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martes, 14 de febrero de 2012

DECRETOS DEL CONCILIO LATINOAMERICANO 1898 (II)

TITULO I
DE LA FE Y DE LA IGLESIA CATOLICA

Capítulo I.
De la profesión de Fe.

1. Por cuanto sin fe es imposible agradar a Dios y contarse en el número de sus hijos, Nós, los Padres de este Concilio Plenario Latino-Americano, empezando por la Fe, que es la raiz de la justificación, con solemne profesión confesamos y enseñamos todas las verdades que, como objeto de nuestra creencia, nos propone la Iglesia Católica, como reveladas por Dios, ya sea en solemne definición, ya sea en el ejercicio ordinario de su magisterio universal.
2. En especial admitimos y abrazamos las tradiciones Apostólicas y Eclesiásticas, y la Sagrada Escritura, conforme al sentido que la Santa Madre Iglesia ha sostenido y sostiene, y todas y cada una de las verdades enseñadas, definidas y declaradas por los Santos Concilios ecuménicos Tridentino y Vaticano, especialmente acerca del primado é infalible magisterio del Romano Pontífice, a quien reconocemos como sucesor de San Pedro, Principe de los Apóstoles, Vicario de Jesucristo, y Pastor y Doctor de toda la Iglesia Católica.
3. Reprobamos todos los errores condenados, ya sea por los Concilios Generales, y en especial el Vaticano, ya sea por los Romanos Pontífices, particularmente los que se expresan tanto en la Encíclica de Pio IX, de santa memoria, Quanta Cura y en el adjunto Silabo, como en las Encíclicas de Nuestro Santísimo Padre el Papa León XIII felizmente reinante que empiezan: Arcanum, del Matrimonio Cristiano, Diuturnum illud, sobre el poder temporal, Humanum genus, de la secta masónica, Immortale Dei, de la Constitución cristiana de los Estados, Libertas, de la libertad humana, Sapientiae Christianae, de los principales deberes de los ciudadanos cristianos, y Rerum Novarum, de la condición de los obreros. Y por cuanto no basta evitar la herética pravedad, si no se huye también con diligencia de todos los errores que más ó menos se le acercan, advertimos a todos el deber que les incumbe de observar igualmente las Constituciones y Decretos en que la Santa Sede condena y prohibe otras perversas opiniones.
4. Recordando las palabras de Jesucristo: Todos aquel que me confesare delante de los hombres, también el Hijo del hombre lo confesará ante los Angeles de Dios: y el que me negare delante de los hombres será negado ante los Angeles de Dios (Luc. XII, 8, 9); advertimos a todos los fieles que en ningún caso, ni aún para evitar la muerte, es lícito con palabras o con hechos negar la fe verdadera, por más que en el fondo del corazón se conserve, ni profesar exteriormente o simular una falsa. Por tanto, no es lícito subscribir una fórmula contraria a la fe católica, aunque el que subscribe diga que no quiere apartarse de la fe verdadera; ni tampoco es lícito prometer, de palabra o por escrito, observar lo que de cualquier manera es contrario a la misma fe católica.
5. Adhiriéndonos a las prescripciones Apostólicas declaramos que están obligados a hacer con el corazón y con los labios la canónica profesión de Fe, según la fórmula de Pió IV en la Constitución Iniunctum Nobis, y de Pío IX en el Decreto de la S. Congregación del Concilio de 20 Enero de 1877: a) Todos y cada uno de los que, por derecho o costumbre, asisten al Concilio Provincial o al Sinodo Diocesano; b) los Provisores y Vicarios Generales antes que empiecen a desempeñar su cargo; c) los Vicarios Foráneos; d) todos los que obtengan en las Iglesias Catedrales alguna dignidad, canongía o beneficio residencial, y esto personalmente, y dentro de dos meses después de haber tomado posesión; e) todos los que tienen cura de almas también en persona y dentro de dos meses contados desde la toma de posesión; f) los examinadores sinodales; g) los Rectores de seminarios; h) todos, sean clérigos o seglares, los maestros de letras sagradas o profanas en los Seminarios mayores y menores, en los Institutos, Colegios o escuelas sujetas por legitima obediencia a la jurisdicción eclesiástica, aun cuando en ellas sólo se enseñen los primeros rudimentos a niños o niñas; para los maestros de escuela servirá una fórmula breve de profesión de fe, en idioma vulgar; i) todos los que se convierten de la apostasía o de la herejía, empleándose en este caso una forma especial de abjuración.

Capitulo II.
De la Revelación.

