Capítulo V.
De Dios.
27. Creemos y confesamos que Dios, Creador nuestro y Señor del cielo y de la tierra, omnipotente, eterno, inmenso, incomprensible, infinito en entendimiento, voluntad y toda clase de perfección, siendo una sustancia espiritual única, singular, absolutamente simple e inconmutable, debe pregonarse distinto del mundo en realidad y en esencia, felicísimo en sí y por si, y sobre todas las cosas que además de El existen y pueden concebirse, inefablemente excelso (Conc. Vatic. Const. Dei Filius).
28. Este solo Dios verdadero, por su bondad y omnipotente virtud, con libérrima determinación desde el principio del tiempo formó de la nada a ambas creaturas, la espiritual y la corporal, es decir la angélica y la mundana, y luego la humana que a una y otra categoría pertenece, compuesta de espíritu y de cuerpo. Dios con su providencia sostiene y gobierna todas las cosas que creó, alcanzando de un extremo a otro extremo con fortaleza, y disponiendo todo con suavidad. Porque todas las cosas están patentes y descubiertas ante sus ojos, aun aquellas que en virtud de la libre acción de las creaturas han de suceder en lo futuro (Conc. Vatic. Const. Dei Filius).
29. Siendo la fe católica que veneremos un solo Dios en la Trinidad, y la Trinidad en la unidad, creemos (Symb. S. Athan.) firmemente y con toda sencillez confesamos que hay un solo Dios verdadero, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo: tres personas, pero una esencia, substancia ó naturaleza del todo simple: el Padre de ninguno, el Hijo del Padre solo, el Espíritu Santo de uno y otro a la par, sin principio, siempre y sin fin: el Padre engendrando, el Hijo naciendo, y el Espíritu Santo procediendo; consubstanciales e iguales, y coomnipotentes y coeternos: principio único de todas las cosas, creador de lo visible y de lo invisible (Conc. Lat. IV, cap. Firmiter).
30. Este misterio de la augustísima Trinidad, no ha de discutirse con curiosas investigaciones, ni se ha de confirmar con razones humanas, sino que ha de sostenerse con suma veneración y fe firmísima. «Quien se empeña en probar, dice Santo Tomás, la Trinidad de personas con la razón natural, menoscaba la fe de dos maneras. Primera, por lo que atañe a la dignidad de la misma fe... Segunda, por lo que toca a la utilidad de atraer a otros a la fe. Porque cuando alguien para probar la fe, aduce razones que no son apremiantes, se vuelve ludibrio de los infieles, porque juzgan que esas razones son las que sirven de fundamento y que por ellas creemos» (S. Th. I. q. 32. a. 1.).
31. Creyendo asimismo fielmente la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo, confesamos que el Hijo unigénito de Dios, Jesucristo, concebido de María siempre Virgen por obra del Espíritu Santo, hecho verdadero hombre, compuesto de alma racional y de carne humana, nos ha enseñado más claramente el camino de la vida; y siendo inmortal e impasible según la divinidad, el mismo se hizo mortal y pasible según la humanidad (Conc. Lat. IV. cap. Firmiter).
32. Por cuanto al extenderse la funesta plaga del indiferentismo y del racionalismo se multiplican los esfuerzos de los impíos para combatir hasta la existencia misma del sacrosanto misterio de la Encarnación, y sobretodo de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, cuya augustísima persona no temen vilipendiar con mil blasfemias y sacrilegas injurias, Nós, rechazando enérgicamente tamaña impiedad, con todo el afecto de nuestro corazón y con fe firmísima confesamos la divinidad de Jesucristo, el cual teniendo la naturaleza de Dios, no fue por usurpación sino por esencia el ser igual a Dios: y no obstante se anonadó a sí mismo tomando la forma o naturaleza de siervo (Philip., 11, 6, 7).
33. Con tanto ardor amó al género humano, que no sólo no rehusó vivir entre nosotros tomando nuestra naturaleza, sino que se gloriaba del dictado de Hijo del hombre, declarando abiertamente que había adoptado la familiaridad con nosotros para anunciar la libertad a los cautivos (Is. LXI, 1; Luc. iv, 19) y libertando al género humano de la peor de las servidumbres que es la del pecado, restaurar en sí todas las cosas de los cielos y las de la tierra (Ephes., I, 10) y a sacar a toda la descendencia de Adán del abismo en que la habia sumergido la culpa original, para reponerla en el primitivo grado de dignidad (Leo XIII, Epist. In Plurimis, 5 maii 1888).
34. Por tanto, el Hijo Unigénito de Dios vino al mundo, lleno de gracia y de verdad, para que los hombres, participando de su plenitud alcancen la vida eterna, y logren abundantes gracias y participen de la divina naturaleza. Con este fin multiplica los dones de su gracia, la cual ilustrando el entendimiento, y robusteciendo la voluntad con saludable constancia, la empuja siempre hacia lo que es moralmente bueno, y hace más fácil y seguro el uso de la libertad (Leo XIII, Encycl. Libertas, 20 Jun. 1888).
