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jueves, 16 de febrero de 2012

EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA Y LA NUEVA MISA. (3)

(Páginas 46-54)
VI
Nos hemos limitado a hacer una evaluación sumaria del "Nuevo Ordo", en donde se aparta más seriamente de la Teología Católica de la Misa y nuestras observaciones tocan únicamente aquellas desviaciones que pudiéramos llamar típicas y más importantes. Una apreciación completa de todos los latentes peligros, de todos los elementos destructivos, espiritual y sicológicamente, en el documento —en el texto, en las rúbricas o en las instrucciones— significaría una tarea vasta y prolongada.
Sólo una mirada superficial hemos dado a los tres nuevos cánones, ya que éstos han sido objeto de una crítica repetida y autorizada, así en la forma externa, como en la substancia. El segundo de estos cánones (Ha sido presentado como el Canon de "Hipólito", pero, en realidad, excepción hecha de algunas palabras, nada tiene que ver con el Canon de Hipólito, el Canon del "Novus Ordo") fue y ha sido motivo de escándalo por razón de su brevedad. De ese Canon II se ha dicho, con razón, entre otras cosas, que podría ser recitado, con perfecta tranquilidad de conciencia, por cualquier sacerdote, que no cree ya en la transubstanciación o en el carácter sacrifical de la Misa, por un ministro protestante, por lo mismo.
El nuevo Misal fue introducido en Roma, como un texto de "amplia materia pastoral" y "más pastoral que jurídico", que las Conferencias Episcopales podrían utilizar, según las varias circunstancias y el genio diferente de los pueblos.
(Nota del Traductor Mexicano). En toda la estructura postconciliar, encontramos la misma incertidumbre, confusión y evidente contrariedad. Las Conferencias episcopales, cuya base teológica ignoramos, cuya autoridad y poderes parecen mermar la autoridad suprema del primado de Pedro y la autoridad misma de los obispos en sus diócesis, son ahora el tribunal máximo, a cuyo arbitrio está aun la liturgia sagrada del Santo Sacrificio. Y, como Sus Excelencias carecen, muchas veces, del tiempo, de los conocimientos y hasta de la discreción necesaria para legislar en estas materias, tienen que valerse de la ayuda de los "expertos", de cuyas decisiones depende ahora el Culto Divino. Y no son los "expertos" de Roma, sino nuestros modestos "expertos" provincianos.
En esta misma Constitución Apostólica leemos: "hemos introducido, en el nuevo Misal, legítimas variaciones y adaptaciones". Además, la sección de la nueva Congregación del Culto Divino será responsable "de la publicación y constante revisión de los libros litúrgicos". El último boletín oficial de los Institutos Litúrgicos de Alemania, Suiza y Austria ("Gottesdienst", N° 9, 11 de mayo de 1969) dice: "Los textos latinos tienen que ser ahora traducidos a las lenguas de los diversos pueblos; el "estilo" Romano debe ser adaptado a la individualidad de las Iglesias locales: aquello que había sido concebido más allá del tiempo, debe ahora acomodarse al contexto variante de las situaciones concretas, en el flujo constante de la Iglesia Universal y sus miles distintas congregaciones.
(Nota del Trad. Mexicano). Estamos en un completo relativismo. ¿Por qué si el "estilo" Romano tiene que adaptarse a las situaciones variantes de la Iglesia Universal y de sus miles distintas comunidades, no ha de adaptarse también a las circunstancias individuales, personales y a las mudanzas a que estamos todos sujetos? El error está en que ahora queremos acomodar el culto divino no a la voluntad de Dios, no a la verdad revelada, sino a lo que al hombre agrade, a lo que responda a nuestros gustos, caprichos, prejuicios y aun a nuestras mismas pasiones.
La misma Constitución Apostólica da el coup de grace (el tiro de gracia) al lenguaje universal de la Iglesia (contrario a lo que dice y ordena el Concilio Vaticano II) con la dulce afirmación que "en esta variedad de lenguas la misma y única oración de todos (?) puede subir más fragante que cualquier incienso".
El abandono total del latín puede, por lo mismo, darse como un hecho; el del canto gregoriano —que aun el Concilio reconoce ser "liturgiae romanae proprium" (ser propio de la liturgia romana) (Sacros. Conc. N° 116) y ordena que "principem locum obtineat", (ocupe el primer lugar) lógicamente seguirá después, con la libertad para escoger, entre otras cosas, los textos del Introito y del Gradual.
Desde el principio, por lo tanto, el nuevo rito es lanzado como pluralista y experimental, ligado al tiempo y al espacio. La unidad del culto ha sido arrasada así para todos y para bien, ¿qué sucederá con la unidad de la fe, que con la unidad del culto se ha ido, la que, según siempre se nos había dicho, debíamos preservar y defender sin compromiso alguno?
Es evidente que el "Novus Ordo" no pretende, en manera alguna, presentarnos los dogmas de la fe, como fueron enseñados por el Concilio de Trento, a los cuales, es necesario recordarlo, la conciencia católica está indisolublemente ligada. Con la promulgación del "Novus Ordo" el católico leal se enfrenta a una terrible y trágica alternativa.

