Hace poco más de dos meses publiqué un libro, cuyo título estaba ya diciendo la gravedad, la trascendencia, el básico interés del asunto que en él se trataba: "LA NUEVA MISA NO ES YA UNA MISA CATOLICA". Como era de esperarse, la reacción y los comentarios provocados, en nuestro timorato medio, fueron diversos y encontrados, no sólo en las filas progresistas —evidentemente adversas— sino entre los mismos que dicen estar a nuestro lado y que publican ataques a los más destacados líderes del progresismo nacional, especialmente contra el conocidísimo Obispo de Cuernavaca.
De todas las impugnaciones, que hicieron al libro, hay dos que merecen una respuesta. Que el Obispo de Tehuantepec o el Arzobispo de Jalapa me declaren loco, no vale la pena. Que algunos censuren mi estilo, mis francas expresiones, es perfectamente legítimo. Yo mismo les doy la razón, pero les recuerdo que el estilo es el hombre y que, si Dios me hizo así, ni modo que a los setenta años vaya a cambiarme. Lo importante no es la forma, sino el fondo, ¿Cuáles son los ataques que merecen mi contestación? Son dos:
1- El libro no llevaba "imprimatur" canónico.
2- El libro ataca una disposición papal.
A la primera objeción, empiezo por negarla. El libro, aunque no llevaba impresa ninguna aprobación episcopal, si la tenía, como la han tenido todos los libros que yo he publicado. La prudencia aconseja el no hacer públicos los nombres, como ampliamente lo demostrarán las páginas de este libro. Soy y he sido católico de convicción, conozco que, pese a nuestras buenas intenciones, puede haber posibles equivocaciones; y, por eso, por mi tranquilidad de conciencia, he buscado y seguiré buscando el consejo y la opinión de personas, que, por su ciencia, por su virtud y su experiencia, me merecen completa confianza.
No hay porque empeñarnos en querer disimular la espantosa realidad en que vivimos. Hay ya una honda división en la Iglesia, en las Comunidades Religiosas, en el clero secular, en los laicos mismos. No pensamos lo mismo, ni actuamos lo mismo. Entre la Iglesia preconciliar y la Iglesia postconciliar hay un abismo; hay un cambio de mentalidad, que, a nuestro humilde juicio, es un cambio de fe. El tema de la Misa, que en estos dos últimos libros hemos expuesto, es sintomático. La división ha llegado al corazón del catolicismo. ¿Voy a pedir el "imprimatur", a pastores, cuya fe no me consta, cuando su silencio inexplicable, ante los conocidos desacatos a la Casa de Dios y a las cosas más sagradas de nuestra religión, nos llena de interrogantes sin respuesta?
Mi libro no ha de ser tan malo, cuando ha sido reimpreso en España, Argentina y ha sido traducido a otras lenguas.
Por otra parte, no debemos olvidar aquel principio básico, que en la moral tradicional todos aprendimos: lex ecclesiastica non obligat cum gravi inconmodo, la ley de la Iglesia no obliga con grave dificultad. Así, por ejemplo, el precepto de oír Misa los domingos y fiestas de guardar es una ley eclesiástica, y no obliga, cuando hay grave impedimento; por ejemplo, una enfermedad, un peligro serio o lajanía notable del templo. Y ¿qué mayor incómodo puede haber para un sacerdote conscíente de sus gravísimos deberes que el verse impedido para defender la doctrina católica, tan sólo porque los censores o los obispos son progresistas? Si el progresismo fuera lógico con sus postulados, no debería impedir el "diálogo", ni encadenar la libertad religiosa, ni querer acallar con el poder o, mejor dicho, con el abuso del poder, las voces que defienden la doctrina dos veces milenaria de la Iglesia. Si están tan seguros de su nueva doctrina, admitan la polémica, no teman la discusión, que les dará oportunidades para eliminar con más éxito la doctrina del pasado. ¿Hubiera sido posible, durante los días aciagos de la persecución religiosa, el solicitar y obtener el permiso de los perseguidores para publicar los libros, los folletos, las hojas, que se imprimieron y difundieron, en esos días, en defensa de la Iglesia? No seamos inocentes: pedir el "imprimatur" es ir a la guillotina.
En cuanto a la segunda dificultad, creo que los documentos aquí reproducidos darán la respuesta teológica, más clara, más luminosa; en cierto sentido, la más consoladora. Sobre este tema, hay mucho que escribir. La teología católica no calló vergonzosamente las posibles fallas de los hombres que en la Iglesia tienen el poder. Muchas veces lo he dicho, no debemos confundir la Iglesia con los hombres de la Iglesia, la autoridad, que Dios ha establecido con las personas que tienen esa autoridad y pueden, por defecto propio, por ignorancia o por cualquier otro motivo, emplear mal la autoridad e incluso abusar de ella.
