada más excelentemente que todas las criaturas con la plenitud universal de la gracia y de las virtudes esta hospedería espiritual y corporal del Creador omnipotente; para que la Sabiduría de Dios, que según las Escrituras divinas... tiene sus delicias en habitar con los hijos de los hombres; para que esta Sabiduría, que no puede ni recrear ni complacerse sino en medio de las virtudes sagradas y de las afecciones santas, se recrease y se deleitase con la santa y sobreceleste Virgen, su Madre, incomparablemente más que en la universalidad de los hombres y de los ángeles. Sí, convenía que fuese enriquecida más que todas las otras criaturas con la gracia sobre la tierra y coronada con una gloria sublime en el cielo. Aquella que sola entre todos los seres creados, mereció el título de Madre de Dios. Hay muchos que llevan el título de mártires de Dios y apóstoles de Dios, muchos que pueden gloriarse con el título de profetas de Dios o de ángeles de Dios; muchos de muy diferentes órdenes que se llaman santos de Dios; pero sola Ella es y con verdad se nombra la Madre de Dios.
"Por consiguiente, así como Cristo, por su condición de Hijo único, mandó como señor en la casa en la que Moisés no era nada más que un servidor fiel (Hebr., III, 5, 6), así también convenía que su única Madre tuviese después de Él, por el privilegio de sus virtudes y de su gloria, una preeminencia incontestable sobre toda la familia en la misma casa de Dios. Por lo cual, de la misma manera que Ella posee un nombre singular, el más grande después de Dios, el nombre de Madre de Dios, así también la gracia y la gloria de la Madre de Dios han de ser únicas y singulares, por encima de todo lo que no es Dios, tanto en la tierra como en el cielo. Así, pues, si; se trata de esta gracia, que por la virtud del Espíritu Santo y del Altísimo hubo de santificarla, purificarla, glorificarla, para hacerla Madre y Nodriza del omnipotente Hijo de Dios, yo creo y afirmo sin vacilación que tal gracia no tuvo perfeccionamiento en el día de Pentecostés. Porque, ¿cómo podía tener crecimiento de gracia, fuese el que fuese, después de la concepción de su Hijo, Aquella a quien el ángel había proclamado llena de gracia?... La plenitud no admite en sí ningún vacío, donde, pues, se da la plenitud de la gracia, no puede añadirse ninguna gracia nueva...." (Petr. Ven., Epp., L. III. ep. 7. P. L., CLXXXIX, 283, sqq.)
Las segundas son aquellas gracias que el Apóstol enumera en el capítulo XII de la misma epístola: gracia de profecía, gracia de milagros, don de lenguas, discernimiento de espíritus, etc. Estas son menores en comparación de aquéllas, porque ni la salvación ni la santificación dependen de su presencia en el alma. Por lo cual San Pablo, después de haberlas descrito, añade: "Entre los dones, aspirad a los mejores; por esto voy a mostraros una vía más excelente", la de la caridad. (I Cor., XII, 31; XIII, 1, sqq.) Por tanto, el problema que tenemos que resolver presenta dos aspectos, según que se trate de las gracias de primer orden o bien de los privilegios menores que pertenecen al segundo.
Tomaremos de la carta de Pedro el Venerable solamente lo que se refiere al primer género de gracias: "Cuando Gabriel saluda a María como llena de gracia, habla de la gracia por excelencia de la mujer. Y María, desde el día de la salutación angélica de tal manera quedó llena, que sería, no sólo temerario, sino absurdo el anteponer a ella a cualquier criatura de la tierra o de los cielos. Cierto, convenía que fuese adornada más excelentemente que todas las criaturas con la plenitud universal de la gracia y de las virtudes esta hospedería espiritual y corporal del Creador omnipotente; para que la Sabiduría de Dios, que según las Escrituras divinas... tiene sus delicias en habitar con los hijos de los hombres; para que esta Sabiduría, que no puede ni recrear ni complacerse sino en medio de las virtudes sagradas y de las afecciones santas, se recrease y se deleitase con la santa y sobreceleste Virgen, su Madre, incomparablemente más que en la universalidad de los hombres y de los ángeles. Sí, convenía que fuese enriquecida más que todas las otras criaturas con la gracia sobre la tierra y coronada con una gloria sublime en el cielo. Aquella que sola entre todos los seres creados, mereció el título de Madre de Dios. Hay muchos que llevan el título de mártires de Dios y apóstoles de Dios, muchos que pueden gloriarse con el título de profetas de Dios o de ángeles de Dios; muchos de muy diferentes órdenes que se llaman santos de Dios; pero sola Ella es y con verdad se nombra la Madre de Dios.
