I. ¿Cuál fue, en la Santísima Virgen, la perfección de los méritos? Para entender bien la solución dé esta cuestión, menester es, ante todo, recordar los principios de donde los actos meritorios toman la medida de su perfección. Cuatro son los principales: la libertad del agente, la dignidad sobrenatural que recibe de la gracia, la influencia de la caridad en sus actos y la excelencia de los mismos actos, considerados según su propia especie. Cuanto más se eleva cada uno de estos cuatro principios, tanto más se eleva también, en igualdad de circunstancias, el mérito de las obras. Ahora bien: a poco que se reflexione, veráse claramente que estos cuatro elementos, de los que depende el mayor o menor valor de nuestros actos meritorios, se dieron en la vida sobrenatural de la Santísima Virgen en grado tan eminente que nunca ha sido ni superado ni igualado por ninguna criatura humana ni angélica (Si se trata de los ángeles, hay que hacer una excepción en lo tocante a la libertad, porque tampoco en ellos tuvo la libertad traba alguna, y es por esto, en parte, por lo que la rebelión de Lucifer y de sus cómplices fue tan culpable).
Hemos dicho que la grandeza del mérito corresponde a estos cuatro principios. Así lo tenemos demostrado en otra obra (La Gráce et la Gloire, L. VIII, c. 6. T. II, pp. 62-77); por lo cual, ahora nos contentaremos con hacer algunas observaciones necesarias para la mejor inteligencia de lo que hemos de decir.En primer lugar, es evidentísimo que cuanta más libertad haya en un acto, más meritorio será por esta parte; porque, siendo nuestros actos, nuestros por razón de la libertad con que los hacemos, tanto más son nuestros y tanto más damos a Dios de lo nuestro, cuanto la libertad que los ofrece está más libre de toda traba y es más dueña y señora de su obrar.
Y esto, que es verdad tan cierta respecto de la libertad, lo es aún más respecto de la dignidad sobrenatural de la gente. En efecto; en la gracia santificante, principio y fundamento de la dignidad sobrenatural, es donde ha de buscarse la razón primera del mérito; la gracia santificante es su causa primordial, de tal manera, que sin ella no hay ni puede haber mérito propiamente dicho. De donde claramente se deduce que, si la gracia crece, en la misma proporción crece también el mérito ("Quanto majori gratia actus informatur, tanto magis est meritorius." (S. Thom., in II, D. 29, q. 1, a. 4)). ¿De dónde procedía que todos y cada uno de los actos de nuestro Salvador tuviesen valor infinito ante su Padre celestial? De que la infinita dignidad de la persona que ejecutaba los actos por medio de las facultades humanas era la forma suprema de donde éstos tomaban su valor. Por consiguiente, cuanto una criatura lleve más perfectamente en sí misma la imagen del Hijo de Dios, tanto más le estará incorporada, tanto más participará de la dignidad que eleva hasta lo infinito el valor de sus actos; es decir, cuanto la gracia santificante es en ella más perfecta, tanto los actos de tal criatura vuélvense más dignos de crecida recompensa. Sucede con el honor que tributamos a Dios lo que con todos los otros honores: se mide por la dignidad de la persona que lo tributa.
Dijimos, en tercer lugar, que el mérito de nuestros actos es proporcional a la influencia que en los mismos ejerza la caridad. Por eso, entre todas las obras, la más meritoria es la de la caridad divina ("Praemium respondens mérito ratione caritatis, quantumcumque sit parvum, est majus quolibet praemio respondente actui ratione suí generis." (S. Thom., in IV, d. 49, q. 5, a. 5, ad 5.)); tanto más meritoria, cuanto la operación de esta virtud sea más intensa y más elevada. Por tanto, en la medida que la caridad entre en los actos de las otras virtudes y se los asimile, en esa misma medida serán agradables al corazón de Dios.
Es verdad certísima que nuestra vida presente será tanto más perfecta y, por consiguiente, meritoria, cuanto más se conforme con la vida bienaventurada que esperamos gozar cerca de Dios. Ahora bien: en aquella vida amaremos ante todo a Dios por Él mismo, y todo lo que amemos fuera de Dios lo amaremos en Él y por Él. No todos los actos serán actos explícitos de caridad; todas las demás virtudes, excepto las que son incompatibles con el estado de la gloria, se ejercitarán en sus actos propios. Puesto que tuvieron parte en el trabajo, muy justo es que participen también del honor; mas, como en el Cielo obrarán bajo la amabilísima y universalísima moción de la caridad, la vida del Cielo será verdaderamente la vida del amor.
Así, pues, a la influencia de la caridad corresponde principalmente la mayor o menor cantidad de mérito de nuestras obras. Y es tan cierta esta verdad, que San Francisco de Sales no vacila en decir a su Teótimo: "Puede muy bien suceder que una virtud pequeñita tenga más valor en un alma en que el amor sagrado reina ardientemente, que el mismo martirio en un alma en que el amor sagrado es lánguido, es débil y lento. Y así, las virtudes menores de Nuestra Señora, de San Juan y de otros grandes Santos eran de mayor estima delante de Dios que las más levantadas de muchos Santos inferiores..., como el canto de los ruiseñores aprendices es más armonioso incomparablemente que el de los jilgueros mejor amaestrados" (San Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios. L. XI, c. 5).