6. Aunque Dios, uno y verdadero, Creador y Señor nuestro, por medio de las creaturas, pueda con certeza ser conocido con la luz natural de la razón humana; no obstante, plugo a su sabiduría y bondad, revelarse a Sí propio y revelar los eternos decretos de su voluntad al género humano, de otro modo diverso y sobrenatural. Y aunque en la divina revelación se comprendan también algunas cosas no inaccesibles a la razón humana, éstas, no obstante, se han revelado a los hombres, para que todos puedan conocerlas fácilmente, con firme certeza y sin mezcla de error alguno.
Fue, por tanto, muy conveniente que por medio de la divina revelación se instruyera el hombre acerca de Dios y del culto que ha de prestarle (Conc. Vatic. Const. Dei Filius).
7. Pero no por esto ha de decirse que la revelación es absolutamente necesaria, sino porque Dios en su infinita bondad destinó al hombre a un fin sobrenatural, es decir a la participación de bienes divinos, superiores con mucho a cuanto pueda abarcar la inteligencia humana. Así es que, además de aquellas cosas que están al alcance de la razón natural, se proponen a nuestra creencia los misterios en Dios escondidos, que si no es por revelación divina no podemos llegar a conocer. Por lo cual yerran los que afirman que es imposible que el hombre se eleve sobrenaluralmente a un conocimiento y perfección superiores a los naturales, sino que antes bien puede y debe por sí solo, en virtud del progreso constante, llegar a la posesión de toda verdad y de todo bien (Conc. Vatic. Const. Dei Filius).
8. Esta revelación sobrenatural, según la creencia de la Iglesia universal, se contiene en los libros escritos, y en las tradiciones no escritas que, recibidas por los Apóstoles de los labios de Jesucristo, o por los mismos Apóstoles, bajo el dictado del Espíritu Santo, transmitidas por decirlo así de mano en mano, han llegado hasta nosotros.
La Iglesia tiene por sagrados y canónicos los libros escritos y recibidos del antiguo y nuevo Testamento, porque, habiendo sido compuestos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales han sido entregados a la Iglesia (Conc. Vatic. Const. Dei Filius). Esta es la doctrina que siempre y abiertamente ha profesado la Iglesia acerca de los libros de ambos Testamentos: los cuales son reconocidos como documentos importantísimos de nuestros mayores, en que se declara que Dios habiendo hablado primero por los Profetas, después por sí mismo y luego por los Apóstoles, compuso también la Escritura que se llama canónica, la cual es el oráculo y lenguaje divino, la carta escrita por el Padre celestial al género humano que anda peregrinando lejos de la patria, y que le ha sido transmitida por los autores sagrados (Leo XIII, Encycl. Providentissimus Deus, 18 nov. 1893).
9. El depósito de esta revelación sobrenatural fue confiado por Cristo nuestro Señor a la Iglesia para que fielmente lo custodiase, es decir fue encomendado a los Apóstoles y a sus sucesores, pero principalmente a San Pedro y a su sucesor en el primado de jurisdicción sobre toda la Iglesia de Dios, es decir al Romano Pontífice, Vicario de Jesucristo en la tierra, Cabeza visible de toda la Iglesia y Padre y Doctor de todos los cristianos.
10. Con los santos Concilios ecuménicos Tridentino y Vaticano, advertimos a todos los fieles que en todas las materias de fe y de costumbres, tocantes a la edificación de la doctrina cristiana, se ha de tener por verdadero sentido de la Sagrada Escritura aquél que ha tenido y tiene la Santa Madre Iglesia, a quien toca juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Sagradas Escrituras; y por tanto, a nadie es lícito interpretar la misma Sagrada Escritura de una manera contraria a este sentido, o al unánime consentimiento de los Padres (Conc. Vatic. Const. Dei Filius).
11. Al mismo tiempo que reprobamos y condenamos los monstruosos errores propalados por los Racionalistas, como oráculos indiscutibles de no sé qué ciencia libre, reprobamos también y condenamos esa temeridad con que las palabras y sentencias de la Sagrada Escritura se aplican torcidamente a mil cosas profanas, es decir a bufonerías, falsedades, mentiras, adulaciones, detracciones, supersticiones, encantamientos impios y diabólicos, adivinaciones, sortilegios y aun libelos infamatorios; y queremos que todos estos profanadores y violadores de la palabra de Dios, sean castigados por sus respectivos Obispos (Conc. Trid. sess. 4, de edit. et usu Sacr. Librorum)

Capítulo III.
De la Fe.

