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lunes, 27 de febrero de 2012

La santidad final de la Madre de Dios.


Lo que fue según el sentir de los Santos Padres y de los Doctores. Comentarios de los teólogos acerca de la plenitud de la gracia de María. De cómo esta gracia por sí sola excede a toda otra santidad fuera de la de Dios y la de Cristo. Solución de algunas cuestiones relativas a la perfección de dicha gracia.

I. Es cosa ciertísima que la Santísima Virgen, al final de su peregrinación terrestre, había alcanzado una medida de gracia superior a la de cualquiera otra criatura. No cabe duda alguna acerca de este punto. Porque la gloria responde a la gracia; ahora bien: es de fe que la gloria de la Santísima Virgen sobrepuja a cualquiera otra bienaventuranza, excepto, claro es, la de su Hijo. Pero, presupuesta esta idea general sería cosa grata saber cuánta fué la eminencia de esta gracia y en la medida en que supera la de los otros Santos. Cuestión gloriosísima para la Santísima Virgen, pero insoluble para nosotros, si hubiéramos de dar una respuesta precisa, pues ni la razón ni la revelación nos ofrecen principios suficientemente claros y ciertos para resolver problema tan misterioso. Intentemos sin embargo, conocer aproximadamente lo que no podemos conocer con toda exactitud.
Quizá nada sea tan apto para darnos a entender cuál fué la excelencia de la santidad de María como las primeras palabras de la salutación que le dirigió el Arcángel en la Anunciación: "Yo te saludo, llena de gracia..." (San Lucas I, 28). Ante todo, hagamos una advertencia. El Angel, en este lugar, no expresa un deseo; no profetiza lo que será después, cuando María haya concebido al Hijo de Dios. No afirma un hecho actual; enuncia lo que ya es cuando saluda a esta Virgen, hija de David. Y, previa esta advertencia, meditemos las palabras del Arcángel. "Yo te saludo, llena de gracia, gratia plena." La gracia, ora estudiemos el texto, en sí mismo, ora nos refiramos a las versiones antiguas o modernas más autorizadas de la Sagrada Escritura, significa en este lugar la gracia del Nuevo Testamento, la que Jesucristo nos mereció con su muerte, la gracia sobrenatural por la que el hombre es hijo y amigo de Dios. Este es el sentir universal de los Santos Padres, y nada justificaría otra interpretación.
No dice el Angel: Yo te saludo, María, llena de gracia. Dice sencillamente: "Yo te saludo, llena de gracia." Y no carece de misterio el que calle el nombre de María. Da a entender con esto que el término "llena de gracia", con el que la designa al principio de su salutación, se ha de tener como su nombre propio. María es para Dios, y lo será para los hombres, "la llena de gracia".
Llamamos a Dios el Omnipotente, el Inmortal, porque su poder y su inmortalidad son de naturaleza tan elevada, que cualquier otro poder o inmortalidad, comparada con la suya, es nada. "Vosotros —decía San Pedro a los judíos— habéis renegado del Santo, del Justo", al rechazar a Jesucristo (Act., III, 4). ¿Es que no hay otros Santos? ¿No son alabados en el Evangelio por justos José y Simón? Sí; pero lo que para los otros es un calificativo, para Jesucristo es un nombre propio; porque, de tal manera sobresale en la justicia y en la santidad, que todas las criaturas, en comparación de Él, no parecen ni santas ni justas. Estas formas de lenguaje son familiares y vulgares. ¡A cuántos hombres han prodigado la admiración o la adulación los nombres de grande, ilustre, maestro, como si su grandeza, su gloria o su ciencia hubieran llegado a tal punto que solos ellos tuviesen derecho de llevar aquellos títulos!
Por los ejemplos aducidos se puede entender ya cuán aptas son estas palabras del Arcángel San Gabriel: "Yo te saludo, llena de gracia", para darnos a conocer la eminencia de la santidad de María. Pues nótese que fueron dichas antes de la Encarnación, antes de la inmensa efusión de los favores celestiales que la acompañaron, y que fueron dichas en nombre de Dios, como afirmación de un hecho ya realizado. Si alguno sospechase que los Santos Padres exageran al presentarnos, como lo harán muy pronto, a la Santísima Virgen como la sola Hija de Dios, la sola Esposa de Dios, la sola Inmaculada, la sola Pura, la sola Santa, la sola Amada de Dios, ellos podrán remitirle a la escena de la Anunciación y decirle: Escucha esta alabanza de Gabriel, y compara las nuestras con ella, y verás que las nuestras no son sino sencillo y natural comentario de la alabanza del Arcángel.
Mas, por inefable que sea ya la santidad de María en el término de su preparación para la maternidad divina, no nos referimos ahora a esta santidad, sino a la que María alcanzó en el término de su vida; ésta es la que tenemos que medir.
Dos medios tenemos para juzgar de la santidad final de María. Los indica Suárez (de Myster. vitae Christi, D. 18, S. 4, init.); y, siguiendo su ejemplo, utilizaremos los dos: considerar esta gracia en sí misma y de una manera absoluta, y después compararla con la de los otros Santos que ya llegaron al término.
En cuanto a lo primero, puédese afirmar, en general, que la gracia de la Santísima Virgen en el término de su progreso alcanzó una perfección, una intensidad, por decirlo así, inconmensurable. No digamos nada de nuestra cosecha; que hablen los Santos Padres y los Santos.
En primer lugar, tienen por axioma que la santidad de la Santísima Virgen es inefable; que excede todo aquello que el espíritu humano o el angélico pueden decir o pensar: "¿Qué puedo decir yo de Ti, oh Soberana mía, pues si comienzo a considerar la inmensidad de tu gracia, de tu gloria y de tu felicidad, advierto que mis fuerzas desfallecen y se paraliza mi lengua?" (Eadmer, L. de Excel. B. V., c. 8. P. L. CLIX, 573). "Santidad tan prodigiosamente grande, que sólo Dios y su Cristo pueden medir su extensión" (San Bernardino de Sena, Serm. pro Festivit. B. V.. de Nativit., serm. 6, a. unic., c. 12 et alibi.). "Es un abismo sin fondo" (San Juan Damasceno, in Dormit. B. V. M., 12, 17. G.. XCVI, 745); "es inmensa" (Exist. Epiphan., Orat. de Laúd. B. V. P. G., XLIII, 489); "una santidad que se eleva por cima de toda otra santidad, a excepción de la de Dios y la de su Hijo" (San Anselmo, Orat. 50 et 62. P. L.. CLVIII, 948, ec.); en una palabra, "es tesoro santísimo de toda santidad" (San Andr. Cret., Orat. 3 de Dormit. B. V. M. P. G., XCVIII, 108).
