I. — Según hemos visto, cuando se piensa en María, cuando se habla de María, jamás se la debe separar de su Hijo, de Dios hecho hombre por nosotros. En todo momento, siempre, en el tiempo o en la eternidad, María es, o por destinación o de hecho, aquel gran prodigio del Apocalipsis: "la mujer revestida del sol" (Apoc., XII, 1), es decir, de Aquel que es el inefable esplendor del Padre. Ved por qué no la podemos considerar ni como Virgen ni siquiera como santa, sin ver en ella, más o menos explícitamente, a la madre, más aún, a la Madre de Dios, porque su maternidad encierra y da la última respuesta de todo lo que hay en María, hasta de su misma existencia. Dios no la hizo de otra manera ni la concibió de otra suerte. Por consiguiente, tratar de sus grandezas es necesariamente entrar en ese abismo insondable de la maternidad divina. Y, ¿no es empeño éste para hacer retroceder a toda inteligencia, no ya humana, sino creada? Tal es, sin duda alguna, el sentir de los Santos Padres, quienes, si bien con piadosa emulación celebraron las excelencias de esta Madre incomparable, no obstante, confiesan con voz unánime su impotencia para exaltarlas como ellas merecen.
"¡Ay de mí! —exclamaba un antiguo y piadoso orador griego en el exordio de uno de sus discursos acerca de la bienaventurada Virgen—; he intentado expresar con mis palabras los radiantes esplendores de la Madre de Dios, sus incomprensibles perfecciones, el misterio del cielo y de la tierra, el propiciatorio y el milagro del mundo. Mi corazón palpitaba con el deseo de explicar una maravilla digna de las más altas contemplaciones y de las especulaciones más profundas. Pero, amadísimos míos, yo me detengo temblando y paralizado por el temor. El recuerdo de lo que he entrevisto me turba hasta lo más profundo de las entrañas, y el sentimiento de mi incapacidad me llena de tristeza. ¿Qué espíritu podría lisonjearse de sondear misterio tan insondable y qué lengua de poderlo expresar? Si, cobrando mi valor, pruebo a enunciar mis débiles conceptos, ved que de nuevo caigo en mis temores: ¡con tanta fuerza siento mi pequenez para celebrar semejante grandeza! Mi voz es débil; mi lengua, perezosa; nula mi elocuencia para hablar de la sublimísima y santísima Madre de Dios, de aquella a quien ni nombrar a la ligera es lícito a la lengua humana... ¿No es ella la que sume en estupor a las virtudes de los cielos? Los Angeles, los Arcángeles, los Principados, las Potencias, los Tronos, las Dominaciones, los Querubines y los Serafines, en una palabra, todas las falanges de los cielos miran a la Virgen, nuevo cielo y nuevo trono, y el terror les sobrecoge cuando ven al Eterno descender desde la cumbre de su gloria para sentarse, anonadado, en el seno virginal de ella" (S. Epiph., hom. 5. In I.aud S. M. Vira. P. G. XLIII, 488. Como dijimos, los críticos no están de acuerdo acerca del autor de esta homilía; comúnmente es citada como obra del santo obispo de Salamina).
Lo que hemos oído de labios de San Epifanio lo dijeron también otros muchos, unos antes y otros después de él. Contentémonos con algunos pasajes selectos del exordio de un sermón pronunciado por San Juan Damasceno en la fiesta de la Dormición de la Santísima Virgen (Así llaman los griegos la fiesta del Tránsito o Asunción de la Madre de Dios).
"Si es necesario celebrar y honrar con alabanzas la memoria de todos los justos (Prov., XVII, 7), ¿quién no exaltará en María la fuente de la justicia y el tesoro de la santidad? No ciertamente para aumentar la gloria de ella, sino para procurarnos una gloria eterna. Porque el Tabernáculo del Señor de la gloria no necesita ser glorificado por nosotros ni tampoco la ciudad de la que está escrito: ¡Cuántas cosas gloriosas han sido dichas de ti, oh ciudad de Dios! (Ps., LXXXVI, 3).