Quédanos por considerar el último principio, es decir, la naturaleza especial de los actos meritorios. Aunque no hay mérito alguno allí donde no hay caridad que enderece nuestros actos hacia el fin último, sin embargo, no todo el mérito se concentra en los actos formales de caridad. Mil textos de la Sagrada Escritura y de los Concilios refutarían a quien negase todo valor meritorio a lo actos de las demás virtudes, cuando ya la caridad los ha hecho suyos. Mas estas virtudes, consideradas en sí mismas, no son todas de igual categoría. Todas van en pos de la caridad, pero no todas caminan a igual distancia. Las damas de una reina no ocupan todas el mismo lugar en torno del trono, ni participan igualmente de los honores reales. Esto mismo ha de decirse de las virtudes en este reino espiritual, en el cual la caridad, apoyada de la gracia, es la soberana. Hay, entre las virtudes, una jerarquía de perfección. ¿Quién se atreverá a sostener, con los antiguos herejes que no hay diferencia entre la castidad conyugal y la virginidad; entre el buen uso de las riquezas y la renuncia voluntaria de la mismas; entre el ayuno de unos días y el martirio?
Y esta desigualdad que hay entre las virtudes, la hay también entre sus actos. Dar una limosna pequeña y entregar generosamente los bienes en favor de los pobres son actos de una misma Virtud; pero, ¡cuán diferente es su valor! Así, pues, también por esta parte el mérito crecerá en proporción de la grandeza del acto y de la eminencia de la virtud. Y esta desigualdad que se funda en la naturaleza de las virtudes y de sus operaciones no se desvanece bajo los rayos de la caridad, como tampoco las flores tienen igual belleza porque las bañe la misma luz.
II. Volvamos ahora nuestra consideración hacia la Madre de Díos para admirar el incomparable crecimiento del valor meritorio de todos sus actos, en los cuatro órdenes que acabamos de exponer.
Y, en primer lugar, ¡qué libertad en todas sus operaciones, y como eran verdaderamente suyas! En María no se dio ninguno de los obstáculos que en nosotros paralizan el libre ejercicio de la voluntad: ni ignorancia, ni inconsideración, ni concupiscencia; ni rebeldías interiores, ni seducciones ni sorpresas. Fuera de Jesucristo, la Santísima Virgen sola tuvo el singular privilegio de gozar de la plena y tranquila posesión de sus facultades, colocadas cada una en su lugar y en el debido orden, bajo el imperio de la razón. Lo que en otros es fruto de largos combates y de una gracia extraordinaria, no es sino sombra de lo que la Santísima Virgen recibió en este orden en virtud de su primera santificación. Así que, por lo que hace a la libertad, sus actos, todos sus actos, tuvieron una aptitud para ser meritorios, que en vano buscaríamos en los Santos más privilegiados.
Lo que dejamos dicho acerca de la gracia inicial de María nos dispensa de descender a más particulares acerca del segundo punto. Si tal era en María, en la aurora de su vida espiritual, la plenitud de gracia santificante y, por consiguiente, la dignidad sobrenatural de que el Espíritu Santo la había revestido, ¿quién puede dudar que también por este título todos sus actos tuvieron un valor meritorio superior a todo otro mérito?
Pero no basta considerar la plenitud inicial: aquella plenitud crecía diariamente, a cada hora, en cada instante, y esto en proporción de los méritos adquiridos; por donde el mérito de los actos iba también creciendo en proporción con los nuevos grados de gracia. Había, pues, una ascensión continua: los méritos perfeccionaban la gracia, y la gracia ennoblecía los méritos. Y ¡cuán rápida era esta ascensión! Solamente podrá formarse idea de ella quien pueda contar los méritos de la gloriosísima Virgen y medir el aumento progresivo de la gracia que correspondía a cada uno de los méritos. Imaginemos una fuerza cuya potencia se aviva y se desarrolla según obra; y, por la intensidad cada vez mayor que imprime en sus efectos, juzgad de lo que acontece, en este orden del mérito, en la Madre de Dios.
No sabemos hasta qué punto será del caso añadir otra consideración. Dijimos que en Nuestro Señor, no sólo la gracia que recibió su naturaleza humana, sino tambien, y de manera principal, la dignidad infinita de su persona, daban inestimable valor al menor de sus actos. Estos eran actos del Hijo eterno de Dios. ¿Cómo no habían de tener, por este título, un valor infinito? Hubo un tiempo en que los actos de María no eran simplemente actos de una hija de Dios, de la más noble de sus hijas, como lo fueron siempre desde el principio, sino que eran actos de la Madre de Dios. ¿No bastaría esta dignidad sobrenatural para elevar el valor moral de sus actos y; por consiguiente, su mérito? No decimos que estos actos, sin la gracia, fuesen meritorios de aumento de gracia y de gloria; lo que preguntamos es si la dignidad de Madre de Dios, junta con la cualidad de hija adoptiva de Dios por el beneficio de la gracia, no realzaría el honor que Dios recibía de los homenajes de tal Madre, y, por tanto, si en los actos así ennoblecidos no habría un nuevo título meritorio de un aumento de gracia más notable. Resuelvan otros esta cuestión. A nosotros nos parece que, para la gloria de María, ya es mucho el poder plantearla con alguna probabilidad en favor de la solución afirmativa (No se ha de confundir esta cuestión con otra muy distinta, aunque entre las dos haya algunos puntos de semejanza. Fue opinión de un teólogo muy conocido que la maternidad divina era santificante por sí misma, formaliter; de suerte que ella sola hubiera bastado, sin necesidad de los dones infusos de la gracia, para hacer santa la persona de María y meritorias sus obras. Tal es la tesis que defendió Ripalda en su obra De ente supernaturali (disp. 79) y que muchos autores abrazaron después. Puede verse la lista en el P. Cristóbal Vega. (Theologia Mariana, n. 1602, sqq.) Esta misma opinión fue defendida más recientemente por el P. Virgilio Sedlmayr, como puede verse en el tomo VII (pp. 1.313, sqq.), de la Summa Aurea, de J. J. Bourasse. Menester es, decimos, no confundir una opinión con la otra, porque en la primera se supone que ni hubo ni pudo haber en María mérito que no tuviera la gracia por raíz. En cuanto a la tesis que Ripalda quiere apoyar en la autoridad de los Santos Padres, nos parece que no queda demostrada con los numerosos testimonios que alega. Lo único que prueban es que la maternidad divina fue por sí misma un título para que María recibiese aquel tesoro de dones sobrenaturales de donde procedieron tantos y tan perfectos méritos; en otros términos, la maternidad divina santificó, por decirlo así, virtualmente a María, pues por razón de la divina maternidad la colmó Dios de gracias incomparables. Pudo Dios no tomar madre; pero, supuesto que quiso nacer de una mujer, era de altísima conveniencia que la revistiese con todos los esplendores de la gracia). Como quiera que sea, la maternidad divina queda siempre como causa principal, como causa primera de la progresiva grandeza de los méritos de María, porque en consideración a ella recibió de Dios los inefables tesoros de dones sobrenaturales, principio y razón de los mismos méritos.
