Salido de Tolosa, nuestro Padre se fue al lugar de Murello, y Alta Ripa y Monte Esquivo, y en todos ellos predico e hizo algunos milagros. En Murello sosegó un alboroto que el demonio movió predicando él. Y fue el caso que súbitamente cayó un instrumento de guerra con tan grande ruido y estruendo, que la gente quedó muy atemorizada y procurando cada uno de ponerse en cobor, dijo San Vicente: Nadie se mueva. No temáis, porque el Señor está con vosotros. En el Monte Esquivo después del sermón, viniéndole delante un hombre que se llamaba Geraldo, y diciendo que por sus merecimientos y oraciones pensaba alcanzar de Dios gracia para sanar de la gota coral, que mucho tiempo había padecido, el Santo le echó su bendición, y le dijo que se volviese en paz, y así le sanó perfectamente.
En Miramonte predicó también ferventísimamente, y hallándose en el sermón el maestro fray García de Casarrerio, hombre muy docto, dijo a sus amigos: Yo no he entendido jamás qué cosa es contrición, hasta hoy, que he oído al maestro Vicente, y por ventura lo decía porque nunca había tenido tan verdadera contrición de sus pecados como aquel día; y así con la experiencia le creció la ciencia.
Finalmente se fue a la ciudad de Castres y, cantando la letanía y otras oraciones los de su compañía, antes de llegar a la ciudad se apeó de su asnillo. Y los cónsules o regidores de la ciudad le pusieron dentro de un círculo de madera, porque la gente que cargaba sobre él para tomar su bendición no le fatigase mucho. Lleváronle así hasta el convento de la Orden, donde, después de dichas delante el altar mayor muchas y harto devotas oraciones, visitó con grande alegría espiritual el sepulcro del glorioso San Vicente Mártir, que está en aquella iglesia. No me quiero poner a averiguar si es el mesmo San Vicente a quien Daciano martirizó en nuestra ciudad, o si es otro; porque los franceses e italianos quieren que sea el propio, y los portugueses lo niegan. Luego se retrajo en una celda y mandó que le diesen la Biblia y otros libros que entonces traia, en los cuales estudió hasta que vino la noche. Aparejáronle los frailes una buena cama para que reposase, pero él, disimulando con ellos, se encerró y se acostó sobre una tabla vestido. Venida la media noche, estábanle acechando por cierta parte, para ver lo que haría y para tomar ejemplo para sí mesmos. Vieron, pues, que en aquella hora se levantó de encima la cama, y demás de sus horas, rezó todo el salterio antes que fuese a predicar. Lo cual no solamente hizo aquella noche, más todas las que estuvo allí por espacio de ocho días, que eran de las Letanías y Ascensión de Cristo. Algunos se maravillaban mucho que San Vicente pudiese rezar todos los demás días un salterio, estando tan ocupado en negocios y quedándole tan poco tiempo para su recogimiento; el cual parece que más lo había de emplear en oración mental que no en una oración vocal tan larga como el salterio. Pero, a mi ver, los que de esto se maravillan no están leídos en historias auténticas de los santos más antiguos de la Iglesia, muchos de los cuales cada día rezaban todo el salterio de David. El glorioso Padre de monjes San Benito, en el capítulo XVIII de su Regla, después que ha mandado a sus frailes que cada semana recen todo el salterio por sus ferias, añade: Y harto perezoso es el monje que en una semana no acaba un salterio, pues los santos antiguos le rezaban en un día. ¿Qué testimonio hemos menester más claro que éste? También el papa Celestino I, que presidió en la Iglesia cerca de los años del Señor 435, mandó a todos los sacerdotes que ningún día cantasen misa sin haber rezado primero el salterio de David, y, a mi ver, ésta debió de ser la causa por qué San León Papa, primero de este nombre, a ninguno quería ordenar de sacerdote, sin que supiese primero de coro todo el salterio. Verdad es que después de algunos días se quitó esta obligación; más no por eso deja de ser una costumbre muy santa el rezar todos los días o muchos de ellos el salterio de David, en los que voluntariamente la quieren guardar, como lo apunta San Antonino de San Vicente. Y también en la vida del bienaventuro padre Alberto Magno, maestro de Santo Tomás, se lee que después de renunciado el obispado de Ratisbona, en Alemania, y vuelto a su Orden, cada dia rezaba el salterio de David, y, demás de eso, se iba a la sepultura donde debía er enterrado, allí rezaba un oficio de muertos por sí mesmo, como si ya fuera fallecido.