La tragedia actual de la Iglesia ha planteado el problema en este delicadísimo terreno. La angustiosa incógnita del actual Pontífice y de las Conferencias Episcopales y de los Obispos (no todos ¡gracias a Dios!) lo ha hecho surgir en nuestras conciencias, ante la nueva interpretación del Evangelio, ante la nueva teología, la nueva moral, la nueva liturgia, la nueva disciplina; ante los desmanes de los clérigos progresistas; ante los matrimonios de los sacerdotes, que eran luz de la calle y oscuridad de su casa; ante el derrumbe tristísimo de la vida religiosa, en las comunidades más respetables y florecientes; ante la falta de vocaciones, cada día más alarmante; ante la corrupción de la juventud y la niñez; ante las palpables desviaciones de los Colegios y Universidades, que se dicen católicos, y que ahora han hecho alianza con el comunismo; ante el ataque insidioso a la constitución orgánica de la familia, a la autoridad paterna, a la misma pureza de los hijos. La Iglesia postconciliar es un montón de ruinas; es la desolación trágica en el Sancta Sanctorum.
Las razones de alarma y de angustia se acumulan más y más, y cada día parecen agravarse. El "Novus Ordo Missae", la organización progresiva de una Iglesia democrática y comunistoide, activísima y decidida; la supresión próxima de las parroquias y, consiguientemente, de los párrocos; la elección popular de los Obispos, (es decir por los Comités de los sindicatos, de los obreros, de los campesinos); la desacralización de las catedrales y de los templos, hasta convertirlos en museos, o darles un uso profano; los seminarios en decadencia, en descomposición (intelectual y moral); el querer que los obispos diocesanos compartan (de hecho) el gobierno de la Iglesia Universal; las frecuentes e inauditas declaraciones del General de los Jesuítas, P. Arrupe, que vino a Río de Janeiro para enfocar la subversión comunista en todos los pueblos ibero-americanos; que identifica la política con la acción sacerdotal, exclusivamente apostólica, que, con increíble osadía se atreve a forjar una nueva Compañía de Jesús, haciendo a un lado a San Ignacio, a sus Constituciones, a toda la gloriosa tradición de cuatro siglos. ¡Estos son solamente algunos síntomas de la crisis sin precedente de la Iglesia!
Con la introducción del "Novus Ordo Missae" ha llegado el climax de esta revolución religiosa en que vivimos; ha llegado el momento de rechazar toda complicidad con el error; ha llegado el momento decisivo para definir, ante Dios y ante nuestra conciencia, nuestra posición frente a la general apostasía, recordando las palabras del Apóstol San Juan: "Omnis qui recedit, et non permanet in doctrina Christi, Deum non habet": (todo aquel que se aparta y no guarda la doctrina de Cristo, no tiene a Dios). (II Joan 9).
Con razón en el documento que los Cardenales Ottaviani y Bacci hicieron llegar a Paulo VI, se leen estas palabras aterradoras: "éste es uno de los momentos más críticos, posiblemente el más crítico de la historia de la Iglesia". Para marcar el paso con una realidad claramente definida, escribe Renzo Trionfera: "la Iglesia ha realizado deslizamientos en el plano político, ha definido reformas audaces en el plano teológico, pero ha contrastado y contrasta la adaptación de la sociedad católica, a las exigencias de la civilización moderna".
"Ha dicho 'no' a la pildora; sigue diciendo 'no' a la modernización del instituto matrimonial y en esto, dicen los impugnadores, no se ha tenido en cuenta que, cuando se concede algo de una parte, (sobre todo en asuntos lindantes con la fe), es difícil aplicar los frenos por otra. Para hablar claro, se ha enfrascado aventuradamente en batallas que, a la postre, no fácilmente podrán conducir a la victoria".
Los informados dicen que, cuando el Papa recibió la carta de los Cardenales, "permaneció dolorosamente impresionado". "L'Osservatore Romano", el 31 de octubre, publicó un documento de la Sacra Congregación para el Culto Divino, que permitía el aplazamiento del nuevo rito hasta el 28 de noviembre de 1971. "La Santa Sede concedía un respiro de dos años 'de transacción y de transición'". Sin embargo, veinticuatro horas después de aquel anuncio, la Conferencia Episcopal Italiana disponía que el "Novus Ordo Missae", se pusiese en práctica, impositivamente, en todas las diócesis italianas. El presidente de esta Conferencia Episcopal Italiana, Cardenal Antonio Poma supo la noticia por los periódicos. Y, aunque se afirmó en la prensa que la decisión del Episcopado Italiano había sido "unánime", muchos obispos protestaron y afirmaron que no habían tomado parte en la votación. ¡Eran las argucias del poco escrupuloso Bugnini, que decididamente pretendía sacar adelante su reforma, que implícitamente llevaba consigo la transformación doctrinal de la Iglesia Católica!
Yo no acabo de entender, de otra manera, la múltiple, repetida y, en verdad, escandalosa metamorfosis de nuestra liturgia, en especial del Ordo Missae, cuya solidez teológico, sus maduros frutos, su sublime e impresionante belleza, su pacífica estabilidad en el clero y los fieles, y las repetidas alabanzas que Papas y Santos le habían constantemente prodigado, garantizaban plenamente lo más sagrado y esencial del Culto Divino. Entre la Misa del Sacrificio y la Misa de la asamblea y del Presidente, hay un abismo, el abismo que media entre la verdad y el error.
Aún admitiendo, en toda la amplitud que el "progresismo" quiere darle, el "agiornamento" imperioso de la Iglesia, al "nuevo mundo", cuyo parto doloroso y prolongado no acaba de terminar, no veo en que sentido puedan la asamblea, la presidencia, los abrazos, los mariachis, el baile, la eliminación de altares y de imágenes, y toda esa extraña y grotesca liturgia adaptarnos, al mundo: hacer que el mundo venga a la Iglesia o que la Iglesia vaya al mundo.