III. Llegamos a la tercera causa de aumento del mérito de nuestros actos, esto es, a la excelencia e influjo de la caridad. En María, desde su entrada en el mundo, preséntasenos, no sólo la virtud infusa de la caridad, compañera inseparable de la gracia, y perfección proporcional a la grandeza de la gracia, sino también el acto mismo de la caridad. Sucedió en la Santísima Virgen como en los ángeles de Dios: el primer movimiento de su voluntad fue un impulso de amor hacia la bondad infinita, que se le reveló ya en aquel primer instante en que recibía de Dios la existencia. Ya lo vimos al examinar cómo fue santificada María en su concepción. No le fue infundida la gracia como se les infunde a los niños al ser bautizados. Éstos la reciben de una manera puramente pasiva; ninguna operación propia responde a la donación de Dios. María, iluminada en aquel instante con claridades divinas, se dispuso, por medio de actos simultáneos, para recibir la gracia que la santificaba. Y la hoguera de amor en que entonces se encendió e inflamó su corazón nunca se extinguió ni se amortiguó.
En la antigua ley había un altar en donde ardía un fuego que los sacerdotes habían de alimentar perpetuamente (Lev., VI, 12, 13. "Ignis est iste perpetuus, qui nunquam deficiet in altari"); y cuenta la Sagrada Escritura, en el libro segundo de los Macabeos, que Dios, por un milagro insigne, lo conservó latente durante los años de la cautividad de Babilonia (II Machab., I, 19, sqq.). En este fuego material podemos ver figurado el primer amor de María para con Dios. ¿Por qué este amor había de apagarse, o por qué había de tener intermitencias? ¿No sabemos que María, por su ciencia infusa, podía tener de continuo fijos sus ojos en la bondad infinita, que la cautivó en el instante mismo en que Dios le dió el ser?
Privilegio es éste de los espíritus angélicos que, una vez que se volvieron hacia Dios, su Creador y su Bienhechor, nunca cesan de amarle actualmente. Pues si, conforme dejamos demostrado, hemos de reconocer en María todos los privilegios de gracia que se hayan concedido a alguna otra criatura, no hemos de negarle la permanencia en el amor. Además, recordémoslo con el Beato Alberto Magno, convenía que hubiese en el mundo una persona, al menos, que cumpliese en toda su perfección el precepto de la caridad: Amarás al Señor con toda tu alma, con todo tu corazón, con todas tus fuerzas; y ¿quién será esta persona, sino la Madre de Dios?
Al peso de las razones vienen a sumarse graves autoridades. Ya citamos a San Francisco de Sales; pero séanos permitido transcribir otro pasaje de sus obras directamente relacionado con la cuestión de que vamos tratando. Habla el Santo del "incomparable amor de la Madre de Dios, Nuestra Señora". Después de mostrar cómo "su dormir era todo semejante al éxtasis, en cuanto a la operación del espíritu, aunque en cuanto al cuerpo fuese un dulce y gracioso alivio y descanso", ¡tan llena de Dios estaba en su sueño mismo!, continúa el Santo: "Pero, mirad, os suplico, que no digo ni quiero decir que esta alma tan privilegiada de la Madre de Dios estuviera privada del uso de la razón durante el sueño. Algunos han estimado que Salomón, en aquel hermoso sueño, pero verdadero sueño, en el que pidió y recibió el don de su incomparable sabiduría, tuvo verdadero ejercicio de su libre albedrío... (III Reg., V, 6. sqq.). Pues ¡cuánto más verosímil es que la Madre del verdadero Salomón tuviese el uso de la razón en su sueño, como el mismo Salomón le hace decir (Cant., V, 2), que su corazón velase mientras Ella dormía!" (San Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, L. III, c. 8). La vigilia del corazón es el amor. Por tanto, según el sentir del gran doctor, no había ni descanso ni interrupción en el amor actual de la Madre de Dios, y si tenemos en cuenta otro pasaje, copiado más arriba, del mismo Santo, reconoceremos que los primeros ímpetus de este amor datan del origen mismo de María.
