INTRODUCCION
(Bajo el titulo de The Post-Conciliar Rite of Holy Orders (El Rito Postconciliar de las Ordenes Sagradas) este estudio ha sido publicado integralmente en Studies in Comparativa Religion (Estudios de Religión Comparada), vol. 16, nº 2 y nº 3 (Perennial Books 1983). The Roman Catholic (El Católico Romano), P.O. Box 217, Oy ster Bay Cove, New York 11771, lo ha reeditado en forma de folleto.)
Fue un verdadero drama de conciencia el que vivieron los sacerdotes anglicanos de la Alta Iglesia que tenían sentido del sacerdocio y que se creían verdaderamente sacerdotes, el día en que el Papa León XIII publicó su Carta Apostolicæ curæ, la cual declaraba solemnemente la invalidez de las ordenaciones conferidas con el rito reformado de Cranmer. Los sacerdotes católicos de la Iglesia postconciliar se exponen a vivir un drama semejante el día en que la jerarquía católica por fin restaurada se pronuncie sobre el rito de las ordenaciones reformado por Pablo VI.
Después del concilio Vaticano II, Pablo VI modificó el rito de todos los sacramentos (En una serie de artículos aparecidos en The Roman Catholic (Oyster Bay Cov e, N.Y.), el Dr. Coomaraswamy ha estudiado las consecuencias que resultan de todos estos cambios. Su lectura inclina a concluir que todos estos nuevos ritos son muy dudosos si es que no son inválidos).
Una reforma tan general es por lo menos arriesgada. En efecto, si algo esencial ha sido modificado, el nuevo rito no es ya eficaz, no produce ya gracia, porque no es ya el rito que Cristo instituyó. ¿Ha sido así en la reforma del sacramento del Orden? Esta cuestión es de la mayor importancia, porque, en este caso, la transmisión del sacerdocio no estaría ya asegurada. Las consecuencias serían por ello incalculables: ya no hay sacerdocio católico, ya no hay Eucaristía: es indispensable un sacerdote válidamente ordenado para decir la Misa; ya no hay Sacerdocio, ya no hay Sacramento de la Penitencia para perdonar los pecados; ya no hay Extrema-Unción para ayudar a los moribundos; ya no hay Confirmación para los bautizados. Por la destrucción de este solo sacramento, la Iglesia conciliar no sería ya la Iglesia de Cristo; ella sería una secta más entre muchas otras.
En el presente estudio, yo me propongo, pues, estudiar la incidencia que puede tener esta reforma en la validez del sacramento.
Previamente, me parece necesario llamar la atención del lector sobre la razón que ha impulsado todo el aggiornamento conciliar, en particular la reforma ritual de todos los sacramentos. Esta reforma, como todas las que ha operado Pablo VI, fue realizada en el espíritu del Concilio Vaticano II, y la particularidad de este concilio, nadie lo discutirá, fue el ecumenismo. Aquellos protestantes que se han alegrado de los cambios aportados por el concilio de nuestro siglo no han dejado de decir cuánto manifestaban estas novedades la intención deliberada de la Iglesia Conciliar de parecerse a las doctrinas Protestantes, al menos en difuminar lo más posible todo lo que, en nuestros ritos sacramentales, en especial los de la Misa y del Orden, se opusiera a las creencias de los reformados.
Digámoslo enseguida, el Protestantismo es una herejía; él niega uno o varios dogmas. Hay pues necesariamente oposición de contradicción entre el Catolicismo y el Protestantismo. Ahora bien, allí donde hay oposición de contradicción, ninguna reconciliación, ninguna alianza, ninguna unión es posible. Dios mismo no puede realizarlas, ni puede quererlas.
Lo imposible ha sido, a pesar de ello, emprendido por los papas del Vaticano II. Previendo una resistencia católica, ellos han preconizado un cambio de actitud respecto a nuestros “hermanos separados”: en lugar de dejarnos obnubilar por lo que nos divide, consideremos lo que nos une.
Tal comportamiento no puede ser provechoso más que a la herejía. En efecto, tanto tiempo como esté uno en un error y rehúse salir de él, permanece en él. Y las numerosas creencias católicas que conserve un hereje no hacen por ello que deje de estar en el error. Es un dogma católico que la negación obstinada de una sola verdad de fe propuesta por la Iglesia, hace perder al negador la fe teologal y lo excluye del Cuerpo místico de Cristo.
