Un venerable Obispo fulminaba a menudo con circulares ardientes, a sus fieles demasiado aficionados al baile. Pero ellos en lugar de escuchar al sabio pastor, se enfurecían contra su celo que juzgaban indiscreto y exagerado. ¿Por qué, decían, intervenir con tal rigidez y escrúpulo contra una diversión tan inocente, cual es la de dar saltos?
El Obispo entonces, cansado, envió una circular a toda la diócesis con la que invitaba a hombres y mujeres, jóvenes y señoritas, a un baile que él deseaba organizar en su misma casa.
A tal anuncio se maravillaron todos y muchísimos, atraídos por la novedad aceptaron la invitación.
A la hora establecida los invitados encontraron en la puerta del Obispado a los encargados de la Mitra que los introducían en las salas preparadas. Los hombres y los jóvenes en un lugar, las mujeres y las jóvenes en otro. En ambos lugares estaba todo organizado para la circunstancia, y ya los músicos estaban esperando.
Cuando todo estuvo en orden, Monseñor salió de su estancia, entró en la sala donde estaban reunidos los hombres y dijo:
—Todo está dispuesto. Tocad y bailad.— Pero, preguntaron ellos, ¿dónde están las bailarinas?
— ¡Las bailarinas! Pero, ¿qué necesidad hay de bailarinas? Bailad vosotros, dad dos saltos, dad cien, mil, hasta un millón.
— ¡Oh, no! respondieron éstos—, es quitarle al baile lo que tiene de más atrayente.
Al entrar después en la sala de las mujeres las encontró que protestaban porque querían a los bailarines.
El Obispo naturalmente no cedió y entonces hombres y mujeres, sin osar hablar, salieron del obispado aleccionados con el mejor ejemplo práctico sobre el baile promiscuo.
*
Ahora amiga lectora, no pienses que quiero hacerte el acostumbrado y fastidioso sermón contra el baile. No, pero atiende.
Un día Santa Teresa de Jesús caminaba —ya muy cansada— hacia su celda, a la hora del recreo.
Una hermana viendo que se alejaba le dijo:— Madre, ¿no viene a recrearse con nosotras?
Y la santa sonriente:
—Sí, voy.
Tomada una pandereta, la venerable Madre se unió a sus hijas, cantando y bailando.
¡Oh hermsura que excedéis a todas las hermosuras! Sin herir, dolor hacéis; y sin dolor deshacéis el amor de las criaturas...
De San Juan de la Cruz se cuentan hechos más curiosos todavía. El, el santo de las penitencias más austeras, el doctor de la mística, fue sorprendido más de una vez danzando como un ebrio de alegría, en su éxtasis de amor.
Así son los santos. Y no debe considerarse una exageración la suya. En efecto, también entre los hebreos y los cristianos la danza asumió más de una vez un carácter religioso.
La Sagrada Escritura refiere que, después del paso del mar Rojo, mientras Moisés dirigía un canto de agradecimiento a Dios, María, su hermana, invitaba a las mujeres israelitas a bailar y a repetir aquel canto, con acompañamiento de címbalos.
En la historia de México, como en la de tantas otras naciones, se hace mención de bailes religiosos con los cuales se concluían las principales ceremonias litúrgicas.
En fin, si quieres gustar la apoteosis de la danza lee algunos cantos del "Paraíso de Dante" y admira cómo admirablemente él lo ha introducido también en el cielo.
Todo esto te dice que la danza bien entendida, no sólo es lícita, sino que puede ser una exigencia de la naturaleza.
La palabra, la poesía, el canto mismo son a veces insuficientes para expresar los sentimientos del alma en todos sus detalles; el cuerpo entero debe estar presente en la total y completa manifestación del estado de ánimo. Lo ves en los niños que, en la feliz edad de la inocencia, no saben estar quietos: cantan, bailan, gesticulan, brincan.
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Has pues entendido. Hay un baile lícito y un baile ilícito. Y me explico. Puedes saltar, cantar, bailar como hacen los niños y algunas veces también los santos, para manifestar la alegría que te invade el corazón, lleno de dulzura espiritual.
Puedes bailar para divertirte con las jóvenes como tú, porque el baile entre personas del mismo sexo es lícito.
Pero, si aprecias tu dignidad y tu virtud, nunca debes participar como tampoco asistir a bailes promiscuos.
Y he aquí el por qué.Los bailes promiscuos pueden ser honestos, sospechosos e ilícitos.
Sobre los sospechosos y sobre los ilícitos no se discute. Los sospechosos implican actitudes y gestos que suscitan pensamientos y sensaciones voluptuosas, por esto deben evitarse como todas las ocasiones próximas de pecado.
Los ilícitos son abiertamente contrarios a las buenas costumbres. Benedicto XV los reprobó enérgicamente diciendo: "que no se podría imaginar otra cosa más a propósito para destruir todo resto de pudor".
La cuestión se reduce a los bailes promiscuos, de por sí no ilícitos. Son aquellos bailes honestos, simple expresión rítmica de alegría que excluye toda forma menos decorosa en el género de la danza, en los trajes, en los gestos y en la música.
Pero es necesario que te convenzas de que, también estos bailes se incluyen entre las diversiones peligrosas para tu pureza y para la ajena.
Escucha lo que afirma al respecto un experto director de almas, el P. A. Gaudier, O.P.: "La experiencia prueba —él dice— que de los bailes promiscuos las almas retornan a menudo lesionadas en su candor, tal vez marchitas para siempre".
Afortunada de ti, si después de escuchar la voz de tu corazón noble y delicado, llegas espontáneamente a la conclusión: "No bailaré nunca".
Propósito generoso, antes bien obligatorio.Así pondrás en guardia tu pureza y la ajena.
Darás prueba de amor:
—A tu familia, mostrándote digna de las alegrías domésticas.
—A la patria, sirviéndola con seriedad y austeridad de vida.
—A la Iglesia, obedeciéndola y haciéndote apóstol de sus directivas.
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