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jueves, 17 de febrero de 2011

MARTIRIO DE SAN POTINO Y LOS OTROS MÁRTIRES DE LION, BAJO MARCO AURELIO

Eusebio de Cesárea, que redacta su Historia Eclesiástica a los comienzos del siglo IV, abre el libro V de ella, en que se guarda la joya inestimable de la carta de las Iglesias de Viena y Lión sobre los mártires del año 177, con este solemne exordio:
"... Era el año decimoséptimo del emperador Antonino Vero. En este año, encendida nuevamente, y con más vehemencia, la persecución contra nosotros, efecto de tumultos populares en diversas ciudades, por lo sucedido en una sola provincia, cabe conjeturar que hubieron de brillar millares de mártires. Tales sucesos, como dignos que son, en verdad, de imperecedero recuerdo, han sido afortunadamente transmitidos, aun por escrito, a la posteridad. Ahora bien, el escrito en que con todo pormenor se relatan estos hechos, y que no sólo contiene materia histórica, sino también amplia explicación doctrinal, está inserto en nuestra Colección de martirios; aquí, naciendo una selección, sólo quiero poner lo que dice con la materia de la presente obra. Otros historiadores no han narrado en sus escritos sino victorias guerreras, trofeos contra los enemigos, hazañas de generales y hechos de valor de soldados, manchados de sangre y muertes innumerables, en lucha por los hijos, por la patria y los demás bienes terrenos; mas nuestra historia, cuyo asunto es la vida que se lleva según Dios, inscribirá en imperecederas columnas las guerras de todo punto pacíficas sostenidas por la paz misma del alma y celebrará los héroes que valerosamente combatieron en ellas, antes por la verdad que por la patria, antes por la religión que por los seres queridos, y pregonará, en fin, para eterno recuerdo, la constancia de los héroes de la piedad, sus hazañas en todo género de sufrimientos, los trofeos contra los demonios, las victorias contra los invisibles enemigos y, por remate de todo, las gloriosas coronas alcanzadas."
No merecía menos de tan solemne introducción la maravillosa historia de los mártires de Lión y Viena, las dos ilustres ciudades de las Galias, regadas por el Ródano; historia narrada por estas dos Iglesias galas a las comunidades de Asia y Frigia en una carta, documento de valor incalculable, salvada casi en su integridad por el mismo Eusebio. El coro de alabanzas que críticos e historiadores han entonado a esta singular pieza de la literatura cristiana se compone de tantas voces cuantos han sido los que han pasado los ojos por ella. El venerable Tillemont "no sabe si esta carta es el paraje más bello de la bistoria eclesiástica". Esta carta es, en opinión de Renán, "una de las piezas más extraordinarias que posee literatura alguna. Jamás se ha trazado un cuadro más emocionante del grado de heroísmo a que pue--de llegar la naturaleza humana. Es el ideal del martirio con el mínimo posible de orgullo de parte del mártir". Según Dom Leclerq, la carta famosa "forma parle de la historia de la conciencia de la Humanidad".
"Los mártires de Lión—escribe un moderno historiador de la Iglesia—se han, por decirlo así, narrado a sí mismos en un documento para siempre famoso, la carta de la Iglesia de Lión a las Iglesias de Asia, de Frigia y de Roma, uno de los más bellos monumentos de la antigüedad cristiana, en que el relato de los más crueles sufrimientos está hecho en el tono más sencillo; pero donde aún alienta todo el ardor del combate sostenido por Cristo y donde se ve a unos hombres, sobre los que pesaba la amenaza de los peores suplicios, cuidadosos de todo lo que en su tiempo interesaba a la Iglesia universal, preocupados, en particular, de la profecía montañista, que turbaba entonces al Asia Menor, y buscando de reducir a la unidad a los que se extraviaban."
No es posible, en efecto, leer sin profunda emoción esta página, tan empapada en sangre, de la historia de la Iglesia, palpitante toda de su más puro espíritu primero, por el que la carta de la Iglesia de Lión se enlaza, como anillo inmediato, con los escritos de los Padres Aposlólicos. El nombre fúlgido de San Ireneo, que en ellos se lee, el que se sentó de joven a los pies del venerable anciano San Policarpo, es bastante prueba de ello.