"Por consiguiente, así como Cristo, por su condición de Hijo único, mandó como señor en la casa en la que Moisés no era nada más que un servidor fiel (Hebr., III, 5, 6), así también convenía que su única Madre tuviese después de Él, por el privilegio de sus virtudes y de su gloria, una preeminencia incontestable sobre toda la familia en la misma casa de Dios. Por lo cual, de la misma manera que Ella posee un nombre singular, el más grande después de Dios, el nombre de Madre de Dios, así también la gracia y la gloria de la Madre de Dios han de ser únicas y singulares, por encima de todo lo que no es Dios, tanto en la tierra como en el cielo. Así, pues, si; se trata de esta gracia, que por la virtud del Espíritu Santo y del Altísimo hubo de santificarla, purificarla, glorificarla, para hacerla Madre y Nodriza del omnipotente Hijo de Dios, yo creo y afirmo sin vacilación que tal gracia no tuvo perfeccionamiento en el día de Pentecostés. Porque, ¿cómo podía tener crecimiento de gracia, fuese el que fuese, después de la concepción de su Hijo, Aquella a quien el ángel había proclamado llena de gracia?... La plenitud no admite en sí ningún vacío, donde, pues, se da la plenitud de la gracia, no puede añadirse ninguna gracia nueva...." (Petr. Ven., Epp., L. III. ep. 7. P. L., CLXXXIX, 283, sqq.)
Otros han alegado la impecabilidad que entonces fue concedida plenamente a María; porque la facultad de crecer en gracia suponeel mérito, y el mérito, según su parecer, es incompatible con la imposibilidad de pecar (Cf. Suár., de Myster. vitae Christi. D. 18, S. 1, ab initio).
Fuerza es decir que esta tesis de Pedro el Venerable es falsa y carece de fundamento. Que sea falsa e insostenible es cosa que hoy nadie puede poner en duda sin grave temeridad. Y añadimos que su fundamento es deleznable. Que no puede agregarse nada a la plenitud, es verdad cuando se trata de una plenitud absoluta, como es la de Dios; para Dios es imposible ser más Dios de lo que es, o ser más Santo que ya lo es: su plenitud es sencillamente infinita (Col., II. 9). También es verdad que a la plenitud no puede añadirse nada, cuando se trata de la plenitud del término. En los elegidos del Cielo, la gracia está consumada; el tiempo señalado por Dios para el crecimiento ya pasó. Poco importan que la medida de su santidad sea desigual. Una vez que se llega a la edad madura, la talla humana queda fija; más elevada en éste y más baja en aquél, pero ya acabó para todos el crecer. La edad madura, para los amigos de Dios, comienza al salir de esta vida: entonces acaba el camino y empieza el término.
Ahora bien: la plenitud de María no era ni la plenitud absoluta, ni la plenitud de los elegidos que están ya en el Cielo. No era la plenitud del término, porque la Santísima Virgen no había llegado aún al Cielo; no había sido admitida aún a la visión permanente de Dios, en que consiste la substancia de la bienaventuranza final. Mucho menos es la plenitud de María, le plenitud de la perfección absoluta. Porque, ¿qué es la gracia? Una participación de la naturaleza divina, el principio por el que las almas santas son imagen de Dios. Añadid un grado a otro grado, una perfección a otra perfección: la imagen de Dios, es decir, la gracia, forma y principio de esta imagen, siempre distará infinitamente del soberano arquetipo, y nada impide que haya o pueda haber otras imágenes, infinitas imágenes, más perfectas. Una sola imagen de la bondad suprema excluye toda idea de crecimiento, de perfectibilidad: la imagen adecuada del Padre, su Unigénito, carácter infinito de la substancia infinita. Ahora bien: como la perfección creada podría acercarse eternamente a este soberano dechado, sin llegar jamás a igualarlo, infiérese que la perfectibilidad de la gracia, considerada en su naturaleza, es por sí misma indefinida.
