Las Actas proconsulares de San Cipriano son uno de los más limpios documentos de la época de los mártires que nos haya conservado la antigüedad cristiana. Si fué el propio diácono Poncio, autor de la desmañada y, aun en su desmaño, excelente Vita Cypriani quien zurció los diversos trozos de que estas Acta proconsularia se componen, hemos de agradecerle no quisiera hacer también aquí alarde de sus habilidades retóricas y se contentara con unir los documentos de archivo de que pudo disponer, o consignar con fidelidad lo que él mismo oyera en el proceso de su admirado obispo. El hecho es que no hay en estas actas el más leve asomo de elaboración y artificio literario que empañe la limpia objetividad de la narración. Su estilo, si vale la comparación de lo humano con lo divino, puede ser calificado de evangélico, aquella manera de contar en que la persona y los hechos historiados absorben de modo al historiador que toda huella personal queda borrada, en grado, si de los Evangelios se trata, que no alcanzó jamás la más alta y ejemplar poesía de la epopeya. "El documento—dice un autorizado maestro—es de notable precisión y debe de ser obra de un contemporáneo que lo vió todo con sus ojos y lo oyó todo con sus oídos y consignó inmediatamente por escrito lo que había visto y oído".
Recordemos, al hilo mismo de las actas, los graves acontecimientos que van a culminar en el martirio glorioso del gran obispo cartaginés. En agosto de 257, Valeriano, inspirado por algún genio del mal, publica su primer edicto de persecución que apuntaba principalmente al clero: obispos, presbíteros y diáconos, a quienes se intimaba el reconocimiento, por un acto de sacrificio, de los dioses del Imperio. Por otra parte—y esta disposición afectaba al pueblo fiel entero—se prohibía bajo pena capital la celebración de toda reunión o junta para el culto y la entrada en los cementerios. El 30 del mismo mes de agosto comparece San Cipriano ante el tribunal del procónsul Aspasio Paterno. La audiencia se celebra en el propio despacho del procónsul (in secretario), quizá por deferencia a la eminente personalidad del obispo cristiano, lo que no quitaba su carácter de publicidad al juicio, de cuyo proceso verbal se redactaban actas. Este juicio se desenvuelve dentro del espíritu del primer edicto de Valeriano: "Los sacratísimos emperadores Valeriano y Galieno se han dignado remitirme cartas en que se manda que aquellos que no practiquen el culto de la religión romana tienen que reconocer los ritos romanos." Ante la negativa del obispo cristiano a semejante reconocimiento, se le condena al destierro.
El procónsul quiere sin duda ahorrar trabajo a la policía y pretende que San Cipriano le entregue la lista de sus sacerdotes; pero no lo consigue. Se le intiman los capítulos del edicto referentes a las reuniones (conciliabula) y a los cementerios, y el obispo sale para el lugar de su destierro. Un proceso semejante, con las mismas preguntas, las mismas respuestas, la misma pena y la misma intimación se celebraba tal vez simultáneamente en Alejandría. Las actas de la comparición de San Dionisio ante el prefecto Emiliano, trascritas pór él mismo, se superponen casi materialmente a esta primera parte de las de San Cipriano. Este primer fragmento corrió muy pronto suelto, y las copias debieron de multiplicarse en manos de los fieles. Los forzados de Numidia poseían algunas, y desde las minas en que agonizan lentamente escriben al propio San Cipriano: "Como bueno y verdadero maestro, tú has proclamado el primero en tus Actas proconsulares qué es lo que nosotros, como discípulos que te hemos seguido, debíamos responder delante del gobernador..." (1 Epist. 87, II, 1). El autor de la Vita, como hemos visto, da también por supuesto (c. 11) que todo el mundo conoce este primer proceso de Cipriano.