35. Acerca de la necesidad de la divina gracia hay que creer firmemente que ningún hombre, después de caido, sea justo o injusto, puede en el presente estado sin la gracia interior que lo prevenga llevar a cabo obra alguna saludable ó que lo conduzca a la vida eterna. Esta gracia en medida suficiente para alcanzar la salvación, a nadie se niega.
36. La gracia habitual es un don sobrenatural inherente al hombre de una manera intrínseca y permanente, con el cual se vuelve formalmente santo, agradable a Dios, hijo adoptivo de Dios y heredero de la vida eterna. De aquí es que por la justificación se nos traslada de aquel estado en que nacemos hijos de Adán, es decir de pecado, al estado de gracia y de adopción como hijos de Dios por el segundo Adán Jesucristo (Conc. Trid. sess. 6, cap. 4 de justif.); pues la justificación no es solamente el perdón de los pecados, sino la santificación y renovación del hombre interior por la aceptación voluntaria de la gracia y demás dones (Conc. Trid. sess. 6, cap. 7 de justif.): y la gracia, en virtud de la cual quedamos renovados es una cualidad divina inherente en el alma, y una especie de luz y esplendor que borra por completo las manchas de nuestras almas y hace las mismas almas más hermosas y resplandecientes (Catech. Rom. de Bapt. n. 50). De donde resulta que la gracia y la justificación no es igual en todos, y por esto dice San Pedro en su Epístola segunda (III, 18): Creced en gracia; y ésta puede perderse, y de hecho se pierde, por el subsiguiente pecado mortal.
Capítulo VI
Del culto que ha de prestarse a Dios y a los Santos.
37. De todos los deberes del hombre es sin duda alguna el mayor y más santo aquél que nos manda adorar a Dios con piedad y religión. Esto proviene necesariamente de que estamos perpetuamente en poder de Dios, cuya divinidad y providencia nos rigen, del cual salimos y al cual tenemos que tornar (Leo XIII, Encycl. Libertas, 20 Jun. 1888).
38. Por tanto el ahinco de los hombres por el honor de Dios y el culto divino ha da ser tan grande, que más bien que amor deba llamársele celo, a ejemplo de Aquél que dijo de sí propio: me he abrasado de celo por el Señor Dios de los ejércitos (3 Reg. XIX, 14), e imitando a Cristo de quien se dijo (Ps. LXVIII, 10): el celo de tu casa me ha consumido. Y por cuanto el hombre ha sido dotado por Dios con alma y cuerpo, no podemos menos que venerar con culto externo y dar gracias al mismo Dios a quien adoramos con nuestros sentidos íntimos, movidos por la fe, y por la esperanza que en él tenemos colocada.
39. Este culto externo ha de ser no sólo personal y doméstico, sino público; porque el Señor es creador no sólo de los individuos, sino de las sociedades. Por tanto, es necesario que la sociedad civil, como tal, reconozca a Dios por su Padre y autor, y tribute a su potestad y señorio el debido culto y adoración. La justicia y la razón prohiben que el Estado sea ateo o, lo que viene a resultar lo mismo, que conceda igual protección e iguales derechos, a las diversas religiones, como ha dado en llamárseles. Por lo mismo la sociedad, en su calidad de persona moral, está obligada a tributar culto a Dios (Leo XIII, Encycl. Libertas, 20 Jun. 1888): porque la naturaleza y la razón, que mandan a los individuos adorar a Dios santa y religiosamente, porque estamos bajo su dominio, y habiendo de El emanado a Él tenemos de tornar, con la misma ley obliga a la sociedad civil (Leo XIII, Encycl. Immortale Dei, 1 nov. 1885) y otrotanto ha de decirse de la sociedad doméstica.
40. El culto público que los pueblos cristiano han de tributar a Dios, consiste principalmente en santificar el día del Señor. A la observancia o violación de esta ley debe atribuirse en su mayor parte la prosperidad o miseria de toda la República cristiana (Conc. Prov. Rothom an. 1850, decr. 2). No sólo en la vida futura sino en la presente son castigados a menudo con diversas calamidades los transgresores de este precepto (Conc. Prov. Albien. an. 1850, tit. 4. decr. 1); porque su desprecio y olvido conmueven y trastornan el orden moral en sus mismos cimientos; difunden entre los pueblos todo género de males, principalmente la obcecación del entendimiento, la corrupción de costumbres y el amor hace pedazos los vínculos de la sociedad religiosa, de la civil y aun de la doméstica (Conc. Prov. Albien. an. 1850 tit. 4, decr. 1)
41. A Dios solo, como a supremo Creador y Señor de todas las cosas debe rendirse culto de latría y verdadera adoración, como la misma ley natural lo sugiere, y se manda expresamente en esta sentencia: Adorarás al Señor tu Dios y a Él solo servirás (Mat. IV. 10). La Humanidad de Jesucristo ha de adorar con culto absoluto de latría, porque como dice San Juan Damasceno (Lib. 3, de Fide orth. cap. 8, ap. Franzelin, de Verbo Incarn. Thes. 45): Uno es Cristo, perfecto Dios y perfecto hombre, al cual adoramos con el Padre y el Espíritu Santo, en la misma adoración con su carne inmaculada... no tributamos culto de latria a la creatura, porque no la adoramos como mera carne sino en cuanto está unida a la divinidad.