Pero si la imposibilidad del crecimiento en la gracia no tiene fundamento en la naturaleza misma de la gracia, ¿no lo tendrá acaso en la capacidad misma del sujeto que la recibe? La gracia derramada en el alma de la Virgen en el instante en que se encarnó en Ella el Verbo divino, no sería por sí misma incompatible con otros grados de perfección; pero, ¿no pudo ocurrir que llenase totalmente el vaso? Aunque podemos sácar agua del mar indefinidamente, no podremos echar ni una gota más en un vaso ya enteramente lleno.
Esta comparación no prueba nada, porque no puede decirse lo mismo de la gracia que de un líquido material. Los favores sobrenaturales, lejos de obstruir la capacidad de su recipiente, la dilatan y la abren para nuevas efusiones. Cuando más amáis a Dios, cuando más participáis de su gracia, tanto más os hacéis capaces de recibir los efectos de la divina bondad. La gracia y la caridad están íntimamente ligadas: el progreso en la una es perfeccionamiento de la otra. Y ¿quién no sabe que amando se adquieren nuevas fuerzas para amar? El corazón, amando, se anima y excita, y el Espíritu Santo, que lo posee, le inspira nuevo vigor para amar más cada día. Poner límites al amor es ignorar la naturaleza y las leyes del amor; porque cuanto más ama, más quiere y más puede amar.
Por tanto, la gracia llama a la gracia, y la plenitud a una plenitud siempre creciente. Si queréis una comparación tomada de las cosas materiales, ved cómo los cauces de los ríos se van ensanchando y creciendo en la misma medida que van creciendo las aguas que les llegan de las montañas. Por consiguiente, no había en la Madre de Dios, a pesar de su plenitud, impedimento alguno que se opusiese a su crecimiento en la gracia.
Oigamos a Suárez: "La plenitud de la Bienaventurada Virgen no era incompatible con un crecimiento continuo de gracia. Siempre, y ya desde el primer instante de su Concepción, estuvo llena de gracia, plena gratia, porque siempre tuvo la medida de gracia y de privilegios que correspondía a la condición en que se hallaba; por lo cual debía recibir siempre una plenitud mayor, porque así lo pedían su dignidad creciente y sus méritos. Por esto, de la misma manera que su cualidad de Madre de Dios no exigía que fuese, en la hora misma de alcanzarla coronada con la gloria celestial, así tampoco exigía que recibiese inmediatamente todo el aumento de gracia definido por la divina Providencia, sino sólo aquel que correspondía al estado de vía, es decir, un aumento que bastase para llegar un día a la gracia consumada de una Madre de Dios. En este sentido puede decirse que en el instante en que concibió a su Hijo recibió toda su perfección de gracia, no formalmente en sí misma, sino virtualmente, y en su fuente" (Suár., de Myster vitae Christi, D. 18, S. 1, versus finem). Asentemos, pues, como principio incontestable, que el crecimiento de la gracia en María no tuvo otros límites que su entrada en el estado de término, es decir, su muerte bienaventurada.
Por demás sería que, para debilitar esta doctrina, se adujese el ejemplo de Nuestro Señor, cuya gracia creada recibió desde el primer instante su total plenitud. El Doctor Angélico responde, en la Suma Teológica: "Es cosa manifiesta que la gracia de Cristo no podía crecer, ni por parte de la gracia misma, ni por parte del sujeto; porque Cristo, en cuanto hombre, fue desde el primer instante de su Concepción plena y verdaderamente comprensor. Por esto, no podía progresar en gracia, como no pueden progresar los otros bienaventurados, pues ya llegaron al término. En cuanto a los hombres que están todavía puramente en la vía, la gracia puede crecer siempre en ellos, así por parte de la forma, porque la gracia no ha alcanzado todavía en ellos el grado supremo, como por parte del sujeto, porque aún no han llegado al término" (S. Thom., 3 p., q. 7, a. 12). Ahora bien: la gloriosísima Virgen, aun después de la concepción del Salvador, estaba plenamente en la vía; sería temeridad afirmar que ya entonces poseía la visión de Dios cara a cara, que es lo que constituye al hombre en estado de comprensor.
