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miércoles, 15 de febrero de 2012

El segundo elemento del crecimiento en gracia de la Madre de Dios: el "opus operatum".

I. Tendrían idea muy incompleta del crecimiento espiritual de María quienes sólo considerasen los progresos en gracia que alcanzó por sus méritos propiamente dichos. Como ya dijimos al principio de este estudio, la divina munificencia tiene otra forma de perfeccionar en nosotros su gracia, prescindiendo de nuestros méritos, aunque para los adultos se mida por el grado de sus disposiciones. De esta manera nos santifica Dios por medio de los Sacramentos de la Nueva Ley. Y esta fue también para la Santísima Virgen nueva y eficacísima causa de progreso en la santidad.
En efecto: establecida la Nueva Alianza, María participó, como todos los hijos de la Iglesia, de los Sacramentos instituidos por su divino Hijo; por lo menos, de aquellos que no suponen, ni en cuanto a su substancia, ni en cuanto a las circunstancias de su institución, nada que sea incompatible con el estado de la Madre de Dios.
Empecemos eliminando aquellos sacramentos que, por una causa o por la otra, no pudieron ser recibidos por María. El primero es el de la penitencia. ¿Qué falta podía acusar sobre el confesor, y sobre qué materia iba a recaer la absolución?
Con mucha razón, el P. Teófilo Raynaud (Diptycha Mariana, II, p., p. 4, n. 16, sqq.) llama vanos y fútiles los esfuerzos de algunos escritores de la Edad Media, para no privar a María del beneficio de este Sacramento. En efecto, no basta tener odio profundo del pecado ni practicar con espíritu de expiación las penitencias o mortificaciones más rigurosas; todo esto no es suficiente para que uno sea subdito de un tribunal delante del cual el pecador y sólo el pecador debe comparecer, y esto para acusarse a sí mismo y ser juzgado. Y aun con mayor razón se burla donosamente el citado teólogo de la controversia sostenida.
La misma imposibilidad hubo de que la Santísima Virgen participase del Sacramento del Orden, porque, según la institución divina, el ministerio eclesiástico es función exclusiva del varón.

En cuanto al Sacramento que consagra la unión nupcial de los cristianos, nada encierra inconciliable con la condición de la Madre de Dios. Pero cuando la Santísima Virgen y su virginal esposo San José contrajeron matrimonio, no existían los Sacramentos de Jesucristo sino en esperanza, y cuando fueron instituídos ya había muerto San José.
Ardua cuestión es saber si la Santísima Virgen recibió otros tres Sacramentos de la Nueva Alianza: la Extremaunción, el Bautismo y la Confirmación. Ahora bien; empezando por el primero, esto es, por aquel cuya recepción es más dudosa, graves teólogos lo afirman, y otros no menos graves lo niegan.
Puede leerse acerca de esta cuestión el P. Teófilo Raynaud, op. cit., 1. cit.. n. 12. Suárez, después de exponer ambas opiniones con los argumentos en que se fundan, emite este juicio: "Si, ut homo sit capa hujus sacramenti, necesarium non est quod aetualiter peccaverit, beata Virgo fuit capax illius. Si autem fuit eapax illius, verisimilius est illud suscepise, tum propter fructus ejus. tum propter fidei et fidelium aedificationem et humilitatis exemplum." (De Myster. vitae Christi, D. 18. S. 3).
Los que niegan se apoyan en dos razones, la primera de las cuales, por lo menos, parece convincente. Es verdad que la Extremaunción no se debe contar entre los Sacramentos de muertos: conforme a la ley y en las circunstancias ordinarias, se administra después de la Penitencia y, por consiguiente, cuando ya el estado de gracia se ha restablecido en el alma. Pero si no supone el pecado, supone las reliquias del pecado, es decir, la debilidad espiritual nacida del pecado que Dios quiere quitar a sus hijos al acercarse los combates postreros y la prueba suprema. Y a esto se destina principalmente el Sacramento de la Extremaunción, aunque pueda, en determinadas circunstancias, devolver la vida de la gracia remitiendo los pecados. Ahora bien; en María, ni pecados, ni reliquias de pecado. Por tanto, por lo menos bajo este aspecto, el Sacramento de la Extremaunción no fué instituido para Ella.