Como el santo Obispo de Ginebra piensa también otro Doctor de la Iglesia, San Alfonso María de Ligorio. Sus palabras son tan explícitas y hermosas, que no podemos menos de trasladarlas aquí:
"Aplicada totalmente a amar a la Bondad divina y a complacerla, María, desde el primer momento la amó con todas sus fuerzas, y así continuó amándola los nueve meses que precedieron a su nacimiento, y uniéndose cada vez más íntimamente a Dios con actos de amor tan fervientes como continuos. Exenta de la culpa original, estaba por esto mismo libre de todas las aficiones terrenas y de todos los movimientos desordenados, de todas las divagaciones del espíritu y de todas las rebeldías de la sensualidad; en una palabra, de todo aquello que hubiera podido retardar su progreso continuo por los caminos del amor. Todos su sentidos estaban de acuerdo con el espíritu para elevarse hacia el Señor. Y así, libre de todo obstáculo y sin detenerse nunca, su alma hermosa subía sin cesar hacia Dios, le amaba de continuo y crecía sin descanso en el amor divino" (San Alfonso de Ligorio, Glorias de María, serm. 2 acerca de la Nativ. de la S. V., p. 2.).
Entre lo teólogos que atribuyen a María el uso perpetuo de la razón, ni uno solo deja de afirmar su perseverancia en el ejercicio de la divina caridad. Por desgracia nuestra, con harta frecuencia no se da en nosotros ese progreso continuo en el amor; pero esto depende de causas extrínsecas al amor. Nuestras infidelidades, nuestros desfallecimientos, nuestra disipación son el obstáculo; cosas todas ellas de que no es lícito hablar cuando se trata de la Virgen benditísima.
Mas no se crea que estas reflexiones bastan para estimar en su justa medida los progresos del mérito por obra de la caridad, cómo quiera que la caridad es una reina que tiene a todas las otras virtudes por siervas, pedía la perfección del orden que éstas no ejecutasen acto ninguno sino bajo la dependencia y por impulso del amor; por consiguiente, si no todas las operaciones en María eran actos de amor, todas eran, por lo menos, ordenadas explícitamente por el amor; todas, decimos, sin excepción, porque María no ejecutaba operación ninguna que no fuese ejercicio de alguna virtud; de otra suerte, habría que decir que en María se dieron acciones o indiferentes o malas. Por amor de Dios oraba, trabajaba, descansaba y padecía; por amor de Dios era paciente, dulce, humilde, pura, obediente; por amor de Dios, en una palabra, ordenaba su vida conforme a la regla de los preceptos y de los consejos divinos.
Graves autores, considerando la grandeza del amor divino que presidía todos los actos de la Santísima Virgen, dijeron que el mérito de amamantar una sola vez a su divino Hijo fue tan grande o mayor que en los mártires el mérito de sufrir la muerte más atroz, porque, dicen: "El valor de las obras se mide por la excelencia de la caridad, que es su raíz" (Cf. Raimund. Jordán., Contempl. de B. V., p. 1, contemplación 17. Otros han emitido el mismo juicio acerca de una vuelta que la Santísima Virgen diese al huso con que hilaba junto a la cunita del Niño Jesús, con la mirada y el corazón fijos en el Niño Dios). Quien tenga alguna idea del amor divino que ardía en el corazón de la Santísima Virgen, no hallará en esta afirmación cosa que pueda parecer increíble.
¿Y no fue este amor difundido en toda la vida de María lo que embriagó y arrebató el corazón de su Amado? Si María habla, dícele el Amado, en el libro del Cantar de los Cantares: "Tus labios son como cinta de escarlata, y tu conversación es más dulce que la leche y que la miel." Si anda: "Oh, hija del Príncipe, qué hermosos son tu pasos, con esos pies tan ricamente calzados!" Si duerme, su sueño tiene para el Amado tal embeleso, que prohibe a las hijas de Jerusalén que la despierten: "Yo os conjuro por las cabras y ciervos del monte que dejéis dormir a mi Amada hasta que ella misma se despierte." Si trabaja, sus manos destilan mirra. Todo lo de la Amada tiene atractivo para el Amado, una gracia sin igual: la mirada, el gesto, hasta las naderías. De aquí estas y otras expresiones semejantes: "Has herido mi corazón con una de tus miradas, con un cabello de tu cuello" (Cant., IV, 3; VII, 1; III, 4; V. 5; IV, 9). Todo esto se explica porque es la amante incomparable, porque toda entera en cada instante en todo y por todo, pertenece al Amado: Ego dilecto meo, et ad me conversio ejus (Ibíd., VII, 10).
IV. Veamos, por último, la perfección que alcanzaba el mérito por la excelencia intrínseca de los actos. Hablamos de los actos virtuosos distintos de los de caridad, aunque ejecutados bajo la dirección y por orden de la caridad. Es sentir unánime de los Santos Padres y de los Doctores que la Santísima Virgen fue, después de Jesucristo, su Hijo, el modelo más acabado de todas las virtudes. Esa fue la causa por que plugo a Dios que pasara por todos los estados de la vida, por todas las pruebas, para que los cristianos, sea cual fuese su condición, hallen en ella un ejemplar perfecto que imitar. No seguiremos a María en toda la serie de sus actos. Su vida fue esencialmente vida oculta: ¿cómo podríamos levantar el velo con que la providencia de Dios quiso encubrirla? Pero, aunque la vida de la Santísima Virgen se oculte casi por entero a las miradas de los mortales, todavía no faltan señales por las que podamos rastrear lo que fue a los ojos de Dios y de los ángeles. Para juzgar del esplendor del sol basta que de vez en vez se abra paso por entre las nubes y que se nos muestre en todo su esplendor. En parecida forma podemos estimar la inefable y constante grandeza de las virtudes de María, contemplando algunos rasgos que los Evangelistas consignaron en sus páginas inspiradas.