Esta voluntad ecumenista no ha dejado de influenciar las reformas de Pablo VI como nosotros lo mostraremos después. Se nos permitirá recordar con anterioridad, en honor de los laicos que nos lean, la oposición de contradicción que existe, entre las doctrinas Católica y Protestante, sobre los puntos indispensables para la comprensión de nuestro estudio: la Justificación, los Sacramentos en general, la Eucaristía y el Orden en especial.
La Justificación.
Para la doctrina Católica, ella es el paso del pecador del estado de injusticia al estado de gracia. El que era “por naturaleza hijo de la cólera” (Ef 2,3) se ha vuelto “hijo de Dios y coheredero de Cristo” (Pm 8,16). La justificación comporta pues un doble elemento: un elemento negativo es la remisión de los pecados, que son verdaderamente quitados, realmente borrados; un elemento positivo es la santificación del hombre, que es una manera de ser, una capacidad de vida sobrenatural que le es comunicada y que le hace “partícipe de la naturaleza divina” (II Pe 1,4).
La Iglesia enseña que es obra de la gracia divina pero que, en el adulto, se halla condicionada por la preparación moral de éste último, en particular por la fe teologal, que es la adhesión de su inteligencia a todas las verdades reveladas, acompañada de las obras de la fe. Dicho de otro modo, la justificación se opera por la fe viva, por la fe informada por la caridad.
Para Lutero y sus discípulos, la justicia original pertenecía esencialmente a la naturaleza humana; al haberla perdido, el pecado original la ha corrompido totalmente hasta el punto de que es en adelante incapaz de bien. Además, la justificación del pecador es exterior; consiste en una remisión puramente jurídica de los pecados sin ninguna justificación positiva. Para él, los pecados no son quitados; simplemente recubiertos por los méritos de Cristo que permanecen en el pecador justificado. También, incluso después de su justificación, las acciones del “justo” son siempre pecados. En fin, en este sistema, la justificación se obtiene, no por la fe teologal acompañada en el adulto de las obras de la fe, sino por la sola confianza en este perdón legal.
Los Sacramentos.
Para comunicar al pecador lo que justifica, después para mantener y desarrollar en él esa capacidad de vida sobrenatural que le hace en adelante partícipe de la naturaleza divina, Jesucristo instituyó siete sacramentos: el Bautismo, la Confirmación, la Eucaristía, la Penitencia, la Extrema Unción, el Orden y el Matrimonio. A excepción del Bautismo y del Matrimonio, se exige, para su validez, que sean conferidos por un ministro válidamente ordenado a este efecto. Estos siete Sacramentos son signos sensibles que representan cada uno una gracia invisible y que la producen por el único hecho de que el rito sea correctamente administrado a alguien que no ponga obstáculo a él. Tal es la doctrina sacramental de la Iglesia Católica.
Para la doctrina Protestante, la justificación se obtiene por la sola confianza y no da ninguna santificación. No hay pues ningún lugar para cualquier medio sensible y eficaz de la gracia que sea. En los comienzos, Lutero quería rechazar hasta la palabra sacramento. Si los reformadores guardaron algunos sacramentos (el Bautismo, el Matrimonio), es por razón de su importancia social, pero en contradicción con todo su sistema.
Según la Confesión de Augsburgo, los sacramentos no son nada más que medios de despertar y de favorecer la fe, dando al que los recibe la seguridad de las promesas divinas; para ser administrados, no exigen ningún sacerdocio.
La Eucaristía.
La Iglesia Católica enseña que la Eucaristía es el Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Durante la Misa, las palabras de la Consagración pronunciadas por un sacerdote católico, actuando como ministro de Cristo (in persona Christi), sobre el pan de trigo y el vino de vid, operan una transubstanciación de este pan y de este vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Después de la doble Consagración, no hay ya sobre el altar más que las especies o apariencias del pan y del vino. Su substancia ha sido substituida por el Cuerpo y la Sangre de Jesús.
La Misa renueva o más bien actualiza el Sacrificio de la Cruz. Después de la Consagración, Cristo está realmente Presente en el altar en su estado de víctima verdadera aunque incruenta. Él está allí con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad.
Está allí con los mismos sentimientos, las mismas disposiciones de oblación voluntaria a su Padre como hostia de propiciación para la remisión de los pecados. La Misa es pues un verdadero sacrificio, real, propiciatorio. Sacrificio de la Nueva Ley, que se ofrece para la remisión de los pecados de los vivos y de los fieles difuntos. Solamente pueden ofrecerlo los sacerdotes especialmente ordenados para esto.