Se objeta, sin embargo, que el Concilio Tridentino parece que asigna a la Extremaunción otros efectos independientes del pecado y de sus reliquias: consolar el alma del enfermo y fortificarla contra las últimas acometidas del enemigo. (Conc. Trid., sess. 14, de Extrem. Unct., c. 2).
A esta razón se añade otra que algunos estiman muy verosímil. La Extremaunción presupone en quien la recibe una enfermedad grave. Siquis infirmatur, leemos en Santiago (Jac., V, 14). Ahora bien; dicen, la Virgen Santísima murió no por la fuerza de la enfermedad, sino por la fuerza del amor. Mas a esto responden otros que el amor, para ejecutar su obra, tuvo que relajar las ligaduras que unían el alma con el cuerpo, y que esta relajación y la debilitación progresiva del organismo, cuando llegan hasta la muerte, son también enfermedad.
Por lo que hace al Bautismo, el acuerdo es más general. Primero, la ley que le impone es universal: "Si alguno no renaciere del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de los cielos" (Joan., III, 5). Cierto que podría decirse que, como María fué santificada en su concepción, no podía renacer con el bautismo del agua. Pero podía, por lo menos, hallar en este Sacramento un acrecentamiento de su gracia original de renacimiento, y esto bastaría para que el Sacramento no le fuese inútil. ¿No vemos cómo la Iglesia bautiza a los adultos, estén o no justificados, cuando se acercan a la fuente de la regeneración? En todo caso, aunque la ley no fuese estrictamente obligatoria para María, bien pudo Ella cumplirla por un acto de libre obediencia.
Además, el Bautismo tiene otro fin: incorporarnos oficialmente al cuerpo de la Iglesia y conferirnos, con el carácter de cristianos, el poder y el derecho de recibir los Sacramentos de la Nueva Alianza, dos privilegios que no eran incompatibles ni con la dignidad ni con la santidad de María.
"Por último —dice el Doctor Angélico—, este Sacramento imprime corporalmente en los bautizados el signo de la Pasión de Cristo" ("Sanctificatus in útero debet baptizan propter tres rationes: primo, propter adquirendum caracterem quo anmimeratur populo Dei et quasi deputatur ad percipienda divina sacramenta: secundo, ut por baptismi perceptionem passioni Christi etiam corporaliter conformetur; tertio, propter bonum obedientiae, quia praeceptum baptismi ómnibus datum est et ab ómnibus debet impleri, nisi articulus necessitatis baptiamum excludat." (S. Thom., in IV. D. 6, q. a 1, sol. 3.)). Quizá podrían suscitarse contra el valor de estas pruebas varias objecciones. María, por su misma maternidad, ¿no pertenece ya a la Iglesia y no es el miembro más eminente en el cuerpo de Cristo? ¿No bastan su condición de Madre y la parte singularísima, única, que tuvo en la oblación de la Víctima santa y divina? ¿No bastan, decimos, para formar en Ella la figura de Cristo paciente de manera perfectísima y para conferirle el derecho de participar de las fuentes que brotaron de la Pasión? Cierto, respondemos; estas razones demuestran que la necesidad del Bautismo no fué la misma para María que para los demás hombres; pero ¿prueban que la Santísima Virgen no pudo recibir el Bautismo y los efectos propios del Bautismo? Los teólogos más insignes se resisten a admitirlo, porque el ejemplo mismo de Jesucristo demuestra que un mismo privilegio se puede tener por varios títulos.
San Thom., 3 p., q. 19, a. 3. Sin embargo, aún podría presentarse otra dificultad, el descendimiento del Espíritu Santo pudo suplir eminentemente el Bautismo de agua, según aquellas palabras del Señor: "Juan ha bautizado con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo de aquí a pocos días." (Actos, I, 5.) Esta dificultad, sin ser insoluble, es causa de nueva incertidumbre acerca del Bautismo de Maria.
Más seria es aún la controversia respecto de la Confirmación. Según parecer de Suárez, no es creíble que la Santísima Virgen recibiese el Sacramento de la Confirmación en la forma usada en la Iglesia de Dios para los demás fieles. Lo cual no significa que no recibiera la plenitud de las gracias que derrama el Espíritu Santo mediante el Sacramento de la Confirmación. La venida sensible y visible del Espíritu Santo en el Cenáculo, el día de Pentecostés, suplió de manera sobreabundante la eficacia del rito sacramental ordinario para la Madre del Salvador y para los discípulos reunidos en torno de ella (Suárez, de Myster. vitae Christi, D. 18. S. 3). Pero otros teólogos no han juzgado convincente esta prueba (Theofilo Raynaud, Diptych. Mariam., P. II, p. 4, n. 10). ¿Por qué —preguntan—, habiendo sido María bautizada, no había de ser confirmada? El segundo Sacramento es complemento y corona del primero.