Después de estas proposiciones generales, ya no puede causar extrañeza que los Santos Padres digan que la santidad de María no conoció nunca la menor mancha. Lo admirable es la forma con que expresan este pensamiento. Los Padres griegos emplearon más de cuarenta epítetos diferentes para excluir de María todo pecado, toda falta, toda mancha, toda corrupción, toda imperfección, por ligerísima que se la suponga (Véase Passaglia, de Inmaculat. Deip. Concept., n. 74 et sqq.); y cada una de estas expresiones es elevada por ellos al grado superlativo: no solamente pura, sino purísima; no solamente inmaculada, sino muy inmaculada. ¿Acaban aquí? No; merced a la singular fecundidad de su lengua, elevan casi al infinito cada uno de los superlativos: la inmaculada, la muy inmaculada, viene a ser la sobreinmaculada, la más que del todo inmaculada, la inmaculada por todas partes y toda entera inmaculada (Idem, ibíd., n. 138, sq.).
Y ni aun esto les basta para expresar su pensamiento. De la misma manera que ante el Ser sobreeminente de Dios todos los demás seres se eclipsan, de tal manera, que él es, en un sentido muy verdadero, el solo Ser, y todos los demás nada; así, "no hay inmaculada más que Tú, Madre de Dios, Soberana nuestra, Tú te muestras como la única sin tacha ni mancha". Es perfección incomunicable de Dios el ser, no solamente bueno, sabio, poderoso, sino la misma bondad, sabiduría y poder. Los Santos Padres no vacilaron en atribuir a María algo análogo, cuando la llamaron "la inocencia y la pureza misma" (Véase Passaglia, de Inmaculat. Dei. Concept.. n. 276). Y todo se resume en este hermoso título con que la Iglesia entera la saluda con voz unánime: María es, no solamente inmaculada, sino la Inmaculada.
Al exaltar hasta este punto los Santos Padres la inocencia de María, no exaltan menos su gracia, pues ambas son inseparables. Ni despliegan riqueza menor de lenguaje para describrir la plenitud de santidad que admiran en Ella. Todas las expresiones que encierra la lengua griega para significar la santidad, la belleza sobrenatural, la excelencia de la gracia, las aplican a la Santísima Virgen, con ardor y profusión sin igual. María es santa, muy santa, más que santa, más que del todo santa, la sola santa, la sola llena de gracia (Idem, ibíd., n. 170, sq.; n. 222, etc.). "Oh María, oh Virgen, oh Madre de Dios, tú sola eres santa, tú sola pura, tú sola inocente, tú sola elegida, tú sola amada entre todas las criaturas; sola gloriosa, sola glorificada, sola bendita, sola llena de gracias entre todas las mujeres" (ibíd., passim.); "tú, cuya suavidad excede a toda suavidad cuya nobleza es sobre toda nobleza, cuyas riquezas espirituales son sobre todos los tesoros" (San Juan Damasceno, orat. in Deip. Annunt. P. G., XCVI, 653).
Y como cada uno de estos calificativos, separadamente, aun elevado al más alto grado de su significación, no les basta para expresar todo lo que quieren, los acumulan unos sobre otros: tan superior les parece la santidad de María a todo lo que el lenguaje humano puede expresar (Passaglia, op cit.., nn. 251-274).
De intento hemos citado algunos testimonios, no más. Pueden verse a centenares en la obra citada del P. Passaglia acerca de la Concepción inmaculada de la Madre de Dios, tomados la mayor parte de las Liturgias, de los libros de preces, de los doctores de las Iglesias de Oriente.
No falta la voz de la Iglesia latina en este maravilloso concierto. Si su lengua no le permite el lujo increíble de epítetos que hallamos en los autores griegos, concuerda perfectamente con ellos en los elogios, ya se trate de la pureza de la Madre divina, ya de su incomprensible plenitud de gracia. Abundan los testimonios, y fácil sería multiplicarlos, si quisiéramos aportar todavía más, después de los que a manos llenas hemos sembrado a lo largo de esta obra. Las mismas expresiones, imitación de las de Dionisio el Areopagita, aunque menos frecuentes, se hallan también en muchos escritores latinos. Citaremos, como ejemplos, a Pedro el Venerable, Pedro de Celle (Moutier-le-Celle) y a Dionisio Cartujano.
A principios del siglo XIII, con ocasión de las negociaciones que hubo para la unión de los griegos, presentaron éstos al Papa Inocencio III un memorial en que formulaban esta acusación contra los latinos: "Llaman a la Santísima Madre de Dios con el simple nombre de Santa María .... lo cual es un menosprecio para ella.'* (Criminit. adv. Eccl. lat., nn. 34, 57, apud Coteler. Monum. Eccl. gracc., III, pp. 502 et 507.) Hoy todavía la Iglesia griega retiene el nombre de Panagia, la Toda Santa, como nombre propio de la Madre de Dios. María, en el lenguaje ordinario, es la Santa por excelencia. (Cf. Passaglia, n. 230, sqq.) En Occidente, la Santísima Virgen es también el nombre propio de María, y este nombre es incomunicable. Para quien conozca el carácter distintivo de las dos lenguas, el nombre de los latinos no expresa menos que el de los griegos, aunque sea menos enfático, porque significa, no sólo la Virgen, sino la Santa por excelencia. Por lo demás, y vamos a hacer una advertencia de carácter general, los griegos usan, al hablar de las prerrogativas de María, de un estilo más abundante y más hiperbólico; por el contrario, los latinos suelen expresarlos con más precisión y con más solidez. En aquéllos hay más poesía; en éstos, más raciocinio.
También para los latinos la Virgen es la sobresanta, super-santa; la sobresanísima, supersantísima; la sobrebendecida, super-benedicta; la toda entera sin mancha. Para ellos, como para los orientales, la Madre de Dios es más pura, más hermosa, más santa y más amada de Dios que todos los hombres y todos los ángeles (Passaglia, op. cit., nn. 324-354, sqq.; 1093, sqq.). Ni los unos ni los otros pretenden medir su gracia; Dios sólo puede hacerlo, porque María es un abismo insondable para quien no sea Dios. ¿Qué es, pues, María para todos ellos? Un océano de santidad, un mar al que afluyen todos los dones celestiales y todas las gracias del Espíritu Santo, el tesoro de toda santidad (Passaglia, op. cit., nn. 42-49). Y también es para nuestros doctores latinos como un axioma "que los demás han recibido la gracia con medida; pero María, en toda su plenitud".