No podemos negarlo: la actual crisis es la más grave y la más funesta de la Iglesia. No se quiere escuchar la voz de la tradición Apostólica, la voz de los Padres y Doctores de la Iglesia, la voz de los santos que en tantos siglos han alcanzado las cumbres de la virtud. El Espíritu Santo, a lo que parece, ha cambiado de opinión, y Lercaro, Bugnini y sus secuaces han logrado alcanzar ahora "la exclusiva", de su divina inspiración.
Si el "Novus Ordo Missae" se opone a la Fe, pierde, ipso facto, su fuerza de ley. Los moralistas y canonistas están acordes en afirmar que toda ley, que se opone a la fe, a la moral, o al bien común, deja de ser ley y no obliga más. El Derecho Canónico (canon 15) dice: "aun las leyes irritantes e inhabilitantes, no obligan, in dubio jurís". Y en el canon 20 nos enseña que la interpretación y aun la misma expresión de la ley, cuando ésta falta, debe tomarse de los principios generales del Derecho, del estilo y la práctica de la Curia Romana, de la común y constante sentencia de los doctores. Y, en el canon 23, leemos: "En caso de que haya duda de que una ley pre-existente no ha sido rebocada, la presunción está en favor de esa ley; y las leyes posteriores deben, en cuanto sea posible, acomodarse e interpretarse, según las anteriores".
El documento romano, que nos impone el "Novus Ordo Missae", no trae la conocida cláusula: "No obstante todas las costumbres contrarias, centenarias e inmemoriables". En virtud del Derecho Canónico, perfectamente aplicable a esta ley litúrgica, la omisión de esta cláusula deja fuerza de ley a la costumbre anterior, es decir, al "Ordo Missae" de San Pío V. Y, por lo tanto, todo sacerdote, que así lo desee, tiene jurídicamente el derecho de celebrar la Misa, como la había celebrado toda su vida.
En el artículo N° 1 de la "INSTITUTIO GENERALIS MISSALIS ROMANI" leemos: "Celebratio Missae, ut actio Christi et populi Dei hierarchice ordinati, centrum est totius vitae christianae, pro Ecclesia, tum universa, tum locali, ac pro singulis fidelibus. In ea enim culmen habetur et actionis, qua Deus in Christo mundum santificat, et cultus quem homines exhibent Patri, Eum per Christum Dei Filium adorantes. In ea insuper mysteria Redemptionis ita per anni circulum recoluntur, ut quodammodo praesentia reddantur". (La celebración de la Misa, como acción de Cristo y del pueblo de Dios, ordenado jerárquicamente, es el centro de toda la vida cristiana, para la Iglesia universal y local, y para todos los fieles individualmente, ya que en ella se culmina la acción con que Dios santifica, en Cristo, al mundo, y el culto que los hombres tributan al Padre, adorándole por Cristo, Hijo de Dios. Además, se recuerdan de tal modo en ella, a lo largo del año, los misterios de la Redención, que, en cierto modo, éstos se nos hacen presentes). Hagamos algunos comentarios:
1) Es herético y falso que la Misa sea la acción de Cristo y el pueblo de Dios, jerárquicamente ordenado; porque la Misa es la acción de Cristo con el sacerdote, no con la asamblea.— El sacerdocio analógico, con el que los "progresistas" quisieran nulificar el sacerdocio jerárquico, no es un sacerdocio activo, no es capaz de ninguna acción litúrgica.
2) Es inexacto que la Misa santifique al mundo (al menos de hecho: in actu secundo, que dirían los teólogos) La Misa santifica a los fieles, que quieren aprovechar los, frutos redentores; pero esta santificación presupone así el Sacrificio cruento del Calvario, en el que se obró la Redención de los hombres, como el Sacrificio incruento del Altar, que repite, en cierto modo, real y verdaderamente, el Sacrificio de la Cruz y en el cual se nos aplican los frutos inagotables de esa Divina Redención; presupuestas, claro está, las disposiciones personales necesarias.
3) Tampoco es exacto, teológicamente hablando, que la Misa sea, en esencia, "un culto"; es, ante todo, un Sacrificio, cuyos fines esenciales son no tan sólo la adoración, sino también la acción de gracias, la expiación y la impetración.
4) Es impreciso y tendencioso decir que la Misa es "el culto", que los "hombres" tributan al Padre. La idea errónea de un ecumenismo, que quiere equiparar todas las religiones, es la única que puede dar algún sentido a esa proposición universal. No son los "hombres" en general, sino los fieles, los católicos, los que, al unirse a Cristo y al sacerdote, que representa a Cristo, que es instrumento suyo, dan a Dios el culto, que le es debido, el único acepto a su Divina Majestad.