VII
La Constitución Apostólica hace explícita referencia a la riqueza de piedad y de enseñanza que el "Novus Ordo" tomó de las Iglesias Orientales.
El resultado —totalmente remoto y aun opuesto a la inspiración de las liturgias orientales— sólo puede repugnar a los fieles de esas Iglesias de Oriente. ¿Qué es lo que, en verdad, significan esas reminiscencias ecuménicas? Básicamente, la multiplicación de las anaphoras (de las plegarias eucarísticas) (pero, nada que aproxime a su belleza y estructura), la presencia de los diáconos, la Comunión, sub utraque specie (bajo las dos especies). Contra estas adquisiciones, el "Novus Ordo" magníficamente ha suprimido todo lo que en la liturgia romana se acercaba más a las ceremonias u oraciones de la Iglesia Oriental.
Pensemos, tan sólo, en la liturgia bizantina, por ejemplo, con sus reiteradas y largas oraciones penitenciales: los ritos solemnes con que se revisten el celebrante y los diáconos; la preparación de las ofrendas, en la proscomidia, un completo rito en sí mismo; la continua presencia en las oraciones, aun en aquellas de las ofrendas, de la Virgen Santísima, de los Santos y Coros de Angeles (que son actualmente invocados, al empezar el Evangelio, como "invisibles concelebrantes"), identificándose el coro con ellos; la iconostasis, que divide el santuario del resto de la iglesia, el clero del pueblo; la oculta consagración, simbolizando el misterio divino, al cual toda la liturgia alude; la posición del celebrante versus Deum, de cara a Dios, nunca versus populum, de cara al pueblo; la comunión dada siempre y solamente por el celebrante; las continuas manifestaciones de adoración profunda, que se hacen a las Sagradas Especies; la actitud esencialmente contemplativa del pueblo. El hecho de que esas liturgias, aun en sus formas menos solemnes, duran más de una hora, y son constantemente definidas como "tremendas e infalibles"... que nos dan los misterios de la vida celestial... no necesitan comentarios. Finalmente, es digno de notarse como, en la Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo, así como en la de San Basilio, el concepto de "cena" o de "banquete" aparecen claramente subordinados al de sacrificio, como en el Misal Romano de San Pío V.
Todavía más, al abondonar su inconfundible e inmemorial carácter romano, el "Novus Ordo" perdió lo que le era propio y más precioso. En su lugar se han puesto elementos, que sólo la asemejan a ciertas otras liturgias reformadas de las Iglesias protestantes (no de las más cercanas al catolicismo), y que, al mismo tiempo, la envilecen.
La Iglesia Oriental estará más lejos de nosotros, como ya lo está ahora, después de las recientes reformas litúrgicas.
Como una compensación, la nueva liturgia será el regocijo de varios grupos, que, revoloteando al borde de la apostasía, han hecho gravísimos estragos en la Iglesia de Dios, envenenando su organismo y minando su unidad de doctrina, de culto, de moral y disciplina, en una crisis espiritual sin precedente.