Veamos ahora los comentarios de nuestros grandes teólogos sobre el mismo texto. Resumen la creencia de la Iglesia latina, y prueban con evidencia que ésta no cede ante las Iglesias orientales, cuando es caso de exaltar la santidad de la Madre de Dios.
Comencemos por San Buenaventura: "Se ha de considerar —dice— o de la gracia necesaria; en segundo lugar, plenitud de excelencia, o de la prerrogativa virginal; por último, plenitud de redundancia, que se derrama al exterior, como es la de la bondad divina.
La plenitud de suficiencia, es decir, de la gracia necesaria para la que hay tres clases de plenitud: primeramente, plenitud de suficiencia, entrar en el reino de los cielos. Mas no es igual para todos; admite más salvación, la tienen todos los predestinados, pues sin ella nadie puede y menos, según la medida de los dones y de los méritos...
"La segunda plenitud, es decir, la de excelencia y preeminencia, es propia de la Bienaventurada Madre de Dios, porque todos los dones que otros Santos han recibido parcialmente, María los poseyó en toda su plenitud. Así como en la cabeza se hallan todos los sentidos, mas en los otros miembros del cuerpo sólo se da el sentido del tacto, así también todos los dones que Dios ha distribuido entre los Santos se hallan en su totalidad en María, según dejé demostrado en los dos sermones precedentes. Por esto se escribe en el Eclesiástico (Eccli., XXIV, 16): "In plenitude Sanctorum detentio mea", es decir: "Yo poseo plenamente lo que los otros Santos sólo poseen en parte..." A nosotros no nos es dado llegar, como Ella, a esta plenitud; pero debemos esforzarnos para recibir la parte más grande posible, si no queremos llegar a la presencia de Dios vacíos de todo bien.
"La última plenitud, la que sobreabunda y se derrama para inundarlo todo, fué primeramente, y de manera principal, la de nuestro Salvador Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Por eso está escrito de Él: "Todos hemos recibido de su plenitud" (Joan., I, 11); y también: "Lleno de gracia y de verdad" (Ibídem. 14). Porque Él es la luz que nos ilumina para conocer la verdad, el fuego que nos calienta para amar el bien. Mas todavía este don de la gracia puede apropiarse a Nuestra Señora, por impetración y por mérito, impetratorie et meritorie. Ved por qué se la compara a la luna, que recibe la luz del sol y la refleja sobre la tierra, o bien a la raíz, que distribuye por todo el árbol la abundancia de jugos que absorbe de un suelo fértil... Por lo cual, San Bernardo dijo de Nuestra Señora (Dom. infra Oct. Assumpt., n. 2. P. L., CLXXXIII, 430): "Todos reciben de su plenitud: el cautivo, su libertad; el enfermo, su curación; el pecador, el perdón; el justo, la gracia...; de tal manera, que nadie deja de percibir su calor" (San Bonav., Ínter serm. de Sanct. de I). V. Ai., serm. 3, XIV, pp. 113-114. (Edic. Vives.)).
Después de haber oído a San Buenaventura como predicador, oigámosle como teólogo. Exponiendo la doctrina del Maestro de las Sentencias acerca de esta cuestión: "si Dios podría hacer algo que fuese mejor que lo que ha hecho", plantea y resuelve dos problemas. Prescindamos del primero, que se refiere a Nuestro Señor, y ocupémonos del segundo. "Parece —dice al principio— que la Bienaventurada Virgen no podía ser hecha más perfecta, porque de Ella escribió San Anselmo, en su libro acerca de la Concepción virginal: "Convenía que el Hombre-Dios fuese concebido de una Madre tan pura, que no sea posible concebir una pureza mayor, fuera de la de Dios... Además, se lee en la Santa Liturgia que María fué elevada en gloria sobre todos los coros de los ángeles. Por consiguiente, poseyó la gracia en grado supremo."
Respuesta: "Se puede considerar a la Santísima Virgen de tres maneras diferentes: en cuanto a la gracia de la concepción, en cuanto a la gracia de la santificación y en cuanto a su naturaleza corporal. En cuanto a lo primero, es decir, en cuanto concibió al más noble de los hijos y fué Madre de Dios, adquirió una dignidad tan grande, que ninguna mujer podrá tener otra que sea mayor. Si todas las criaturas, sea cual fuere su grandeza, estuviesen en presencia de María, todas juntas deberían rendirle homenaje de honor y reverencia como a Madre de Dios. Si hablamos de la gracia que la justificó, María tiene todo lo que una pura criatura humana o racional puede recibir. En cuanto a su perfección corporal, la gloriosa Virgen tuvo de una manera excelente los dones naturales, pero en la medida que convenía a su misión..."
San Bonav., in 1, D. 44. Exposit. text. dub. 3. Si el Espejo de la Bienaventuarada Virgen fuese obra auténtica, como durante mucho tiempo se creyó, de San Buenaventura, podría citarse lo que se dice en la lección quinta acerca de la inmensidad de gracia que conviene a María: "Inmensa, sin duda, es la gracia de que fué llena, porque un vaso inmenso no puede quedar lleno si lo que en él se echa no es inmenso. Ahora bien, inmenso fué el vaso de María, pues pudo contener a Aquel que es más grande que los cielos. ¿Quién es más grande que los cielos? Aquel de quien hablaba Salomón cuando decía: Si el cíelo y los cielos de los cielos no te pueden contener a ti, ¡cuánto menos la casa que yo te he edificado!... Tú, pues, oh inmensísima María, tú eres de una capacidad superior a la de los cielos, porque al que los cielos no podían contener, tú lo encerraste en tu seno; de una capacidad mayor que la del mundo, porque el que el universo no podía abrazar, quedó encerrado, hecho hombre, en tus entrañas virginales. Mas, por grande que sea la capacidad del seno de María, mayor es aún la de su alma. Por tanto, para que tal capacidad fuese llena de gracia, era necesario que también fuese inmensa la gracia que la llenase." Lo cual quiere decir, si no nos engañamos, que la inmensidad de la maternidad divina reclama una gracia igualmente inmensa para la Virgen que tiene aquella maternidad.