12. Por cuanto Dios, que en su infinito amor elevó desde el principio al género humano hasta hacerlo partícipe de la naturaleza divina y luego levantándolo de la caída y ruina universal lo restituyó a su dignidad primitiva y le ha conferido singulares auxilios para revelarle de un modo sobrenatural los arcanos de su divinidad, sabiduría y misericordia (Leo XIII, Encycl. Providentissimus Deus, 18 nov. 1893); y dependiendo totalmente el hombre de Dios como su creador y señor, y debiendo la razón creada estar completamente sujeta a la verdad increada, por tanto, estamos obligados a rendir a Dios en su revelación pleno homenaje de nuestro entendimiento y nuestra voluntad. Yerran, por consiguiente, los que afirman que la razón humana es a tal grado independiente, que la fe no se le puede imponer por Dios (Conc. Vatic. Const. Dei Filius).
13. Para que este homenaje de nuestra fe sea conforme a la razón, ha querido Dios que a las luces interiores del Espíritu Santo se añadan los argumentos exteriores de la revelación, es decir ciertas obras divinas, y principalmente los milagros y profecías, que al propio tiempo que manifiestan claramente la omnipotencia y sabiduría infinita de Dios, son señales ciertísimas de la revelación, y acomodadas a todas las inteligencias (Conc. Vatic. Const. Dei Filius). La Iglesia misma por su admirable propagación, santidad eximia e inagotable fecundidad en toda clase de bienes, por su unidad católica y firmeza inquebrantable, es un grande y perpetuo motivo de credibilidad, y testimonio irrefragable de su misión divina. De igual manera es evidente que la Iglesia con su admirable doctrina, desde la época de los Apóstoles creció en medio de obstáculos de todas especies, y se extendió por todo el Orbe gloriosa con el brillo de los milagros, engrandecida con la sangre de sus mártires, ennoblecida con las virtudes de sus confesores y vírgenes, corroborada con los testimonios y sapientísimos escritos de sus Padres, y floreció y florece en todas las regiones de la tierra, resplandeciendo con la perfecta unidad de su fe, de sus sacramentos y de su sagrado gobierno (Pius IX, Alloc. Ubi primum, 17 Dec. 1847).
14. Aunque el asentimiento a la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del ánimo, sino un asenso libre, no obstante, ninguno puede convenir con la predicación Evangélica, de modo que le aproveche para alcanzar la salvación, sin que lo ilumine e inspire el Espíritu Santo, quien ablanda las almas para convenir y creer en la verdad. En tal virtud, la fe por sí sola, aun cuando no obre por medio de la caridad, es un don de Dios y su acto es una obra perteneciente a la salvación, por la cual el hombre presta a Dios libremente obediencia, asintiendo y cooperando a su gracia, a la cual podría resistir (Conc. Vatic. Const. Dei Filius).
15. Aunque nadie puede alcanzar sin fe la justificación, ni conseguir la vida eterna si no persevera hasta el fin en la misma fe (Conc. Vatic. Const. Dei Filius), no obstante, ninguno presuma que la sola fe lo constituye heredero de la eterna gloria, ni que ha de alcanzar la celestial herencia, si no padece con Cristo para ser con Él glorificado (Conc. Trid. sess. 6, cap. II de justif.): porque la fe, si no se le agregan la esperanza y la caridad, ni une perfectamente con Cristo, ni hace al hombre miembro vivo de su cuerpo: por lo cual, con justicia se afirma que la fe sin las obras es muerta é inútil (Conc. Trid. sess. 6, cap. 7).
16. Por cuanto muchos, engañados por la soberbia, quieren reducir todo a la mera humana naturaleza, haciendo a un lado a Dios y a la Iglesia; y con la desenfrenada licencia de que hoy dia disfruta el error por perverso que sea, la pública profesión de la verdad cristiana se ata a menudo con pesadas cadenas, cada cual debe ante todas cosas velar por si propio, y tener gran cuidado de comprender con la mente la fe de una manera profunda, y de conservarla con grande ahinco, precaviendo con ncesante diligencia los peligros, y en especial los diversos sofismas y falacias con que se procure arrancársela. Y como no sólo conviene conservar incólume la fe en nuestras almas sino aumentarla cada día más y más, ha de repetirse con frecuencia la humilde súplica que los Apóstoles solian dirigirá Dios: Aumenta, oh Señor, nuestra fe (Leo XIII, Encycl. Sapientiae, 10 Ian. 1890). Nada hay, en verdad, más a propósito para fomentar y acrecer la fe, que la piadosa costumbre de orar; y es evidente cuan grande es nuestros tiempos la necesidad de esta virtud, en muchos debilitada, en muchos por completo extinguida (Leo XIII. Encycl. Exeunte iam anno, 25 Dec. 1888).
17. Por tanto, todo fiel cristiano debe mantener constantemente la fe, y profesarla, y estar dispuesto a defenderla con valor. Porque en caso de necesidad, no sólo los Prelados que mandan tienen obligación de defender la integridad de la fe, sino que a cada uno de los fieles incumbe el deber de confesar paladinamente su fe, ya sea para ta instrucción y confirmación de sus hermanos, ya sea para reprimir la jactancia de los infieles (S. Thom. 2, 2, q. 3, a. 2). Ceder ante el enemigo, o callar cobardemente, cuanto tanta grita se levanta en derredor para sofocar la verdad, es propio de un hombre que para nada sirve, o que duda, por lo menos, de la verdad de lo que profesa. Ambos extremos son indignos e injuriosos a Dios; ambos se oponen a la salvación general y particular; y sólo aprovechan a los enemigos de la fe, porque la cobardía de los buenos aumenta en gran manera la osadia de los malos. Y es tanto más reprobable la inacción de los cristianos, siendo tan fácil cosa desvanecer las calumnias y reducir a polvo las perversas doctrinas que se predican; en todo caso con un poco de trabajo puede lograrse tan santo fin (Leo XIII, Encycl. Sapientiae christianae, 10 Ian. 1890).