5) Finalmente, la Misa no es el recuerdo de todos los misterios de la Redención, ni, en cierto modo, nos los hace presentes. Esta proposición tiene también un sabor herético. En su esencia misma, en su realidad sublime, la Misa recuerda y repite no los misterios, sino el misterio por antonomasia de nuestra Redención, que es el Sacrificio de la Cruz, ofrecido de nuevo, por el sacerdote y por el pueblo unido o él, en Cristo, por Cristo y con Cristo. Hablar de los misterios de la Redención, (Encarnación, Resurrección, Ascensión, etc.), que a lo largo del año se conmemoran, como algo que pertenece a la Misa, que ES LA MISA, es demostrar claramente que la definición del "Novus Ordo" excluye o diluye el Sacrificio Real, que es, según Trento, la esencia de nuestra Misa Católica.
He querido hacer estas cuantas referencias a los errores, que contiene el Novus Ordo Missae, a reserva de presentar a los lectores críticas más autorizadas, para comprobar la gravedad inmensa, que el presente problema significa, para la Iglesia y para la fe católica. Algunos piensan que sería mejor no hablar, dejar que el pueblo siguiera en su buena fe, creyendo que nada substancial se ha cambiado; que, con el tiempo, todos acabaríamos por acostumbrarnos y aceptar con buena conciencia el nuevo rito.
Pero, esto es inadmisible, ante la moral católica. Sería criminal dejar en el error, en punto tan esencial de nuestra sacrosanta religión, a todo el pueblo de Dios. ¿Cómo vamos a permitir que la doctrina de la verdad revelada sea suplantada por el error? ¿Cómo tolerar que los niños, los jóvenes, las nuevas generaciones crezcan alimentados con doctrinas heterodoxas? ¿Cómo resignarnos a que el Santo Sacrificio sea definitivamente cambiado en la "reunión sagrada o la asamblea del pueblo de Dios, bajo la presidencia del sacerdote, para celebrar el memorial del Señor"? Tratándose de la fe, la inflexibilidad es la única postura decente para los que, por la misericordia de Dios, siempre hemos creído y queremos morir en la fe de nuestros padres.
Los documentos, que aquí presentamos, además de estudiar a fondo el problema gravísimo sobre toda ponderación del "Novus Ordo Missae", plantea el problema fundamental del Magisterio. Si queremos defender que el Magisterio siempre es infalible, no veo solución posible para unificar la doctrina de Trento y de Pío XII con la inadmisible teología excogitada por Bugnini. Estamos, como ya dije anteriormente, en un callejón sin salida. Pero, si con humildad reconocemos que el Magisterio no siempre goza de la prerrogativa de la infalibilidad didáctica, que, para preservar el Depósito de la Divina Revelación, fue concedido por Cristo a Pedro y a sus Apóstoles con Pedro, entonces, se encuentra la solución divina al problema irresoluble de los hombres.
Hay otro punto que debemos mencionar y que es también en extremo sintomático. Me refiero a la eliminación manifiesta de nuestras legítimas y, en estos momentos, imperiosas defensas; eliminación, que, lógicamente, se traduce en ventaja para los enemigos.
1)—Se ha suprimido el juramento contra el modernismo, impuesto por San Pío X, que específicamente condenaba los errores, que hoy patrocina y difunde el "progresismo". Se ha suprimido la profesión de la fe Tridentina, que irreductiblemente oponía nuestra fe a la fe protestante. En vez de estos saludables juramentos, se ha establecido una forma genérica, vaga e ineficaz.
2)—Se suprimió el Santo Oficio, el Indice, las censuras canónicas; y, en su lugar, se puso una Congregación de la Doctrina de la Fe, cuya única pública sentencia, en medio de tantos errores y de tantos cismas y apostasías, ha sido "la descalificación" del Abbé de Nantes, a quien sumariamente se le calificó de integrista.
3)—Se han suprimido las tres Aves Marías y las Oraciones impuestas, para estos peligrosísimos tiempos, por el Papa León XIII, contra Satanás y el Poder de las Tinieblas.
4) Se eliminaron también las Orationes pro tempore, por la Iglesia, por el Papa, por las graves necesidades que nos agobian. No hay ya "Horas Santas", actos eucarísticos, ni procesiones con Su Divina Majestad. No hay penitencias obligatorias, no hay espíritu de mortificación. ¿Podremos, sin estas eficaces defensas, vencer a Satanás y a los espíritus inmundos, que vagan por el mundo, para la ruina y perdición de las almas?
5)—Y, al querer resolver los problemas económicos de los pueblos subdesarrollados, han querido sembrar el odio y la violencia.
Se ha hablado mucho sobre el ataque al celibato y la respuesta enérgica que Su Santidad ha dado a las pretenciones absurdas de los progresistas de Holanda, incluyendo, por cierto, a algunos obispos y a no pocos religiosos. Ciertamente es consoladora esta actitud papal; pero, si comparamos el problema del celibato con el de la Misa, aquél resulta secundario. Se trata de una ley de la Iglesia, una ley santísima, del todo conforme con los consejos evangélicos, con la vocación del sacerdote y su entera dedicación al servicio de Dios; pero, una ley eclesiástica, que cae bajo la jurisdicción pontificia. Su supresión sería una tragedia espantosa; ¡claro está! de impredecibles consecuencias para las almas. Pero, a pesar de todo, era ley eclesiástica la que había caído.