La ciudad de Dios invisible e inconmensurable, que tiene en su mano el mundo, ¿no es esta mujer cuyas entrañas, contra todas las leyes de la naturaleza, encerraron al Verbo de Dios, grande como su Padre...? Nada puede celebrarla dignamente, ni la lengua de los hombres, ni la inteligencia de los ángeles, por sublime que fuere, porque en ella y por ella la gloria del Señor se puso al alcance de nuestra mirada" (S. J. Damasc. hom. I, In Dormit B. V. Deip., n. 1. P. G. XCVI, 700).
Sin embargo, el santo no estima que la altura incomparable del asunto sea razón para callar. "¿Deberemos, pues, callarnos porque no podamos alabarla tanto como ella se merece? De ninguna manera. ¿Olvidaremos entonces los límites de nuestra flaqueza, y, arrojando el freno del temor, trataremos sin pudorosa contención de lo que apenas es lícito tocar? Mucho menos. ¿Qué hacer, pues? Templar el deseo con el temor, trenzar con el uno y con el otro una corona, y con mano trémula y respetuosa, y con un corazón encendido totalmente en agradecimiento y amor, presentar a esta Reina Madre los homenajes a los que su excelencia y sus beneficios en favor de toda la naturaleza le dan incontestable derecho... Poquísimo será esto, yo lo confieso, para un mérito de tal magnitud. Pero esta Señora misericordiosísima, la Madre de aquel que es él solo bueno, de aquel que por su condescendencia infinita prefirió dos pobres monedas a los presentes más espléndidos, se complacerá en la buena disposición de nuestro corazón y bendecirá nuestra humilde ofrenda" (S. J. Damasc., ibíd., n. 2, 700, 701).
Fortificado con esta esperanza en la misericordiosa bondad de aquella que el santo llama "la gloria de nuestra estirpe y aderezo de la creación", comienza su panegírico, mas no sin haber suplicado al Verbo de Dios que derramara en sus labios la gracia del Espíritu que transformó a los Apóstoles (Id., ibíd., n. 3).
II.— Animados con estas palabras y con el ejemplo del santo doctor, probemos también nosotros a decir, en la medida de nuestra debilidad, la excelencia inefable de la maternidad divina de María. Y para hacerlo menos imperfectamente transcribamos primero los sentimientos de los santos; después, guiados por los doctores de la escuela, buscaremos las razones profundas de elogios tan increíbles y de grandeza tan prodigiosa.
Oigamos de nuevo al orador oculto bajo el nombre de San Epifanio: "¿Qué decir y cómo exaltar a la que es raíz bienaventurada de la gloria? Exceptuado sólo Dios, ella es superior a todo: más bella que los querubines y que los serafines y que todo el ejército de los ángeles; tan grande, que ninguna lengua, ni en la tierra ni en el cielo, es bastante para cantar sus alabanzas... ¡Oh Virgen Santísima, tu dignidad sume a los mismos ángeles en asombro y estupor! ¿Pues qué maravilla hay más admirable en el cielo que una mujer revestida de sol, una mujer que lleva en sus brazos a la misma luz, principio de toda luz...? ¿Qué prodigio más admirable que el Hijo de una mujer que es al mismo tiempo padre de esta mujer y padre de los siglos y que una Virgen que tiene a Cristo, Hijo de Dios vivo, a la vez por hijo y por esposo? ¿Qué espectáculo más asombroso que el del Señor de los ángeles convertido en niño pequeñito en el seno de una persona mortal?" (S. Epiphan., hom. 5, In Laud. S. M. V. P. G. XLIII, 492, 493).