Cuando se trata de almas imperfectas, no se ha de juzgar de lo que son por lo que a ciertos tiempos y a ciertas horas hacen, y menos aún por lo que dicen. La razón es porque las disposiciones interiores que manifiestan, ya en sus obras, ya en sus palabras, son pasajeras. Estas almas no se entregan de continuo a los impulsos divinos, y estos mismos impulsos divinos son intermitentes. Muy otra es la condición de las almas perfectas: éstas tienen siempre los mismos sentimientos y las mismas disposiciones. Por consiguiente, aun cuando la excelencia de sus virtudes no se manifieste al exterior, todavía podemos, con fundamento, apreciar su valor por lo que en determinadas circunstancias nos hayan revelado. Principio es éste que a ninguna alma puede aplicarse con tanta razón como a la Santísima Virgen. A la luz, pues, de él, consideremos cuán grandes y sublimes fueron todas las virtudes en nuestra divina Madre, y, por tanto, qué grados de méritos fueron fruto de sus actos.
Hablemos primero de la fe. "Bienaventurada eres tú, que creíste", dijo Isabel a María. En verdad, nunca hubo fe tan viva, tan pronta, empleemos el vocablo propio: tan heroica y, por consiguiente, tan meritoria como la que prestó la Santísima Virgen a la palabra de Dios, manifestada por el Arcángel San Gabriel el día de la Anunciación. El mismo Ángel había anunciado a Zacarías el nacimiento milagroso de Juan Bautista, y con ser Zacarías tan justo como era, al principio dudó (Luc., I, 18-20). Sara (Gen., XVIII, 10, sq.), la Sunamitiis, en el libro IV de los Reyes (IV Reg., IV, 16), empezaron también dudando, como el padre del Precursor: ¿cómo es posible que la esterilidad se convierta en fecundidad? Pero María, a quien se le anuncia una maravilla mil veces más increíble: que será madre y permanecerá virgen, no tiene ni un movimiento de incertidumbre, ni un asomo de vacilación.
San Pablo exalta y encarece la fe de Abraham, "porque creyó, esperando contra toda esperanza, que sería padre de muchas naciones, aunque su cuerpo ya estuviese como muerto y la virtud de concebir estuviese apagada en el cuerpo de Sara" (Rom., IV, 18, 19). No hay duda que fue grande la fe de Abraham, según lo mostró Dios mismo con el premio que le dió; pero, ¿qué era la fe de Abraham, comparada con la de María? Abraham, en la larga carrera de su vida, había podido ver matrimonios tenidos por estériles y que, al fin, fueron fecundos, y esto podía ayudar a su fe; pero ¿quién había oído decir nunca que una virgen hubiese concebido y dado a luz? María tenía que creer no sólo en una maternidad virginal, sino también que Ella, siendo Virgen, sería Madre de Dios; más aún: que todo esto dependía de su consentimiento; que Dios quería que dependiese de Ella la existencia del Salvador y la salud del mundo. Cierto que el Arcángel alegó el prodigio obrado en Santa Isabel para demostrar que no era imposible a Dios la ejecución del otro prodigio que anunciaba a María; pero aquel prodigio mismo era desconocido para María, que ni aun había oído hablar de él.
Nosotros creemos estos misterios; pero ¡cuántos milagros han sobrevenido para estimular y confirmar nuestra fe! ¡Y cuántos hombres, a pesar de tantos milagros, siguen aún rechazándolos y negándolos como imposibles!
No se ha de omitir una circuntancia que hace aún más admirable la fe de María: el profundo sentimiento que tenía de su bajeza. ¿Era posible que una pobrecita criatura como Ella fuese saludada llena de gracia, bendita entre todas las mujeres, y fuese escogida para la ejecución de un designio tan grandioso? Y, esto no obstante, su fe no tiene ni un momento de indecisión; no tiene más que una respuesta: "He aquí la sierva del Señor." Tan admirable fue esta fe de María que, a juicio de los Santos Padres, le mereció el honor de engendrar al Hijo de Dios.
Cuando el Ángel le hubo anunciado el misterio, la Virgen "llena de fe —dice San Agustín—, y concibiendo al Cristo espiritualmente, antes de recibirlo en sus entrañas, "He aquí —dijo— la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra..Creyó Ella, y lo que creyó en Ella se hizo" (San August., serm. 215, n. 4. P. L., XXXVIII, 1074). "Por la fe —añade el mismo Doctor— concibió María la carne de Cristo" (Idem, c. Faust:, L. XXIX, n. 4).
Idénticas ideas leemos en un sermón atribuido a San Ildefonso, aunque, más probablemente, pertenece a otro antiguo escritor: "La Virgen pregunta a Gabriel: ¿Cómo puede ser esto, pues yo no conozco varón? Y el Ángel le responde con benevolencia: El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra. Oh, Virgen, no temas por el alumbramiento que yo te anuncio. Cree, y habrás concebido; ama, y habrás dado a luz... Y María, recibiendo las palabras del Ángel y ya fecundada con la semilla de la fe, concibió a Cristo en su espíritu antes de concebirlo en su carne" (San Ildef., serm. de Assumpt., 70. P. L., XCVI, 268, sq.).
He aquí también cómo habla de este misterio la Liturgia mozárabe en la Misa de la Madre de Dios: "La Virgen real, fijos sus ojos y su corazón en su propia bajeza, y saludada por el mensajero celestial..., engendró por la fe en su alma, antes de concebirlo en su cuerpo, al Dios, a quien Ella adoró recién nacido como a su Creador" (Liturg. Mozar., Missa B. M. V. P. L., XCV, 1035).