Más, el establecimiento del "Ordo Missae" es una verdadera hecatombe; es el comprometer el Depósito de la Verdad Revelada,- es el dar un paso a la herejía, a la apostasía, al cisma. ¿Por qué el Papa, inflexible en otros puntos, se muestra tan condescendiente en apoyar esta revolución litúrgico-dogmática? ¿Porqué ante la ciencia, la autoridad y los méritos del Cardenal Ottaviani se antepuso la aventura de Bugnini?
De todas las impugnaciones, que hicieron al libro, hay dos que merecen una respuesta. Que el Obispo de Tehuantepec o el Arzobispo de Jalapa me declaren loco, no vale la pena. Que algunos censuren mi estilo, mis francas expresiones, es perfectamente legítimo. Yo mismo les doy la razón, pero les recuerdo que el estilo es el hombre y que, si Dios me hizo así, ni modo que a los setenta años vaya a cambiarme. Lo importante no es la forma, sino el fondo, ¿Cuáles son los ataques que merecen mi contestación? Son dos:
1- El libro no llevaba "imprimatur" canónico.
2- El libro ataca una disposición papal.
A la primera objeción, empiezo por negarla. El libro, aunque no llevaba impresa ninguna aprobación episcopal, si la tenía, como la han tenido todos los libros que yo he publicado. La prudencia aconseja el no hacer públicos los nombres, como ampliamente lo demostrarán las páginas de este libro. Soy y he sido católico de convicción, conozco que, pese a nuestras buenas intenciones, puede haber posibles equivocaciones; y, por eso, por mi tranquilidad de conciencia, he buscado y seguiré buscando el consejo y la opinión de personas, que, por su ciencia, por su virtud y su experiencia, me merecen completa confianza.
No hay porque empeñarnos en querer disimular la espantosa realidad en que vivimos. Hay ya una honda división en la Iglesia, en las Comunidades Religiosas, en el clero secular, en los laicos mismos. No pensamos lo mismo, ni actuamos lo mismo. Entre la Iglesia preconciliar y la Iglesia postconciliar hay un abismo; hay un cambio de mentalidad, que, a nuestro humilde juicio, es un cambio de fe. El tema de la Misa, que en estos dos últimos libros hemos expuesto, es sintomático. La división ha llegado al corazón del catolicismo. ¿Voy a pedir el "imprimatur", a pastores, cuya fe no me consta, cuando su silencio inexplicable, ante los conocidos desacatos a la Casa de Dios y a las cosas más sagradas de nuestra religión, nos llena de interrogantes sin respuesta?
Mi libro no ha de ser tan malo, cuando ha sido reimpreso en España, Argentina y ha sido traducido a otras lenguas.
Por otra parte, no debemos olvidar aquel principio básico, que en la moral tradicional todos aprendimos: lex ecclesiastica non obligat cum gravi inconmodo, la ley de la Iglesia no obliga con grave dificultad. Así, por ejemplo, el precepto de oír Misa los domingos y fiestas de guardar es una ley eclesiástica, y no obliga, cuando hay grave impedimento; por ejemplo, una enfermedad, un peligro serio o lajanía notable del templo. Y ¿qué mayor incómodo puede haber para un sacerdote conscíente de sus gravísimos deberes que el verse impedido para defender la doctrina católica, tan sólo porque los censores o los obispos son progresistas? Si el progresismo fuera lógico con sus postulados, no debería impedir el "diálogo", ni encadenar la libertad religiosa, ni querer acallar con el poder o, mejor dicho, con el abuso del poder, las voces que defienden la doctrina dos veces milenaria de la Iglesia. Si están tan seguros de su nueva doctrina, admitan la polémica, no teman la discusión, que les dará oportunidades para eliminar con más éxito la doctrina del pasado. ¿Hubiera sido posible, durante los días aciagos de la persecución religiosa, el solicitar y obtener el permiso de los perseguidores para publicar los libros, los folletos, las hojas, que se imprimieron y difundieron, en esos días, en defensa de la Iglesia? No seamos inocentes: pedir el "imprimatur" es ir a la guillotina.
En cuanto a la segunda dificultad, creo que los documentos aquí reproducidos darán la respuesta teológica, más clara, más luminosa; en cierto sentido, la más consoladora. Sobre este tema, hay mucho que escribir. La teología católica no calló vergonzosamente las posibles fallas de los hombres que en la Iglesia tienen el poder. Muchas veces lo he dicho, no debemos confundir la Iglesia con los hombres de la Iglesia, la autoridad, que Dios ha establecido con las personas que tienen esa autoridad y pueden, por defecto propio, por ignorancia o por cualquier otro motivo, emplear mal la autoridad e incluso abusar de ella.
La tragedia actual de la Iglesia ha planteado el problema en este delicadísimo terreno. La angustiosa incógnita del actual Pontífice y de las Conferencias Episcopales y de los Obispos (no todos ¡gracias a Dios!) lo ha hecho surgir en nuestras conciencias, ante la nueva interpretación del Evangelio, ante la nueva teología, la nueva moral, la nueva liturgia, la nueva disciplina; ante los desmanes de los clérigos progresistas; ante los matrimonios de los sacerdotes, que eran luz de la calle y oscuridad de su casa; ante el derrumbe tristísimo de la vida religiosa, en las comunidades más respetables y florecientes; ante la falta de vocaciones, cada día más alarmante; ante la corrupción de la juventud y la niñez; ante las palpables desviaciones de los Colegios y Universidades, que se dicen católicos, y que ahora han hecho alianza con el comunismo; ante el ataque insidioso a la constitución orgánica de la familia, a la autoridad paterna, a la misma pureza de los hijos. La Iglesia postconciliar es un montón de ruinas; es la desolación trágica en el Sancta Sanctorum.