Más adelante, Gerson distinguía también tres plenitudes. Primeramente, la plenitud de suficiencia, que es la de todos los que en su corazón llevan la fe y la esperanza y la caridad... Sigue la plenitud de abundancia o de excelencia, que está sobre la primera y no es necesaria para la salvación: tal fué la del primer mártir, San Esteban, a quien los Actos de los Apóstoles nos presentan lleno de fe, de sabiduría y de fortaleza (Act., VI, 4); plenitud sin la que no hay ni santos ni contemplativos. Por último, la tercera plenitud Euera de la de Dios, es la plenitud de sobreabundancia, que se derrama. Cristo la poseyó con medida suprema, porque en Él habita la plenitud de la divinidad corporalmente (Cor., II, 9). Después de Jesucristo, a María sola corresponde el estar así llena de gracia" (Gerson, serm. 1 de Spiritu Sanct. Opp., III, 1237).
Alberto Magno pondera y encarece aún lo mismo que dicen los otros teólogos. Júzguese por las líneas siguientes: "La Santísima Virgen estuvo llena de gracia. Llena de gracia, porque tuvo en grado supremo todas las gracias comunes y particulares de todas las criaturas.
Para entender bien todo lo que encerró Alberto Magno en estas palabras: gracias comunes y gracias particulares, es necesario retroceder y examinar las cuestiones que preceden a la 164. Llama gracias comunes a las que, con diversos grados, se hallan en todos los justos: gracia santificante, virtudes sobrenaturales, dones del Espíritu Santo, bienaventuranzas y frutos del Espíritu Santo. Y llama gracias particulares a los favores especiales que la liberalidad divina distribuye, cuando quiere y como quiere, a ciertas almas singularmente privilegiadas. Estos favores escogidos se reducen, según Alberto Magno, a tres clases. Constituyen la primera aquellos que se relacionan con el origen de los escogidos de Dios, como son el ser prefigurado, profetizado, milagrosamente concebido, santificado en el seno materno. La segunda, los que están relacionados con la vida de los elegidos, y así son el ser especialmente querido de Dios, como San Juan, o ser llamado amigo por el mismo Dios, como lo fué Lázaro. La tercera, los que se relacionan con la muerte: por ejemplo, recibir aviso de la hora de la muerte, que Jesucristo baje a invitar al moribundo a que le siga, morir sin pena ni dolor, que el alma vaya derecha al cielo, que el cuerpo sea preservado de la corrupción. Pues bien, todas estas prerrogativas de gracia María las recibió, sin excepción, en un grado supereminente. Y esto es lo que Alberto Magno prueba en una larga serie de cuestiones. (Q. 123-164.) Y hace de notar que de continuo se vale del argumento a minori ad majus: tal o cual siervo de Dios recibió esta gracia, luego la Madre de Dios debióla recibir también con más abundancia y perfección. Tan cierta y universal le parecía la regla que dejamos asentada en uno de los libros precedentes de esta obra.
Llena de gracia, porque tiene gracias que ningún otro tiene (por ejemplo, la maternidad divina, la virginidad junta con la fecundidad; la exención, no sólo de pecado, sino de todo atractivo de pecado). Llena de gracia, porque su gracia fué de tal perfección, que una pura criatura es incapaz de recibirla mayor. Llena de gracia, en fin, porque tuvo en sí misma la gracia increada toda entera, y por esto fué llena de gracia en todas las formas y maneras..." (Albert. Magn., Quaest. super Missus est, q. 154. Opp. XX, 116). Fué la plenitud de María la plenitud del vaso lleno hasta sus bordes; la plenitud del canal, porque todas las gracias nos vienen de Dios por María; fué también, en alguna manera, la plenitud de la fuente, porque derrama de su sobreabundancia, sin jamás agotarse (Albert. Magn., Quaest, super Missus est, q. 154. Opp. XX, 116).
Por último, oigamos a Santo Tomás de Aquino. Hablando de la salutación angélica, enseña que, aunque los ángeles, hasta la aparición de la Santísima Virgen, no se habían humillado delante de ninguna criatura humana, era muy justo que lo hiciesen delante de María, porque Ella los aventaja por la excelencia de sus privilegios, y especialmente por la plenitud de su gracia. Esta se revela de tres maneras admirables.
"Primeramente, la Santísima Virgen es llena de gracia, en cuanto al alma. Dios da la gracia para dos fines: para obrar el bien y para huir del mal. Ahora bien: para una y otra cosa fué perfecta la gracia de la Virgen. Perfecta en la exclusión del mal, pues no hubo Santo alguno, excepto Jesucristo, que evitase, como Ella, todo pecado... Perfecta en el ejercicio de las virtudes. Los otros Santos se señalan cada uno en alguna virtud especial: éste, en la humildad; aquél, en la castidad; el uno, en la misericordia, y el otro, en la penitencia... Mas en María halláis el ejemplar acabado de todas las virtudes, sin exceptuar ninguna...
"En segundo lugar, María fué llena de gracia en cuanto que su gracia redunda de su alma sobre su carne. Ya es mucho para los Santos tener la cantidad de gracia suficiente para santificar sus almas; pero el alma de la Santísima Virgen tuvo la gracia con tal abundancia, que redundaba del alma sobre el cuerpo, y con una afluencia tan admirable, que en su carne concibió al Hijo de Dios...
"Por último, lo más maravilloso en Ella es que su plenitud se derrama sobre todos los hombres. Nos causa admiración, y no sin motivo, un Santo que tiene gracia para santificar a muchas almas; pero el gran privilegio, el privilegio incomparable, sería que tuviese plenitud suficiente para salvar a todos los hombres: y este es el privilegio que se da en Jesucristo y en su divina Madre" (San Thom., Exposit. auper salut. ángel, (ínter opuscula)).

II. Es difícil, si ya no imposible, considerar en sí misma la excelencia de la gracia final de la Santísima Virgen, sin compararla con la de los otros Santos. Por esto, muchos de los testimonios que acabamos de citar prueban, no sólo la perfección inefable de esta gracia, sino también su preeminencia sobre la santidad de todos los elegidos de Dios, considerados en conjunto. Ultima tesis, cuya probabilidad demostró sólidamente Suárez en sus Comentarios acerca de los misterios de la vida de Cristo.
