La Iglesia de África, de tan gloriosa y descollante historia en el ocaso del mundo antiguo, surge de pronto de la neblina de sus orígenes, en definitiva desconocidos, en una página de valor incomparable. Si las actas de los mártires escilitanos fueron originariamente redactadas en latín (problema discutido, si bien las mejores opiniones están por la afirmativa) ellas serían el primer documento de la literatura latina cristiana, que, de todos modos, en África nació con un genio de tan singular empuje como Tertuliano y en África culminó de modo jamás superado en el otro genio, único y solo, de San Agustín.
Hasta el año 180, cuando ya el Oriente, Roma y las Galias estaban copiosamente regadas de sangre cristiana, no hay noticias de que estallara en África persecución alguna contra los cristianos. Debiérase ello a su misma insignificancia numérica o, más probablemente, a moderación o indiferencia de los gobernadores, lo cierto es que cupo a P. Vigelio Saturnino, legado que fuera de la Mesia inferior y procónsul de África el año 180, la triste gloria de ser el primero que desenvainó la espada contra la Iglesia africana: Primus hic gladium in nos egit, dice Tertuliano, quien atribuye a castigo del cielo la ceguera de que más adelante fue atacado aquel gobernador. Las primeras víctimas de su odio no parece, sin embargo, que fueran los mártires de la insignificante localidad de Escilio (Scillium), sino un grupo de cristianos conocidos con el nombre de mártires de Madauro. El retórico Máximo de Madauro, escribiendo a San Agustín, le dice no poder disimular su indignación de que los cristianos veneren a un Migdón o Miggín, en lugar de Júpiter tonante; a un Sanaén o Sanamén, en lugar de Juno, Minerva, Venus y Vesta; y en lugar de todos los dioses inmortales, a un archimártir (expresión equivalente, sin duda, a protomártir) Nanfanión o Nanfanón. Añádase otro, Lucitas, a quien no se le tributa menor culto, y toda otra caterva de número incontable (nombres aborrecibles a hombres y dioses), todos los cuales, cargada su conciencia de crímenes nefandos, so capa de una muerte gloriosa, acumulando fechorías, hallaron, mancillados, el término debido a sus costumbres y hechos. Los sepulcros de tales hombres, si es que merece mención el hecho, son frecuentados por una turba de estúpidos, que abandonan los templos y desprecian el culto de los manes de sus mayores, con lo que viene a cumplirse el presagio del vate indignado que dijo:
Inque Deum templis iuravit Roma per umbras.
San Agustín, en su respuesta, amonesta severamente al gramático de Madauro por su ligereza en juzgar las cosas divinas, pero nada dice en favor de los supuestos mártires. Se había, efectivamente, supuesto que los madaurenses habían sufrido el martirio bajo el mismo Vigelio Saturnino, el 4 de julio del año 180, precediendo en pocos días a los escilitanos, que comparecieron ante el procósul el 16 del mismo mes y año. Pero, "desgraciadamente, estos mártires que llevan nombres indígenas, y cuyo jefe de fila, Nanfano, es calificado de archimártir, es decir, sin duda protomártir africano, no son, según toda verosimilitud, testigos de la fe cristiana, víctimas de la persecución imperial, sino fanáticos adeptos al cisma donatista, ejecutados probablemente en el siglo IV, por haber tomado parte en las malandanzas de que se hicieron culpables los más exaltados de la secta, conocidos con el nombre de circunceliones".
Sea lo que fuere de estos discutidos mártires de Madauro, cuyos nombres se nos hacen a nosotros tan extraños como al gramático Máximo, la pieza que contiene el proceso y sentencia de los de Escilio es una joyita documental, literaria y hasta humana. "La sencillez—dice un eminente crítico—, la precisión, la sobriedad, imprimen al diálogo una fuerza de verdad y pasión que conmueve, tanto más cuanto más de relieve pone la heroica actitud de los mártires. Es un breve drama, palpitante de humanidad, donde cada uno habla sin ornamentos retóricos, sin hinchazón, sin aparato teatral, ta! como su ánimo le dicta dentro". Este drama se desarrolla en las postrimerías del siglo II y es de los últimos a que da lugar la legislación en vigor durante todo el siglo. Marco Aurelio había muerto, bajo su tienda de campaña, junto al Danubio, estoicamente, como viviera. Al tribuno que por última vez se le acerca para pedirle la consigna del dia, le dijo el emperador: "Ve al sol naciente; yo camino al ocaso." Aunque el estoico muriente no lo pensó así, el sol naciente era el cristianismo, y quien caminaba al ocaso era el Imperio. Su hijo y sucesor, Cómodo, fué un gladiador coronado, despreocupado de lo humano y de lo divino, atento sólo a saciar al bello animal que llevaba dentro. Paradójicamente, y contra la tendencia de algunos apologistas primitivos a presentar como solos perseguidores de la Iglesia a los Nerones y Domicianos, el imperio de este degenerado vastago de Marco Aurelio fué de paz para los cristianos. Paz de hecho, pues la legislación neroniana y su interpretación trajánica seguía en pie, ya que la vemos aplicada en este año de 180 en la causa de los mártires escilitanos. Qué causa moviera a P. Vigelio Saturnino a ordenar la prisión de una docena de cristianos de un lugarejo de la Numidia, dependiente del África proconsular, que no ha dejado rastro de sí en el mapa africano, no lo sabemos. Hay que pensar en una delación privada, nacida de algún rencor o trabacuentas entre algún pagano y uno o varios cristianos. Así lo sugieren las respuestas de Espéralo. Éste afirma que si se dedica al comercio, paga debidamente los impuestos, y eso por deber de conciencia, "pues conozco—dice—a mi Señor, al Rey de reyes y Emperador de todas las naciones". A la intimación del procónsul de que abandone la "persuasión" cristiana, responde: "La persuasión mala es cometer un homicidio y levantar un falso testimonio."