“Si alguno dice que el sacrificio de la Misa no es más que un sacrificio de alabanza y de acción de gracias, o una simple conmemoración del sacrificio realizado en la Cruz, pero no un sacrificio propiciatorio; o que no es provechoso más que a los que reciben a Cristo y que uno no debe ofrecerlo ni por los vivos ni por los muertos ni por los pecados, por las penas, por las satisfacciones y otras necesidades, sea anatema” (Concilio de Trento, Denzinger 951).
En su Histoire des Variations des Eglises protestantes (Historia de las Variaciones de las Iglesias protestantes), Bossuet recuerda las vacilaciones, los cambios, las increíbles contradicciones de los reformadores sobre este punto. Para Lutero, la Misa es un abuso intolerable, lleno de impiedad, porque no hay transubstanciación. Para él, después de la Consagración, el pan y el vino permanecen, pero el Cuerpo de Cristo está realmente “con el pan, en el pan, bajo el pan”. Está allí, dice, por el efecto de la consagración junto a la comunión colectiva de los fieles, y sólo en el momento preciso de esta comunión.
Aparte de los ritualistas (disidentes de la Iglesia Anglicana que admiten la Presencia real rechazando la transubstanciación), los Protestantes, a pesar de sus contradictorias explicaciones, niegan siempre la Presencia real corporal de Cristo en la Eucaristía. Para ellos, las palabras Esto es mi cuerpo significan Esto es el símbolo de mi cuerpo. Cuando ellos admiten la Eucaristía como sacramento, es únicamente como signo del cuerpo y la sangre de Cristo, no como conteniéndolos y dándolos. En el Protestantismo, la Cena no es nada más que un memorial de la muerte del Señor. Ella permite a los fieles que allí comulguen con fe, unirse a Cristo, espiritualmente se entiende. Al participar en el símbolo de un mismo pan, ellos proclaman que somos todos miembros del mismo cuerpo de Cristo.
El Orden.
En L‘Eglise du Verbe Incarné (La Iglesia del Verbo Encarnado), t. 1, p. 102, el cardenal Journet resume así la doctrina del Concilio de Trento sobre la naturaleza del poder del Orden (Las cifras entre paréntesis remiten al Enchiridion de Denzinger, edición 29, MCMLIII.): “Además del poder dado por el Bautismo y del poder dado por la Confirmación, hay un tercer poder que viene del Orden, y que no se da a todos (853,920). Es el poder de consagrar el verdadero cuerpo y la verdadera sangre del Señor, y de perdonar o retener los pecados (961), a fin de que no se extinga, en el mundo, el sacerdocio de Cristo en la cruz (938). Este poder, siendo un poder ministerial (855), puede ser ejercido válidamente incluso por (sacerdotes) indignos (960, 964). Reside en el alma a modo de una marca espiritual indeleble, de modo que el hombre que es una vez sacerdote no puede ser de nuevo laico, y que el sacramento que confiere este poder no es reiterable (852)”.
En la misma página, en la nota 8, el cardenal recuerda la postura Protestante sobre este tema: “Según los reformadores, la ordenación es no un sacramento que confiere un poder cultual, una consagración, sino una simple designación por la Iglesia de los ministros, los cuales pueden a voluntad volver a ser laicos” ( Lutero definía así el sacerdocio: “La función del sacerdote es la de predicar; si él no predica, no es ya sacerdote como la imagen de un hombre es un hombre. ¿Es que un hombre llega a ser obispo para ordenar a este género de sacerdotes que hablan mucho, o para consagrar las campanas de las iglesias, o para confirmar niños? En absoluto. Estas cosas, todo diácono, todo laico puede hacerlas. Lo que hace el sacerdote o el obispo, es el ministerio de la palabra”. El dice además: “Todo cristiano debería estar seguro de que todos somos sacerdotes y de que todos tenemos la misma autoridad en cuanto a la palabra y los sacramentos, aunque nadie tiene el derecho de administrarlos sin el consentimiento de los miembros de su iglesia, o sin ser llamado por la mayoría” (Citado por W. Jenkins, en The New Ordination Rite; An Indelible Question Mark (El Nuevo Rito de Ordenación; un interrogante indeleble) de “The Roman Catholic”, vol. III, nº 8, Septiembre de 1981).
El lector lo habrá notado, en todos los puntos que hemos recordado: Justificación, Sacramentos, Eucaristía y Orden, hay oposición de contradicción entre la doctrina Católica y la de los Protestantes.
PRIMERA PARTE .- LOS PROBLEMAS DE LOS OTROS SACRAMENTOS
Es bien sabido que la Iglesia Postconciliar de acuerdo con el “Espíritu del Vaticano II” y con el deseo de “ponerse al día”, ha hecho cambios en su manera de administrar todos los Sacramentos. Pocos negarán que la intención tras los cambios era hacer los Sacramentos más aceptables al hombre moderno y especialmente a los así llamados “hermanos separados”.