Ved primeramente en qué términos la propone: "Puede creerse con probabilidad que la Bienaventurada Virgen recibió más grados de gracia y caridad que todos los hombres y todos los ángeles. Imaginemos, pues, una sola gracia, formada, si es lícito hablar así, por la combinación de la multitud casi infinita de gracias concedidas a los Santos: esta gracia no igualaría en intensidad a la de la Madre de Dios. Cierto —continúa— que esta tesis no ha sido examinada directamente por los escolásticos, ni lo fué por los antiguos autores; y por esto no se la hallará quizá en ninguno de ellos afirmada explícitamente, pero tampoco se la hallará rechazada. Mas, sea como fuere, los testimonios y las conjeturas que nosotros hemos aducido hasta aquí demuestran su verosimilitud y probabilidad; pero similitud y probabilidad que serán eficazmente confirmadas por las consideraciones siguientes...".
Suárez, de Myster. vitae Christi, D. 18, S. 4, dico secundo. No carecerá de interés el saber cómo Suárez vino a formular y defender la tesis de que tratamos. Habíala predicado en uno de sus sermones el Beato Juan de Avila. E. P. Martín Gutiérrez, que a la sazón era rector del Colegio de la Compañia en Salamanca y que después padeció martirio por la fe, y que se cuenta entre los más celosos siervos de la Santísima Virgen, persuadido de que aquélla tesis cedía en gran honor de la Madre de Dios, mandó al P. Francisco Suárez, cuyo genio teológico le era ya bien conocido, que la tratase largarmente. Cumplió Suárez el mandato de su superior, y la disertación que con aquella ocasión hizo es la que hoy tenemos en sus Comentarios acerca de los Misterios de la vida de Cristo. Según piadosa tradición, conservada por los historiadores de la Compañía de Jesús, la Santísima Virgen, en una de las apariciones con que favorecía al santo rector, se dignó darle las gracias por haber dado aquella orden, cuyo fiel cumplimiento había cooperado tanto al aumento de su gloria. Así lo traen el P. Felipe Alegambe, en sus Muertos ilustres, p. 71, y el P. Mateo Tanner, en la obra titulada Societas Jesu usque ad sanguinem efusum militans, p. 6; el uno y el otro a propósito del martirio del P. Martín Gutiérrez.
No seguiremos nosotros al docto teólogo en el desarrollo de las razones que añade a la autoridad de los testimonios; la mayor parte, o han sido ya expuestas, o lo serán en el curso de esta obra. Basta indicarlas en pocas palabras. La primera y principal se toma de la dignidad de Madre de Dios. Siendo esta dignidad infinita en su género y de un orden superior a todas las otras dignidades creadas, ¿no convenía que la maternidad divina tuviese como corolario y propia pertenencia suya privilegios de gracia superiores a todos los otros y de una intensidad, por decirlo así, infinita? Además, es verdad incontestable que Dios Nuestro Señor ama a su Madre más que a toda la multitud de los Santos; por tanto, como sus dones corresponden al amor, los derramó más largamente sobre Ella que sobre todos los demás. En tercer lugar, el que la gracia del alma del Salvador sea incomparablemente superior a todas las gracias repartidas entre las criaturas, nace de que la gracia de Cristo es gracia de cabeza y de fuente, porque "nosotros todos hemos recibido de su plenitud" (Joan., I, 10). Pues bien, sin igualar a la Madre con el Hijo, María, como demostraremos en la segunda parte de esta obra, participa en una medida única, incomunicable, de la misión del Salvador y Redentor de los hombres. Por consiguiente, es necesario que participe también, en medida análoga, de la excelencia supereminente de su gracia; porque por María tienen que pasar, para llegar a nosotros, todos los dones que, naciendo de la fuente del Salvador, se derraman en mil arroyuelos por toda la humanidad.
Una última reflexión, cuya substancia tomamos del mismo Suárez, quizá tenga más fuerza que las anteriores para convencer de la tesis que con Suárez defendemos. Contemplad al más elevado entre los ángeles del cielo, un serafín resplandeciente de luz divina; preguntadle cuál fué el principio de gloria tan inefable, o mejor, de la santidad consumada, cuyo coronamiento es la gloria, y os responderá: Fué juntamente con la gracia que el Creador depositó en mi ser, al sacarme de la nada, el buen uso que yo hice de tal gracia reconociendo a Dios, mi Creador, por principio mío y fin último. Un acto, un solo acto de amorosa y libre adoración me hizo pasar del estado de prueba al de eterna estabilidad en la gloria.
Sobre esta respuesta puede basarse un raciocinio muy sencillo, en esta forma: ¿Adonde no llegará la santidad y el mérito de María? Sin duda, la gracia inicial de la Santísima Virgen fué, por lo menos, igual a la del espíritu angélico más sublime, pues era, no sólo la gracia de un siervo, sino de la futura Madre de Dios. Sin duda también, el primer ímpetu de su corazón hacia la eterna bondad debió igualar, por lo menos, en intensidad de amor al acto único con el que el ángel mereció su corona. Pues recordad cómo la larga vida de la Santíima Virgen fué una serie no interrumpida de actos de amor; cómo estos actos iban creciendo en perfección según crecían en número, pues brotaban de una plenitud de gracia cada vez más abundante, y medid, si podéis, lo que serían el mérito, la gracia y la santidad de María cuando llegó al término de su carrera mortal. Y aun no hemos recordado más que el crecimiento correspondiente al opus operantis, es decir, al mérito personal. ¿Qué juzgar y qué decir, si contemplamos los ríos de gracia que corrían a María de aquella otra fuente, no menos caudalosa, el opus operatum?
Expuestas estas pruebas, Suárez añade: "Yo no veo qué se podrá objetar contra la doctrina fundada en estas pruebas, si no es, quizá, que tal sentir es nuevo y con poco fundamento en la común creencia. Pero —continúa el ilustre teólogo—, ¿quién tiene derecho para tachar de esta manera una opinión que, lejos de discordar de la doctrina de los antiguos Padres, está de tal forma insinuada en sus escritos, que con razón se la podemos atribuir a los mismos Santos Padres, o, por lo menos, considerarla como la explicación más natural de sus magníficas enseñanzas acerca de la santidad de María? Cuanto a mí —prosigue—, cuando, veinte años ha, accediendo a ruegos de muy graves varones, empecé a tratar de esta cuestión, ya desde el principio me sentí inclinado a esta sentencia tan gloriosa para la Bienaventurada Virgen. Con todo, contenido por no sé qué aire de novedad que creía ver en esta sentencia, no me atrevía a decidir la cuestión con sólo mi parecer personal. Consulté, pues, con hombres muy sabios y versados en materias teológicas, y todos unánimemente reconocieron esta sentencia como doctrina verdaderamente piadosa y probable" (Suárez, 1, c., versus finem).