Aquí, principalmente, y en el Martyrium Polycarpi, debía de sentir el nada pío humanista José Escalígero aquella honda emoción producida por la lectura de las actas de los mártires que le hacía sentirse otro: Horum lectione piorum animus ita afficitur ut numquam satur inde recedat. Quod quidem ita esse unusquisque pro captu suo et conscientiae modo sentiré potest. Certe ego nihil umquam in historia ecelesiastica vidi a cuius lectione commotior recedam, ut non amplius meus esse videar.
Lugdunum, la moderna Lión, heredera suya, era una de las más populosas metrópolis del Imperio, y allí había tomado singular incremento el culto de Roma y Augusto, única religión realmente viva en aquel universal ocaso de los dioses (Luciano afilaba por aquellos mismos días los dardos de su sátira, disparados, por lo demás, sobre polvorientos fantasmas de lo pasado), lazo que ligaba las provincias a la cabeza del inmenso cuerpo ecuménico, símbolo de lealtad al supremo representante de la grandeza y majestad del pueblo romano. El principal centro del culto imperial de la Galia era el altar de las tres provincias, en Lión. Allí se reunían todos los años, el primero de agosto, mes consagrado a Augusto, los diputados de la Lugdunense, de la Aquitania y de Bélgica. Estas cortes provinciales tuvieron, en sus orígenes, carácter y función puramente religiosa. Se votaban las contribuciones para el culto, que luego se distribuían entre las ciudades. Se nombraba el sacerdos provinciae o sumo sacerdote de la provincia, magistrado, sin duda, anual, sin colega, y personaje muy importante. Generalmente se le escoge de entre la nobleza local; tiene la presidencia de las cortes y dirige la celebración del culto, que consistía principalmente en sacrificios y juegos. Estas fiestas anuales, panegirias o ferias que atraían a la metrópoli del Ródano gentes de toda raza y condición, pudieron, a mediados del siglo II, ser la ocasión de la llegada de grupos cristianos venidos de la lejana Asia y Frigia. La Iglesia de Lión no puede ser de muy remota antigüedad, pues sus fundadores son prendidos en 177 y sellan su fe con el martirio. Lo cierto es que en esa fecha inolvidable aparece de pronto nimbada de la gloria del martirio y pletórica de la intensa vida sobrenatural que delata la carta. Sometida la cristiandad lionesa y vienense a la dura prueba de la persecución, sólo un número insignificante flaqueó en la confesión de la fe, y aun esos mismos recobraron, animados por el ejemplo, la caridad y oración de sus hermanos fieles, el valor para confesarla en última instancia y ser agregados a la suerte de los mártires. "Sólo quedaron fuera—dice, con admirables palabras, el redactor—aquellos que jamás tuvieron rastro de fe ni sintieron respeto de su vestido nupcial, ni pensamiento de temor de Dios; los que por su conducta habían blasfemado del Camino; los hijos, en fin, de perdición. Todos los demás fueron agregados a la Iglesia."