Los católicos han reaccionado a los cambios en una variedad de posturas. La mayoría los ha aceptado sin una seria consideración —después de todo ellos emanan de una Roma en la que ellos siempre confiaron. Otros los consideraron “dudosos”, o han negado completamente su eficacia, y como resultado el negarse a participar en ellos. Gran parte de la controversia se ha centrado alrededor de la nueva Misa, o Novus Ordo Missæ, con el resultado de que los otros Sacramentos —especialmente los que dependen de un sacerdocio válido— han sido ignorados (Cf. The Problems with de New Mass (Los problemas de la Nueva Misa) del autor, TAN, Rockford III, 1990). El presente libro quiere tratar los cambios hechos en las Ordenes Sagradas, junto con aquéllos hechos en varios Sacramentos que dependen del sacerdocio. Nosotros iniciaremos nuestro estudio con una repetición de los principios teológicos Católicos tradicionales relativos a todos los Sacramentos.
Según la enseñanza de la Iglesia, un Sacramento es, un signo sensible, instituido por Nuestro Señor Jesucristo para significar y producir gracia. Hay siete Sacramentos: Bautismo, Matrimonio, Ordenes Sagradas, Eucaristía, Absolución (Penitencia o Confesión), Confirmación y Extrema-Unción. Yo los he ordenado en este orden porque el Bautismo y el Matrimonio no requieren, estrictamente hablando, un sacerdote (Como será explicado, el Bautismo puede ser administrado por incluso un no-creyente, siempre que él use las palabras correctas y tenga la intención de hacer lo que la Iglesia o Cristo quieren. Respecto al Matrimonio, el sacerdote actúa como testigo de parte de la Iglesia. En el Matrimonio la “materia” son las partes “contrayentes”, y la “forma” es el consentimiento dado). Las Ordenes Sagradas son administradas por un Obispo y los restantes Sacramentos requieren “poderes” sacerdotales para ser conferidos o administrados.
La teología sacramental por definición se remonta a Cristo y los Apóstoles (“Si alguno dice que los Sacramentos de la Nueva Ley no fueron instituidos por Jesucristo Nuestro Señor… sea anatema.” Denz. 844). Ellos se han “desarrollado” a través de los siglos, lo que por parafrasear a San Alberto Magno, no significa que ellos hayan “evolucionado”, sino mas bien que nuestra comprensión de ellos se ha vuelto más clara, tal como varios aspectos al ser negados por los herejes, la correcta doctrina declaró y clarificó por definitivas decisiones de la Iglesia. El resultado final puede ser llamado la enseñanza tradicional de la Iglesia sobre los Sacramentos.
El surgimiento del modernismo dio auge a un diferente y modernista punto de vista de la teología Sacramental, el cual sostiene que los Sacramentos no son tanto ritos fijos transmitidos a través de las épocas como “símbolos” que reflejan la fe de los fieles — una fe que es ella misma un producto del subconsciente colectivo de los que se han educado en un medio Católico (Es desafortunado que el Modernismo usara el término “símbolo” para explicar el reflejo en la doctrina de la creencia de los fieles —creencias que han surgido del subconsciente individual o colectivo— creencias que estaban sujetas a cambiar tanto como el hombre “evolucionara” y “madurara”. Ellos interpretaban erróneamente este término de por qué los primeros credos fueron llamados “símbolos”. Si se acepta su interpretación, es obvio que los “símbolos” tendrían que cambiar como cambian las creencias. (Los Modernistas confunden el significado de los símbolos y signos, por signos que pueden arbitrariamente y legítimamente ser usados para indicar diferentes significados). Esta idea e interpretación errónea del término “simbolismo” fue justamente condenada por San Pío X en su Encíclica Pascendi, una situación que dio al término una mala connotación. Los verdaderos símbolos son materiales (verbales, visuales) representativos de realidades que nunca cambian, lo que es el sentido en que la Iglesia aplica al término para los credos de los tiempos Apostólicos. Como las leyes naturales son el reflejo manifiesto de la voluntad de Dios, del mismo modo todo fenómeno natural es un modo o un símbolo de altas realidades. La Naturaleza, como dijo San Bernardo, es un libro de la Escritura, o por citar los Salmos, “Cæli enarrant gloriam Dei” —los cielos cantan la gloria de Dios.