Todos los ocho días que predicó el Santo en Castres, vino la gente de la ciudad a oírle con gran devoción, y los pecados: enmendaban de tal manera que algunos hombres tenidos por malos, se disciplinaban con cadenas de hierro, porque, demás de su predicación, se movían a penitencia viendo los milagros tan cuotidianos que hacía. Víspera de la Ascensión, predicando en el cementerio del convento, se movió tan grande tempestad de truenos y relámpagos y tan recio viento que todas las campanas de la ciudad tañían al tiempo, según la costumbre santa y antigua de todas las iglesias. Pues como el ruido de ellas le hiciese estorbo y sin esto la gente, con el miedo de la tempestad, quisiese irse a recoger bajo de cubierto, dijo el Santo a los regidores del pueblo que mandasen dejar de tocar por aquel rato las campanas. Mandáronlo ellos, e hízose así, más no por eso cesó la tempestad. Entonces dijo el Santo a la gente: hermanos, roguemos todos a Nuestro Señor que cese este tiempo. Y dejándose por un breve espacio de predicar, hizo oración a Dios. En continente cesaron los truenos y vientos, y se esclareció el cielo con grande admiración de los presentes, que, según se dice en el proceso, eran hasta 10.000 almas.
En acabando de predicar se iba a un corredor de su celda, y sentado en una silla, esperaba a los que quisiesen su bendición, para sanar de muchas enfermedades. Acaeció, pues, el día de la Ascensión de Nuestro Señor, en el cual se canta un pedazo del Evangelio de San Marcos, en que Cristo da poder a los apóstoles para sanar los enfermos, que después de dada la bendición, y retraído ya en su cámara, dos buenos hombres, el uno clérigo y el otro lego, trajeron a sus brazos un paralítico. Y como vieron que eran venidos tarde, rogaban a los que servían al Santo, les quisiesen dar entrada para mostrarle aquel enfermo. Ellos, por no estorbarle de su retraimiento les dijeron que se volviesen a la tarde. No se quiso con esto ir el paralítico, antes teniendo firmemente un hierro de la puerta daba grandes voces. Y entendiendo el Santo que no era nacido solamente para sí mesmo, sino para el bien de todos, dejó su recogimiento, y, sabido lo que era, mandó abrir la puerta y dijo al paralítico: ¿Qué queréis, hijo? Siete años ha, Padre mío, respondió el paralítico, que estoy tullido, y querría que rogases por mí y me bendijeses. Luego el Santo le bendijo en nombre de la Santa Trinidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, y le despidió. Tomándole después en peso los que le habían traído, volviéronlo al mesón tan enfermo como antes, y aún algo más, porque en la posada le tomó tan reciamente la pasión, que le trajo al punto de la muerte, y le encendieron ya cera bendita, para que se muriese. Cansados sus compañeros, se fueron a otra pieza a comer, dejándole solo como desahuciado; pero cuando menos se cataron, la bendición del Santo comenzó a obrar en él y le sanó del todo. Y levantándose, se fue por sus pies a donde estaban sus compañeros, diciéndoles que ya estaba sano, y que lo hiciesen merced de acompañarle hasta el convento de Predicadores, porque quería hacer gracias al maestro Vicente, por el singular beneficio que de él había recibido. No se pudo cumplir el deseo de este hombre, porque llegando allá le dijo un religioso, que era compañero de San Vicente, que hiciese gracias a Dios y no molestase al Santo, que no se pagaba de agradecimientos humanos. Junto a la ciudad había una buena señora, que tena un pariente muy cercano, el cual en todo su cuerpo padecía muy grandes dolores y no podía dormir, ni reposar, ni aun casi resollar, y estaba ya para morir. Trájolo al Santo después de un sermón eme predicó, y súbitamente le sanó, poniéndole la mano sobre la cabeza y santiguándole, con cierta oración que hizo a Dios.
Mucho se edificaron los religiosos de ver otras cosas que hizo en aquel convento, porque no tanto con palabras cuanto por obras y ejemplo les enseñó a guardar la regla y constituciones de la Orden e imitar la pobreza, castidad, estudio y aspereza de vida de su común Padre Santo Domingo.