II. Ya es hora de que estudiemos los elementos y leyes del crecimiento en gracia de la Santísima Virgen.
Dos formas hay de crecimiento, o, mejor dicho, dos medios de crecer. Al primero llaman los teólogos opus operantis: es el mérito. El segundo es el opus operatum, es decir, el perfeccionamiento que, en las condiciones ordinarias, producen los Sacramentos cuando se los recibe con las debidas disposiciones y en estado de gracia (Añadimos "en estado de gracia" porque los Sacramentos que, según su institución, estan ordenados a producir la primera gracia, también producen aumento de gracia cuando son recibidos por los ya justificados). El opus operatum se distingue del opus operantis porque la gracia que produce no tiene por causa próxima los actos sobrenaturales del justificado, como acontece en el opus operantis, si bien son necesarios ciertos actos a títulos de disposiciones. Como esta doctrina es comunísima, podemos darla por supuesta. Investiguemos ahora cuál es, en estos órdenes, el progreso en .gracia de la Madre de Dios. Comencemos por el opus operantis, es decir, por el mérito; para proceder con más orden y claridad, propondremos varias cuestiones.
Primera cuestión. — ¿Pudo la Virgen Santísima merecer? Con proponer esta cuestión está ya resuelta, pues cosa cierta es que en María se daban, y en grado eminente, todas las condiciones necesarias para merecer.
Quien ha de merecer, necesita ser hijo de Dios, imagen de Dios, templo del Espíritu Santo por la gracia santificante. María lo fue desde su primera aparición en el mundo, y nunca dejó de serlo.
Para merecer necesítase, además, dominio de los propios actos. "Donde no hay libertad, no puede haber mérito" (San Bernard., serm. 81 in Cantic., n. 6. En esta obra el santo se revela tan excelente filósofo como eximio teólogo). Ahora bien:
esa libertad, que es nuestra prueba y nuestra gloria, debía existir de una manera excelente en María, porque las imperfecciones que en nosotros la coartan, es decir, la inadvertencia, la ignorancia, el predominio de las facultades sensibles sobre la parte superior de nuestro ser, no se daban en María. Cierto que la Santísima Virgen fue confirmada en gracia, de manera tan perfecta, que su alma no podía ser empañada ni con la menor sombra de mancha. Pero, fuera de que esta impotencia no era, probablemente, sino moral, si sólo consideramos las causas intrínsecas de la misma, la libertad presupuesta por el mérito no es necesariamente la facultad de elegir entre el bien moral y su contrario. Este poder no es esencial a nuestro libre albedrío; antes es una imperfección que lo rebaja. Nuestro Señor era perfectamente libre, con aquella libertad que se requiere para el mérito; y ¿quién se atreverá a decir que podía inclinarse indiferentemente al bien o al mal, al lado del vicio o al lado de la virtud?
Para merecer es necesario, en tercer lugar, que los actos sean buenos moralmente y que tengan por principio, no sólo la naturaleza, sino también la gracia. Y ¿podía faltar esta noble condición en aquella que fue siempre llena de gracias, así en la substancia como en todas las facultades de su alma?
Por último, para merecer se necesita que las operaciones procedan de la caridad, o, por lo menos, que la caridad las enderece hacia el fin último. Y ésta es una condición que en ninguna otra criatura se puede cumplir mejor que en la Santísima Virgen.
En conclusión, todo lo que el más exigente teólogo pueda pedir para que se dé mérito, y mérito propiamente dicho, lo hallamos en la Bienaventurada Madre de Dios.
Cuestión segunda. ¿En qué punto empezó a merecer la Santísima Virgen? Desde el primer instante de su existencia, o, en otras palabras, desde su primera santificación. Entonces, decíamos hablando de su ciencia inicial, recibió la gracia justificante, no de manera inconsciente y puramente pasiva, como los niños en el Bautismo, sino con pleno conocimiento del misterio, cooperando con sus propias disposiciones a la santificación que en Ella obra el divino Espíritu. Por tanto, los actos de fe, de esperanza y de amor que entonces brotaron de su alma fueron ya en aquel primer instante actos meritorios, porque los ejecutó en gracia y en caridad.