San Juan Damasceno, con frase en alto grado expresiva, dice: "Entre los siervos de Dios y la Madre de Dios, la diferencia es infinita, Infinitum Dei servorum ac Matris discrimen est" (S. J. Damasc, Orat. I, De Dormit. Deip. V. M., n. 10 P. G. XCVI, 716). Pues oigamos a San Pedro Damiano: "¿Qué hay más grande que la Virgen María, que encerró en sus entrañas la incomprensible grandeza de la divinidad? Contemplad los serafines; subid con atrevido vuelo muy por encima de esta naturaleza tan elevada, y veréis por debajo de la Virgen todo lo que existe; una sola cosa sobrepuja a esta obra de Dios: el Hacedor mismo" (S. Petr. Damián., serm. 44, In Nativ. V. Peip. P. L. CXLIV, 738). No aleguéis que existen dudas acerca de la autenticidad del sermón de donde están tomadas estas líneas. Sean fundadas las dudas o no lo sean, lo cierto es que el texto expresa el pensamiento del piadoso y sabio doctor San Pedro Damiano, porque él es quien canta a la Virgen en uno de sus himnos así: "El coro de los bienaventurados ángeles —los profetas sagrados y el orden de los apóstoles— no ven por cima de ellos nada más que a ti sola, después de la divinidad".
Esta fórmula reaparece por doquiera en los discursos y en los otros escritos compuestos por los antiguos autores en alabanza de María. En efecto, ninguna otra fórmula es tan apropiada para darnos idea de la inconmensurable excelencia que María debe a su dignidad de Madre de Dios. Y para que nadie sospeche que afirmamos sin pruebas, allá van algunos testimonios, entre otros muchos que omitimos. Los aducimos confiados en que el amor de los lectores a la Santísima Virgen hará que no les parezcan demasiado largos.
"¿Qué honor igualará jamás a la pureza de la Virgen? El Autor de todas las cosas, cogido en las redes de su hermosura, con materiales tomados de ella, se fabricó el templo de su cuerpo; en ella se dignó fijar su morada; en ella se cumplió el consejo del Padre y en ella descansó el Espíritu Santo. Por consiguiente, ¿qué honor le tributaremos nosotros que iguale con su mérito, cuando el Creador nos la presenta más elevada que todos los seres juntos, él solo exceptuado, uno se excepto?" (Georg. Nicomd., hom. 6, in SS. Deip inttress. V. G .C, 1437). Según otro escritor griego, Pedro, obispo de Argos, "la santísima Madre del Salvador deja atrás a todas las criaturas; por cima de ella no hay más que su Hijo" (Petr. Arg., orat. De Concept. S. Anne, n. 14, P. G. CIV, 1364).
En una carta de San Germán de Constantinopla, que fue leída y aprobada en la sesión cuarta del séptimo Concilio ecuménico, se lee: "Nosotros honramos y glorificamos en la Virgen María a aquella que es propia y verdaderamente Madre de Dios, y como tal, la tenemos por superior a todas las criaturas visibles e invisibles" (S. Germ. Constant., ep. ai. Joan. Synad. P. G. XCVIII, 160). Testimonio aún más elocuente de la fe antigua es San Efrén. Pues mirad en qué términos habla de la Madre de Dios: "María es, después de la Trinidad, nuestra Soberana; es nuestra consolación después del Espíritu Santo; la medianera de todo el universo después de nuestro Mediador; más elevada y más gloriosa sin comparación que los querubines y los serafines, abismo insondable de la bondad divina, plenitud de las gracias de la Trinidad, como que ocupa el segundo lugar después de la divinidad" (S. Ephr. Opp. (graece), III, 528, sq). Pues, ¿qué es esta Virgen Madre? "El carro de la gloria del Altísimo, un vaso sin precio, el depósito de todas las gracias... un abismo de maravillas, una fuente inagotable de bienes, la Reina del universo, una nube llena de Dios" (S. Taras. Constant., hom. In SS. Deip. Praesent., n. 9, P. G. XCVIII, 1493)
"Oh Virgen Madre, nada se acerca a las maravillas que yo contemplo en ti; nada hay que no esté por debajo de tu gracia; en una palabra, no hay criatura, sean cuales fueren su esplendor y sublimidad, que pueda correr parejas contigo. El Señor es contigo, ¿quién, pues, podrá rivalizar con ti? El Señor es tuyo; ¿quién, pues, no se inclinará delante de ti, dichoso en cederte la preeminencia y en reconocer que a ti sola corresponde la categoría suprema?" (S. Sophron., orat. In SS. Deip. Annunt., 2. P. G. XCVII, 3241)
