DEBERES PARA CON LOS PADRES
"María y José acostumbraban ir con el Niño a Jerusalén todos los años en la fiesta de la Pascua. Cuando era ya de doce años, al subir sus padres, según el rito festivo, y volverse ellos, acabados los días, el Niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres lo echasen a ver. Pensando que estaba en la caravana, anduvieron camino de un día. Buscáronle entre parientes y conocidos, y, al no hallarle, se volvieron a Jerusalén en busca suya. Y al cabo de tres días le hallaron en el Templo, sentado en medio de los doctores, oyéndolos y preguntándoles. Cuantos le oían se maravillaban de su inteligencia y de sus respuestas.
"Cuando sus padres le vieron se maravillaron, y le dijo su Madre:
"—Hijo, ¿por qué lo has hecho así con nosotros? Mira cómo tu padre y yo, angustiados, te buscábamos.
"Y El les respondió:
"—Hijo, ¿por qué lo has hecho así con nosotros? Mira cómo tu padre y yo, angustiados, te buscábamos.
"Y El les respondió:
"—¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?
"Ellos no entendieron lo que les decía. Bajó con ellos y vino a Nazaret y les estaba sujeto, y su Madre conservaba todo esto en su corazón. Jesús crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres" (Luc., II, 41-52).
Este pasaje del santo Evangelio parece escrito exclusivamente para vosotros, mis queridos niños. Cabría hacer muchas reflexiones, pero sólo haremos una. El Niño Jesús es el modelo que debéis imitar. De El podéis aprender a cumplir debidamente el cuarto mandamiento, que dice : "Honra a tu padre y a tu madre : Honora patrem tuum et matrern tuam" (Exod., XX, 12). La palabra honra implica cuatro obligaciones: respeto, amor, obediencia y asistencia. Procuraré explicároslas.
I.—Respeto.
Hay que respetar a los padres. Esto quiere decir que se les debe apreciar muchísimo y sentir verdadera veneración hacia ellos, por lo crue será natural el deseo de guardarles todas las posibles atenciones.
Los padres representan a Dios y es el mismo Señor nuestro quien ha impuesto a los hijos la obligación de que respeten a los padres, y caen bajo su maldición los que no cumplen tan sacrosanto deber.
En la Sagrada Escritura dice el Señor: "Maldito quien deshonre a su padre y a su madre : Maledictus qui non honorat patrem-suum et matrern suam" (Deut., XXVII, 16). Y añade: "Al que escarnece a su padre y pisotea el resueto de su madre, cuervos del valle le saquen los ojos y devórenle aguiluchos" (Prov., XXX, 17). En cambio, obtendrá muchas bendiciones del Señor quien respete a sus padres, pues, como dice el Espíritu Santo: "Y atesora el que honra a su madre. El que honra a su padre se regocijará en sus hijos y será escuchado en el día de su oración" (Eccl., III, 5-6).
He aquí ahora dos ejemplos de la Sagrada Escritura, uno de bendición a los hijos respetuosos y otro de maldición a los desnaturalizados :
*El respeto de José a su padre, Jacob.—Cuando José fue elevado a la dignidad de virrey de Egipto, llamó junto a sí a su padre, el patriarca Jacob, a quien siempre había respetado muchísimo. Al saber que se aproximaba a Egipto, salióle al encuentro en un magnífico coche, en compañía de sus dos hijos. Apenas vio a su anciano padre, le echó los brazos al cuello, llorando de emoción y de ternura. Luego le hizo sentarse a su diestra y lo presentó al Faraón, del que consiguió que le diese en señorío la fértil tierra de Gesén, en el delta del Nilo. (Confróntese Génesis, XLVI, 29-34).