La persecución se debió, como ya notó Eusebio, a un tumulto popular. Su causa, a decir verdad, la ignoramos. El ambiente, como lo atestigua la carta misma, estaba saturado de calumnia contra los cristianos. El más leve incidente pudo ser chispa que provocara el incendio. Antes ya de que las autoridades locales tomaran cartas en el asunto, el pueblo hacía imposible la vida a los cristianos. Se les cerraba la puerta de las casas, nadie hubiera querido ver a un cristiano pasar sus umbrales; se los arrojaba de los baños, refinamiento característico de la vida romana, y se les impedía el acceso al foro, corazón mismo de la ciudad y su pulso de actividad y movimiento. Llegó un momento en que ni la calle misma era lugar seguro por donde pudiera aparecer un cristiano. Estas exclusiones, en el momento en que estalla el odio popular, nos demuestran que en tiempos normales la vida de los cristianos no se desenvolvía en mundo aparte y cerrado, ajenos, en su obsesión por lo celeste, a los intereses y afanes de la ciudad terrena. Remitimos al bello texto de la Apología de Cuadrato, y citemos otro pasaje similar de Tertuliano, escrito unos veinte años después de la carta de las Iglesias de Lión y Viena. El apologista africano quiere responder al cargo que se le hace a los cristianos de ser inútiles a los negocios y tráficos de la vida:
"¿Cómo puede ser eso, siendo hombres que vivimos entre vosotros, que llevamos un tenor de vida y unos vestidos iguales a los vuestros, que nos servimos de las mismas cosas que vosotros, que tenemos vuestras mismas necesidades? Nosotros no somos brahmanes o gimnosofistas indios, ni habitantes de los bosques y desterrados de la vida. Nosotros tenemos bien presente que debemos acciones de gracias al Señor Dios creador, y, si es cierto que nos templamos para no usar de las cosas más alla de la medida, o desordenadamente, ningún fruto de sus obras repudiamos por malo. De ahí que no habitamos este mundo sin plaza pública, sin carnicerías, sin baños, tabernas, talleres, establos, cecas y demás comercios vuestros..." (Apol. 42.)
Este mismo espíritu amplio tienen los cristianos y mártires de Lión. Uno hay entre ellos, especie de vegetariano, que había llevado antes de ser preso vida austera a solo pan y agua, e intentó llevarla igual en la cárcel. Átalo, empero, después de su primer combate en el anfiteatro, tiene revelación de que no hace bien Alcibíades "en no usar de las criaturas de Dios y dar con ello ejemplo de escándalo a los demás". Alcibíades recibe bien la admonición, y ello es signo de la visita de la gracia de Dios a los mártires y de que el Espíritu Santo era su consejero. Así opina el redactor de la carta, y no podemos menos de darle plena razón. Una excepción, sin embargo, habría que oponer a la enumeración de Tertuliano. Estos cristianos de Lión no frecuentan las carnicerías paganas, pues corrían riesgo de comer carnes sacrificadas a los ídolos (idolothyta) o de víctimas sofocadas, es decir, no muertas a golpe y sangradas. Parece ser que la interpretación amplia y generosa dada por San Pablo al decreto del concilio de Jerusalén (I Cor. 10, 25) no se había impuesto por todas partes. El escrúpulo subsistía en Cartago, lo mismo que en Lión. Tertuliano rechaza todavía la calumnia, de que fueron víctima los cristianos de Lión, de alimentarse los cristianos de carnes humanas: "Avergüéncese vuestro error sobre los cristianos, que no usamos de sangre de animales en nuestras comidas ordinarias, que nos abstenemos de lo sofocado y muerto de enfermedad, a fin de no contaminarnos en modo alguno de sangre, ni aun la sepultada en las entrañas..." (Apol. IX, 13.) Y Biblis, la pobre renegada que vuelve en sí y confiesa la fe en la tortura, argumenta de modo semejante: "¿Cómo pueden comerse a los niños quienes tienen prohibido aun comer la sangre de animales irracionales?"
Ante la efervescencia popular, la autoridad local, los duunviros que gobiernan la ciudad, se ve obligada a intervenir, si bien nada induce a pensar que lo hiciera en defensa de los atropellados cristianos. Todo nos obliga a creer que los últimos años de Marco Aurelio se señalaron por un recrudecimiento de la siempre latente animosidad contra los cristianos. Celso, que escribe su discurso verdadero casi por las mismas fechas de los martirios de Lión, habla de los cristianos, los pocos que ya quedan, perseguidos, como alimañas en sus escondrijos, para exterminarlos. Bajo Cómodo, sucesor de Marco Aurelio, las minas de Cerdeña estaban llenas de forzados cristianos, condenados en el reinado de su padre filósofo. Adiós, pues, los tiempos en que se hacía por la autoridad la vista gorda sobre los cristianos, dormían las leyes de excepción contra ellos y no se daba crédito a las infamias populares ni oído a los gritos de la plebe embrutecida de los circos.