Los Sacramentos tradicionales, según este punto de vista, reflejan los puntos de vista de los primeros cristianos. Como el hombre moderno ha progresado y madurado, es pues normal que estos ritos deban también cambiar. Que el lector determine cuánto tales opiniones han afectado los cambios instituidos en los Sacramentos tras el Vaticano II.
LA FUENTE DE LOS SACRAMENTOS
“¿Quién sino el Señor”, pregunta San Ambrosio, “es el autor de los Sacramentos?”. San Agustín nos dice que “es la divina Sabiduría encarnada la que estableció los Sacramentos como medios de salvación”, y Santo Tomás de Aquino dijo que “como la gracia de los Sacramentos viene solamente de Dios, es solamente a Él que la institución de los Sacramentos pertenece”. Por eso es que los Apóstoles no se refirieron a sí mismos como autores de los Sacramentos, sino más bien como “dispensadores de los misterios de Cristo” (1 Cor 4,1).
Hay algún debate respecto a si la Confirmación y la Extrema-Unción fueron establecidas directamente por Cristo o por medio de los Apóstoles. La cuestión no tiene importancia ya que la Revelación viene a nosotros de ambos: Cristo y los Apóstoles. Estos últimos, innecesario es decirlo, difícilmente se habrían ocupado de crear Sacramentos sin la autoridad divina.
UNA BREVE PERSPECTIVA HISTORICA
Los primeros Padres de la Iglesia, en su mayoría, se preocuparon por definir la doctrina y dedicaron un pequeño esfuerzo a definir o explicar los Sacramentos. No se debería suponer, sin embargo, que ellos carecían de conocimientos. Considerar a Justino Mártir (114-165) quien dejó claro que el efecto del Bautismo era la “iluminación” o la gracia, y a San Ireneo (190) que al tratar del “misterio” de la Eucaristía, notó que “cuando la copa mezclada (es decir, el vino mezclado con agua) y el pan manufacturado reciben la Palabra del Señor, entonces la Eucaristía viene a ser el Cuerpo de Cristo…” En estos dos Padres vemos nosotros la teología esencial del Sacramento —incorporando la “forma” y la “materia” (aunque se usaran otros términos) y el medio de la gracia.
Los primeros Padres de la Iglesia colocaron los Sacramentos entre los “misterios” (del griego mysterion) (Los Griegos Ortodoxos todavía usan esta palabra para describir los Sacramentos. El sentido primordial del término se basa en los escritores clásicos griegos, y es especialmente usado con referencia a los Misterios de Eleusis. Al vestirse con la estola antes de la Misa, el sacerdote dice: “quamvis indignus accedo ad tuum sacrum Mysterium…”, significando por supuesto el Misterio de la Misa.) sin especificar con claridad el número.
Fue Tertuliano (sobre el 150-250) quien primeramente tradujo este término al Latín como “sacramentum”, aunque una vez más, no en un sentido exclusivo (La palabra latina sacramentum tiene varios significados:
1) la suma que las dos partes en un pleito legal depositan —así llamada quizás porque era depositada en un lugar sagrado. Este significado fue a menudo ampliado hasta incluirlo en un pleito o proceso civil.
2) fue usado para describir el juicio militar de lealtad y por extensión, cualquier obligación sagrada.
3) Tertuliano usó la palabra para describir las promesas del neófito al ingresar en la Iglesia en el tiempo del Bautismo; también fue usada respecto a “las misteriosas comunicaciones” por parte de lo que podríamos llamar ahora una hermana religiosa que “converse con los ángeles”.
4) Finalmente, se usó con respecto al Bautismo y la Eucaristía).
Es de interés citarle para mostrar que era familiar respecto a los elementos esenciales de la teología sacramental:
“Toda agua, por lo tanto…, después de la invocación de Dios, alcanza el poder sacramental de santificación; ya que el Espíritu sobreviene desde los cielos y reposa sobre el agua, santificándola, y siendo así santificada, ella se empapa al mismo tiempo del poder de santificar… No cabe duda de que Dios ha hecho la substancia material, de que Él ha dispuesto desde el principio hasta el fin Sus productos y palabras, obedeciéndole también en Sus propios peculiares Sacramentos; de que la substancia material que gobierna la vida terrestre actúa como agente igualmente en la celeste” (Citado por Elizabeth Rogers, Pedro Lombardo y el Sistema Sacramental, New York, 1917).