Para resolver esta cuestión, el camino más seguro sería averiguar si los Apóstoles y, en general, los discípulos encerrados en el Cenáculo fueron confirmados con la imposición de manos, bien antes, bien después de Pentecostés. Lo que se demuestre respecto de los Apóstoles y de los discípulos, eso habría de admitirse también respecto de la Santísima Virgen. Pero ni en la Sagrada Escritura, ni en la antigua tradición de la Iglesia, se halla cosa alguna sobre este particular.
Hemos de añadir que no puede aplicarse a la Confirmación lo que se diga del Bautismo. La administración de éste precedió, no solamente a la venida solemne del Espíritu Santo el día de Pentecostés, sino también a la misma Pasión de Jesucristo, en tanto que la de la Confirmación debió de ser después. De donde parece deducirse que la efusión del Espíritu Santo el día de Pentecostés podía suplir un sacramento que aún no había sido recibido, sin hacer inútil un bautismo administrado hacía mucho tiempo.
Dejemos, pues, la cuestión sin resolver, y hablemos del más augusto y santo de todos los Sacramentos: de la Eucaristía.

Respecto de éste, ninguna incertidumbre, ninguna controversia es posible entre los doctores. ¿Cómo admitir que la Santísima Virgen no estuviera entre aquellos primeros discípulos que, teniendo un solo corazón y una sola alma, perseveraban "en la comunión de la fracción del pan y en la oración?" (Act., II, 42; IV, 32). Y ¿quién podrá decir los aumentos de gracia que hallaría en la recepción frecuente del cuerpo y de la sangre de Jesucristo? Si algunas veces se ha visto que una sola Comunión ha transformado un alma, ¿con qué torrentes de gracias y de amor no sería inundado el corazón de María cuantas veces se unía corporalmente a su Amado en el Sacramento del amor? No se olvide que los frutos de este divino Sacramento, aunque no provengan de las disposiciones con que se le recibe, todavía son proporcionados a las mismas. Por consiguiente, sólo podrá medirlos en María aquel que conozca la perfección de su fe, de su humildad, de su pureza, la santa avidez de sus deseos y la inefable grandeza de su amor.
Recordamos haber leído una opinión harto extraordinaria: por privilegio especial, la Santísima Virgen veía con sus propios ojos, al comulgar, el cuerpo de su Hijo tal como está en su estado sacramental. Es cosa de repetir aquí el axioma de San Bernardo: Tantas y tan grandes son las prerrogativas de María que no tiene necesidad de falsas alabanzas. Fuera de que la dicha opinión es de invención reciente y no se apoya en noticias suministradas por !a tradición; fuera de que concede a la Virgen Santísima una vista que no se armoniza con su estado de fe, tiene contra sí una imposibilidad radical. El cuerpo de Nuestro Señor está presente en la Eucaristía a la manera de la substancia, per modum substantiae, dice Santo Tomás, de quien tomamos el principio en que se basa esta refutación. (3 p., q. 76, a. 7.) Es decir, que no tiene relación alguna inmediata con las especies sacramentales y los cuerpos que lo rodean, ni por su cantidad, ni por sus dimensiones, ni por su extensión; en una palabra, por sus accidentes, sino solamente por medio de su substancia. De donde resultan dos imposibilidades de que el cuerpo de Jesucristo en la Eucaristía, sea visto con los ojos corporales. En efecto, un cuerpo, para ser visto, debe obrar de cierta manera sobre el medio luminoso que determinará la impresión visual en el ojo del espectador. Ahora bien, el cuerpo de Nuestro Señor, estando en el Sacramento de la manera que hemos dicho, no puede producir semejante efecto. La razón es porque cualquier acción de un cuerpo sobre otro presupone un contacto, y el contacto no pueffe realizarse sino un medio de la extensión. Y no sólo el cuerpo de Nuestro Señor, considerado su modo de ser eucarístico, no puede obrar sobre un ser materia, pero ni puede ser objeto de una facultad sensible, porque las facultades sensibles solamente perciben aquello que sea extenso; sin la extensión, nada podría ser visto, sentido o imaginado. Por consiguiente, como el cuerpo de Nuestro Señor todo entero está en el Sacramento a manera de substancia, y no teniendo, por tanto relación inmediata con los cuerpos que le rodean, por razón de su