Lo que Suárez no podía decir entonces es que desde aquella época, esto es, desde que esta cuestión se viene estudiando y discutiendo explícitamente, los maestros de la ciencia teológica y los Santos la han abrazado casi universalmente, y sostenido, no sólo como piadosa y probable, sino como moralmente cierta (Cf. L. IV. c. 4. T. I, pp. 389 et sqq.); y Juárez, de cierto, no los desautorizaría; cuanto más, que la probabilidad de que él habla parece equivalente a este género de certeza.
Quizá se diga que los textos que hemos citado, tanto de los teólogos como de los Santos Padres, y también las razones que les siguen, no se refieren, por lo menos buena parte de ellos, a la gracia final de María, cuya medida buscamos aquí, sino a la que tenía al ser elevada a la divina maternidad. Lo concedemos de buen grado; pero eso prueba con mayor evidencia la tesis que sostenemos, porque si la Virgen tenía ya al medio de su carrera la santidad de que hablan estos textos, ¿cuál no sería su plenitud después de las ascensiones que ella dispuso en su corazón (Ps. LXXXIII, 6), yendo de virtud en virtud hasta el último instante de su vida? No intentemos seguirla en la marcha con que se acerca cada vez más a Dios, y contentémonos con admirar en silencio una perfección que no haríamos sino disminuir si pretendiéramos expresarla. Este silencio es, al decir de Areopagita, la mayor alabanza que podemos ofrecer al Ser divino; sea también nuestro supremo homenaje ante la incomprensible santidad de la Madre de Dios.

III. Después de estas consideraciones acerca de la grandeza y amplitud de la gracia de María, réstanos resolver dos o tres cuestiones necesarias o, por lo menos, muy útiles para la inteligencia de ciertas expresiones que usan los autores citados. La gracia de la Santísima Virgen, en el término de su carrera, ¿era infinita? ¿Podía Dios añadir algo a su santidad? ¿Podría darse en una pura criatura ana plenitud de gracia superior a la de María? Examinemos por orden cada una de estas tres cuestiones:
Primera cuestión. — La gracia de la Santísima Virgen, al salir de la vida terrestre, ¿era infinita? No, ni fué ni podía ser infinita, simpliciter. No se trata ahora de la gracia de la maternidad divina, sino de la gracia habitual santificante. De la primera puede decirse que es verdaderamente infinita en su orden, porque es imposible concebir una maternidad más excelsa que aquella cuyo fruto y término es la persona misma de Dios. La segunda, tanto si se la considera en cuanto al ser como si se la considera en cuanto a gracia, es necesariamente finita. Es limitada como ser, porque es un accidente en una substancia creada; por tanto, finito como la substancia misma que lo sostiene. Es también limitada como gracia, porque, siendo inferior a la gracia de Cristo, no comprende, como ésta, todo lo que cae dentro del orden de la gracia y, además, María no la recibió para ser, como lo es Cristo, principio universal de santificación de la naturaleza humana (San Thom., 3 p., q. 7. a. 12).
Segunda cuestión. — ¿Podía Dios añadir algo a la santidad de su Madre? Sí, sin duda alguna; hubiera podido hacer a su Madre más santa, por lo menos, si consideramos en la santidad no el apartamiento del mal, sino la semejanza con Dios. En cuanto a lo primero, ¿qué es lo que Dios podía añadir, si en María todo es santo, todo es puro, todo es inmaculado, hasta su Concepción? Preservada del pecado original, fué confirmada en gracia tan eficazmente, que quedó exenta no sólo de toda falta, aun de la más ligera, sino de toda inclinación o tendencia al mal.
Sin embargo, aunque sea imposible concebir en el estado de vía mayor perfección en la pureza, todavía la gracia, forma de nuestra semejanza con Dios, no llegó a su límite en María. Más aún: no llegó ni aun en el Dios hecho hombre. Ya dimos una razón manifiesta. La gracia es una participación de la naturaleza divina, y como esta naturaleza es absolutamente infinita, todas sus participaciones, por perfectas que fueren, quedan siempre a distancia infinita de aquel soberano ejemplar y, por tanto, puede siempre concebirse una participación que se acerque más a Dios, es decir, una gracia más intensa, más perfecta.
Así, pues, hablando absolutamente, Dios podía dar a su Madre una plenitud de gracia y de santidad mayor. Pudo absolutamente, decimos, o, como dicen los teólogos, pudo de su potencia absoluta, de potentia absoluta. Mas no podía de potentia ordinata, con su potencia ordenada; como no lo podía con respecto a Jesucristo (Thom., 3 p., q. 9, a. 12, ad 2)). ¿Por qué? Porque la potencia ordenada no es otra cosa que la potencia divina, considerada como poder ejecutivo de los divinos consejos. Ahora bien; Dios, al disponer todas las cosas con peso, orden y medida (Sap., XI, 21), había resuelto desde toda la eternidad, en los decretos soberanamente sabios de su providencia que rigen el orden actual, que la plenitud de gracia de María fuese la que corresponde a una Madre de Dios. Y así se dice de un príncipe que no puede levantar más a uno de sus súbditos cuando lo ha colmado sobreabundantemente de todos los beneficios que están en relación con su mérito y con categoría preeminente en el Estado.
Tercera cuestión. — ¿Puede darse en una pura criatura una plenitud de gracia igual o superior a la de María? Después de lo dicho, parece que la respuesta debería ser afirmativa. Siendo la gracia de la Santísima Virgen limitada en su naturaleza de ser y en su naturaleza de gracia, ¿quién puede poner este límite a la divina generosidad? Y si Dios pudo dar a María mayor santidad de la que tiene, ¿por qué hemos de negarle el poder de hacer una criatura más santa que la Santísima Virgen? Para resolver esta cuestión satisfactoriamente, no basta recurrir a la distinción entre potencia absoluta y ordenada. Es manifiesto que Dios, al predestinar a la Santísima Virgen al honor de la maternidad divina, de hecho resolvió sabiamente darle una plenitud de gracia superior a cualquiera otra plenitud, exceptuando solamente la que preparaba para el Verbo hecho carne; por consiguiente, es imposible que persona alguna pueda ya llegar a la santidad de la Madre de Dios. Pero la presente cuestión es mucho más honda. ¿Podía Dios, sin perjuicio de su infinita sabiduría y de su bondad, determinar otro orden de providencia en el que la gracia de su Madre fuese inferior a la gracia de otra pura criatura? En otras palabras: ¿lo que no pudo hacer con su potencia ordenada, lo podía con su potencia absoluta?