De allí en adelante el término Sacramento fue cada vez más usado —a menudo intercambiable con misterio. San Ambrosio (333-397) nos proporciona claramente el primer tratado dedicado exclusivamente al tema de los que llama Sacramentos, específicamente los del Bautismo, Confirmación y Eucaristía. Él no intentó hacer una definición universal, pero dejó bien claro los principios involucrados, como se demuestra por la declaración de que “el Sacramento que vosotros recibís se realiza por la palabra de Cristo”.
Es con San Agustín (354-430) que se hace el primer intento para definir claramente el término como “un signo”, o “signos”, los cuales “cuando pertenecen a las cosas divinas, son llamados Sacramentos”.
En otra parte, declara que son llamados Sacramentos porque en ellos una cosa es vista, y otra es comprendida. Él todavía usa la palabra como virtualmente equivalente a Misterios y habla de la Pascua en cuanto alegoría de los números sagrados que ve en el capítulo veintiuno del Evangelio de San Juan como Sacramentos: Matrimonio, Ordenación, Circuncisión, Arca de Noé y el Sábado y otras observancias son también designadas de esta manera.
Tal vez su más importante contribución a la teología sacramental es la distinción que delineó entre el Sacramento como signo externo y la gracia que este signo comunica. Lo anterior sin lo último, como él indicó, era inútil (Tal podría ocurrir si por ejemplo un laico o un sacerdote no-ordenado debidamente intentare decir Misa).
La próxima persona que trató los Sacramentos fue Isidoro de Sevilla (560-636) que hizo en esta área más de enciclopedista que suministrarnos más clarificación. Este examen se limita al Bautismo, al Crisma, y al Cuerpo y Sangre del Señor. El siguiente fue Graciano (1095-1150) quien hizo el primer intento para presentar en conjunto todas las leyes de la Iglesia.
En su Concordia Discordantium Canonum cita las diversas definiciones que nosotros hemos repasado, y cataloga como ejemplos los Sacramentos del Bautismo, Crisma (Órdenes Sagradas) y la Eucaristía.
Esta colección viene a ser una fuente standard, y Roland Bandinelli, quien posteriormente llegó a ser el Papa Alejandro III (Papa 1159-1181), escribió un comentario sobre este texto en el que cataloga los Sacramentos como el Bautismo, la Confirmación, el Sacramento del Cuerpo y Sangre (en el que trata de la Consagración de los sacerdotes), Penitencia, Unción y Matrimonio.
Este mismo comentario viene a ser un texto estándar y un patrón para el Comentario sobre las Sentencias de Pedro lombardo (Aquellos que busquen más detalles se remitan al Diccionario de Teología Católica, Letouzey, París, 1939. El uso escritural siguió mucho el mismo patrón. El Mysterion griego fue traducido como Sacramentum y como tal el término se encuentra 45 veces —unas 20 veces en los escritos de San Pablo solamente. Según el Padre F. Prat, es usado en tres contextos:
1) secretos de Dios relativos a la salvación del hombre por Cristo, es decir, al significado secreto de lo que viene a ser claro respecto del Nuevo Testamento;
2) el sentido oculto de una institución; y
3) acción oculta, como sucede en el misterio de la Resurrección).
Finalmente, fue Hugo de San Víctor (1096-1141) quien revisó el tema y nos proporcionó la definición que más estrictamente se parece a lo que oficialmente se acepta hoy.
En su texto De Sacramentis Christianæ Fidei, define un Sacramento como “un elemento corpóreo o material sensiblemente presentado como exterior, representando su semejanza, significando su institución y conteniendo como santificación una gracia invisible y espiritual”. Él también declara: “Añade la palabra de santificación al elemento y de ahí resulta un Sacramento”.
Él distinguió además entre los Sacramentos esenciales para la salvación, los “útiles para la salvación, porque por ellos se recibe una más abundante gracia y los que fueron instituidos porque a través de ellos los otros Sacramentos pueden ser administrados (por ejemplo, las Ordenes Sagradas)”.
Nosotros concluiremos este histórico examen con tres decisiones definitivas de la Iglesia que son de fide, es decir, “de fe”, “Un sacramento es un signo externo de gracia interna, instituido por Cristo para nuestra santificación” (Catecismo del Concilio de Trento).
“Si alguno dijere que los Sacramentos de la Nueva Ley no fueron todos instituidos por Jesucristo nuestro Señor, o que hay más o menos de siete, llamados Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Extrema-Unción, Orden y Matrimonio, o incluso que alguno de estos siete no es verdadera y estrictamente hablando un Sacramento, sea anatema” (Canon del Concilio de Trento, Denz. 844).
“Sí alguno dijera que los Sacramentos de la Nueva Ley no contienen la gracia que ellos significan, o que ellos no confieren gracia sobre quienes se ubican, sea anatema” (Canon del Concilio de Trento ).