Sería superfluo prolongar las citas. Vese ya claramente cómo Santa Isabel pudo exclamar, dirigiéndose a María: "Bienaventuda eres por haber creído que se realizaría en ti todo lo que te fue dicho por el Señor" (Luc., I, 45. Estas consideraciones, acerca de la fecundidad de la fe en María nos traen a la memoria una expresión que a primera vista parece extraña, si bien se encuentra frecuentemente en los escritores eclesiásticos, tanto griegos como latinos. Dicen que María concibió a Dios humanado auditu, aure. Emmanuel "ita ex útero egressus est, sicuti per aurem est ingressus", dice San Proclo, orat. 1, c. Nest., n. 10. (P. G. LXV, 692) "Intrabit per aurem Virginis Verbum incarnandum et exivit per clausam potam corporis incarnatum" , (Guerric. abb., serm. 1, in Annunc., n. 2. P. L. CLXXXV, 121) "Virgo Christi María... quae utique facta est gloriosa, dum aure concipis Verbum". (Brev. Goth., in festo Annunc. ad Matut. P. L. LVIII, 1294) "La fe viene de la audición, fides est auditu" (Rom. X, 17) Esta formula viene a decir, pues, que María concibió a Jesucristo por su fe). Y en vano se buscaría vacilación alguna de su fe en la pregunta que hace al Ángel: "¿Cómo sera esto, pues no conozco varón?" "No —dice San Bernardo—, no duda del hecho; lo que desea saber es el modo y el orden. No pregunta si el misterio se obrará, sino de qué manera. Como si dijera: Mi Señor no ignora el voto que tiene hecho su sierva de no conocer varón, pues mi conciencia está al descubierto delante de su mirada. Dígame, pues, el orden y la ley con que ha de oblarse la maravilla que se me anuncia" (San Bernard., hom. 4 super Missus est., n. 3. P. L., CLXXXIII, 180).
Con esta pregunta —advierten los Santos y muchos autores piadosos— reveló la Santísima Virgen en qué grado tan sublime poseía no sólo la virtud de la fe, sino también la de la pureza virginal. He aquí cómo Bossuet interpreta el sentir común: "Responde, pues, al Ángel: ¿Cómo se hará esto, pues no conozco varón, es decir, he resuelto no conocerlo jamás? Esta resolución revela en María un gusto exquisito de la castidad, y en grado tan eminente, que puede resistir a todas las promesas de los hombres, y aun a las del mismo Dios. ¿Qué podía Dios prometer de más valor que su Hijo, no como quiera, sino como Él mismo lo poseía, es decir, como tal hijo? Pues María está dispuesta a rechazarlo, si para adquirirlo ha de perder su virginidad. Pero Dios, a quien este amor acabó, digámoslo así, de robar el corazón, ordenó que el Angel le dijese: El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá. Dios mismo será como tu esposo; se unirá a tu cuerpo; mas para esto es preciso que sea más puro que los rayos del sol. El Purísimo no se une más que a la pureza" (Bossuet, Elev. sur les Myster., 12 serm., 3 elev.). De manera que la fe y la pureza de la Santísima Virgen corren parejas: entrambas son iguales.
Sin salir de este misterio, hallaremos quizá algo aún más grande: la humildad de María. Entre todas las virtudes, la que mas a menudo y con más elocuencia exaltan y encarecen los Santos Padres es la humildad. Y con sobradísima razón: la humildad es, en los designios de Dios, condición indispensable, esencial para recibir las más altas comunicaciones divinas. Ved por qué las Vidas de los Santos nos los presentan pasando por las más terribles pruebas espirituales antes de que Dios derrame sobre ellos a torrentes las bendiciones de su bondad. Así conviene para que entiendan, sientan y reconozcan que por sí mismos nada son, sino un vaso en que Dios se digna derramar sus dones. La medida de las gracias celestes es la de la humildad (S. August., De S. Virginit.. n. 31. P. L.. LX. 415). Por tanto, pues que Dios exaltó tan prodigiosamente a la Santísima Virgen sobre todas las criaturas, es consecuencia obvia que a todas las excedió Ella en humildad.
¿Queréis saber cuán bajamente siente de sí misma cuando pronuncia aquel Fiat que la hizo Madre de Dios? Medid, si tanto podéis, la alteza a que Dios la elevó. Pero no solamente la sublimidad de la gracia concedida a María nos revela la profundidad de su humildad; más aún nos la manifiestan la naturaleza misma de la gracia recibida. ¿Qué es la Encarnación del Verbo, según San Pablo? Un anodadamiento. El Verbo, dice, "siendo en forma de Dios..., se anonadó, tomando la forma de esclavo" (Philipp., II, 6-7). Así, pues, para que se obrase el feliz encuentro del Verbo hecho hombre con el seno de la Virgen, era necesario una anonadamiento de la Madre que correspondiese al anonadamiento del Hijo. Por eso San Ignacio, en sus Ejercicios, nos presenta a María, cuando recibe el mensaje celestial, en el acto mismo de la humillación. "Consideraré —dice— a Nuestra Señora humillándose y dando después gracias a la Divina Majestad", lo que también es un acto de humildad (Ejer. Espirit., Contempl. de la Encarnac., p. 3).
Ahora bien; esto que acabamos de demostrar, en cierto sentido a priori, hallámoslo comprobado con hechos en el Evangelio. Ser humildes en la bajeza es cosa rara y hermosa; pero ser humildes tanto más, cuanto más se asciende, y abajarse hasta el anonadamiento cuando se llega a la más asombrosa elevación, es un prodigio de humildad, y esta humildad fue la de María Virgen, por el más inefable de todos los milagros, concebirás un hijo; será grande, y se llamará el Hijo del Altísimo, y su reino no tendrá fin. He aquí, responde Ella, la Esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra. Y así, mientras un Arcángel la proclama Madre de Dios, y Ella, en efecto, viene a serlo, se tiene solamente por esclava.