Ahora ved a la misma bienaventuranda Virgen que celebra sus propias grandezas, según San Andrés de Creta. "El Oriente, levantándose de lo alto sobre nosotros, ha visitado a los que estaban sentados en las sombras de la muerte. Verdadero Dios, por un nuevo género de concepción y de nacimiento se ha hecho hombre de mi sangre virginal, para renovar la naturaleza y subsisitir con una creación siempre nueva el mundo envejecido en su degradación. ¿Cuándo se ha visto en los siglos que pasaron una mujer que llegase a ser Madre de Dios? ¿Cuándo Dios mismo fué llamado hijo de una mujer...? Y ved las maravillas que se han obrado en mí: a ellas debo mi gloria y todo mi esplendor. Y por esto todas las generaciones me llamarán justamente bienaventurada, porque el que es poderoso ha hecho en mí cosas grandes y su nombre es santo. En efecto, ¿qué hay más grande y más glorioso que ser llamada Madre de Dios y serlo verdaderamente?" (S. Andr. Cret., hom. In Dormit. S. Mariae. P. G. XCVII, 1056)
III. — Del Oriente volvamos al Occidente.
"Oh, Señora nuestra, nada te iguala, nada es comparable a ti. Todo lo que existe, o está por encima de ti o está por debajo de ti. Por encima de ti, sólo Dios; por debajo, todo lo que no es Dios. ¿Quién podrá jamás estimar debidamente tal excelencia, quién podrá alcanzarla?" (Auctor L. De Conceptione. . . P. L. CXLIX, 307) Ya anteriormente hemos hecho notar que la obra de donde está tomado este texto no es de San Anselmo, como se creyó durante mucho tiempo; pero, salvo el punto particular de la concepción de María, las ideas que encierra son ciertamente muy propias del gran obispo de Cantorbery. Ved cómo, en efecto, habla él mismo a la divina Virgen en una de sus más devotas oraciones: "Oh maravilla de las maravillas, a qué altura tan sublime contemplo a María. Nada hay igual a María; sólo Dios es más grande que María. Es que el Hijo que Dios engendró de su corazón, igual al mismo y que Dios ama como a sí mismo, Dios se lo dio a María. De María, Dios se formó un Hijo, no otro distinto del suyo, sino el mismo; de suerte que el Hijo de Dios y el Hijo de María son uno solo, Hijo común del uno y del otro, según la naturaleza. Todo en el universo fué creado por Dios, y Dios nació de María; Dios creó todas las cosas y María dio a luz a Dios. Aquel que lo hizo todo se hizo a sí mismo de María, y por esto mismo rehizo todo lo que había hecho" (S. Anselm Cantorb., orat. 52. P. L. CLVIII, 956)
Lo que el maestro había dicho en el ardor de su piedad, Eadmer, su fidelísimo discípulo, lo recoge y amorosamente lo desarrolla. "Y ahora álcese el espíritu del hombre y entienda en la medida de sus fuerzas hasta qué punto ha estimado Dios todopoderoso los méritos de la bienaventurada Virgen. Contemple, digo, y admire cómo Dios Padre ha engendrado de su naturaleza, y sin principio, un Hijo a él consubstancial y coeterno; cómo por medio de él hizo de la nada todas las criaturas, visibles e invisibles. Pero no le sufría el corazón que este Hijo, su Unigénito y su amado, fuese solamente suyo; antes quiso que el mismo Hijo viniese a ser con toda verdad el Hijo único, el Hijo queridísimo, el Hijo propio y verdadero de la bienaventurada Virgen, no porque Dios debiera tener dos Hijos, el uno Hijo de Dios, el otro Hijo de María, sino un solo Hijo que, en la unidad de persona, es a la vez Hijo de Dios e Hijo de María. ¿Quién, pues, ante un misterio así, no quedará sobrecogido de estupor" (Eadmer, L. de Excell. B. M., c. 3. P. L. CLIX, 561, 562). Y es que, en efecto, "el solo título de Madre de Dios basta por sí solo para colocar a la Virgen a una altura por cima de la cual no se puede concebir más que a Dios" (Id., ibíd., c. 2, 559)
IV.— Quisiéramos detenernos en este camino; pero los herejes nos echan en cara que exaltamos excesivamente a la Madre de Nuestro Señor, y aun algunos católicos juzgan exagerados y de data reciente los elogios fervientes que tributamos a la gloria de la divina maternidad de María. Por esto, que nosotros mismos hemos oído con nuestros oídos, nos resolvemos a seguir citando los testimonios de los Santos y preferentemente los que se remontan a mayor antigüedad. Poco importa el que nos tengan por prolijos si logramos aumentar en una sola alma el aprecio amoroso de la Madre de nuestro Dios y Madre nuestra.