Un tribuno, el chiliarchos de la cohorte XIII urbana, de guarnición en Lión, lleva a cabo la detención de numerosos cristianos. Una primera audiencia es ya tenida en el foro ante las autoridades de la ciudad, y allí, ante la muchedumbre que se agolpa delante del tribunal, los cristianos confiesan todos su fe. El gobernador de la provincia, legatus Augusti pro praetore, estaba ausente, y nada se podía hacer sin su presencia. Llegado el gobernador, se inicia el proceso de los detenidos, con todas las sabidas irregularidades al uso en las causas de los cristianos. Ello provoca la protesta indignada de un joven y ferviente cristiano, que se ofrece a defender en toda regla a sus hermanos en la fe, de los crímenes de que gratuitamente se los cree reos. La protesta no es acogida, y la confesión de ser cristiano le vale a Vetio Epágato la suerte de los mártires. En un proceso normal, atenido estrictamente a la jurisprudencia sentada por Trajano, tras la confesión del cristianismo debía seguir la ejecución. Si aquí no es así, débese a un incidente que tuerce el curso todo del proceso. Detenidos algunos esclavos paganos, pertenecientes a casas cristianas (buen dato para el conocimiento de la composición de la Iglesia de Lión); sometidos a tortura y aterrados por las que veían sufrir a sus amos, manifiestan ser verdad las infamias atribuidas por la voz popular a los cristianos: "Banquetes de Tieste, uniones edipeas y cuanto no es lícito ni nombrar ni pensar ni aun creer se haya jamás dado entre hombres." Desde este momento, los cristianos, confesores o apóstatas, pasan a ser considerados como criminales comunes, y el legado imperial da un edicto ordenando una detención general, una verdadera redada policíaca, en las dos Iglesias de Lión y Viena. Dos dificultades ocurren aquí. El gobernador infringe el rescripto de Trajano que prohibía la pesquisa de oficio de los cristianos: Conquirendi non sunt. Mas es ingenuo pensar habían de detener escrúpulos legales a gobernantes que están bajo la presión del populacho exasperado. Así no tendrá, más adelante, inconveniente, infringiendo la ley, en arrojar a las fieras a un ciudadano romano, para complacer al pueblo. Por lo demás, Marco Aurelio, consultado sobre la marcha y, sobretodo, el desenlace que había de tener el asunto de los cristianos, contesta restableciendo íntegramente la jurisprudencia trajánica: "Los que persistieran en la confesión de su fe, debían ser ejecutados"; los que tal vez negaran (muy digno de notarse el matiz de mera posibilidad de la construcción griega), puestos, sin más, en libertad." Marco Aurelio, pues—rindámosle este honor—, no consiente que una sentencia capital se funde en rumores no probados, y obliga a su lugarteniente de la Lugdunense a entrar en el camino de la estricta legalidad. La segunda dificultad está en cómo el legado imperial de la Lugdunense pudo ordenar detenciones en Viena, dependiente de la jurisdicción del procónsul de la Narbonense. La dificultad halla buena solución en un texto de Papiniano. Cuando uno o más de los acusados residían en provincia distinta, el gobernador competente debía escribir a su colega que procediera a su arresto y se los condujera bajo buena guardia: Solent praesides provinciarum in quibus delictum est scríbere ad collegas suos ubi factores agere dicantur et desiderari ut cum prosecutoribus ad se reinittantur; et id quoque quibusdam rescriptis declaratur. Como la instrucción del proceso en Lión había ciertamente revelado complicidades en Viena, con quienes los cristianos lioneses estaban en tan íntima contesseratio, no cabe duda alguna que el legado hiciera entrar en juego esta disposición legal.