El destierro de San Cipriano en Curubis dura un año. Entre tanto, el procónsul Aspasio Paterno había sido sustituido por Galerio Máximo. Este, quizá para tener más a mano al obispo, le llama de su destierro y le permite vivir en posesiones del propio obispo. Lo grave era que la tensión entre el Imperio y la Iglesia había alcanzado un grado de violencia jamás antes conocida. Desde Oriente, donde las fronteras se tambaleaban al empuje de los ejércitos persas bajo el mando de su rey Sapor, Valeriano lanza un nuevo edicto, que agrava notablemente el primero, y cuyos términos se conocen por carta de San Cipriano (la LXXX) al obispo Suceso. La ejecución del "santo y pacífico pontífice Sixto" es el sangriento anuncio de la persecución general y despiadada. En Utica, Galerio Máximo ha asistido a la hecatombe conocida con el nombre de Masa Cándida, y allí quiso le fuera presentado el obispo de Cartago. Con ello pretendía evitar toda conmoción popular, pues no podía ignorar que el obispo cristiano, cuya abnegación en días de dolor para la ciudad se recordaba por todos, era conocido, respetado y amado, en grado vario, por Cartago entera. San Cipriano, que tenía muy buenos espías—si vale aquí la palabra—, sale de sus huertos y se esconde en otro paraje de Cartago misma, hasta la venida del gobernador. Aquí no se trataba de huir el martirio, como en la persecución décica, pues no le cabía duda de que su corona estaba próxima, sino de evitar la muerte fuera de la propia ciudad episcopal, privando a la Iglesia de Cartago de un sumo honor y a los fieles de ella de la última y más sublime exhortación al martirio por el de su propio obispo. Así lo comunica a su pueblo San Cipriano en su última emocionante carta (la LXXXI), su testamento de mártir. Por fin, el 13 de setiembre de 258, los oficiales del procónsul, un strator, escudero o alguacil, y un equistrator a custodiis, un sobreintendente de la guardia del pretorio, detienen a San Cipriano y le conducen, por cierto con todos los honores, a la Villa o Ager Sexti, casa de campo en la proximidad de Cartago, donde el procónsul se había retirado por motivos de salud. El juicio se difiere para el día siguiente. El pueblo se congrega en torno a la casa del strator, que aloja al obispo. Un rasgo de la solicitud pastoral del mártir que comentará más tarde San Agustín: Como el pueblo se empeñó en pasar la noche a las puertas de la casa, San Cipriano da orden de que se retiren las vírgenes o doncellas (puellae). El interrogatorio a que Valerio Máximo somete al obispo es breve, tajante. Preguntas y respuestas van y vienen certeras y derechas a su blanco. El procónsul delibera con sus asesores y enuncia unos como considerandos de la sentencia: Cipriano ha contravenido las órdenes de los emperadores y se ha constituido cabeza de una conspiración criminal cuyo fin patente era la destrucción de los dioses y, en último término—el juez no lo dice, pero para un romano no cabía duda—, del Imperio. Estos considerandos reflejan bien el espíritu del nuevo edicto y pudieran ser los mismos que lo fundamentaban en la oratio que Valeriano dirigió al Senado al presentarlo a mi aprobación. El cristianismo no es sólo una religión no permitida, sino que la Iglesia pasaba a ser collegium illicitum. Ahora bien, el que formaba una asociación no permitida debía ser castigado con la misma pena que quienes a mano armada ocupasen lugares públicos o templos.
El crimen estaba equiparado a la lesa majestad, para el que la ley romana no conocía mitigación posible en su rigor. Galerio Máximo quiere hacer un escarmiento en el que es cabecilla de la facción criminal, y con su sangre va a quedar sancionada la ley imperial. Sin más, lee la sentencia: "Mandamos que Tascio Cipriano sea pasado al filo de la espada." Cipriano obispo dijo: "¡Gracias a Dios!" El grande obispo, incitador de mártires y doctor del martirio, que tantas veces había recordado en sus exhortaciones a los confesores de la fe la palabra evangélica sobre no pensar de antemano qué haya el cristiano de responder ante los poderes de la tierra, no tuvo que pensar su última—y sublime—respuesta.
Unos humildes cristianos de Africa, el año 180, habían dicho también, tras la lectura de su sentencia condenándolos a muerte: ¡Deo gratias! En boca de San Cipriano eran la expresión de una íntima gratitud a Dios por el cumplimiento de un antiguo, poderoso, ferviente anhelo de su alma: el anhelo del martirio, cuya corona tenía, al fin, entre sus manos.