Capítulo IV.
De la Fe y la Razón.

18. El perpetuo acuerdo de la Iglesia Católica ha sostenido y sostiene que hay dos clases de cognición, distintas no solo en su principio, sino también por su objeto: en su principio porque en una conocemos por la razón natural, y en otra por la fe divina; por su objeto, porque además de aquello que a la razón natural es dado alcanzar, se proponen a nuestra creencia misterios escondidos en Dios que, si no es por revelación divina, no pueden conocerse (Conc. Vatic. Const. Dei Filius).
19. La razón, ilustrada por la fe, cuando hace sus investigaciones con diligencia, piedad y moderación, logra, por favor divino, una inteligencia, por cierto preciosísima, de los misterios, ya sea por la analogía con aquellas verdades que naturalmente conoce, ya sea por la relación que tienen los misterios entre sí y con el último fin del hombre, pero nunca llega a ser capaz de percibirlos del mismo modo que las verdades que forman el objeto suyo propio. Porque los divinos misterios, por su propia naturaleza, son a tal grado superiores a la inteligencia creada, que aun después de hecha la revelación y recibida la fe, permanecen cubiertos con el velo de la misma fe y envueltos en una especie de niebla mientras dura nuestra mortal peregrinación (Conc. Vatic. Const. Dei Filius).
20. Por tanto, siendo evidente que tenemos que aceptar muchas verdades del orden sobrenatural, que superan con mucho la sutileza del mejor talento, la razón humana, conocedora de su propia flaqueza, no se atreva a lo que no puede, ni a negar, o medir por su propio tamaño, o interpretar a su antojo aquellas verdades; sino antes bien, acéptelas con fe plena y humilde, y venérelas profundamente, para que le sea dado, como a sierva y esclava, prestar sus servicios a las doctrinas celestes y alcanzarlas en cierta manera por beneficio del Señor (Leo XIII, Encycl. Aeterni Patris, 4 aug. 1879)
21. Con justicia, pues, el Concilio Vaticano recuerda los immensos beneficios que confiere la fe a la razón, diciendo: La Fe libra y defiende de errores a la razón, y la instruye con muchísimos conocimientos. Asi es que el hombre, si tiene juicio, no debe acusar a la fe de ser enemiga de la razón y de las verdades naturales, sino antes bien, tributar a Dios gracias rendidas, porque en medio de tantas causas de ignorancia, y entre las fluctuaciones de tantos errores, ha resplandecido la fe santísima, que a guisa de estrella polar, le señala sin temor de que yerre, el rumbo que ha de conducirlo al puerto de salvamento. En prueba de ello, aun los más sabios entre los antiguos filósofos, que carecieron del beneficio de la fe, erraron miserablemente en mil y mil cosas (Leo XIII, Encycl. Aeterni Patris, 4 aug. 1879).
22. Por lo expuesto, aun cuando la fe sea superior a la razón, nunca puede haber disentimiento real entre la fe y la razón: puesto que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe, es quien ha encendido en la mente del hombre la luz de la razón, y Dios jamás puede negarse a si mismo, ni poner en contradicción la verdad con la verdad. Una vana apariencia de contradicción proviene principalmente o de que los dogmas de fe no se entienden ni exponen conforme a la mente de la Iglesia, o de que se toman por axiomas racionales las que son puras fábulas o suposiciones (Conc. Vatic. Const. Dei Filius).