Andando después predicando por otros lugares vino a llegar a la ciudad de Albi, en la cual entró el viernes después de la octava de la Ascensión del sobredicho año de 1416. y estuvo por espacio de ocho días, hasta el viernes que cae dentro de la octava de Pentecostés. Su entrada se cuenta en el proceso de esta manera: Delante del Santo entró la gente que venia en su compañía de dos en dos, siguiendo con gran devoción a un hombre que se llamaba Milon o Milán, el cual iba vestido con una ropa larga, y traía en las manos un Crucifijo, e iba con tanta mesura y devoción cantando con los demás compañeros la letanía, que todo el pueblo de la tierra comenzó ya a moverse a devoción. Tras éstos, entró el Santo por la puerta que llaman de Verdusia, y pasó por medio de la ciudad hasta llegar a la iglesia de su Orden que está a la otra parte de la ciudad y fuera de ella. Y como vio allí juntada toda la ciudad, así grandes como pequeños, hizoles una breve colación, y rogóles que recibiesen en sus casas a la gente forastera que vema en su compañía, para cue Dios los recibiese a ellos en el cielo. Al otro día acudieron al convento aquellas gentes a oírle, y viendo que el lugar no era bien acomodado para la gente que se habia de juntar de allí adelante, asi de la ciudad como de los lugares comarcanos, que llegaría poco más o menos a 10,000 ó 12,000 ánimas, fue contento de pasarse a predicar los días siguientes a una plaza grande, que está cabe el convento de los Padres Menores, en un gran y alto cadalso o corredor que allí le hicieron de presto. Cosa era de maravilla que, con ser entrados los calores, se iba allá a decir misa con sus cantores ordinarios y a predicar largamente; y acabado el sermón no queria comer bocado, sino que en ayunas se volvía al convento de su Orden a comer. Y en el camino era tanta la molestia que le causaba la gente, que le era bien menester usar de su acostumbrado remedio, poniéndose dentro de un enmaderamiento y aun con todo eso no podía excusarse de cumplir con la devoción de las gentes, que no se iban contentos a sus casas, sin hacer todo lo posible por besarle las manos. Pasmábanse las gentes de ver cómo un viejo tan flaco, que apenas podía andar, se mostraba tan infatigable en los trabajos. A la tarde se hacía una muy solemne procesión de hombres y mujeres voluntariamente penitenciados, que, con un aborrecimiento nunca oído de sus pecados, públicamente se abrían las espaldas a azotes. Y porque nadie pensase que estos iban de mala gana y por fuerza, quiso el Santo que fuesen cantando unos himnos muy devotos que él había compuesto en valenciano. Algunos pedazos de ellos hay en el proceso, pero yo no los pongo aquí, porque, como faltan allí algunos pies, no parecería bien el metro. Entienda solamente el lector que en ellos se traía a la memoria la Pasión de Nuestro Redentor y algunos pasos y virtudes de la vida de Nuestra Señora la Virgen María, alabando su bendita Concepción y virginidad.
Partióse de Albi para Galliac, y de allí a Cordia, y después a Nayac; y a 22 de junio del mesmo año de 1416 llegó a Vila Franca 11, donde se detuvo cuatro días.