MATERIA Y FORMA
Los conceptos de “Forma” y “Materia” —las palabras usadas y la materia sobre la que son dichas (como por ejemplo las Palabras de la Consagración dichas sobre el vino mezclado con agua en la Misa)— fueron tomadas de la teoría Hilemórfica de Aristóteles, e introducidas en la teología Católica por Guillermo de Auxerre y San Alberto Magno. La terminología fue nueva pero la doctrina era antigua. Por ejemplo, San Agustín usaba frases tales como “símbolos místicos”, “el signo y la cosa invisible”, “la palabra y el elemento” (Enciclopedia Católica, 1908).
Así es que, mientras que las propias palabras y la materia como vehículo de los Sacramentos se remontan a Cristo, debatidas en cuanto propiamente forma y materia sólo se encuentran después del siglo XIII. Debería estar claro que estos conceptos ayudan a clarificar, pero de ninguna manera cambian los principios enunciados por los primeros Padres de la Iglesia. La manera en la que ellos se clarifican se volverá clara cuando nosotros consideremos los Sacramentos en particular.
Respecto a la validez, la Iglesia enseña claramente que “una forma sacramental debe significar la gracia que debe producir, y producir la gracia que debe significar”.
¿NECESITA EL HOMBRE LOS SACRAMENTOS PARA SALVARSE?
No absolutamente, pero sí “relativamente absolutamente”. El presente estudio no puede tratar en detalle el principio Católico de que Extra Ecclesiam nulla salus —que significa “Fuera de la Iglesia no hay salvación” (Un excelente examen de este tópico está disponible en el nº 9 (ciclo 1991) (nº 8 en la versión francesa] de Fortes in Fide del Padre Barbara, disponible en W.F. Christian , 758 Lemay Ferry Road, St. Louis, Mo. 63125). Basta decir que la Iglesia entiende por esto, aparte de la invencible ignorancia, que la salvación depende normalmente de estar en la Iglesia Católica; y que el medio normal para entrar en la Iglesia es el Bautismo (Para evitar cualquier posibilidad de malinterpretación, debería estar claro que uno debería vivir una vida de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia —el Bautismo que borra la mancha del pecado original, no garantiza de ninguna manera que el individuo no pueda caer del “estado de gracia” producido por este Sacramento. El tema del Bautismo de Deseo es tratado en un artículo por el presente autor en un tema del año 1992 de El Reino de María (North 8500 St. Michael’s Road. Spokane. WA 99207-0905).
Los otros Sacramentos no son absolutamente necesarios, pero se requiere que uno sea miembro de la Iglesia y que ellos sean los medios normales de gracia instituidos por Cristo. Así al menos uno debe confesar y recibir la Eucaristía al menos una vez al año —siempre que el sacerdote esté disponible (Se podría decir que los Sacramentos que dependen de las Ordenes no son necesarios en un sentido absoluto, pero que, dada la condición del hombre caído, ellos son indispensables por una necesidad de conveniencia o de utilidad). Ahora bien, Cristo, que estableció la Iglesia, también estableció los Sacramentos como medios normales de gracia. No aprovecharnos de ellos cuando ellos están disponibles es tan absurdo como no buscar asistencia médica cuando uno está enfermo.
CÓMO ACTÚAN LOS SACRAMENTOS
Muchos que se llaman “Católicos conservadores” están convencidos de la validez de los ritos postconciliares debido a que creen recibir de ellos múltiples gracias. Incluso si nosotros concedemos que ellos no están sujetos a la autodecepción en esta área, tal argumento no sirve para defender su validez, ya que es una constante enseñanza de la Iglesia que en la recepción de los Sacramentos, la gracia entra en el alma por dos vías.
La primera se llama ex opere operato, o sea, por la virtud del mismo rito realizado. La segunda se llama ex opere operantis, es decir, por la virtud de la disposición del receptor. De este modo, uno que participase de buena fe en falsos sacramentos podría incluso recibir gracia —pero sólo gracia que recibe por su propia buena disposición, y nunca la gracia inefable que deriva de los mismos Sacramentos.
Se ha argumentado también que, con tal que la disposición del receptor sea la conveniente, las deficiencias de un sacramento son “suplidas” por la Iglesia. Tal argumento es patentemente falso, ya que implica que no importa qué ministro opere, la Iglesia automáticamente compensa el defecto. (Sería declarar además que todos los ritos Protestantes son de igual validez que los de la Iglesia). Es posible que el mismo Cristo pueda compensar el defecto en el caso de aquellos que tengan “una ignorancia invencible”, pero la Iglesia no puede de ninguna manera compensar tal defecto.