VIII
San Pío V había ordenado el Misal Romano (como lo recuerda la misma presente Constitución Apostólica) para que fuese un instrumento de unidad entre los católicos. En conformidad con la doctrina y las ordenanzas del Concilio de Trento, estaba preparado ese Misal Romano, para que excluyese todo peligro, en el culto litúrgico, de errores contra la fe, entonces amenazada por la Reforma Protestante. La gravedad de la presente situación justifica plenamente y aun hace proféticas las solemnes amonestaciones del Santo Pontífice que nos dió al fin de su Bula, en la que promulgó su Misal: "Si alguno, pues, se atreviese a atentar contra lo que mandamos, sepa que incurrirá en la indignación de Dios Omnipotente y de sus bienaventurados Apóstoles, Pedro y Pablo". (Quo Primum, julio 13 1570).
En la Sesión XXIII (decreto sobre la Santísima Eucaristía), el Concilio de Trento manifestó su intención; "para que de raíz arrancase la cizaña de execrables errores y cismas, que el hombre enemigo... en la doctrina de la fe, en el uso y culto de la Sacrosanta Eucaristía sembró —(Mt. XIII, 25)— que, por otra parte, Nuestro Salvador dejó en Su Iglesia, como símbolo de su unidad y de la caridad, con que quiso que todos los cristianos estuviesen entre sí unidos e indentificados" (DB. 873).
Cuando el "Novus Ordo" fue presentado a la Oficina de Prensa Vaticana, con increíble audacia se afirmó que las razones, que originaron los decretos tridentinos no eran ya válidas. Esas razones no sólo tienen hoy aplicación, no sólo siguen existiendo, como no dudamos en afirmarlo, sino que son, en nuestros días, mucho más serias y más graves. Precisamente para proteger contra los peligros con que cada centuria amenaza la pureza del depósito de la fe ("depositum custodi, devitans profanas vocum novitates" I Fil. VI, 20) la Iglesia, con la inspiración del Espíritu Santo, ha levantado las defensas de sus definiciones dogmáticas y sus pronunciamientos doctrinales. Esas definiciones y esos pronunciamientos se han reflejado luego en su culto, que vino a ser siempre el más completo monumento de su fe. El traer y llevar el culto de la Iglesia hacia el pasado, pretendiendo volver a poner en uso, a toda costa, las prácticas antiguas, de una manera artificial y con ese "insano arqueologismo", tan terminantemente condenado por Pío XII, lo que en los tiempos antiguos tuvo la gracia de su espontánea originalidad, significa —como lo estamos viendo ahora con suma claridad— desmantelar las barreras teológicas erigidas para proteger el Rito, y despojar la liturgia de toda la belleza con que se fue enriqueciendo, a través de los siglos.
"Así como ningún católico sensato puede rechazar las fórmulas de la doctrina cristiana, compuestas y decretadas con gran utilidad por la Iglesia, inspirada y asistida por el Espíritu Santo, en épocas recientes, para volver a las fórmulas de los antiguos concilios. . así cuando se trata de la Sagrada Liturgia, no resultaría animado de un celo recto e inteligente quien deseara volver a los antiguos ritos y usos, repudiando las nuevas normas introducidas... tal manera de pensar y de obrar hace revivir, efectivamente, el excesivo o insano arqueologismo, despertado por el ilegítimo concilio de Pistoya, y se esfuerza por resucitar los múltiples errores, un día provocados por aquel conciliábulo y por los que de él se siguieron, con gran daño de las almas".
"Así, por ejemplo, se sale del recto camino quien desea volver al altar su forma antigua de mesa; quien desea excluir de los ornamentos litúrgicos el color negro; quien quiera eliminar de los templos las imágenes y estatuas sagradas; quien hace desaparecer de las imágenes del Redentor crucificado los dolores acervísimos que El ha sufrido..." (Pío XII, Mediator Dei). Nota del Traductor Mexicano: Toda esa sapientísima doctrina, todas esas terminantes condenaciones de Pío XII, han sido "superadas" con increíble audacia, por los modernos reformadores. ¿A quién creemos, a Pío XII o a Paulo VI?
Y todo esto se ha hecho en uno de los momentos más críticos —si no el más crítico— de la historia de la Iglesia. Hoy, la división y el cisma están oficialmente reconocidos que existen, no sólo fuera, sino dentro de la misma Iglesia (Un fermento cismático divide, subdivide, desmorona la Iglesia (Paulo VI, Homilía in Coena Domini, 1969)). Su unidad no sólo está fuera, sino ya trágicamente comprometida (Hay también entre nosotros "esos cismas", "esas cisuras, que San Pablo en la 1- a los corintios denuncia con dolor". (Paulo VI, ibidem)). Errores contra la fe no son meramente insinuados, sino positivamente impuestos, por medio de abusos litúrgicos y aberraciones que han sido toleradas y difundidas.
Es bien sabido cómo hoy el Vaticano II es objeto de ataques o torcidas interpretaciones, de parte de aquellos mismos que se gloriaban de haber sido sus líderes, de aquellos que —mientras el Papa, al clausurar el concilio declaraba que nada había él cambiado— salieron decididos a "destruir" su contenido, en el proceso de su aplicación actual. Lástima que la Santa Sede, con una prisa, que es realmente inexplicable, pueda tal vez dar la impresión de haber dado su aprobación y aun haber alentado, por medio del Consilium ad exequendam Constitutionem de Sacra Liturgia, hasta a una constante infidelidad al concilio, desde los formales y aparentes aspectos como la conservación del latín, del canto gregoriano, la suspensión de ritos venerables y del ritual, hasta los cambios substanciales ahora sancionados por el "Novus Ordo". A las consecuencias desastrosas que hemos previsto y anunciado, debemos añadir aquellas, que con efectos sicológicamente mayores todavía, se harán sentir muy pronto en los campos de la disciplina y de la autoridad docente de la Iglesia, al minar con esos cambios radicales la autoridad de la Santa Sede y la docilidad debida a sus leyes.
El abandonar una tradición litúrgica, que por cuatro siglos había sido la señal y la prenda de la unidad del culto (y remplazar esa tradición litúrgica con otros ritos, que no pueden ser otra cosa que una señal de división, por las incontables libertades implícitamente autorizadas y que abundan con insinuaciones o con errores manifiestos contra la integridad de la religión católica) es, así lo creemos nosotros y nos sentimos obligados en conciencia a proclamarlo, un error incalculable.
No nos dejemos engañar con la sugestión de que la Iglesia, que se ha hecho grande y majestuosa por la gloria de Dios, como un magnífico templo suyo, debe ser llevado de nuevo a sus originales y más pequeñas proporciones, como si ellas fueran las únicas verdaeras, las únicas buenas..." (Paulo VI, Ecclesiam suam)

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