Según nuestro parecer, se debe responder negativamente. Y tenemos la prueba de ello en la noción misma de potencia absoluta. Si no fuese cosa ilusoria hablar de una potencia en Dios que no fuese más que potencia, seguramente que Dios podría hacer millares de criaturas más ricas en gracia que lo es su Madre Santísima. Pero la potencia divina no es así. "En nosotros —dice el Doctor Angélico—, el poder y el ser no son ni la voluntad ni la inteligencia, y de la misma manera la inteligencia no es la sabiduría, ni la voluntad, ni la justicia; por esto puede darse en nuestro poder algo que no pueda darse en la voluntad justa ni en la inteligencia sabia. Pero en Dios todo es uno: potencia, esencia, voluntad, inteligencia, sabiduría, justicia. Por tanto, nada puede caer bajo la potencia divina que no pueda darse en su voluntad justa y en su inteligencia infinitamente sabia (San Thom., I p., q. 25, a. 5, ad 1).
¿Qué es, pues, la potencia absoluta de Dios? El poder de producir, de acuerdo con las otras perfecciones, un efecto cuya existencia no ha decretado. Luego, si repugna a la divina sabiduría conceder a otra criatura una gracia y santidad mayor que la de su Madre, esto mismo repugna a su potencia absoluta. Dios, sabiduría esencial, no puede producir nada sin intentar algún fin, y, por tanto, cuando obra fuera de sí debe estar en consonancia con el fin que intenta, porque la misma sabiduría que le prohibe obrar inconsideradamente pide que use de los medios proporcionados al fin para el cual ejercita su poder. Ahora bien; Dios no podía hacer una pura criatura para un fin más noble y más elevado, ni para una función más divina, que engrendrar en el tiempo al mismo Hijo que Él engendra en la eternidad. Por tanto, en virtud de su infinita sabiduría, no puede comunicar a ninguna criatura más gracia, ni más santidad, ni más virtudes que a María, porque éstos son los medios que deben disponerla para el fin para que la Santísima Virgen fué creada.
Y sobre este principio asientan los teólogos la diferencia entre la plenitud de Cristo, Unigénito del Padre, principio de toda santificación, y las otras plenitudes de que se habla en la Sagrada Escritura. "La gloriosa Virgen es llamada llena de gracia, no porque tuviese la gracia en el grado supremo de excelencia que reconocemos en Cristo, sino porque la poseyó según toda la medida que correpondía al estado para el que Dios la había escogido, es decir, para la maternidad divina. De manera semejante dícese también: Estaba lleno de gracia (Act., V. 8) porque tenía una gracia suficiente para el fin de su elección, es decir, para ser ministro y testimonio fiel de Dios; y así de los demás. Sin embargo, todas estas plenitudes son mayores o menores, según que el sujeto está divinamente preordenado a funciones más o menos elevadas" (San Thom., 3 p., q. 7, a. 10). De aquí la conclusión que deduce Santo Tomás en el mismo pasaje, a saber: la plenitud de Cristo le es propia de manera singular, porque "la gracia no podía estar ordenada a cosa mayor que a la unión personal de la naturaleza humana con el Hijo único de Dios" (Idem, ibíd., a. 12, ad 2). Ahora bien; nadie se acerca, ni podrá jamás acercarse, tanto como María, Madre de Dios, a la unión personal con el Verbo del Padre y a las funciones propias del santificador de nuetra naturaleza.
O, dicho más brevemente, la plenitud de gracia es proporcionada a la capacidad de quien la recibe. Ahora bien; bajo este aspecto, la capacidad de recibir no es sino la función sobrenatural que ha de cumplirse. Si, pues, como ya hemos demostrado, no hay para una pura criatura ninguna función comparable a la de María, ninguna otra plenitud puede igualar, a los ojos de la divina Sabiduría, a la plenitud de María.
Añadamos otra consideración que, si bien es menos decisiva, no deja de tener valor. Supongamos que María fuese menos santa que esta o aquella criatura. Como la gloria corresponde a la gracia, María, en el cielo, no ocuparía el primer lugar después de su Hijo. No sería, en toda la extensión de la palabra, la Reina universal: Reina de los ángeles, Reina de los profetas y de los patriarcas, Reina de los apóstoles y de los mártires, Reina de los confesores y de las vírgenes. Habría por cima de Ella, entre Ella y su Hijo, una o muchas criaturas a quienes debería sumisión, de quienes recibiría aquellas ilustraciones que los seres inferiores de los ángeles reciben de las jerarquías más elevadas. Y todo esto ¿es creíble? ¿Permitiría ni aun concebirlo el honor del Hijo?
Más aún: la que fué creada para ser la Mediadora después del Mediador, Madre de la divina gracia y Madre universal de los escogidos, en virtud de su divina maternidad, vería hijos suyos interpuestos entre Ella y el Primogénito de sus entrañas. ¿Quién puede admitir cosa semajante? Pues esto se deduciría necesariamente, de manera infalible, si tal plenitud de María no fuese superior a la de todas las criaturas.
Pero quizá alguno, insistiendo, objete en esta forma: Siendo la gracia de la Santísima Virgen finita, ¿no podemos suponer que haya un Santo de fidelidad tan grande que por sus méritos llegue a igualar o a sobrepujar los méritos de María? Esta dificultad es la misma que ya resolvió el Doctor Angélico respecto de Jesucristo (San Thom., 3 p„ q. 7, a. 11, ad 3).
Hace notar el Santo, muy a propósito, que para que una perfección finita llegue, por la continuidad de su crecimiento, a igualar o a sobrepujar otra perfección finita, las dos perfecciones han de ser del mismo orden. Por mucho que alarguemos una línea, jamás llegará a igualar a una superficie. Tenemos un ejemplo más asequible: por más perfecto que imaginemos a un animal y por mucho que crezca la potencia de sus facultades, siempre un espíritu cualquiera le será superior, y las facultades de éste dejarán atrás a las de aquél. Otro ejemplo: por mucho que se eleve nuestra ciencia actual acerca de las cosas divinas, siempre quedará por debajo de la intuición de los comprensores. El menor de los bienaventurados sabe, acerca de Dios, más que todos los genios y que todos los Santos del mundo. Pues así —dice el santo Doctor—, siendo la gracia de Cristo y la nuestra de orden diferente, no es posible que lleguen a igualarse. La una es una plenitud universal; la otra una participación particular y restringida. Verdad es que, respecto de María, no podemos dar esta misma respuesta; pero sí una análoga, porque la gracia de la Santísima Virgen es también de orden superior a la nuestra, pues es la gracia que conviene a la Madre de Dios, a la Madre de los hombres; en una palabra, a la Madre de la gracia.