Como A. S. Barnes, la autoridad más reconocida de las Ordenes Anglicanas, dijo: “Debemos siempre recordar que Dios no está limitado por los mismos Sacramentos que Él mismo ha instituido, pero no nosotros”.
La expresión ex opere operato fue usada por vez primera por Pedro de Poitiers (l205). Posteriormente fue adoptada por el Papa Inocencio III, como también por Santo Tomás para expresar la constante enseñanza de la Iglesia, al efecto de que la eficacia de la acción de los Sacramentos no depende de ningún humano, sino solamente de la voluntad de Dios, expresada por la promesa y la institución de Cristo. El significado de la expresión debería estar claro, los Sacramentos son efectivos sin tener en cuenta la valía del ministro o del receptor. Significa que los Sacramentos son efectivos aún cuando el mismo sacerdote esté en estado de pecado mortal (sería sacrílego para él administrarlos en estado de pecado mortal, y si no pidiera confesarse antes de realizar un Sacramento, debería al menos hacer un acto de contrición), e incluso si la disposición del receptor no es perfecta (éste también comete sacrilegio si lo recibe en estado de pecado mortal —sin arrepentimiento, por supuesto.
Esto es por lo que el sacerdote actúa de parte de Nuestro Divino Maestro, Jesucristo, y los Sacramentos tienen su eficacia de su divina institución y por medio de los méritos de Cristo. Los Sacramentos y los Sacerdotes que los administran funcionan como vehículos o instrumentos de la gracia y no son su causa principal. Es Cristo quien, por medio del sacerdote, perdona los pecados o realiza la Eucaristía, etc. Los ministros indignos, que realicen válidamente los Sacramentos, no pueden impedir la eficacia de los signos ordenados por Cristo para producir gracia ex opere operato. Pero ¿qué hay de la ex opere operantis? Obviamente, no debe haber obstáculo deliberado a la gracia por parte del receptor. Estos principios se siguen de la naturaleza de la Gracia. La Gracia es el don libre de Dios a nosotros (tanto dentro o fuera de los canales que Él estableció), pero el hombre siempre es libre para rechazar o poner obstáculos al camino de la gracia de Dios. La disposición del receptor no es necesario que sea perfecta —pues en verdad sólo Dios es perfecto. Debe, como se trata en mayor detalle más abajo, ser apropiada.
Otro nuevo principio se sigue: el sacerdote y la Iglesia deben seguir el patrón que Cristo estableció al instituir un especial vehículo de gracia. Como dijo San Ambrosio: “Es indigno quien celebra el misterio (Sacramento) de otra manera que Cristo transmitió”. Y como declaró el Concilio de Trento: “Si alguno dijera que los recibidos y aprobados ritos de la Iglesia Católica, que se usan en la solemne administración de los Sacramentos, pueden ser despreciados, o sin pecado ser omitidos por los ministros, o ser cambiados por cada pastor de las iglesias en otros nuevos, sea anatema”.
La Iglesia, por supuesto, tiene una cierta libertad respecto a la manera en que los Sacramentos son administrados, y, como nosotros veremos más abajo, puede cambiar la manera de su administración y las ceremonias que los rodean. Sin embargo, ella no puede hacer que un Sacramento sea otra cosa que lo que Cristo quiso, y no puede crear nuevos Sacramentos. La aceptación de los Sacramentos tradicionales en su forma tradicional es parte de la obediencia que los fieles católicos (que obviamente incluye a la jerarquía) (Este principio está bien expresado por la frase de que los miembros de la Iglesia docente (la jerarquía) deben ante todo ser miembros de la Iglesia creyente), deben a Cristo a través de la Tradición. Como consecuencia de esta anti innovadora actitud, considerar la siguiente carta que el Papa Inocencio I (401-417) dirigió al Obispo de Gubbio:
“Si el sacerdote del Señor desea preservar en su totalidad las instituciones eclesiásticas, tal como ellas fueron transmitidas por los Santos Apóstoles, que no haya diversidad, ni variedad en las Ordenes y Consagraciones… Quién no sabe y quién no se daría cuenta de que lo que fue transmitido a la Iglesia Romana por Pedro, el Príncipe de los Apóstoles, se ha conservado incluso hasta ahora y que debe ser observado por todos, y que nada debe ser cambiado o introducido sin esta autoridad…”
Como dijo San Bernardo: “es suficiente para nosotros no desear ser mejores que nuestros Padres”.
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