La última parte de las actas—hablando en rigor ya no se trata de actas—es el relato del martirio o ejecución de la sentencia. Cuando el pueblo oyó condenar a su obispo a morir degollado, un grito impresionante surgió de la muchedumbre: "También nosotros queremos ser degollados con él." El diácono Poncio comenta en su Vita este clamor del pueblo fiel y siente que fué un como martirio espiritual colectivo. El gran corazón del obispo debió de conmoverse profundamente ante aquella manifestación de sobrenatural solidaridad de los miembros con su cabeza. El procónsul Galerio Máximo, si lo oyó, hubo de estremecerse ante lo que él calificaría de locura colectiva; pero tuvo que comprender que la política de persecución de sus sacratísimos amos estaba condenada al fracaso más irremediable. Sólo diez años antes, al publicarse el edicto de Decio, hileras de cristianos habían subido al Capitolio cartaginés a sacrificar a los dioses y renegar su fe. Hoy, un pueblo compacto en torno a su obispo pide ser degollado con él. Era la obra, de imperecedera gloria, de ese mismo obispo; pero era, en definitiva, la prueba de la perenne vitalidad de la Iglesia, árbol que se rejuvenece con la poda sangrienta del martirio. Si fracasó el intento de Decio, que sorprende a la Iglesia en plena decadencia y amundanamiento tras largos años de paz, ¿cómo no ha de fracasar ahora este de Valeriano, cuando todo un pueblo está pronto a morir con su obispo?
La narración del martirio, en su seca objetividad, es una obra maestra. Diríase un fragmento de los Evangelios sinópticos. Todo sencillo y, a la vez, sublime. Llegados al Ager Sexti, el obispo se prosterna en oración, se despoja de su dalmática y espera sereno la llegada del verdugo, a quien ordena se le den veinticinco monedas de oro. Los cristianos quieren recoger su sangre en lienzos y pañuelos. El obispo se venda por sí mismo los ojos. Un presbítero y un diácono le atan las manos. No parece sino que va a celebrarse una vez más el sacrificio del altar con el obispo, presbíteros, diáconos y pueblo. Sólo que ahora la víctima es el obispo mismo. Caído al golpe de la espada, manos fieles sustraen el cadáver a la curiosidad de los gentiles; por la noche es retirado, entre antorchas y cánticos, a la sepultura preparada. Fué—dice el narrador—una marcha triunfal. "Un sacrificio triunfal fue, efectivamente, la muerte de este obispo, que se ofreció a sí mismo, asistido de sus sacerdotes y diáconos, rodeado de todo su pueblo con la misma majestad y la misma paz con que había tantas veces ofrecido entre ellos la Eucaristía. Los paganos mismos se sienten dominados por este ascendiente: el procónsul se resuelve a duras penas a la condenación; el verdugo parece también temblar ante su tarea; es menester que el mártir, asistido de sus clérigos, se vende los ojos y se ate las manos. En la muchedumbre, ni un grito hostil; sólo la admiración y veneración de los fieles. Es fácil medir todo el terreno ganado por la Iglesia en Africa desde el martirio de Santa Perpetua. Si queremos remontarnos más arriba todavía, compárese esta escena con la del martirio de San Policarpo: En Esmirna la veneración de los fieles por su obispo no es menor; mas en torno a ellos, todo el populacho es hostil. De 155 a 258, la Iglesia ha conquistado no ya solamente la atención, sino también el respeto y la simpatía del pueblo. Nuevas crisis podrán todavía martirizarla; pero la victoria es ya suya" (Lebreton, Histoire de l'Eglise, 2, p. 210).