23. De aquí es que, si en nuestro siglo, vemos que no pocos tienen en menos o totalmente desechan las verdades reveladas porque juzgan que no pueden avenirse con los principios de las ciencias humanas o con los descubrimientos modernos, se verá por poco que se examine, que la causa de esta lamentable aberración consiste en que en nuestros días, cuanto mayor es el entusiasmo por las ciencias naturales, tanto mayor es la decadencia que se nota en el estudio profundo y severo de las ciencias morales. Algunas se han olvidado por completo; otras se saludan apenas con inconcebible ligereza, y lo que es verdaderamente indigno, ofuscado el brillo de su primitiva dignidad, se corrompen con depravadas sentencias y monstruosas opiniones (Leo XIII, Orat. Pergratus Nobis, 7 Martii 1880). Por lo cual, dice el Concilio Vaticano, no solo se prohibe a los fieles defender como legítimas conclusiones científicas las opiniones contrarias a ta fe, sobre todo si ya las ha condenato la Iglesia, sino que se les manda expresámente el considerarlas como errores, que de verdad sólo tienen una falaz apariencia.
24. Como no sólo no pueden nunca disentir entre sí la fe y la razón sino que antes bien mutuamente se prestan auxilio (Conc. Vatic. Const. Dei Filius); por tanto, muy lejos de que el divino magisterio de la Iglesia ponga coto al afán de aprender, o al adelanto de las ciencias, ó retarde en modo alguno el progreso de la civilización, por el contrario les suministra mayores luces y les sirve de segura salvaguardia. Antes bien, a la Iglesia se debe el inmenso beneficio de haber conservado los más insignes monumentos de la antigua sabiduría; de haber ensanchado los horizontes de las ciencias y de haber dado rienda suelta al vuelo de los ingenios, fomentando con ahinco esas mismas artes de que más se envanece la civilización de nuestro siglo (Leo XIII, Encycl. Libertas, 20 Iun. 1888).
25. Una sola cosa nos veda la Iglesia, y contra ella está en continua guardia, a saber, el que las artes y ciencias humanas, poniéndose en pugna con la divina doctrina, se manchen con errores, o que, saliéndose de su órbita, arrebaten y trastornen lo que pertenece a la fe. La doctrina de fe que Dios ha revelado, no se propone a los hombres para que, a guisa de sistema filosófico, la vaya perfeccionando su ingenio; sino que ha sido entregada como divino depósito a la Esposa de Jesucristo, para que la guarde con fidelidad y la explique con criterio infalible (Conc. Vatic. Const. Dei Filius). No puede, pues, suceder que a los dogmas propuestos por la Iglesia, se haya de atribuir alguna vez, según el progreso de la ciencia, un sentido diverso de aquél que la misma Iglesia ha entendido y entiende ((Conc. Vatic. Const. Dei Filius).
26. Aunque en la doctrina de Cristo y de los Apóstoles, la verdad de a fe haya sido suficientemente explicada, no obstante, porque hombres malvados pervienten la doctrina
apostólica y las demás enseñanzas y escrituras para su propia perdición, por lo mismo es necesaria a veces la explicación de la fe (S. Th. 2. 2. q. I. a. 10) o la definición explícita de algún dogma ya contenido en el depósito de la fe. De aquí es que puede admitirse el progreso en el conocimiento de la revelación; pero en el objeto mismo no puede haber aumento ni mutación siendo la doctrina de Cristo perfecta e indefectible. Por lo cual dice el Concilio Vaticano: «Crezca mucho, por tanto, y adelante en alto grado la inteligencia, la ciencia, la sabiduría tanto del individuo como de la sociedad, tanto de cada uno, como de toda la Iglesia a medida que pasan los siglos y las edades: pero sólo en su género, es decir en el mismo dogma, en el mismo sentido, en la misma sentencia (Conc. Vatic. Const. Dei Filius)». Todos los que de palabra o por escrito defienden los derechos de la divina sabiduría, en las escuelas o fuera de ellas, pero bajo la tutela de la Iglesia y con sujeción a los legítimos Pastores, recuerden aquél dicho de San Buenaventura (Sent. lib. 4, d. 10. p. 2. a. 2. q. I.): Disputamos, no para creer mejor, sino para conservar integra la fe, pues al conocerla podremos precaver los errores, y de esta suerte perseverar en la unidad.

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