42. Todos los fieles, como se ha practicado siempre en la Iglesia Católica. han de rendir al Santísimo Sacramento de la Eucaristía el culto de latría que se debe al verdadero Dios; pues no se le ha de adorar menos porque Cristo Nuestro Señor lo estableció para que de él participemos, puesto que creemos que en él está real y verdaderamente presente el mismo Dios de quien el Padre Eterno, al introducirlo en el mundo, dijo (Ps. 96. Heb. 1): Adórenlo todos los Angeles de Dios; a quien los Magos (Mat. II) adoraron postrados, al que, por último como declara la Escritura (Mat. XXVIII, Luc. XXIV) fue adorado por los Apóstoles en Galilea (Conc. Trid. sess. 13, de Euchar. cap. 5).
43. Con el mismo culto de latría adoramos el Corazón de Jesús, corazón de la persona del Verbo al cual está inseparablemente unido, del mismo modo que el exánime cuerpo de Cristo fue adorable en el sepulcro los tres días de su muerte (Pius VI Const. Auctorem fidei, 28 Aug. 1794), no habiendo habido separación o división de la divinidad. Por medio de esta devoción celebramos con especial culto, bajo el Símbolo del Sagrado Corazón de Jesús, los principales beneficios de amor que Jesucristo Nuestro Redentor ha conferido al género humano (Leo XIII, Litt. Benigno divinae Providentiae, 28 Junii 1889).
44. A la Santísima Virgen Maria, cuya Concepción inmaculada definió Pió IX como dogma de fe, y en la cual firmemente creemos, por su excelsa preeminencia sobre todas las demás creaturas se debe veneración de hiperdulía. Ella es nuestra medianera para con Dios, y dispensadora de las gracias celestiales. El implorar el auxilio de María en la oración se funda en el cargo que ejerce sin cesar cerca de Dios, de alcanzarnos la gracia divina, siéndole ella aceptísima por su dignidad y sus méritos, y muy superior en poder a todos los Angeles y Santos (Leo XIII Encycl. Iucunda, 8 sep. 1894). Ni la confianza singular con que los fieles y la Iglesia entera recurren a la Santísima Virgen, menoscaba en los más mínimo el honor debido a Jesucristo; siéndole en extremo grato y aceptable el ayudar y consolar a cuantos imploran el auxilio de su divina Madre. Todas las gracias que se comunican a este mundo, dice San Bernardino de Sena (Citat. a Leone XIII in Encycl. Iucunda, 8 sep. 1894), pasan por tres escalas: pues se distribuyen en ordenada sucesión por Dios a Cristo, por Cristo a la Virgen, por la Virgen a nosotros.
45. Para que el Señor se muestre más propicio a nuestras oraciónes y habiendo mas abogados, con mayor prontitud y largueza socorra a su Iglesia, juzgamos que conviene en alto grado que el pueblo cristiano juntamente con la Virgen Madre de Dios, se acostumbre a invocar con filial piedad y confianza de ánimo a su castísimo Esposo San José; pues él fue además de esposo de Maria, padre putativo de Jesucristo, y de aquí provienen su dignidad, su santidad y su gloria. (Leo XIII, Encycl. Quamquam pluries, 15 aug. 1889)
46. Advertimos a todos los fieles, que los Santos que reinan con Cristo ofrecen oraciones a Dios en nuestro favor, y por razón de la excelencia sobrenatural de su gracia y de mi gloria, y porque son amigos y herederos de Dios, hay que honrarlos con culto de dulia, e invocarlos, y que venerar sus reliquias. Han de considerarse sagradas sus imágenes, y como tales se han de conservar y hay que tributarles el debido honor y veneración. Reteniendo en el corazón y mostrando con las obras, que ésta es la doctrina del Santo Concilio de Trento, sepan todos los fieles que la gracia se nos da por los méritos de Jesucristo, que es el único y verdadero Mediador entre Dios y los hombres; y que invocamos a los Santos, no para que nos concedan algo por su propia virtud sino para que lo pidan a Dios para nosotros, y por nosotros intercedan; que no hay en las sagradas imágenes virtud alguna, sino que el culto que les rendimos se refiere a los prototipos. De igual manera, el culto que prestamos a las reliquias, redundaren honor de los mismos santos de quienes son preciosos despojos (Cfr. Conc. Trid. passim).
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