* Maldición a Cam y a su descendencia.—Noé, agricultor, comenzó a labrar y plantó una viña. Bebió de su vino y se embriagó, y se desnudó en medio de su tienda. Vio Cam, el padre de Canaón, la desnudez de su padre y fue a decírselo a sus hermanos, que estaban fuera; y tomando Sem y Jafet el manto, se lo pusieron sobre los hombros; y yendo de espaldas, vuelto el rostro, cubrieron, sin verla, la desnudez de su padre. Despierto Noé de su embriaguez, supo lo que con él había hecho el más pequeño de sus hijos, y dijo: "Maldito Cam. Siervo de los siervos de sus hermanos será. Bendito Yavé, Dios de Sem. Y sea Cam siervo suyo. Dilate Dios a Jafet y habite éste en las tiendas de Sem, y sea Cam su siervo" (Gén., IX, 20-27).
Hijos míos, respetad siempre a vuestros padres y procurad que vuestro respeto sea sincero y se manifieste en el exterior. No juzguéis nunca a vuestros padres, aunque no os satisfaga su manera de ser y de obrar. Guardaos mucho de hablar mal de ellos, de publicar sus defectos, de despreciarlos o burlarlos, o, lo que es todavía peor, faltarles de palabra y obra. Vuestro respeto debéis hacerlo extensivo a los superiores y ministros del Señor.
II.—Amor.
Hay que amar a los padres. ¿Por qué? ¿Hace falta siquiera decirlo? ¿Acaso no es un deber que ha fijado la naturaleza en el corazón de todos? Hasta los mismos animales sienten cariño hacia sus padres.
Amor con amor se paga. Ahora bien: ¿hay quien quiera a sus hijos más que los padres? Ciertamente que no. Vuestros padres os han criado y guardado; os han provisto de todo lo necesario sin escatimar fatigas, desazones, privaciones y sacrificios de todo género. Os quieren más que a ellos mismos y sólo se afanan y piensan en vuestro bien. ¿No habrá de ser, por consiguiente, vuestra primordial obligación quererlos con toda vuestra alma? Vuestro amor para con ellos ha de ser sincero, salido del corazón, y debéis manifestárselo con palabras afectuosas y ¿ctos de cariño, como Dios lo desea (4).
III.—Obediencia.
Hay que obedecer a los padres porque así lo quiere también el Señor, que nos dice por medio de San Pablo: "Hijos, obedeced a vuestros padres en todo lo que sea justo" (Ephes., VI, 1). Dios nuestro Señor no sólo nos impuso el precepto, sino que además nos dio en esto luminoso ejemplo. Jesús era Dios, y, como tal, no estaba obligado a obedecer a nadie, debiéndole estar, por el contrario, sometidas todas las criaturas de la tierra, incluso los más poderosos monarcas. Y, sin embargo, como dice el Evangelio, obedeció toda su vida a la Santísima Virgen y a San José, a pesar de que eran criaturas suyas: "Erat subditus illis" (Lc., II, 51).
La misma razón nos dice que donde falta la obediencia faltan necesariamente el orden, la paz y la armonía. En el mundo debe haber quien mande y quien obedezca. "El hijo que no obedezca a sus padres y se muestre indócil con ellos, más que hijo es un verdadero monstruo" (San Pedro Crisólogo).
¡Cuántos hijos hay indóciles, que bacen todo lo contrario de lo que les mandan sus padres! ¡Cuántos hay que responden groseramente a sus padres: "No quiero". "No me da la gana"!... ¿Ignoran esos rebeldes que es el mismo Dios quien les manda por medio de los padres? ¿No saben, por ventura, que desobedeciendo a los padres desobedecen al mismo Dios? (5).
Hay algunos que obedecen; pero a regañadientes, de mala gana, o que lo hacen a fuerza de amenazas y de castigos, después de habérselo mandado tres o cuatro veces... ¡No! No es así como hay que obedecer, sino con prontitud, sin remolonear, generosos y alegremente, como lo quiere el Señor. Además, hay que obedecer a los padres en todo, salvo en lo que vaya abiertamente contra la divina voluntad, pues entre los padres y Dios hay que escoger a Dios.