Ni la Iglesia de Africa ni la Iglesia universal olvidaron jamás al grande obispo y glorioso mártir. En Cartago se levantaron dos basilicas en su honor, la Memoria Cypriani (donde se recogió a orar Santa Mónica la noche que, engañándola, se hizo Agustín al mar rumbo a Roma y a Dios) y la Mensa Cypriani, en el mismo Ager Sexti, en el lugar que bañara la sangre del mártir. En honor de San Cipriano se conservan no menos de seis sermones de San Agustín, que sentía por su compatriota, doctor suavísimo y mártir beatísimo, admiración sin límites, que no bastó a amenguar la desdichada actuación del africano en la cuestión del bautismo de los herejes. No nos pertenece entrar aquí en esa polémica; hubo error de San Cipriano; hubo, sin duda, tozudez, que hoy no concebiríamos, en defender su propio punto de vista, aun frente al papa de Roma; pero una vez más hay que repetir la palabra absolutoria de San Agustín: "Si algo hubo que podar en esta viña feraz, el martirio la mondó suficientemente" (Epist. XCIII, 10).
Martirio de San Cipriano.
I. Siendo el emperador Valeriano por cuarta vez cónsul y por tercera Galieno, tres días antes de las calendas de setiembre (el 30 de agosto), en Cartago, dentro de su despacho, el procónsul Paterno dijo al obispo Cipriano:
—Los sacratísimos emperadores Valeriano y Galieno se han dignado mandarme letras por las que han ordenado que quienes no practican el culto de la religión romana deben reconocer los ritos romanos. Por eso te he mandado llamar nominalmente. ¿Qué me respondes?
El obispo Cipriano dijo:—Yo soy cristiano y obispo, y no conozco otros dioses sino al solo y verdadero Dios, que hizo el cielo y la tierra y cuanto en ellos se contiene. A este Dios servimos nosotros los cristianos; a éste dirigimos día y noche nuestras súplicas por nosotros mismos, por todos los hombres y, señaladamente, por la salud de los mismos emperadores.
El procónsul Paterno dijo: —Luego ¿perseveras en esa voluntad?El obispo Cipriano contestó: —Una voluntad buena que conoce a Dios, no puede cambiarse.
El procónsul. —¿Podrás, pues, marchar desterrado a la ciudad de Curubis, conforme al mandato de Valeriano y de Galieno?
Cipriano.—Marcharé.
El procónsul.—Los emperadores no se han dignado sólo escribirme acerca de los obispos, sino también sobre los presbíteros. Quiero, pués, saber de ti quiénes son los presbíteros que residen en esta ciudad.
Cipriano.—Con buen acuerdo y en común utilidad habéis prohibido en vuestras leyes la delación; por lo tanto, yo no puedo descubrirlos ni delatarlos. Sin embargo, cada uno estará en su propia ciudad.
Paterno.—Yo los busco hoy en esta ciudad.Cipriano.—Como nuestra disciplina prohibe presentarse espontáneamente y ello desagrada a tu misma ordenación, ni aun ellos pueden presentarse; mas por ti buscados, serán descubiertos.
Paterno.—Sí, yo los descubriré.Y añadió: —Han mandado también los emperadores que no se tengan en ninguna parte reuniones ni entre nadie en los cementerios. Ahora, si alguno no observare este tan saludable mandato, sufrirá pena capital.
Cipriano.—Haz lo que se te ha mandado.II. Entonces el proconsul Paterno mandó que el bienaventurado Cipriano obispo fuera llevado al destierro. Y habiendo pasado allí largo tiempo, al procónsul Aspasio Paterno le sucedió el procónsul Galerio Máximo, quien mandó llamar del destierro al santo obispo Cipriano y que le fuera a él presentado.
Volvió, pues, San Cipriano, mártir electo de Dios, de la ciudad de Curubis, donde, por mandato de Aspasio Paterno, a la sazón cónsul, había estado desterrado, y se le mandó por sacro mandato habitar sus propias posesiones, donde diariamente estaba esperando vinieran por él para el martirio, según le habia sido revelado.
Morando, pues, allí, de pronto, en los idus de setiembre (el 13), siendo cónsules Tusco y Basso, vinieron dos oficiales, uno escudero o alguacil del officium o audiencia de Galerio Máximo, sucesor de Aspasio Paterno, y otro sobreintendente de la guardia de la misma audiencia. Los dos oficiales montaron a Cipriano en un coche y le pusieron en medio y le condujeron a la Villa de Sexto, donde el procónsul Galerio Máximo se había retirado por motivo de salud. El procónsul Galerio Máximo mandó que se le guardara a Cipriano hasta el día siguiente. Entre tanto, el bienaventurado Cipriano fue conducido a la casa del alguacil del varón clarísimo Galerio Máximo, procónsul, y en ella estuvo hospedado, en la calle de Saturno, situada entre la de Venus y la de la Salud. Allí afluyó toda la muchedumbre de los hermanos, lo que sabido por San Cipriano, mandó que las vírgenes fueran puestas a buen recaudo, pues todos se habían quedado en la calle, ante la puerta del oficial, donde el obispo se hospedaba.