extensión y de sus dimensiones, necesariamente se escapa a toda percepción de los sentidos. "Corpus Christi est in hoc sacramento per modum substantiae. Substantia autem in quatum hujusmodi, non est visibili oculo corporali, nec subjacet alicui sensui sed nec etiam imaginationi... Et ideo proprie loquendo. Corpus Christi secundum modum essendi quem habet in hoc sacramento, neque sensu neque imaginatione perceptibile est, sed solo intellectu qui dicitur oculus spiritualis." (S. Thom., 1.c). Y esta es también la doctrina de los más ilustres teólogos. Gerson, en un diálogo, hace a su discípulo preguntar si la Virgen veía a su Hijo en la Eucaristía, y el maestro contesta: "Si hablas de visión sensible, ni en la via ni en la patria puede ser visto el cuerpo de Cristo con ojos corporales, según el estado eucarístico, ut hic est." (Gers., tr. 9, super Magníficat. Opp. III, 401.)

II. Mas no creamos que María, por no haber recibido ni el Sacramento del Orden, ni del Matrimonio, ni el de la Confirmación, quedase privada de la gracia especial que confieren. Si Jesucristo santifica con su gracia la unión conyugal de los cristianos porque ésta tiene por fin dar a Dios nuevos servidores y a Cristo nuevos miembros, ¿cómo era posible que no derramase con abundancia incomparablemente mayor las bendiciones de su dulzura sobre aquella unión virginal, cuyo fruto había de ser Él mismo?
Cuando los Apóstoles se prepararon en la oración y en la soledad para la efusión solemnísima del Espíritu Santo que aconteció el día de Pentecotés, vemos a María orando con ellos y por ellos. Cuando el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles, con la plenitud de sus dones celestiales, en el Cenáculo estaba también la Santísima Virgen; y como ningún corazón estaba tan preparado como el suyo, y como nadie en este mundo se elevó tan alto como esta paloma, llevada en alas de su amor al encuentro del Espíritu Santo, y como Ella era ya la Reina de los Apóstoles y la Madre universal de los hombres, dedúcese que ninguna plenitud de los dones de Dios se acercó, ni con mucho, a la plenitud de la Santísima Virgen. Ved, pues, cómo los frutos de la Confirmación fueron conferidos a la Madre de Dios supereminentemente (13).
Artistas cristianos, sobre todo entre los antiguos, expresaron la creencia común de la parte principal que María tuvo en este misterio, representándola en el Cenáculo en medio del Colegio apostólico y sentada en un sitial más elevado. (Cf. H. Grimourd de Saint-Laurent, Guide de l'art chretien, IV, étude 14.) Algunos autores opinaron que las lenguas de fuego nose repartieron sino después de haberse asentado sobre la Madre de Dios reconcentradas como en una hoguera única. Ni la presidencia ni tal división de lenguas son admisibles si se toman en sentido material. Pero ambas cosas son verdaderas si se considera la representación mística que encierran. De cierto, el primer lugar correspondió a la Madre de Dios, porque a su plegaria se debió en primer lugar la venida del Espíritu Santo, y asimismo Ella lo recibió con plenitud no igualada por ninguna otra. También es cosa cierta que el Espíritu Santo descansó sobre Ella antes que se distribuyera como lenguas de fuego sobre los apóstoles y los discípulos, porque Ella recibió la totalidad de las gracias, de las que los Apóstoles y los discípulos no recibieron más que una parte, y esa por medio de María.
También había recibido mucho antes esa otra plenitud que corresponde al Sacramento del Orden. En efecto, por una parte, el Sacramento del Orden confiere la potestad de reproducir místicamente el cuerpo y la sangre del Señor, dándole su ser sacramental; y, por otra parte, como quiera que las cosas santas deben ser para los santos, el orden derrama en el alma del sacerdote un aumento de gracia en cuanto a las funciones que en adelante ha de ejercer. Y esto fué lo que por modo más excelente hizo el Espíritu Santo el día de la Anunciación. También ella recibió un poder sobre el cuerpo de Cristo: el poder de producirlo física y realmente de su propia substancia, por la operación del Espíritu Santo, que vino sobre Ella; poder tanto más superior al de los sacerdotes de la Nueva Alianza, cuanto el sér substancial de Cristo excede al sér sacramental.