IV.—Asistencia.
Los hijos deben socorrer también a sus padres en sus necesidades corporales y espirituales, lo cual quiere decir: a) que no deben abandonarlos en la pobreza, ancianidad o enfermedades, sino hacer cuanto esté de su parte por ellos, sin escatimar los sacrificios que fuesen menester, para devolverles así algo de lo mucho que tienen recibido (6) (7); b) que deben soportar sus defectos, disculparlos, ayudarles en el cumplimiento de sus deberes religiosos, rezar por ellos y ofrecer sufragios por su alma cuando fallezcan.
Conclusión.—¿Habéis cumplido hasta ahora esos deberes para con vuestros padres? Dichosos los hijos que respetan, aman, obedecen y socorren a los que les han dado el ser, pues obtendrán un gran premio en esta vida y en la otra. El mismo Señor nuestro dijo: "Honra a tu padre y a tu madre para que vivas largos años en la tierra que Yavé, tu Dios, te da" (Exod., XX, 12). Ya sabéis, pues, que a los buenos hijos les está prometida una larga vida, y cuando mueran cantarán en el cielo el himno de la victoria: Vir obediens loquetur victoriam (Prov., XXI, 28).
Fijaos, hijos míos, en el Niño Jesús, vuestro modelo, y pedidle la gracia de imitarlo.
EJEMPLOS
(1) El respeto a los padres.—Antonio Genovesi (+ 1769) fue un autor de muchos libros, algunos de ellos para niños. Un día que estaba en su cátedra explicando su lección, vio a su padre entre los oyentes, y por respeto a él se descubrió y puso en pie, permaneciendo así durante el resto de la clase mientras su padre estuvo en el aula. Ni que decir tiene que los alumnos quedaron muy edificados con el proceder de su insigne catedrático.
(2) El respeto a los superiores.—El príncipe y el maestro.—Un joven príncipe contradijo cierto día a su profesor, y en el calor de la discusión llegó a decirle: "¡Ya veremos quién de los dos tiene razón!" Mas luego reconoció que había faltado al respeto y estimación que debía a su preceptor y se humilló ante él, diciéndole: "Tendrá usted razón, porque sabe más que yo."
Este hecho es digno de que lo recordéis toda vuestra vida.(3) El respeto a los ministros de Dios.—Alejandro Magno y el Pontífice. — Alejandro Magno, rey de Macedonia (+ 323 a. C.), se apoderó de Jerusalén. Las gentes huían aterrorizadas ante el invicto caudillo; pero el Sumo Pontífice judío, revestido con los ornamentos sagrados y llevando escrito el nombre de Dios en una ancha cinta que le cubría la frente, salió a su encuentro con aire majestuoso. En viéndole Alejandro, cayó de rodillas en actitud de suma humildad. Todos los presentes se asombraron de cosa semejante, y uno de los generales macedónicos le preguntó:
—¿Qué habéis hecho, majestad?—No he adorado al sacerdote hebreo, sino a Dios, de quien él es ministro —respondió el gran rey.
Aquí se ve cómo hasta los paganos honraban a los ministros del Señor por la gran reverencia que les inspiraba la divinidad.
(4) El amor filial.— Plinio el joven, escritor latino y cónsul de Roma, se hallaba en Cabo Miseno durante una terrible erupción del Vesubio. Huyendo de las cenizas y lava ardiente, los habitantes salieron precipitadamente de la ciudad; Plinio, más que en sí, pensaba en su anciana madre, que no podía salir por su pie, y aunque ella le decía a su hijo que la dejase morir y se pusiese él a salvo, el cónsul romano la tomó en sus brazos y la llevó a través de las calles de la ciudad, entre las abrasadoras cenizas, sofocante liumo y siniestras llamaradas, a lugar seguro.