Las razones de alarma y de angustia se acumulan más y más, y cada día parecen agravarse. El "Novus Ordo Missae", la organización progresiva de una Iglesia democrática y comunistoide, activísima y decidida; la supresión próxima de las parroquias y, consiguientemente, de los párrocos; la elección popular de los Obispos, (es decir por los Comités de los sindicatos, de los obreros, de los campesinos); la desacralización de las catedrales y de los templos, hasta convertirlos en museos, o darles un uso profano; los seminarios en decadencia, en descomposición (intelectual y moral); el querer que los obispos diocesanos compartan (de hecho) el gobierno de la Iglesia Universal; las frecuentes e inauditas declaraciones del General de los Jesuítas, P. Arrupe, que vino a Río de Janeiro para enfocar la subversión comunista en todos los pueblos ibero-americanos; que identifica la política con la acción sacerdotal, exclusivamente apostólica, que, con increíble osadía se atreve a forjar una nueva Compañía de Jesús, haciendo a un lado a San Ignacio, a sus Constituciones, a toda la gloriosa tradición de cuatro siglos. ¡Estos son solamente algunos síntomas de la crisis sin precedente de la Iglesia!
Con la introducción del "Novus Ordo Missae" ha llegado el climax de esta revolución religiosa en que vivimos; ha llegado el momento de rechazar toda complicidad con el error; ha llegado el momento decisivo para definir, ante Dios y ante nuestra conciencia, nuestra posición frente a la general apostasía, recordando las palabras del Apóstol San Juan: "Omnis qui recedit, et non permanet in doctrina Christi, Deum non habet": (todo aquel que se aparta y no guarda la doctrina de Cristo, no tiene a Dios). (II Joan 9).
Con razón en el documento que los Cardenales Ottaviani y Bacci hicieron llegar a Paulo VI, se leen estas palabras aterradoras: "éste es uno de los momentos más críticos, posiblemente el más crítico de la historia de la Iglesia". Para marcar el paso con una realidad claramente definida, escribe Renzo Trionfera: "la Iglesia ha realizado deslizamientos en el plano político, ha definido reformas audaces en el plano teológico, pero ha contrastado y contrasta la adaptación de la sociedad católica, a las exigencias de la civilización moderna".
"Ha dicho 'no' a la pildora; sigue diciendo 'no' a la modernización del instituto matrimonial y en esto, dicen los impugnadores, no se ha tenido en cuenta que, cuando se concede algo de una parte, (sobre todo en asuntos lindantes con la fe), es difícil aplicar los frenos por otra. Para hablar claro, se ha enfrascado aventuradamente en batallas que, a la postre, no fácilmente podrán conducir a la victoria".
Los informados dicen que, cuando el Papa recibió la carta de los Cardenales, "permaneció dolorosamente impresionado". "L'Osservatore Romano", el 31 de octubre, publicó un documento de la Sacra Congregación para el Culto Divino, que permitía el aplazamiento del nuevo rito hasta el 28 de noviembre de 1971. "La Santa Sede concedía un respiro de dos años 'de transacción y de transición'". Sin embargo, veinticuatro horas después de aquel anuncio, la Conferencia Episcopal Italiana disponía que el "Novus Ordo Missae", se pusiese en práctica, impositivamente, en todas las diócesis italianas. El presidente de esta Conferencia Episcopal Italiana, Cardenal Antonio Poma supo la noticia por los periódicos. Y, aunque se afirmó en la prensa que la decisión del Episcopado Italiano había sido "unánime", muchos obispos protestaron y afirmaron que no habían tomado parte en la votación. ¡Eran las argucias del poco escrupuloso Bugnini, que decididamente pretendía sacar adelante su reforma, que implícitamente llevaba consigo la transformación doctrinal de la Iglesia Católica!
Yo no acabo de entender, de otra manera, la múltiple, repetida y, en verdad, escandalosa metamorfosis de nuestra liturgia, en especial del Ordo Missae, cuya solidez teológico, sus maduros frutos, su sublime e impresionante belleza, su pacífica estabilidad en el clero y los fieles, y las repetidas alabanzas que Papas y Santos le habían constantemente prodigado, garantizaban plenamente lo más sagrado y esencial del Culto Divino. Entre la Misa del Sacrificio y la Misa de la asamblea y del Presidente, hay un abismo, el abismo que media entre la verdad y el error.
Aún admitiendo, en toda la amplitud que el "progresismo" quiere darle, el "agiornamento" imperioso de la Iglesia, al "nuevo mundo", cuyo parto doloroso y prolongado no acaba de terminar, no veo en que sentido puedan la asamblea, la presidencia, los abrazos, los mariachis, el baile, la eliminación de altares y de imágenes, y toda esa extraña y grotesca liturgia adaptarnos, al mundo: hacer que el mundo venga a la Iglesia o que la Iglesia vaya al mundo.