Otra consideración, quizá más fácil de entender: la gracia de María, en sus principios, fué necesariamente mayor que cualquiera otra. Pues si en Ella hubo más principios de crecimiento, y sin comparación más eficaces que en cualquier otro siervo de Dios, es ineludible que la desigualdad que se ve en el principio siga creciendo al compás de los días y los años. Ahora bien; demostrado quedó ya cuáles medios de santificación tuvo María, unos, exclusivamente propios, y otros, por lo menos, en un grado singularmente propio: ciencia infusa de las cosas divinas, imperio indiscutible de la razón sobre las pasiones y sobre la concupiscencia, asistencia particularísima de Dios, reclamada por un título incomunicable. ¿Y no es todo esto suficiente para quitar a la objeción toda su fuerza y toda su verosimilitud?
Para acabar, transcribiremos una hermosa página de uno de los más doctos y devotos siervos de María: "No es posible —escribe Dionisio el Cartujano— que se dé una santidad más eminente que la de la Virgen, fuera de la de su Hijo. No porque Dios en absoluto no pueda (Dionisio Cartujano no entendía la potencia absoluta en el sentido que lo hemos defendido más arriba según el sentir de Santo Tomás. Para el Cartujano, la potencia absoluta es, como para muchos otros, la potencia sola, prescindiendo de todas las demás perfecciones divinas que la determinan) comunicar una santidad más grande a otra criatura, sino porque esto no es conveniente y, por tanto, no ocurrirá nunca. En este sentido se puede decir que, después de la santidad del Hijo de Dios, no se puede concebir santidad mayor que la de su Madre, y que tampoco puede existir; tanto porque no podemos concebir la inmensidad de su plenitud, como porque ninguna persona creada es capaz de recibir una dignidad superior a la de la Madre de Dios. Por lo cual sería indecoroso para Dios conceder a una criatura tesoros de gracia iguales a aquellos con los que enriqueció a su Madre, y por eso mismo, tal cosa no acontecerá jamás" (Dionys. Carth., de Laudibus B. M. V., L. I, a. 14, col. a. 8).
No nos maravilla, pues, ¡oh, María!, oír que los Padres te proclaman toda hermosa, toda santa; la sola hermosa, la sola amada, la sola santa, la sola glorificada: la gracia y la santidad mismas. Es que Tú eres desmesuradamente, improportionaliter, levantada en gracia, como en dignidad, sobre todo lo creado. Y aun menos nos sorprende que todos, teólogos, Doctores y Santos Padres, con alabanza concorde y voz unánime, afirmen que la fuente primera de tanta gracia y de tanta santidad está en el honor que tienes de ser Madre de Dios. Lo que de Ti canta la Iglesia griega en sus himnos: "Te saludamos como la Santa de las santas, porque Tú sola, oh, Virgen por siempre inmaculada, engendraste al Dios" (In Paraclit., p. 67, c. 2. Apud Passagl.. op. cit., n. 1166, sqq.); y también: porque Tú engendraste al "Creador de toda criatura, oh, Madre de Dios; Tú excedes a todas las criaturas en gloria, en santidad, en gracia; en fin, en toda especie de virtud" (Theophan., Mcn., die 19 januar., Od. 8, Passagl. ibíd.), y eso mismo proclamamos con ella todos los cristianos.
Confiésanlo, a gloria de tu Hijo, aún más que a gloria tuya: "Si innumerables almas, hijas de Dios, han acumulado riquezas y más riquezas, Tú sola sobrepujas a todas por la inmensidad de tus tesoros" (Prov., XXXI, 29). Supongamos que, por imposible, se fundieran en una sola gracia todas las gracias repartidas entre los ángeles y los hombres; tu plenitud, por lo menos aquella con que tu Amado te enriqueció cuando te introdujo en su gloria, sería de un valor superior al tesoro universal de los elegidos. Y no es maravilla, porque (nunca lo diremos bastante) la dignidad sobrenatural de una Madre de Dios excede, de suyo, a todas las otras dignidades reunidas, como la plenitud de la fuente excede a la de los arroyuelos.
Menester es guardarse de una falsa interpretación acerca del crecimiento y acerca de la intensidad de la gracia. Esta no está formada de partículas añadidas las unas a las otras. No hay en el desarrollo de la gracia, ya sea por el mérito, ya sea por los sacramentos, ni yuxtaposición de grados ni superposición. No es éste un tesoro que se engrandezca porque se echen en él piezas y piezas de oro sobre las que ya contenía; no es tampoco el crecimiento de la gracia como el crecimiento de un árbol en el que nuevas capas concéntricas se van añadiendo a las antiguas. Lejos de nosotros estas ideas, propias de la materia, cuando se trata de cosas del espíritu. El alma, que excede en gracia a todo espíritu creado, lleva en sí misma la imagen de Dios más perfecta después de la imagen increada del Padre, que es su Verbo. Añadid a esta imagen todas las imágenes inferiores con todas sus perfecciones ; no por eso las haréis ni más semejante ni más completa. Parece, pues, que lo mismo sería decir que María excede en gracia a la más santa de las criaturas, que decir que las excede a todas juntas. Hay aquí una dificultad a la que no es fácil dar solución clara y precisa. Pero, sea como fuere, el segundo punto de vista nos hace concebir una idea incomparablemente más elevada de la perfección sobrenatural de María que el primero. En efecto, una cosa es que María sea más amada de Dios que todas las legiones de ángeles y de hombres, y otra cosa es que Dios la ame con preferencia a cada uno de los Santos tomado en particular, por elevada que sea su gracia. Lo que quizá daría una idea de la inmensidad de la gracia final de María sería el considerarla como un título suficiente para todos los grados de gloria concedidos a cada uno de los Santos en virtud de su propia gracia, si es que fuera posible que la gracia de una pura criatura fuese para otro título a la bienaventuranza. La gracia de María al principio de su carrera es una piedra preciosa que excede en valor a cualquier otra joya que se le compare. La misma gracia, en su consumación, es la perla evangélica cuyo precio no se pagaría aunque se diesen por ella todas las perlas, todas las alhajas y todos los diamantes de la Creación.
J.B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS...

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