(5) La obediencia.— Cara desobediencia.—Cierto día de riguroso invierno vio un niño a unos chicuelos patinar sobre el hielo y quiso imitarlos. Su madre le hizo serias advertencias y le prohibió que hiciese semejante cosa. Pero el chiquillo, en cuanto pudo, se evadió de su madre y fue a patinar como hacían los otros. Mas el niño desobediente sufrió una aparatosa caída y resultó con una pierna y un brazo rotos.
¡Cuánto más le hubiera convenido obedecer a su madre!(6) La escudilla rota.— Un padre había trabajado sin descanso toda su vida para proporcionar la mejor vida posible a su único hijo y dejarle una herencia de cierta consideración. Pero el hijo, cuando ya fue hombre, en vez de corresponder como debía a las atenciones y desvelos de su padre, ya anciano, se mostraba sumamente irrespetuoso con él, y hasta lo llamaba viejo chocho y alelado, haciéndole comer aparte en la cocina. Cierto día, al pobre anciano se le escurrió la escudilla de las manos y se partió en varios pedazos. El hijo le riñó y en lo sucesivo le ponia la comida en una pequeña gamella de madera, como a los perros. ¡Qué crueldad!
Pasados unos días, el desnaturalizado hijo vio a un chiquito suyo que estaba componiendo con alambre la escudilla del abuelo y, al preguntarle su padre qué hacía, le contestó:
—Estoy arreglando la escudilla del abuelo para ponerle en ella de comer a usted cuando sea viejo.
Aquel niño dio una buena lección a su padre, que tan descaradamente faltaba al cuarto mandamiento de la Ley de Dios.
Pero la gran lección a los hijos que sean crueles con sus padres se la dará Dios en la otra vida y aun en ésta.
(7) Amor filial heroico.—El siguiente hecho está tomado de los Anales del Japón. Había en el Imperio del Sol Naciente una pobre viuda con tres hijos, que vivía de lo que ellos ganaban porque ella se hallaba enferma. Sin embargo, era tan exiguo lo que les pagaban, que en la casa cenaba la miseria y la pobre mujer carecía de los medicamentos necesarios para recobrar la salud.
Los hijos se enteraron de que las autoridades ofrecían una fuerte suma a quien presentase a un peligroso ladrón. Para conseguirla tomaron una extremada resolución: que uno de ellos se hiciese pasar por el temible salteador de caminos. Echada la suerte, ésta recayó en el más pequeño, que fue llevado por sus dos hermanos a las autoridades judiciales. El juez preguntó al acusado si era él el ladrón que buscaban, y, al responder afirmativamente, ordenó que lo metiesen en la cárcel. Los otros dos, una vez cobrado el premio que habían prometido por la captura del criminal, fueron a despedirse del preso, lo que hicieron con lágrimas en los ojos, y luego se marcharon para entregar lo cobrado a su madre.
Extrañado el director de la cárcel de la tierna escena pasada entre los tres jóvenes, sospechó que el detenido no era ningún criminal, y menos el buscado, por lo que hizo que unos guardianes siguiesen a los jóvenes para espiar todos sus movimientos.
Llegado que hubieron los dos hermanos a su casa, entregaron a su madre lo recibido de las autoridades, y, extrañada la buena mujer de que le llevasen tanto dinero, preguntóles de dónde lo habían sacado. Informada de lo ocurrido, empezó a lamentarse en alta voz y a decir que devolviesen inmediatamente aquella suma y le llevasen a su hijo, pues prefería morir antes que consentir que estuviese preso, siendo, como era, inocente.
Los guardias se informaron de todo lo ocurrido y lo manifestaron al juez encargado del proceso, quien llamo a su presencia al fingido ladrón y, amenazándole, le hizo confesar toda la verdad, poniéndolo inmediatamente en libertad.
El hecho llegó a oídos del emperador, quien señaló una buena pensión al heroico hijo y otras menores a sus hermanos, ordenando asimismo que los médicos de la corte atendiesen debidamente a la enferma y procurasen que no le faltase ningún cuidado.
G. Mortarino
MANNA PARVULORUM
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