No podemos negarlo: la actual crisis es la más grave y la más funesta de la Iglesia. No se quiere escuchar la voz de la tradición Apostólica, la voz de los Padres y Doctores de la Iglesia, la voz de los santos que en tantos siglos han alcanzado las cumbres de la virtud. El Espíritu Santo, a lo que parece, ha cambiado de opinión, y Lercaro, Bugnini y sus secuaces han logrado alcanzar ahora "la exclusiva", de su divina inspiración.
Si el "Novus Ordo Missae" se opone a la Fe, pierde, ipso facto, su fuerza de ley. Los moralistas y canonistas están acordes en afirmar que toda ley, que se opone a la fe, a la moral, o al bien común, deja de ser ley y no obliga más. El Derecho Canónico (canon 15) dice: "aun las leyes irritantes e inhabilitantes, no obligan, in dubio jurís". Y en el canon 20 nos enseña que la interpretación y aun la misma expresión de la ley, cuando ésta falta, debe tomarse de los principios generales del Derecho, del estilo y la práctica de la Curia Romana, de la común y constante sentencia de los doctores. Y, en el canon 23, leemos: "En caso de que haya duda de que una ley pre-existente no ha sido rebocada, la presunción está en favor de esa ley; y las leyes posteriores deben, en cuanto sea posible, acomodarse e interpretarse, según las anteriores".
El documento romano, que nos impone el "Novus Ordo Missae", no trae la conocida cláusula: "No obstante todas las costumbres contrarias, centenarias e inmemoriables". En virtud del Derecho Canónico, perfectamente aplicable a esta ley litúrgica, la omisión de esta cláusula deja fuerza de ley a la costumbre anterior, es decir, al "Ordo Missae" de San Pío V. Y, por lo tanto, todo sacerdote, que así lo desee, tiene jurídicamente el derecho de celebrar la Misa, como la había celebrado toda su vida.
En el artículo N° 1 de la "INSTITUTIO GENERALIS MISSALIS ROMANI" leemos: "Celebratio Missae, ut actio Christi et populi Dei hierarchice ordinati, centrum est totius vitae christianae, pro Ecclesia, tum universa, tum locali, ac pro singulis fidelibus. In ea enim culmen habetur et actionis, qua Deus in Christo mundum santificat, et cultus quem homines exhibent Patri, Eum per Christum Dei Filium adorantes. In ea insuper mysteria Redemptionis ita per anni circulum recoluntur, ut quodammodo praesentia reddantur". (La celebración de la Misa, como acción de Cristo y del pueblo de Dios, ordenado jerárquicamente, es el centro de toda la vida cristiana, para la Iglesia universal y local, y para todos los fieles individualmente, ya que en ella se culmina la acción con que Dios santifica, en Cristo, al mundo, y el culto que los hombres tributan al Padre, adorándole por Cristo, Hijo de Dios. Además, se recuerdan de tal modo en ella, a lo largo del año, los misterios de la Redención, que, en cierto modo, éstos se nos hacen presentes). Hagamos algunos comentarios:
1) Es herético y falso que la Misa sea la acción de Cristo y el pueblo de Dios, jerárquicamente ordenado; porque la Misa es la acción de Cristo con el sacerdote, no con la asamblea.— El sacerdocio analógico, con el que los "progresistas" quisieran nulificar el sacerdocio jerárquico, no es un sacerdocio activo, no es capaz de ninguna acción litúrgica.
2) Es inexacto que la Misa santifique al mundo (al menos de hecho: in actu secundo, que dirían los teólogos) La Misa santifica a los fieles, que quieren aprovechar los, frutos redentores; pero esta santificación presupone así el Sacrificio cruento del Calvario, en el que se obró la Redención de los hombres, como el Sacrificio incruento del Altar, que repite, en cierto modo, real y verdaderamente, el Sacrificio de la Cruz y en el cual se nos aplican los frutos inagotables de esa Divina Redención; presupuestas, claro está, las disposiciones personales necesarias.
3) Tampoco es exacto, teológicamente hablando, que la Misa sea, en esencia, "un culto"; es, ante todo, un Sacrificio, cuyos fines esenciales son no tan sólo la adoración, sino también la acción de gracias, la expiación y la impetración.
4) Es impreciso y tendencioso decir que la Misa es "el culto", que los "hombres" tributan al Padre. La idea errónea de un ecumenismo, que quiere equiparar todas las religiones, es la única que puede dar algún sentido a esa proposición universal. No son los "hombres" en general, sino los fieles, los católicos, los que, al unirse a Cristo y al sacerdote, que representa a Cristo, que es instrumento suyo, dan a Dios el culto, que le es debido, el único acepto a su Divina Majestad.
5) Finalmente, la Misa no es el recuerdo de todos los misterios de la Redención, ni, en cierto modo, nos los hace presentes. Esta proposición tiene también un sabor herético. En su esencia misma, en su realidad sublime, la Misa recuerda y repite no los misterios, sino el misterio por antonomasia de nuestra Redención, que es el Sacrificio de la Cruz, ofrecido de nuevo, por el sacerdote y por el pueblo unido o él, en Cristo, por Cristo y con Cristo. Hablar de los misterios de la Redención, (Encarnación, Resurrección, Ascensión, etc.), que a lo largo del año se conmemoran, como algo que pertenece a la Misa, que ES LA MISA, es demostrar claramente que la definición del "Novus Ordo" excluye o diluye el Sacrificio Real, que es, según Trento, la esencia de nuestra Misa Católica.