Volvamos a San Juan Damasceno, el cual saluda a la bienaventurada Virgen María "como a quien es enteramente la morada del Espíritu Santo, como Ciudad, toda ella, de Dios vivo a la que riegan y alegran los torrentes del río de las gracias del Espíritu Santo que sobre ella derrama las ondas de sus aguas: toda unida a Dios, más elevada que los ángeles más elevados; tan próxima a Dios, que pudiera llamarse vecina de Dios, próxima Deo. ¡Oh milagro, el más admirable de los milagros! Una mujer ha subido por cima de los serafines, porque Dios se abajó aun por debajo de los ángeles (Hebr., II, 9). No diga ya Salomón que no hay nada nuevo sobre la tierra" (Eccl., I, 10).
"¡Oh Virgen, que toda manas gracia divina, templo sagrado de Dios, habitado por el Salomón espiritual, el Príncipe de la paz, después de haberlo construido con sus propias manos; santuario en el que resplandece, en vez de piedras preciosas, el mismo Cristo, perla infinitamente preciosa y diamante de la divinidad!" (S. J. Damasc, hom. I, In Nativ. B. M. V., n. 9 et 10 P. G. XCVII 676, 677). Y en otro lugar, contemplándola en el cielo y en su gloria de Madre, lanza este grito de admiración: "Entre la Madre y el Hijo nada hay medio" (Id., orat. 3, In Dormit. B. M. V., n. 5. ibíd., 761).¿Queréis remontaros aún más arriba en el discurso de los siglos? Oíd a un padre del siglo IV, el bienaventurado San Efrén: "Oh gloriosísima Señora nuestra, tú fuiste elevada más alta que los cielos; eres más blanca que los rayos del sol más esplendente; más gloriosa tú sola, sin comparación, que todos los ejércitos de allá arriba" (S. Ephrem., opp., III (graece), p. 576). Y antes que San Efrén, San Metodio, obispo de Patara, decía a María, a fines del siglo III: "Faltaríanos tiempo, no solamente a nosotros, sino a todas las generaciones futuras, si fuera caso de ofrecerte una alabanza digna de ti, oh Madre del Rey de los siglos". Y esto es lo que el profeta nos quería dar a entender cuando decía: "¡Cuan grande es la casa de Dios y cuan espacioso el lugar de su posesión! Es grande, y no tiene fin; es sublime, es inmenso" (Baruch, III, 24, 25).
Sí; fué aquel verdaderamente un oráculo profético, una palabra llena de verdad, en la que se revelan tu magnificencia y tu majestad. Porque tú sola has merecido partir con Dios lo que es propio de Dios; tú sola engendraste en la carne al Unigénito que procede eternamente de Dios. Así piensa quien lleva en su corazón la verdadera fe" (S. Method., sem. De Sim. et Anna, n. 10. P. G. XVIII, 373).