Pasados algunos días, su prima, bajo el impulso del Espíritu Santo, la saluda por Madre del Señor. Ella misma extiende su mirada profética a lo largo de la serie de los tiempos; se ve, en las edades que pasaron, preconizada por todos los profetas y patriarcas de la Antigua Ley como la esperanza de los siglos y la esperanza del mundo, y en las generaciones venideras oye el eco de las palabras de Santa Isabel llamándola bienaventurada. Iluminada por clarísima luz, tiene que reconocerse por Hija de Dios, Esposa de Dios, Madre de Dios; y de su corazón se escapa este grito de admiración y de agradecimiento: "Cosas grandes ha hecho en mí Aquél que es poderoso." Y sencillamente, con un movimiento como natural, tan identificada está, digámoslo así, con la humildad, añade: "El Señor ha mirado la bajeza de su sierva, respexit humilitatem ancillae suae. Todo es de Dios; nada es mío, sino la nada" (Luc., II, 48, 49). Y no son éstas vanas palabras: el mismo Espíritu Santo, que las inspiró, nos da testimonio de que son sinceras.
Mas, por muy elocuentes que sean las palabras de la Santísima Virgen para testificar su humildad, quizá lo es más aún el silencio que guarda; porque no fue Ella, sino el Espíritu Santo quien reveló a Isabel, su prima, los misterios obrados en Ella. Si María los cantó en un rapto profético, es a Dios a quien se dirige, y bajo la inspiración de Dios. Cuando Dios, que la hacía hablar, calla, María vuelve a sumirse en el silencio: ni una palabra, ni un signo, ni un paso que delate su grandeza ante los hombres. Si algún cambio exterior se obra, es que María, por llevar en sus entrañas a Aquel que se humilló hasta el anonadamiento, se hace también más humilde, más pequeña que nunca.
Muy pronto verá a su castísimo esposo presa de inquietud mortal. Sospechas sensibilísimas para su virginal pureza nacerán en el alma de José, y su misma grandeza será para María causa de extrema confusión. Una palabra de su boca bastaría para disipar las dudas y vindicar el honor de su virginidad sin tacha, llenándola de gloria. Pero no será Ella quien diga esa palabra. Será menester que Dios mismo envíe un Ángel que revela a San José lo que el Espíritu Santo ha obrado en su Esposa. De suerte que, sea cual fuere el punto donde nos situemos para considerar esta bendiitísima Madre de Dios, no se verán en Ella sino sentimientos humildísimos y bajísimos de sí misma.
Podríamos probar, sin dejar de las manos el Evangelio, que la Santísima Virgen sobresalió en todas las virtudes. ¿Preguntáis por su obediencia? Leed la escena de la Anunciación: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra." O, bien, meditad la forma cómo se verificó la huida a Egipto (Matth., II, 13-14, 20-21). Los autores espirituales no se cansan de ponderar la obediencia de San José: "Levántate —le dice el Ángel—, toma al niño y huye a Egipto; y se levantó, y tomó al Niño y se retiró en Egipto." Pero, por grande que fuese la obediencia del santo Patriarca, ¡cómo se obscurece delante de la Esposa! En efecto, no fue Ella, la verdadera Madre, quien recibió el mensaje angélico, ni la explicación de la orden traída del Cielo por el Ángel. Sin reclamar, sin objetar nada, sin quejarse, se conforma con la voluntad divina que le comunica San José.
¿Queréis conocer su tierna y delicada conmiseración con los hombres? Escuchadla cuando dice a Jesús, en las bodas de Caná: "No tienen vino" (Joan., II, 2, sq.). Y aquellas otras palabras del sagrado texto: "María conservaba todas estas cosas y las repasaba en su corazón" (Luc., II, 51). ¿No nos enseñan mejor que muchos largos discursos hasta qué punto María poseía la plenitud de la santa contemplación? ¿Investigáis cuáles fueron su paciencia, su espíritu de sacrificio, su generosidad magnánima? Ved a esta Madre divina en pie junto a la Cruz, donde Jesús expira para la salvación del mundo: Stabat juxta crucem... (Joan., XIX, sq.). Basten, por ahora, estas breves indicaciones acerca de este asunto, tratado amplísimamente por muchos autores (Véase, por ejemplo, el P. Teófilo Raynaud, Diptycha Mariana, part. 2, punt. 5, donde los Santos Padres van compareciendo, digámoslo asi, por turno para dar testimonio de las virtudes de la Madre de Dios).
Añadamos sólo dos o tres advertencias. Ya dijimos que en un alma perfecta se puede juzgar del conjunto de su santidad por algunos actos particulares. Lo mismo puede aplicarse a las virtudes; de manera que, comprobada la eminencia de algunas de ellas, puede inferirse la eminencia y perfección de las otras. Las virtudes son hermanas, y aunque son desiguales en cuanto a su naturaleza, su crecimiento respectivo procede armoniosamente. Si, pues, el Evangelio nos permite admirar la inefable perfección de muchas virtudes de María, por esto mismo podemos deducir que en la misma medida ejercitó todas las demás; juicio tanto más cierto cuanto sabemos que la caridad divina, que a todas las gobierna, en ninguna podía sufrir la huella de la más ligera imperfección.
Observemos, en segundo lugar, que para tener conocimiento pleno de una virtud no basta ver su desarrollo exterior. Según pensamiento de San Ignacio, sucede con los amigos de Dios como con un santuario: cuando lo miramos por de fuera, no podemos apreciar ni los esplendores que lo decoran, ni la belleza de los cantos que dentro se oyen, ni los perfumes que se queman en honor de Dios. Ahora bien; esto, que es verdad respecto de todos los Santos, lo es más, sin comparación, de la Santísima Virgen, como quiera que fue nota propia de su vida el haber estado escondida en Dios.