De los múltiples aspectos sobre que pudiera insistiese en el comentario de esta carta, no es posible pasar por alto la intensidad de vida cristiana que revela. De Vetio Epágato, el generoso defensor de sus hermanos, dice el redactor que "hervía de Espíritu". Todos estos cristianos se nos presentan igualmente, conforme al universal precepto de San Pablo, Spiritu ferventes (Rom. 12, 10), en un extraordinario fervor y hasta exaltación de espíritu. La Iglesia pasaba entonces por lo que muy exactamente se ha rotulado la crisis montañista, y la conmoción que de Oriente a Occidente produjo la aparición de la nueva profecía tuvo claras repercusiones en las Iglesias de Lión y Viena. Un soplo de viento cálido venía de un oscuro rincón de la Frigia, levantando a su paso una confusa polvareda de visiones y oráculos y empujando a veces rebaños y pastores hacia el desierto, en espera y busca de Jerusalén celeste. Un sensato doctor romano, que escribe ya en el siglo siguiente, no calmado aún el huracán, cuenta con visible sonrisa irónica que un obispo de Siria persuadió a muchos hermanos a que se dirigieran al desierto al encuentro de Cristo, acompañados de sus mujeres e hijos. Después de andar errantes por caminos y montes, poco faltó para que el gobernador no los prendiera como bandidos, de no disuadírselo su esposa, que era cristiana. La composición misma de la Iglesia de Lión, mitad griega, mitad galorromana, explicaría el interés tomado en un movimiento que conmovía a la Iglesia universal. Desde el fondo mismo de sus calabozos escriben nuevamente, lo que prueba que el interés venía de atrás, cartas a los hermanos de Asia y Frigia, y al mismo obispo de Roma, Eleuterio. El juicio de los mártires sobre la cuestión montanista, es calificado por Eusebio de "piadoso y muy ortodoxo". Al Oriente va adjunto con la relación de los martirios; a Roma es encargado de llevarlo el presbítero Ireneo. Su sola presencia nos hace pensar que se trataba de un mensaje de paz, de una exhortación a la general concordia, por el camino de la sensatez y la moderación. Los montanistas estuvieron muy lejos de mantenerse en él, y la nueva profecía era condenada en Roma, hacia el 200, por el papa Zeferino. Mas la intensidad de vida sobrenatural de la comunidad lionesa no procedía de una racha de exaltación mística, pasajera y malsana, sino de las profundas raíces de la fe y de la caridad, que informaron primero la vida y gloriosamente coronaron, por fin, la muerte. Un solo pormenor vamos a notar: el lugar preeminente que en esa fe y caridad ocupa Jesucristo. Los fieles que, como forasteros, habitan en Viena y Lión de la Galia son, ante todo, en estilo paulino, los siervos de Cristo, y de parte de Dios Padre y de Jesucristo, Nuestro Señor, desean paz y gracia y gloria a sus remotos hermanos. Los mártires tienen en poco sus muchos sufrimientos, pues tienen prisa por llegar a Cristo. Vetio Epágato, al que tan altas alabanzas se le tributan, era, en fin, un genuino discípulo de Cristo, que seguía al Cordero doquiera iba. Cuando se recuerda una palabra evangélica, se nos habla de "lo dicho por nuestro Señor". Por Blandina quiso mostrar Cristo cómo lo que entre los hombres es vil, informe y despreciable, alcanza de Dios grande gloria por el amor que le tenía; amor que se muestra en las obras y no se gloría de meras apariencias. Para esta maravillosa esclava, repetir, entre las terribles torturas a que se la somete: "Yo soy cristiana", es refrigerio y descanso y calma de su dolor. A Santo, el diácono de Viena, no se le puede arrancar más palabra que "soy cristiano". Y cuando, por punto de honor, gobernador y verdugos le atormentan con las más refinadas torturas para romper su mutismo, él permanece inflexible y entero de ánimo, firme en su confesión, pues se siente rociado y fortalecido por la fuente de agua de vida que brota de las entrañas de Cristo. El cuerpo del mártir es una pura llaga y tumor; mas en él sufría Cristo mismo y cumplía gloriosas hazañas, demostrando que nada hay espantable donde está el amor del Padre, ni doloroso, donde la gloria de Cristo. La gracia de Cristo le restablece en su integridad justamente al sufrir la segunda tortura. Cristo es quien, por la paciencia de sus mártires, anula los tormentos de los