San Proclo, antes de ser obispo de Cyzico, había sido discípulo predilecto de San Juan Crisóstomo en la Iglesia de Constantinopla. Sábese la parte que tuvo en la condenación de Nestorio, cuya cátedra ocupó gloriosamente. No será, pues, indiferente oírle hablar de la maternidad divina, por la que tanto batalló, y cuyas grandezas canta con tanto alborozo. Después de haber enumerado todos los grandes personajes del Antiguo Testamento y recordado brevemente sus glorias y sus virtudes, exclama: "No; ninguno puede compararse a María, la Madre de Dios. A aquel que los profetas vieron en enigma, ella lo llevó en sus entrañas, revestido de nuestra carne, y nada pudo poner obstáculo a la economía del Verbo de Dios... Me complazco en repetirlo, nada hay en el mundo que pueda sostener el parangón con la Madre de Dios. Recorramos con el pensamiento todas las criaturas, y decidme si hay alguna cosa que iguale o exceda a esta Virgen, Madre del Verbo. Pasead la mirada por la tierra, los mares, las profundidades del aire; penetrad hasta en los cielos; considerad en espíritu las virtudes invisibles; y decidme: ¿habéis hallado en toda la creación maravilla semejante a María? Los cielos cantan la gloria de Dios (Psalm. XVIII. 1); los ángeles le sirven temblando; los arcángeles, los querubines, los serafines, no se atreven a mirar cara a cara su resplandor infinito, y óigoles exclamar con voz en la que se mezcla el terror con la admiración: Santo, santo, santo, el Dios de los ejércitos; los cielos y la tierra están llenos de su gloria (Is., VI, 6). El abismo de los mares obedece a su vez (Luc, VIII, 24); las nubes, sobrecogidas de espanto, sírvenle de carroza (Is.. XIX, 1); el sol, viendo la injusticia de su suplicio, se eclipsa horrorizado (Matth., XXVII. 45); el infierno vomitó a sus cautivos y su vista espantó a los carceleros (Matth., XXXII, 52); los montes, tocados por su planta, parecían revolverse en humo; el Jordán, al mandato de Dios, temblando, huyó hacia su manantial (Psalms., CXIII, 3); el mar, domado con la sola vista de su imagen, prefigurada en la vara de Moisés, se dividió por sí mismo... (Ex., XIV, 16) el fuego de Babilonia respetó en los tres jóvenes hebreos la cifra de la Trinidad (Dan.. III, 50). Cosas son éstas para maravillar; pero traed a la memoria otros hechos aún más maravillosos y admirad el triunfo de la Virgen. Aquél delante de quien tiemblan así todas las criaturas, aquél a quien no alaban sino con estremecimiento de espanto, aquél mismo fué recibido por la Virgen, por la Virgen sola en sus castas entrañas de una manera inefable" (S. Proclus, orat. 5, Laudat. in S. V. Deip., n. 2. P. G. LXV, 717, sq.)
"Si, pues, queremos alabarla dignamente con nuestros elogios, confesemos que ella es con toda verdad la Madre de Dios hecho hombre. Todo lo demás queda por debajo de este título de gloria. Llamadla Reina del Cielo, Soberana de los ángeles; imaginad, para exaltarla, cuanto una inteligencia humana puede concebir, por excelente que ello fuere; jamás pensaréis ni expresaréis nada que iguales esta sencillísima, pero inefable alabanza: Es Madre de Dios: non ossurget ad hunc superindicibilem honorem quo creditur et praedicatur Dei Genetrix" (Petr. Cellen., L. de Panibus., c. 21. P. L. CCII, 1021).
En estos términos continúa Pedro de Celle los sublimes pensamientos de San Proclo. El mismo obispo de Chartres escribió también: "Oh Virgen de las vírgenes, ¿qué es esto?, ¿dónde estás? Miro y veo que te acercas casi inmediatamente a la inestimable y supereminente Trinidad... No eres una cuarta persona, porque la Trinidad, en su una e inmutable y perfectísima unidad, no admite igual. Pues ¿qué eres tú? Eres la primera, la sola primera, después de la Unidad y de la Trinidad, la Madre de Aquél cuyo Padre, el Espíritu Santo: una et prima post Unitatem et Trinitatem?" (Petr. Cellen., serm. 13. De Purific. S. Mar., V. L. CCII, 675).