III. Al día siguiente, décimoctavo de las calendas de octubre (el 14 de septiembre), una enorme muchedumbre se reunió en la Villa Sexti, conforme al mandato del procónsul Galerio Máximo. Y sentado en su tribunal en el atrio llamado Sauciolo, el procónsul Galerio Máximo dió orden, aquel mismo día, de que le presentaran a Cipriano.
Habiéndole sido presentado, el procónsul Galerio Máximo dijo al obispo Cipriano:
—¿Eres tú Tascio Cipriano?El obispo Cipriano respondió: —Yo lo soy.
Galerio Máximo.—¿Tú te has hecho padre de los hombres sacrilegos?
Cipriano obispo.—Sí.Galerio Máximo.—Los sacratísimos emperadores han mandado que sacrifiques.
Cipriano obispo.—No sacrifico.Galerio Máximo.—Reflexiona y mira por ti.
Cipriano obispo.—Haz lo que se te ha mandado. En cosa tan justa no hace falta reflexión alguna.
IV. Galerio Máximo, después de deliberar con su consejo, a duras penas y de mala gana, pronunció la sentencia con estos considerandos:
—Durante mucho tiempo has vivido sacrilegamente y has juntado contigo en criminal conspiración a muchísima gente, constituyéndote enemigo de los dioses romanos y de sus sacros ritos, sin que los piadosos y sacratísimos príncipes Valeriano y Galieno, Augustos, y Valeriano, nobilísimo César, hayan logrado hacerte volver a su religión. Por tanto, convicto de haber sido cabeza y abanderado de hombres reos de los más abominables crímenes, tú servirás de escarmiento a quienes juntaste para tu maldad, y con tu sangre quedará sancionada la ley.
Y dicho esto, leyó en alta voz la sentencia en la tablilla:—Mandamos que Tascio Cipriano sea pasado a filo de espada.
El obispo Cipriano dijo: •—Gracias a Dios.
V. Oída esta sentencia, la muchedumbre de los hermanos decía:
—También nosotros queremos ser degollados con él.
Con ello se levantó un alboroto entre los hermanos, y mucha turba de gentes le siguió hasta el lugar del suplicio. Fue, pues, conducido Cipriano al campo o Villa de Sexto y, llegado allí, se quitó su sobreveste y capa, dobló sus rodillas en tierra y se prosternó rostro en el polvo para hacer oración al Señor. Luego se despojó de la dalmática y la entregó a los diáconos y, quedándose en su túnica interior de lino, estaba esperando al verdugo. Venido éste, el obispo dió orden a los suyos que le entregaran veinticinco monedas de oro. Los hermanos, por su parte, tendían delante de él lienzos y pañuelos. Seguidamente, el bienaventurado Cipriano se vendó con su propia mano los ojos; mas como no pudiera atarse las puntas del pañuelo, se las ataron el presbítero Juliano y el subdiácono del mismo nombre.
Así sufrió el martirio el bienaventurado Cipriano. Su cuerpo, para evitar la curiosidad de los gentiles, fue retirado a un lugar próximo. Luego, por la noche, sacado de allí, fue conducido entre cirios y antorchas, con gran veneración y triunfalmente, al cementerio del procurador Macrobio Candidiano, sito en el camino de Mapala, junto a los depósitos de agua de Cartago. Después de pocos días murió el procónsul Galerio Máximo.
VI. El beatísimo mártir Cipriano sufrió el martirio el día décimoctavo de las calendas de octubre (el 14 de septiembre), siendo emperadores Valeriano y Galieno y reinando nuestro Señor Jesucristo, a quien es honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.
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