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sábado, 19 de febrero de 2011

LA FAMILIA

En el orden de la naturaleza, entre las instituciones sociales, no hay ninguna que esté tan cerca del corazón de la Iglesia, como la familia. Cristo ha elevado a la dignidad de sacramento al matrimonio, que es como su raíz. La familia misma, siempre ha encontrado y encontrará en la Iglesia defensa, protección, apoyo, en todo lo que se refiera a sus inviolables derechos, su libertad y al ejercicio de su más alta función.
A menudo en variadas ocasiones, Nosotros hemos hablado en favor de la familia cristiana, en la mayoría de los casos, para ayudar o pedir ayuda para salvarla de las más graves angustias. Ante todo, para socorrerla en las calamidades de la guerra. Los daños ocasionados por el primer conflicto mundial estaban muy lejos de ser completamente reparados, cuando la segunda y más terrible conflagración, ha venido a llevarlos al colmo. Pasará mucho tiempo y muchas fatigas por parte de los hombres, y mucha mayor asistencia divina, antes de que comiencen a cicatrizarse convenientemente, las heridas profundas que estas dos guerras han infringido a la familia. Otro mal, debido en parte también a las guerras devastadoras, pero consecuencia también de la superpoblación o de tendencias particulares inherentes o interesadas, es la crisis de la habitación. Todos aquellos legisladores, hombres de Estado, miembros de obras sociales que se dedican a poner remedio, cumplen aunque sea indirectamente, un apostolado de valor eminente. Lo mismo podemos decir, del flagelo de la desocupación, de la regulación de un suficiente salario familiar a fin de que la madre no se vea obligada, como a menudo sucede, a buscar un trabajo fuera de casa, sino que pueda dedicarse el marido y a los hijos. Laborar en favor de la escuela y de la educación religiosa; he aquí entre otras una preciosa contribución al bien de la familia, pues favorece en ella una sana naturaleza y simplicidad de costumbres, refuerza las convicciones religiosas, desarrolla alrededor de ella, una aureola de pureza cristiana y trata de liberarla de los influjos exteriores y de todas aquellas morbosas excitaciones, que desatan pasiones desordenadas en el espíritu del adolescente.
Pero hay una miseria aún más profunda, de la cual es necesario preservar a la familia, como es, el humillante servilismo al cual, la reduce una mentalidad que tiende a hacer de ella un organismo al servicio de la comunidad social, para procrear una masa suficiente de "material humano".
Hay otro peligro que amenaza a la familia, no de ayer sino de hace mucho tiempo y el cual actualmente creciendo a ojos vistos, puede convertirse en funesto porque la ataca desde su germen; queremos decir el torbellino de la moral conyugal, en toda su extensión.
Nosotros hemos, durante el curso de los últimos años, aprovechando todas las ocasiones, para exponer los puntos esenciales de esta moral y más recientemente para indicarla en su conjunto, no solamente refutando los errores que la corrompen sino también demostrando positivamente el sentido, el oficio, la importancia, el valor para la felicidad de los esposos, de los hijos y de toda la familia, para la estabilidad y mayor bien social del hogar doméstico, hasta el Estado y la Iglesia misma.
Al centro de esta doctrina, el matrimonio aparece como un instituto al servicio de la vida. Ligados estrechamente con este principio, Nosotros, según la enseñanza constante de la Iglesia, hemos ilustrado una tesis que es uno de los fundamentos esenciales no sólo de la moral conyugal, sino también de la moral social en general; es decir que el atentado directo a la vida humana inocente, como medio al fin —en el caso presente al fin de salvar otra vida—, es ilícito.
La vida humana inocente, en cualquier condición que se encuentre, queda sustraída, desde el primer instante de su existencia, a cualquier ataque directo voluntario. Este es un fundamental derecho de la persona humana, con valor general en la concepción cristiana de la vida; válido también para la vida aun oculta en el seno de la madre, así como para la vida ya esbozada fuera de ella. Así, estamos contra el aborto directo, como contra la muerte directa del niño, antes, durante y después del parto. Por mucho que pueda estar fundada la distinción entre estos momentos diversos, del desarrollo de la vida nata o aún no nata, para el derecho profano y eclesiástico y para algunas consecuencias civiles y penales, según la ley moral, se trata en todos estos casos, de un grave e ilícito atentado contra la inviolable vida humana.
Este principio es válido tanto para la vida del niño, como para la vida de la madre. Pero en ningún caso la Iglesia ha enseñado que la vida del niño debe ser preferida a la de la madre. Es erróneo exponer la pregunta con esta altrenativa: o la vida del niño o la vida de la madre. No; ni la vida de la madre ni la del niño pueden estar dirigidas a un acto de directa supresión. Por una parte y por la otra, la exigencia no puede ser más que una sola; hacer todos los esfuerzos para salvar la vida de ambos, de la madre y del niño.
Una de las más bellas aspiraciones de la medicina, es el buscar siempre nuevos caminos para asegurar la vida de ambos; si, no obstante todos los progresos de la ciencia existen casos y existirán en el futuro, en los cuales se deba contar con la muerte de la madre, cuando ésta quiere conducir hasta el nacimiento la vida que lleva en si, y no destruirla con violaciones del mandamiento de Dios: "No Matar", no queda al hombre, sino esforzarse por ayudar y por salvar hasta el último momento, e inclinarse con respeto ante las leyes de la naturaleza y las disposiciones de la Divina Providencia.