De estas actas publicó Ruinart tres redacciones latinas: una, la que inserta en sus Annales ad annum 202 el cardenal Raronio, que las estimaba omni thesauro cariora; la segunda, tomada de un códice de la biblioteca colbertina, y, finalmente, un fragmento de las publicadas por Mabillon en sus Vetera Analecia, IV, 153. En 1881, B. Aubé publicaba un cuarto texto, tomado de dos manuscritos de la Biblioteca Nacional de París. El mismo año de 1881 Usener descubría un texto griego, más antiguo que las versiones hasta entonces conocidas y tanto más precioso cuanto que daba la fecha exacta del martirio (17 julio 180). En 1880 los bolandistas, tomándola de dos ms. de la biblioteca de Chartros, publicaban otra redacción latina, muy semejante al texto griego, pero más sencilla y concisa.
Finalmente, en 1891, Robinson descubría un texto latino aún más breve y, cosa notable, bastante más correcto. Entre todas las redacciones, la más antigua es, indudablemente, el texto latino de Robinson, que los doctos creen debe considerarse, si no como el propio texto original, por lo menos el más vecino a él. Aun en el texto más breve, se presenta una dificultad en la lista de los mártires. Ante el tribunal comparecen seis; en la sentencia se nombraron los seis y se añade un et carteros; luego, el heraldo proclama los nombres de doce. La dificultad se ha resuelto de diversas maneras. En el fondo, carece de importancia.
El texto aquí reproducido es el de la edición robinsoniana, umversalmente aceptado (Gebbardt, Knopf, Rauschen, Barra).La autenticidad de estas actas no ha sido ni puede ser discutida, pues son el modelo acabado de Acta fosensia, con el mínimo de adición por parte del colector. En este sentido, sólo pueden comparárseles las Acta pro-consularia de San Cipriano.
Martirio de los santos escilitanos.
Siendo cónsules Presente, por segunda vez, y Claudiano, dieciséis días antes de las calendas de agosto, en Cartago, llevados al despacho oficial del procónsul Espéralo, Nartzalo y Citino, Donata, Segunda y Vestia, el procónsul Saturnino les dijo:
—Podéis alcanzar perdón de nuestro señor, el emperador, con solo que volváis a buen discurso.
Esperato dijo:Jamás hemos hecho mal a nadie; jamás hemos cometido una iniquidad, jamás hablamos mal de nadie, sino que hemos dado gracias del mal recibido; por lo cual obedecemos a nuestro Emperador.
El procónsul Saturnino dijo:—También nosotros somos religiosos y nuestra religión es sencilla. Juramos por el genio de nuestro señor, el emperador, y hacemos oración por su salud, cosa que también debéis hacer vosotros.
Esperato dijo:—Si quisieras prestarme tranquilamente oído, yo te explicaría el misterio de la sencillez.
Saturnino dijo:
—En esa iniciación que consiste en vilipendiar nuestra religión, yo no te puedo prestar oídos; más bien, jurad por el genio de nuestro señor, el emperador.
Esperato dijo:—Yo no reconozco el Imperio de este mundo, sino que sirvo a aquel Dios a quien ningún hombre vio ni puede ver con estos ojos de carne. Por lo demás, yo no he hurtado jamás; si algún comercio ejercito, pago puntualmente los impuestos, ¡mes conozco a mi Señor, Rey de reyes y Emperador de todas las naciones.
El procónsul Saturnino dijo a los demás:—Dejaos de semejante persuasión.
Esperato dijo:
—Mala persuasión es la de cometer un homicidio y la de levantar un falso testimonio.
El procónsul Saturnino dijo:—No queráis tener parte en esta locura.
Citino dijo:
—Nosotros no tenemos a quien temer, sino a nuestro Señor que está en los cielos.
Donata dijo:
—Nosotros tributamos honor al César como a César; mas temer, sólo tememos a Dios.
Vestía dijo:
—Soy cristiana.
Segunda dijo:
—Lo que soy, eso quiero ser.
Saturnino procónsul dijo a Esperato:
—¿Sigues siendo cristiano?
Esperato dijo:
—Soy cristiano.
Y todos lo repitieron a una con él.
El procónsul Saturnino dijo:
—¿No queréis un plazo para deliberar?
Esperato dijo:
—En cosa tan justa, huelga toda deliberación.
El procónsul Saturnino dijo:
¿Qué lleváis en esa caja?
Esperato dijo:
—Unos libros y las cartas de Pablo, varón justo.
El procónsul Saturnino dijo:
—Os concedo un plazo de treinta días, para que reflexionéis.
Esperato dijo de nuevo:
—Soy cristiano.
Y todos asintieron con él.
El procónsul Saturnino levó de la tablilla la sentencia :
—Esperato, Nartzalo, Citino, Donata, Vestía, Segunda y los demás que han declarado vivir conforme a la religión cristiana, puesto que habiéndoseles ofrecido facilidad de volver a la costumbre romana se han negado obstinadamente, sentencio que sean pasados a espada.
Esperato dijo:—Damos gracias a Dios.
Nartzalo dijo:
—Hoy estaremos como mártires en el cielo. ¡ Gracias a Dios!
El procónsul Saturnino dio orden al heraldo que pregonara:
—Esperato, Nartzalo, Citino, Veturio, Félix, Aquilino, Letancio, Jenaro, Generosa, Vestía, Donata, Segunda, están condenados al último suplicio.
Todos, a una voz, dijeron:
—¡ Gracias a Dios !
Y en seguida fueron degollados por el nombre de Cristo.
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