Por consiguiente, como todo está íntimamente ligado en los consejos divinos, a esta función tan excelente, debía corresponder también una efusión de la divina largueza, superior, sin duda, a aquella otra de la cual es instrumento y medio el Sacramento del Orden. No es el opus operatum propiamente dicho, ya que no hubo símbolo exterior que significase y produjese la gracia; pero hubo algo análogo, porque, aunque intervino el mérito, el aumento de gracia producida no se proporcionó ni única ni principalmente a él. No ha habido teólogo ni Santo Padre que no admitiese este aumento extraordinario de gracia en María, cuando el Verbo divino fué concebido en sus entrañas castísimas. Ya dimos una de las razones de esta unanimidad; pero hay otras que no son menos evidentes. Si la presencia corporal de Jesucristo, obrando, por decirlo así, a través del seno de su Madre, bastó para santificar al Precursor, ¡con cuánta mayor eficacia debió santificarla a Ella misma con su primer contacto! ¿Puede concebirse que el fuego ardentísimo de la divinidad penetrase tan íntimamente en la substancia materna sin avivar sobre toda medida el incendio de su santo amor? Lo que Jesucristo obra en las almas de los fieles cuando les da a comer su carne debajo de las especies sacramentales, ¿no la haría de manera mil veces más eficaz cuando el cuerpo virginal de su Madre y su propio cuerpo eran, en un sentido sin comparación más verdadero, un solo cuerpo? Y el cuerpo de Cristo permaneció encerrado nueve meses en el seno de María, perpetuamente consciente del misterio y perpetuamente en acto de una amorosa acción de gracias. ¡Qué comunión y qué frutos!
"Un renuevo saldrá de la raíz de José, y una flor subirá de esta raíz. Y el Espíritu del Señor descansará sobre la flor: el espíritu de sabiduría y de inteligencia, el espíritu de consejo y de fortaleza, el espíritu de ciencia y de piedad; y el espíritu de temor del Señor la llenará totalmente" (Is., XI, 2, 3). ¿Quién es este renuevo, dicen con San Jerónimo, muchos otros santos autores, sino la Virgen Santísima?, y ¿quién es la flor, sino Nuestro Salvador Jesucristo? Y ¿cuándo el Espíritu de Dios descansó sobre la flor con la plenitud de su gracia y de sus dones? En el momento mismo en que la flor se abrió sobre el tallo, es decir, en el instante en que el Verbo de Dios se formó su carne de la carne de María; porque entonces, y sólo entonces, el Espíritu Santo descendió interiormente sobre Jesucristo para santificar su naturaleza humana. Y, ¿podemos imaginar que esta lluvia de gracia inundara la flor sin bañar al mismo tiempo el tallo de donde esta flor brotaba, y del que era inseparable? Cierto que no; el Espíritu Santo descansó indisolublemente sobre la Madre y sobre el Hijo, como medida desigual, sí, pero superior para los dos a cuanto nostros podemos concebir.
Y esto es lo que han sentido los teólogos y los Santos Padres. Para no hablar ahora sino de los primeros, tan grande les pareció la abundancia de gracias derramadas en aquel momento sobre el alma de María, que muchos creyeron que el término de su crecimiento en gracia debía fijarse en el momento de la Anunciación. Otros, sin llegar a este exceso, hicieron comenzar en aquel venturoso instante, ora la extinción total del fuego de la concupiscencia, ora la importancia radical de pecar. Prueba manifiesta de que, a sus ojos, la gracia entonces recibida por María no fué sólo un crecimiento de santidad correspondiente al mérito de sus actos, sino una efusión del Espíritu Santo semejante a la que tuvo lugar en Ella en el instante de su Concepción. Pero esto es decir muy poco, porque entonces tratábase de una preparación lejana; mas ahora se trataba de la preparación actual actualísima, para la maternidad divina.