En efecto, no puede concebirse que estos actos que la dispusieron para la infusión de la gracia precediesen a ésta en el orden de la duración. Porque bastaría que hubiera mediado un solo instante entre la infusión del alma de la Virgen en su cuerpo y la infusión de la gracia en su alma para que la Virgen purísima no fuera ya la inmaculada en su Concepción. Ni Dios ni el alma necesitan tiempo; Aquél para santificar a un alma, y ésta para producir sus actos espirituales. Por consiguiente, en el mismo indivisible instante en que le dió el ser y la unió a la carne virginal de María, su alma, santificada por los méritos de Jesucristo y resplandeciente con las claridades de la gracia, se sometió a lo que en ella obraba el Espíritu de Dios y se lanzó hacia Él por medio de la fe, de la esperanza y del amor. Así que, estos primeros actos, coincidiendo con la gracia ya recibida, fueron meritorios para Ella como lo son para nosotros cuando los ejecutamos en gracia y caridad.
Sin embargo, estos actos no merecieron la gracia primera, respecto de la cual no eran más que disposiciones. En efecto, la gracia primera era el principio de su mérito, y sabida cosa es que el principio del mérito no puede caer bajo la acción del mismo mérito, como un efecto no puede ser la causa de su propia causa. ¿Qué es, pues, lo que mereció la Santísima Virgen con aquellos primeros actos? Lo mismo que nosotros merecemos cuando obramos en estado de gracia; lo mismo que en nosotros producen los Sacramentos, cuando los recibimos ya justificados: un aumento de gracia y de gloria.
* Quizá parezca que estos primeros actos se refieren a la primera gracia, no sólo como disposiciones, sino como actos meritorios de la misma, propiamente tales. En efecto, por una parte suponen como principio una gracia actual; por otra, nunca van separados de la gracia santificante, pues la infusión de ésta y la producción de aquéllas datan del primer instante. Ahora bien, todo acto de este género es mérito. Además, nada impide que este mérito tenga por término la gracia santificante primera, porque el acto meriotrio no procede de ella, sino hecho en gracia, es meritorio delante de Dios, y, por tanto, es causa de nuevo crecimiento en la vida sobrenatural y divina.
¡Cómo se aventajan los méritos de la Bienaventurada Virgen a todos los nuestros, aunque sólo se mire a esto que dejamos dicho! ¡Cuántos años ha dormido nuestra alma en absoluta incapacidad de producir un acto meritorio, aún habiendo tenido la dicha de haber sido santificados por el Bautismo casi en el momento de nuestra entrada en el mundo! Entre todas las criaturas de Dios, solos los ángeles y los primeros padres de la familia humana pudieron lanzarse, como María, hacia Dios con el primer movimiento de su corazón y desde el primer momento de su vida, prosternados al salir de las manos de Dios delante de Aquél de quien les venían todas las perfecciones de naturaleza y gracia de que estaban adornados.
Tercera cuestión. ¿Cuál fué el número de sus méritos? El mismo de los actos humanos que hizo en toda la duración de su carrera, desde el instante de su Concepción inmaculada hasta el acto de amor con que exhaló su vida mortal. Entre todos esos actos, ni uno hubo que fuera reprensible. Ahora bien: todo acto humano que no es culpable, es bueno con bondad moral; y si, además, está hecho en gracia, es meritorio delante de Dios, y por tanto, es causa de nuevo crecimiento en la vida sobrenatural y divina.
En cuanto a la opinión que afirma la continuidad de los méritos sólo en el tiempo de la vigilia, ha de decirse que es, no ya probable, sino cierta. "En efecto —dice—, en todos los momentos en los que la Bienaventurada Virgen gozaba del libre ejercicio de la razón hizo constantemente y sin interrupción actos virtuosos, como lo afirma San Ambrosio al principio del segundo libro acerca de las Vírgenes. Y es cosa llana, porque, como quiera que tenía dominio perfecto de sus actos, nunca obró indeliberadamente (
* Por consiguiente, sin razón alguna pretendieron ciertos autores antiguos que la Santísima Virgen nunca se entregó al sueño. Creían que, fuera de tal suposición, era inexplicable la continuidad absoluta de los méritos de la Santísima Virgen. La ciencia infusa
J. B. Terrien S.J.
MARIA MADRE DE DIOS Y...
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