Tercera advertencia. Para juzgar del mérito de las virtudes, no basta considerarlas separadamente, cada una de por sí, sino que se han de estudiar en sus mutuas relaciones. Hermosa es la humildad a los ojos de Dios; pero ¡cuánto más hermosa es cuando hunde sus raíces en el amor, o cuando se junta en un corazón con la inocencia perfecta! Muy hermoso es consolar y remediar las miserias ajenas; pero ¡cuánto más meritorias son estas obras cuando van acompañadas del perdón de las injurias recibidas o del voluntario desasimiento de los propios bienes! Pues esto precisamente es lo que admiramos en María: virtudes que se encadenan y mutuamente se ayudan, obrando todas en perfecta y esplendorosa consonancia; así, las notas de un concierto, por limpias que sean, más que por su belleza particular agradan por la armonía del conjunto.
La última advertencia que tenemos que hacer es la más importante, y quizá la que derramará más luz sobre la excelencia de los méritos de María. Todas las almas justas son santuario del Espíritu Santo. El Espíritu Santo habita en ellas, y esta habitación es tanto más perfecta cuanto mayor es la gracia santificante que hace al hombre morada y templo de Dios. Pero la morada del Espíritu Santo en las almas no es ociosa. Cuando entra en un alma, entra como motor. Por eso su descendimiento va siempre acompañado de la producción de las virtudes infusas, que son el principio próximo de las operaciones sobrenaturales y divinas; por eso el Espíritu divino añade los dones, es decir, "ciertas perfecciones interiores que hacen al alma más apta para recibir las mociones divinas, y más dócil para seguirlas" (San Thom., 1-2, q. 68, a. 3; S. Bonav., de Donis Spir., in comm., c. 2). He ahí lo que el Espíritu Santo es y lo que hace en todos los justos. Las almas de éstos, con sus facultades, son como un instrumento del que quiere servirse para la glorificación y el perfeccionamiento espiritual de la criatura racional, y él mismo está en el centro del alma como artista incomparable, cuyos toques potentes y suaves la despiertan y la impulsan al ejercicio de todas las virtudes.
Pues si tal es, y no podemos dudarlo, el estado de todos los hijos de Dios, ¿cómo tantos cristianos, que llevan en sí mismos la gracia santificante con las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo, son tan flojos, tan olvidadizos de las cosas del Cielo y estan tan vacíos de buenas obras? Nace esto de que su disposición habitual, su inmortificación y su tibieza ponen obstáculos a las mociones del Espíritu Santo; nace también de que el alma, enredada en mil lazos, muy raramente se entrega, o se entrega muellemente a las brisas divinas, cuando le place al Espíritu Santo que soplen sobre ellas, a pesar de su indignidad. Doble desgracia, contra la cual quiso el Apóstol prevenirnos cuando escribió: "No apaguéis al Espíritu Santo" (I Thes., V. 19); es decir, no impidáis que derrame sobre vosotros sus inspiraciones saludables. "No contristéis al Espíritu Santo" (Ephes., IV, 30); esto es, plegaos sin resistencia a los movimientos que él os imprima.
Expuesta ya la doctrina general, vengamos a la Santísima Virgen. Los otros justos son templos del Espíritu Santo; pero Ella es, en sentido exactísimo, el único templo, el templo por excelencia del divino Espíritu (Cf. L. II, c. 5, pp. 153-155). Lo fué desde el primer instante de su creación; lo es en todo y por siempre. Nunca el Espíritu Santo abandonó este templo y santuario privilegiado; antes al contrario, a cada instante su habitación se hacía más íntima y se afianzaba y perfeccionaba en medida que sólo él conocía. Y más aún: según el testimonio del Evangelio, el Espíritu Santo, después de la primera donación de sí mismo a María, descendió sobre Ella nuevamente, de manera incomparablemente más íntima, cuando la hizo Madre Virgen del Unigénito del Padre, y aún esta segunda donación fué preludio y prenda de una morada y estancia cada vez más familiar y más íntima.
De lo dicho puede colegirse lo que este motor divino obraría en ella y por medio de ella; porque su acción sobre el alma responde naturalmente al grado de unión que haya entre los dos. Por otra parte, en María no había cosa que estorbase la acción de las mociones divinas. No lo repetiremos bastante: ni divagaciones de la mente ni de la fantasía, ni resistencias de la sensibilidad, y mucho menos de la voluntad; era un instrumento de perfección sin igual, incapaz de recibir impulsión alguna en desacuerdo con las del Espíritu Santo, siempre pronto para vibrar bajo el impulso de su mano, siempre flexible y dócil de manera inefable. "Aquéllos —dice San Pablo— son hijos de Dios, que son conducidos por el Espíritu de Dios" (Rom., VIII, 14). Hija de Dios, Esposa de Dios, Madre de Dios, ¿cómo era posible que la Santísima Virgen no estuviese toda entera y perpetuamente bajo la moción del Espíritu Santo, ahora bien; toda moción del Espíritu Santo, cuando habita en un alma, la impulsa hacia la vida eterna, es decir, da a sus actos la virtud de merecer, con un aumento de gracia, un crecimiento proporcionado de gloria. Y esto es lo que, bien considerado, puede darnos la idea más alta de los méritos de la Virgen, Madre de Dios. Por tanto, resumiéndolo todo, continuidad perpetua de méritos y crecimiento perpetuo en la perfección de los mismos méritos, bajo la acción siempre actual y siempre aceptada del Espíritu Santo: esto es lo que admiramos en María, y esto es lo que eleva su santidad a alturas inefables.
J.B. Terrien, S.J.
LA MADRE DE DIOS...
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