Pero —se objeta— la vida de la madre, principalmente de una madre de numerosa familia, tiene un precio incomparablemente superior a la de un niño aún no nacido. La aplicación de la teoría de la balanza de los valores en el caso que ahora nos ocupa, ha encontrado acogida en las discusiones jurídicas. La contestación a esta tormentosa objeción no es difícil.
La inviolabilidad de la vida de un inocente no depende de su mayor o menor valor. Desde hace diez años la Iglesia ha condenado formalmente la supresión de la vida llamada "sin valor"; quien conoce los tristes antecedentes que provocaron esta condenación, quien sabe ponderar las consecuencias funestas a las cuales se llegaría, si se quisiese medir la intangibilidad de la vida inocente según su valor, sabrá apreciar los motivos que han conducido a esta disposición.
Por otra parte, ¿quién puede juzgar con certeza cuál de las dos vidas es en realidad preciosa? ¿Quién puede saber qué senderos seguirá ese niño y a qué grandeza de obras y de perfección podrá llegar? Se comparan aquí dos grandezas, de una de las cuales nada conocemos.
A este propósito quisiéramos Nosotros citar un ejemplo, tal vez conocido pero que no pierde por eso su valor sugestivo. En 1905 vivía una joven mujer de noble familia y de sentimientos aún más nobles; pero delicada de salud. Adolescente, había estado enferma de una pequeña pleuresía que parecía curada; pero, después de haber contraído un feliz matrimonio, sintió una nueva vida moverse en su seno, muy pronto se dio cuenta de un malestar físico especial, que consternó a los médicos, los cuales velaron con amorosa solicitud sobre ella. Aquella vieja enfermedad, aquella herida ya cicatrizada se había renovado; según su juicio no había tiempo que perder; si se quería salvar a la joven señora era necesario provocar sin perder un minuto, el aborto terapéutico. Aun el esposo, comprendió la gravedad del caso y dio su consentimiento para el acto doloroso, pero cuando el tocólogo de cabecera le anunció con todo cuidado la deliberación de los médicos, aconsejándola a aceptar su parecer, ella con acento firme respondió: "le agradezco sus consejos piadosos, pero yo no puedo cortar la vida de mi criatura ¡no puedo! ¡no puedo! yo la siento palpitar ya en mi seno, tiene derecho de vivir; ella viene de Dios y debe conocer a Dios para amarlo y gozarlo". El marido rogó, suplicó, imploró; ella permaneció inflexible y esperó serenamente el acontecimiento. Una niña nació normalmente, pero después la salud de la madre empeoró. El mal pulmonar aumentó, su decaimiento se hizo progresivo; dos meses después estaba ya al extremo; vio a su pequeña que crecía sana, gracias a una nodriza robusta; sus labios se adornaron con una dulce sonrisa y plácidamente expiró.
Transcurrieron varios años. En un instituto religioso se hacía notar particularmente una joven hermana, dedicada completamente al cuidado y a la educación de la infancia abandonada, que con ojos inspirados por amor materno, se inclinaba sobre los pequeños enfermos, como si quisiera darles su vida. Era ella, la hija del sacrificio que, ahora con su gran corazón, difundía tanto bien entre los niños desgraciados. El heroísmo de la madre intrépida no había sido en vano. Pero nosotros preguntamos: ¿Es tal vez el sentido cristiano, y puramente humano, llevado a tal punto hasta no poder comprender el holocausto de la madre y la acción visible de la Providencia Divina, que de ese holocausto hizo nacer tan espléndido fruto?
A propósito, Nosotros hemos usado siempre la expresión "atentado directo contra la vida del inocente", "asesinato directo", porque si por ejemplo la salvación de la vida de la futura madre, independientemente de su estado de gravidez, requiriese urgentemente un acto quirúrgico u otra aplicación terapéutica que tuviese como consecuencia accesoria, en ningún modo querida en sí misma, pero inevitable, la muerte del feto, tal acto no podría ser en sí un atentado directo a la vida del inocente. En estas condiciones la operación puede ser lícita, así como otras intervenciones médicas semejantes, siempre que se trate de un bien de alto valor, como es la vida, y no es posible posponerla al nacimiento del niño, ni recurrir a otro remedio eficaz.
Siendo el oficio primordial del matrimonio el servicio de la vida, nuestra principal complacencia y paterna gratitud, van a esos esposos generosos, que por amor de Dios, y confiando en Él, tienen valerosamente una familia numerosa.
Por otra parte, la Iglesia considera con simpatía y comprensión, las dificultades reales de la vida matrimonial en nuestros días. Por esto, hemos afirmado la legitimidad y al mismo tiempo los límites —en verdad bastante largos— de una regulación de la prole, la cual, contrariamente al llamado "control de natalidad", es compatible con la ley de Dios. Se puede pues esperar (en tal materia la Iglesia lo deja todo al juicio de la ciencia médica) que se pueda dar a ese método licito, una base suficientemente segura, la cual parece confirmada por las informaciones más recientes.
Por último, para vencer las múltiples pruebas de la vida conyugal son necesarios sobre todo, la fe viva y la frecuencia de los sacramentos, con sus torrentes de fuerza, de cuya eficacia aquellos que viven fuera de la Iglesia difícilmente podrán tener una idea. Y con este llamado a los auxilios superiores concluimos nuestras palabras. (1)
S.S. Pío XII

1 Discurso al Congreso "Frente de la Familia", 27 de noviembre de 1951.

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