Conocí a una joven quinceañera, que al poco tiempo perdí de vista. Cinco años más tarde la encontré en una librería, donde había ido para escoger algunos libros.
Ya había escogido dos, y los enseñaba a la madre para obtener su aprobación.Antes de acercarme la quise observar.
Llevaba un vestido gris, bien modelado, con un ligero escote. El fresco y gracioso rostro encuadraba con un sombrero del color del vestido.
Nada de artificial y rebuscado.Apenas advirtió mi presencia se acercó sonriendo.
El porte distinguido, unido al placer de volver a ver a una persona querida, daba a su rostro una gracia encantadora.
Sus movimientos eran naturales y hablaba tan cortesmente que mostraba la desenvoltura de quien sabe vivir en el mundo, sin sufrir su morbosa influencia.
Un agradable coloquio confirmó mi primera impresión. A Lucía no le faltaba nada para ser una señorita ideal.
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Al despedirme de la joven amiga, me pregunté:
¿Por qué tantas jóvenes, encantadoras como Lucía, no tienen su gracia envidiable?
Cuántas veces he encontrado señoritas de quince, dieciocho, veinte años, que ya han perdido el encanto de su primavera. Jóvenes que han desperdiciado los tesoros encerrados en sus corazones, antes de conocerlos y apreciar su valor. Jóvenes que han llegado a ser como flores marchitas, privadas de atracción y, peor aún, privadas de alegría.
Ellas no encuentran ya nada de bello en la vida; se convierten muchas veces en un peso insoportable para sí mismas y para quienes las rodean.
En cambio ¡qué distintas son las que se asemejan a Lucía! Aún inconscientemente hablan a los demás con un lenguaje mucho más delicado que el de las flores.
Sus ojos reflejan el azul del cielo, sus almas el resplandor de las estrellas; su vida es sencilla y límpida como el agua cristalina.
Son alegres y expansivas como el pajarito que mientras canta, se eleva por el aire atraído por el encanto del cielo azul, embriagado por el perfume de las flores y del céfiro gentil que le acaricia el plumaje.
Con su perenne sonrisa parece que quieren agradecer a Dios la felicidad a ellas concedida y suplicarle les conceda comunicarla a todos los hombres.
De su rostro se irradia una belleza más delicada y más fragante que la de una corola, belleza que invita a ser puros, sencillos y amables como ellas.
Ellas exhalan el perfume de la virtud y del buen ejemplo, el que el Apóstol define:"El buen olor de Cristo" (2 Cor. 2,15).
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Jovencita, ¿quieres pertenecer a esta legión de almas elegidas? No se trata de un simple deseo, sino de un tesoro que se consigue a costa de muchos sacrificios, de luchas cotidianas y, tal vez también de heroísmos, entre las ocasiones y los estados de ánimo más disparatados.
Lo lograrás: pero debes conocer antes el secreto del candor, prerrogativa de estas almas dichosas.
ALMAS EN FLOR
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