Un siglo después, el autor del Espejo de la Virgen escribía esta hermosa página, que se atribuye generalmente a San Buenaventura, y que éste ciertamente no hubiera desdeñado: "La Madre del Señor, Madre y Virgen juntamente, es la más digna entre las madres. Ella es verdaderamente la Madre que tal Hijo requería, la madre a quien solamente convenía tener tal Hijo; una Madre tal, que Dios mismo no podía hacerla mejor. Pudiera Dios hacer un mundo más grande, pudiera hacer un cielo mayor; pero una Madre más grande que la Madre de Dios no puede hacerla. Por esto dijo San Bernardo: "Ninguna otra Madre convenía a Dios, que no fuese virgen; ningún otro Hijo convenía a una virgen, que no fuese Dios (S. Bern., hom. 2, Super Missus, est, n. 1), porque ni ha podido nacer Madre más grande entre las Madres ni Hijo más grande entre los hijos" (Speculum B. V., lect. 10. Opp. S. Bonav. (edit. Vives), XIV, pág. 260. Es cierto que la obra Speculum B. V. no es obra auténtica de San Buenaventura, y así expresamente lo reconocen sus nuevos editores).
De esta manera los siglos responden a los siglos para transmitirse los unos a los otros este grito de amor y de veneración: Quantum potes, tantum aude—Quia major omni laude—Nec laudare sufficis. Adonde lleguen vuestras fuerzas, llegue vuestro atrevimiento, porque María es superior a toda alabanza, y todas vuestras fuerzas serán insuficientes para alabarla. Y es que esta Virgen, en su dignidad de Madre de Dios, es inmensamente más alta, más grande que la creación entera, y está colocada inmediatamente por debajo de Dios, tan cerca de Dios, que sólo Dios la excede y la domina.
V.—He aquí lo que leemos en los Santos Padres y en los antiguos escritores. ¿Se han hecho, por ventura, ponderaciones mayores en los tiempos más cercanos de los nuestros? Cítase una fórmula en la que la Virgen Madre es representada como tocando las fronteras de la divinidad (Creemos haber ya advertido que este texto pasa comúnmente, de mano en mano y de libro en libro, bajo el patronato de Santo Tomás de Aquino. Es de Cayetano, en su comentario a la Suma Teológica (2-2, q. 103, a. 4, ad 2) : "Ad finís divinitatis propria operatione attigit, dum Deum concepit, peperit, genuit et lacte proprio pavit."); San Bernardino de Sena nos la muestra "muy vecina de Cristo, vicinissima Cristo" (S. Bernard. Sen., De Glor. Nomine M., serm. 1, a. 2, c. 1. Opp. IV (Luadun, 1650), porque "habiendo sido elegida para ser Madre de Dios, por esto mismo fue elevada a una dignidad trascendental, por cima de toda dignidad que pueda convenir a los simples ministros del Altísimo" (Id., De Glor. Nomine M., serm. 3, a. 2, c. I. Ibíd., p. 82). El mismo santo nos dice, además, "que una mujer, para ser digna de concebir y dar a luz a Dios, tenía que ser, por decirlo así, transportada a una cierta igualdad con el mismo Dios, en una medida en cierto modo infinita de perfección y de gracias" (Id., De Nativ. li. Mariae V.; art. unic, c. 12. Ibíd., p. 97). Mas, en verdad, ni las dos primeras expresiones, por enérgicas que parezcan, ni la última, con los temperamentos que la reducen a su justa medida, enuncian nada que la más remota antigüedad no haya proclamado cien veces de la Virgen, y aun pudiéramos decir que esta benditísima Virgen no haya proclamado, ella misma la primera, para gloria de aquél que la escogió para nacer de ella. Fecit mihi magna qui potens est...; fecit potetiam in brachio suo. Me ha hecho grandes cosas Aquel que es poderoso... Desplegó la fuerza de su brazo" (Luc, I, 49. 51). Con una palabra, Dios sacó de la nada el cielo, la tierra y las aguas, Dixit et jacta sunt. Él dijo y todo fue hecho. Estas magnificencias del universo que arrebataban de admiración al Rey profeta son obra de sus dedos (Psalm. VIII, 2, 4). Con tres dedos sostiene la masa de la tierra (Is., XL, 12) y trasladaría los mundos. Pero cuando se trata de la creación de su Madre, despliega la fuerza de su brazo. Esta obra es ante todo obra de amor, y para ejecutarla con perfección es necesario poner la omnipotencia al servicio del amor: ¡tan sublime es esta obra y tanto excede en excelencia a todas las demás obras de Dios!