He querido hacer estas cuantas referencias a los errores, que contiene el Novus Ordo Missae, a reserva de presentar a los lectores críticas más autorizadas, para comprobar la gravedad inmensa, que el presente problema significa, para la Iglesia y para la fe católica. Algunos piensan que sería mejor no hablar, dejar que el pueblo siguiera en su buena fe, creyendo que nada substancial se ha cambiado; que, con el tiempo, todos acabaríamos por acostumbrarnos y aceptar con buena conciencia el nuevo rito.
Pero, esto es inadmisible, ante la moral católica. Sería criminal dejar en el error, en punto tan esencial de nuestra sacrosanta religión, a todo el pueblo de Dios. ¿Cómo vamos a permitir que la doctrina de la verdad revelada sea suplantada por el error? ¿Cómo tolerar que los niños, los jóvenes, las nuevas generaciones crezcan alimentados con doctrinas heterodoxas? ¿Cómo resignarnos a que el Santo Sacrificio sea definitivamente cambiado en la "reunión sagrada o la asamblea del pueblo de Dios, bajo la presidencia del sacerdote, para celebrar el memorial del Señor"? Tratándose de la fe, la inflexibilidad es la única postura decente para los que, por la misericordia de Dios, siempre hemos creído y queremos morir en la fe de nuestros padres.
Los documentos, que aquí presentamos, además de estudiar a fondo el problema gravísimo sobre toda ponderación del "Novus Ordo Missae", plantea el problema fundamental del Magisterio. Si queremos defender que el Magisterio siempre es infalible, no veo solución posible para unificar la doctrina de Trento y de Pío XII con la inadmisible teología excogitada por Bugnini. Estamos, como ya dije anteriormente, en un callejón sin salida. Pero, si con humildad reconocemos que el Magisterio no siempre goza de la prerrogativa de la infalibilidad didáctica, que, para preservar el Depósito de la Divina Revelación, fue concedido por Cristo a Pedro y a sus Apóstoles con Pedro, entonces, se encuentra la solución divina al problema irresoluble de los hombres.
Hay otro punto que debemos mencionar y que es también en extremo sintomático. Me refiero a la eliminación manifiesta de nuestras legítimas y, en estos momentos, imperiosas defensas; eliminación, que, lógicamente, se traduce en ventaja para los enemigos.
1)—Se ha suprimido el juramento contra el modernismo, impuesto por San Pío X, que específicamente condenaba los errores, que hoy patrocina y difunde el "progresismo". Se ha suprimido la profesión de la fe Tridentina, que irreductiblemente oponía nuestra fe a la fe protestante. En vez de estos saludables juramentos, se ha establecido una forma genérica, vaga e ineficaz.
2)—Se suprimió el Santo Oficio, el Indice, las censuras canónicas; y, en su lugar, se puso una Congregación de la Doctrina de la Fe, cuya única pública sentencia, en medio de tantos errores y de tantos cismas y apostasías, ha sido "la descalificación" del Abbé de Nantes, a quien sumariamente se le calificó de integrista.
3)—Se han suprimido las tres Aves Marías y las Oraciones impuestas, para estos peligrosísimos tiempos, por el Papa León XIII, contra Satanás y el Poder de las Tinieblas.
4) Se eliminaron también las Orationes pro tempore, por la Iglesia, por el Papa, por las graves necesidades que nos agobian. No hay ya "Horas Santas", actos eucarísticos, ni procesiones con Su Divina Majestad. No hay penitencias obligatorias, no hay espíritu de mortificación. ¿Podremos, sin estas eficaces defensas, vencer a Satanás y a los espíritus inmundos, que vagan por el mundo, para la ruina y perdición de las almas?
5)—Y, al querer resolver los problemas económicos de los pueblos subdesarrollados, han querido sembrar el odio y la violencia.
Se ha hablado mucho sobre el ataque al celibato y la respuesta enérgica que Su Santidad ha dado a las pretenciones absurdas de los progresistas de Holanda, incluyendo, por cierto, a algunos obispos y a no pocos religiosos. Ciertamente es consoladora esta actitud papal; pero, si comparamos el problema del celibato con el de la Misa, aquél resulta secundario. Se trata de una ley de la Iglesia, una ley santísima, del todo conforme con los consejos evangélicos, con la vocación del sacerdote y su entera dedicación al servicio de Dios; pero, una ley eclesiástica, que cae bajo la jurisdicción pontificia. Su supresión sería una tragedia espantosa; ¡claro está! de impredecibles consecuencias para las almas. Pero, a pesar de todo, era ley eclesiástica la que había caído.
Más, el establecimiento del "Ordo Missae" es una verdadera hecatombe; es el comprometer el Depósito de la Verdad Revelada,- es el dar un paso a la herejía, a la apostasía, al cisma. ¿Por qué el Papa, inflexible en otros puntos, se muestra tan condescendiente en apoyar esta revolución litúrgico-dogmática? ¿Porqué ante la ciencia, la autoridad y los méritos del Cardenal Ottaviani se antepuso la aventura de Bugnini?
Joaquín Sáenz y Arriaga.
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