¿Sería temerario pensar que la Santísima Virgen en las últimas horas de su vida mortal, recibió de su Hijo una suprema plenitud de gracia con la cual quedó consumada en la santidad? Al decir esto suponemos en María incapacidad de recibir el Sacramento ordinario de los moribundos. Parécenos que tal suposición no es ni temeraria ni improbable; no porque la Madre de Dios tuviera que ser fortificada contra las consecuencias del pecado, sino para que fuese preparada con disposición más cercana, en su alma y en su cuerpo, para pasar de la tierra a los esplendores inenarrables de la eternidad.

III. Fuera de la participación de la Santísima Virgen en los Sacramentos de la Iglesia, y de las circunstancias en que, sin recibirlos en su forma definitiva, se enriquecía con gracias iguales o superiores a las que los Sacramentos producen, ¿hubo también otras efusiones santificantes independientes del mérito y del uso de los Sacramentos? Cuestión es ésta que no puede definirse por la Sagrada Escritura ni por los Santos Padres. Suárez, y con él otros teólogos, sin dar por cierta la opinión afirmativa, la juzgan verosímil. Y, ciertamente, sería cosa extraña que Dios no hubiera abierto más copiosamente sus tesoros en algunas ocasiones más señaladas de la vida de su Santísima Madre.
Tal hubo de ser, por ejemplo, aquel instante en que, en el Calvario, en medio de los comunes dolores y la común oblación del Hijo y de la Madre, Aquél la consagró definitivamente por Madre de los hombres. Cuando María, no ya por destinación, sino de hecho, fué constituida Madre del Unigénito, el Padre envió a su Espíritu santificador, el cual, viniendo sobre Ella, la llenó de abundancia increíble de dones celestiales. Y, ¿es posible que en el punto en que su maternidad se consumó, cuando María fué constituida de hecho Madre universal de Cristo en sus miebros, no le fuese enviado el Espíritu Santo para prepararla más completamente a este nuevo estado?
Esta consideración puede ayudarnos a entender mejor lo que el Espíritu Santo obró en María el día de Pentecostés. Los Apóstoles habían sido ya instituidos testigos de Jesucristo, sus representantes, ministros y dispensadores de sus misterios. Con el soplo de su boca divina los había hecho participantes de su Espíritu, a la vez que les confiaba su propia misión (Joan., XX. 21. sqq.); pero la consumación última de su gracia había de ser obra del Espíritu Santo cuando descendiese sobre ellos en el Cenáculo. Es creíble que lo mismo sucediese en la Santísima Virgen. Jesús, pendiente de la Cruz, la proclamó Madre universal de los cristianos, y desde entonces la llenó con su espíritu en orden a este ministerio de gracia y de amor. Pero era necesario confirmarla y consumarla, en cierta forma, en su oficio de Madre, y ésta habrá de ser la obra de Pentecostés. Era ya Madre, como los doce tenían ya todas las prerrogativas y todos los poderes del Apostolado. Lo que en aquel día les fué concebido fué el último complemento de gracia que pedían tan altas funciones. Pues digamos iguálmente que María recibió en aquel momento de la venida del Espíritu Santo la consumación de santidad que convenía a su maternidad espiritual.
A nadie parezca extraño que el Espíritu Santo descendiese en varias vecea sobre los Apóstoles, y sobre la Santísima Virgen para hacerlos cada vez mas aptos para el cumplimiento de su misión. Esto mismo hice con todos los fieles. En efecto, el Espíritu Santo en el Bautismo les da el ser de hijos de Dios: el mismo Espíritu, en la Confirmación, viene a consagrar y perfeccionar el ser sobrenatural ya recibido en el sacramento de la regeneración.
No indagaremos curiosamente si hubo otras circunstancias en que Dios Nuestro Señor renovase en favor de su Madre las efusiones extraordinarias de gracia de que venimos hablando, Secreto es este del Hijo y de la Madre. Sea como fuere una conclusión clara y cierta se colige de todo lo que antecede: la Santísima Virgen fué creciendo siempre y de todas las maneras en gracia, desde el primer momento de su vida hasta el postrero; crecimiento continuo, crecimiento acelerado, si consideramos el número y grandeza de sus méritos; crecimiento quizá más admirable aún, si consideramos lo que Dios hizo, bien por sí solo en los misterios principales de su Madre, bien por medio de los Sacramentos confiados a su Iglesia.
J. B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS...

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