Pero nos engañamos; hay una obra que aventaja a esta gran obra, y es la Encarnación del Verbo. Pero si el Verbo hecho carne aventaja por sí mismo a la maternidad de la que él recibió su carne, esto no obsta para que pueda decirse que no se requiere esfuerzo menor para hacer de una mujer la Madre de Dios que para hacer de Dios el Hijo de esta Madre; de tal manera están trabadas y unidas entre sí estas dos obras. Y prueba que éstas son verdaderamente las obras de Dios por excelencia es que no hay otras en las cuales Dios haya escrito su nombre; es que no hay otras que, si es lícito hablar así, Dios haya firmado con su nombre. El nombre que llevan las obras de Dios no nos dice nada de Dios; mas en estas dos obras maestras sí nos hablan de Dios sus mismos nombres, pues la una se llama el Hombre-Dios y la otra se llama la Madre de Dios.
San Pablo, para dar al mundo una idea que corresponda a la grandeza de Cristo, el Sacerdote de la Nueva Alianza, pregunta: "¿Cuál es el ángel a quien Dios haya dicho jamás: Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy? Y también este otro: ¿Yo seré su Padre y él será mi Hijo?" (Hebr., I, 5).Oh Virgen, oh Madre, esta pregunta de San Pablo nos cuenta tu gloria inefable. Leemos en el Evangelio: "María, de la que nación Jesús, Maria de qua natus est Jesús" (Matth., I. 16), Jesús, primogénito del Padre y Dios como él. Y, siendo así, bien podemos preguntar: ¿Cuál es, fuera de ti, la criatura a la que Dios haya jamás dicho: Tú eres mi Madre y tú me has engendrado hoy? O estas otras: ¿Yo seré tu Hijo y tú serás mi Madre? Lo que la fe católica nos enseña de la elevación del hombre por el anonadamiento de Dios hecho hombre, plenamente lo vemos realizado en ti. La misma hora y el mismo misterio que lo hace descender hasta la nada, cuando toma la forma de esclavo, te hace subir casi hasta lo infinito, cuando eres hecha, no solamente Virgen Madre, sino la Madre de Dios. En verdad, no es maravilla oír a los más santos y a los mayores genios del mundo afirmar a porfía la impotencia en que se ven de concebir y expresar dignamente lo que tú eres. Y tú misma no pudiste explicarlo claramente, porque no eras capaz de comprenderlo. Ha hecho en mí grandes cosas. Esto te basta; por iluminado que esté tu entendimiento por los divinos esplendores, se pierde en la contemplación de estas maravillas. Y aun cuando en los días de tu peregrinación por este mundo te hubiera sido dado el entenderlo, tu ciencia hubiera sido para ti sola, y a las preguntas de tus hijos hubieras tenido que responder como el apóstol: "He oído palabras misteriosas que no es lícito al hombre repetir" (II Cor., XII. 4), porque ninguna lengua puede emitirlas y ningún oído oírlas. Y esto es, Madre amabilísima y Madre admirabilísima de mi Dios, lo que constituye mi alegría: saber que tu maternidad se alza tanto por encima de todas las grandezas, que con nada puede medirse su inefable elevación.
J.B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS...
LA MADRE DE DIOS...
No hay comentarios:
Publicar un comentario