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miércoles, 11 de enero de 2012

¿QUIERES SER FELIZ?

El lento tic tac del reloj me sacude, y, desde el silencio de mi despacho, me hace volar con el pensamiento a ti, lectora amada, para adivinar el íntimo sucederse de tus horas...
¿Horas siempre y todas felices?
Lo desearía.

Pero no quiero ilusionarme. Sé que también a tu edad, cuando rie y canta la primavera de la vida, pueden angustiar al alma ciertas horas interminables, tristes y desconcertantes, privadas de paz y de alegría.
¿El motivo?
Muchas veces puede ser un deber fastidioso, la pena de una renuncia, la espina de una ofensa, o de una incomprensión...
Pero la mayoría de las veces son muy distintas las penas que entristecen a la joven. No provienen éstas del mundo, sino de lo profundo del alma.

¿Nunca has pasado por esas horas dolorosas? ¿Te angustian acaso en este momento hasta el punto de robarte la paz y la serenidad?

Si así fuera, ten el valor de hacer un minuto de introspección, para encontrar la causa y buscar el remedio.
La causa, muchísimas veces, eres tú misma.
Porque has reservado para ti sola un rinconcito de tu corazón, donde nadie puede entrar: ni tu mamá, ni el confesor. Un rinconcito del cual tú misma huyes, como ciertas niñas huyen de algún animal asqueroso, o de algún lugar donde han experimentado algún susto.
En ese rinconcito misterioso está oculta acaso una curiosidad imprudente, extraña, distinta de las demás, constituida por preguntas que no quieres manifestar, tal vez una duda tormentosa que se acerca al remordimiento.
Puede ser algo peor: entre el polvo y telarañas algún insecto se ha escondido desde hace tiempo.
Quizás una sorpresa. Mientras tanto está allí y te turba.
Si descubres en tu interior algo semejante, no te obstines en guardar para ti sola tu secreto; ni tampoco en manifestarlo únicamente a una amiga. Esto no sería una fuente de felicidad, sino un funesto error que te produciría una tristeza cada vez más desoladora.
La ayuda, entonces necesaria, no debes buscarla en quien puede aprovechar de la ocasión para herirte el alma. Ni en los libros, ni en las distracciones, ni mucho menos en las diversiones.
Acude a quien ha sido destinado por Dios para tal oficio: tu madre y, en las cosas más íntimas, al secerdote en el sacramento de la penitencia.
¡Oh, la paz que infunde en el alma la plena confianza en el ministro de Dios! Sólo él puede disipar ciertas dudas, hacer cesar ciertos remordimientos, resolver ciertos problemas, devolver, en un palabra, la paz y la serenidad de espíritu a quien las ha perdido.
El sacerdote acoge con amabilidad, escucha con bondad, habla con acierto, aconseja con prudencia, levanta sin adular, corrige sin abatir.
Ten pues valor de manifestarle tu ánimo cuando tengas necesidad de hacerlo. La alegría de la liberación compensará, sin comparación, el pequeño esfuerzo que te haya exigido.
¡Y cómo dormirás contenta esa noche, si la alegría no te retarda el sueño! Saldrás de la prueba más fuerte y más alegre.
Te pasará a ti como al pajarillo que "después de haber tocado ligeramente la tierra, se levanta libremente, desgranando las notas armoniosas de un canto casi divino".
Entonces habrás encontrado el secreto de la verdadera felicidad, la paz de la buena conciencia, y el mudo círculo del reloj empezará a marcar para ti horas felices.

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