Un padre de la Orden de San Francisco, que por mandado de los comisarios apostólicos, fue testigo en el proceso, cuenta tan de propósito lo que San Vicente hizo en Villa Franca, que no será menester sino arromanzar lo que él dice en latín, bajo de juramento. Dice, pues, de esta manera: "El maestro Vicente, de la Orden de Predicadores, vino a Villa Franca, en el año de 1416, a 22 de junio, siendo yo lector en el convento de los Frailes Menores. Entró caballero en su asnillo, después de comer, a hora de vísperas, y venía del pueblo Nayaco. Saliéronle al encuentro los clérigos de la iglesia mayor, y los frailes de San Francisco en procesión, y con ellos gran muchedumbre de gente lega, así varones, como mujeres, alabando todos a Dios y diciendo: Bien sea venido el Padre Santo, por nosotros deseado. Venían con él muchas personas devotas de diversos estados, humildemente vestidos, llevando ante sí un hombre con una cruz de madera, en la cual estaba la imagen de Cristo crucificado. Y fué notado en el pueblo a gran honestidad, que esta compañía iba con tal orden, que los hombres iban apartados de las mujeres. Lleváronle todos juntamente hacia la iglesia mayor del pueblo, que está en un lugar alto, y acabando ellos de cantar lo que era razón, el Santo dijo una oración en alabanza de Nuestra Señora, a quien es aquel templo dedicado; después volvióse al pueblo y dióle su bendición. Y puesto que cuando venía a caballo parecía muy viejo, pero diciendo la oración y dando al pueblo la bendición, pareció que no tenía sino treinta años. De allí le llevaron a casa de un mercader poderoso donde le aposentaron. Cuando ya el sol fué caído y los de su compañía hubieron refrescado por diversas casas (donde los habían recibido con buena voluntad y de gracia) tocaron a completas, a las que les acudió gran parte del pueblo y todos los de la compañía del Santo. Entonces el rector de la penitenciaría del Santo ordenó sus gentes a manera de dos escuadrones, en el uno de los cuales iban los hombres que se habían de disciplinar, y en el otro las mujeres. Los primeros llevaban por bandera una Cruz de madera, y los otros una imagen de la Pasión de Cristo. Hízose la procesión de estos penitentes alrededor de la iglesia, y duró dos horas, con tanta devoción y sentimiento que no hubo personas de las que allí concurrieron de tan duro corazón, que no viniese en grande dolor y lágrimas, así por sus pecados, como por acordarse de la Pasión de Jesucristo, con el buen ejemplo de los penitentes. Lo mismo se hizo todos los cuatro días siguientes que el Santo moró en la villa con los otros. Y no sólo entonces, más también después de su ida se continuó aquel modo de penitencia por algún tiempo en Villa Franca. A la una de la noche siguiente, que era víspera de San Juan, estaba ya casi llena la plaza de la iglesia, que es harto espaciosa, por tener un tiro de ballesta en ancho y otro en largo, y a las dos partes dos calles muy anchas que entran en ella. Cuando comenzó a romper el día vino tanta gente de refresco, que demás de la plaza y calles se hinchieron todos los terrados y azoteas. Subiendo, pues, en el cadalso, quitóse la capa de su Orden y, vistiéndose allí como sacerdote, cantó su misa. Después, quitándose las vestiduras sacerdotales, vistióse la capa de su sagrada Religión y predicó aquel día y los tres siguientes con tanto fervor como si fuera mozo de treinta años. Todo el tiempo que allí estuvo fue tenido por todo el pueblo por hombre justo y santo, y de vida irreprensible y muy abstinente. Porque con el primer plato que le daban, tal cual fuese, se contentaba; y después aunque le trajeran todos los regalos que se hallaban en la Villa, no se movía a probarlos, sino que los mandaba dar a pobres. Tenía los sentidos muy mortificados, y en especial los ojos, como si a la letra hiciera lo que Job dijo de sí mesmo: Yo hice concierto con mis ojos. Porque los llevaba muy bajos y puestos en tierra. Cuando algunas mujeres le iban a pedir consejo para sus almas o salud para el cuerpo, hablábales llana y mansamente, pero guardando siempre gran modestia y honestidad en el hablar. No solamente se guardaba de decir palabras deshonestas y vanas, pero si oía a alguno que dijese algún donaire, le reprendía con mucha caridad. Sus palabras, cuando predicaba, no eran de reir, sino de tanta virtud que penetraban los corazones y los ablandaban por obstinados que estuviesen. Y así muchos se movieron a hacer penitencia y perseverar en ella. Los que andaban enemistados en Villa Franca, hicieron paz y dejaron sus pretensiones movidos por lo que el Santo predicaba. Guardaba muy bien los estatutos de su Orden y así se holgaban de ir en su compañía muchos hombres devotos y doctos de su Orden. Que por ser él tan buen religioso le recibió en su casa cuando estuvo en Tolosa el arzobispo de ella, el cual era muy renombrado en santidad y letras, y fraile de Santo Domingo. Por estas y otras cosas quedaron muy edificados los de Villa Franca; pero muy tristes de ver que tan poco les duró el bien, del cual ellos quisieran gozar mucho tiempo". Esto es lo que hizo en Villa Franca, según lo cuenta el padre Menor que antes dije.
Fray Justiniano Antist O.P.
VIDA DE SAN VICENTE FERRER
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