tiranos. Potino, el venerable obispo de noventa años que es arrastrado al tribunal con respiración fatigosa, halla fuerzas en su obsesionante deseo del martirio, y en su cuerpo, enfermo y débil por la edad, es guardada su alma con el solo fin de que por ella triunfe Cristo. Su figura, venerable y serena, evocaba la de Cristo mismo. En la cárcel se da un caso inusitado de la dispensación de Dios y de la misericordia inmensa de Jesús: los pocos renegados no son puestos en libertad, como hubiera sido de ley, y mientras los confesores sienten el júbilo, que se les transparenta en su rostro, en su andar, en su porte todo, de haber dado testimonio de su fe, aquéllos andan cabizbajos, tristes y melancólicos bajo el peso del remordimiento de su conciencia y los vituperios de los paganos mismos, que los tachan de cobardes y miserables. Cuando Blandina, en pleno anfiteatro, es atada a un madero, expuesta a las fieras, que la dejan intacta, los heroicos mártires que han bajado con ella a la arena evocan, al mirar a su hermana, al que fue crucificado por ellos, y renuevan su fe de que todo el que sufre por la gloria de Cristo tiene parte con el Dios viviente. Blandina misma se nos describe como pequeña y débil y despreciable, pero revestida del grande e invencible atleta que es Cristo mismo. Por San Pablo sabíamos que todo cristiano es un luchador; mas dar a Cristo mismo el nombre de atleta es audacia del redactor de esta carta, escrita a la verdad bajo la obsesión de la imagen de lucha y combate. La denominación, al cabo, no es sino consecuencia de la idea latente en toda ella, de ser Cristo mismo quien lucha y vence en sus atletas. En el intervalo de la consulta al Emperador y la venida de su respuesta, se puso de manifiesto la inmensa misericordia de Cristo para con los apóstatas. Estos, en efecto, por la oración y por la caridad de sus hermanos, vuelven a entrar en el seno de la Madre virgen y salen con nueva vida, fortalecidos para dar testimonio de la fe y entrar en la suerte de los mártires. Ello fue gloria grande de Cristo. Y otra vez el nombre de Cristo unido al de la humilde esclava Blandina. Esta, lanzada al aire por un toro bravo, no siente sus arremetidas por estar absorta en su conversación con Cristo. La humildad de Cristo, que estando en forma de Dios no tuvo por rapiña ser igual a Dios, es el modelo que imitan estos gloriosos mártires, que rechazan constante y enérgicamente este honroso apelativo y lo transfieren de buena gana a Cristo mismo, el mártir o testigo fiel y verdadero, primogénito de entre los muertos y autor de la vida de Dios. Mártires son los pasados, aquellos a quienes Cristo mismo levantó al cielo en la confesión de su fe, poniendo el sello por la muerte a su testimonio. Cristo, pues, llena el alma de estos contemporáneos de Marco Aurelio, a quienes éste no comprendió, y no nos cabe duda que cuando tan constante, tan enérgica y hasta tozudamente repiten como cifra de su ser y de su vida la confesión que les vale la muerte: "Yo soy cristiano", daban a este nombre el sentido de nuestra catecismo, de "hombre de Cristo".
Pero hora es de interrumpir el comentario (que el lector hará por sí en la atenta lectura del texto) y dar texto y versión de tan maravilloso documento del segundo siglo cristiano. En la versión no omitimos ni aun los breves paréntesis de Eusebio, y añadiremos también los fragmentos dispersos que el historiador inserta o parafrasea en los capítulos siguientes al en que incluye la mayor parte de ella, si bien confesemos que algo se entorpece la marcha de la lectura.

Carta de las Iglesias de Lión y Viena.
(Eus., HE, V, I, 3-63,)
"Los siervos de Cristo que habitan como forasteros en Viena y Lión de la Galia, a los hermanos de Asia y Frigia que tienen la misma fe y esperanza que nosotros en la redención:
Paz, gracia y gloria de parte de Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo."
Luego, tras un breve exordio que sigue a este saludo, dan comienzo a la narración en los siguientes términos":
"Cuánta haya sido la grandeza de la tribulación por que hemos aquí pasado, cuan furiosa la rabia de los gentiles contra los santos y qué tormentos hayan tenido que soportar los bienaventurados mártires, ni nosotros nos sentimos capaces de explicarlo puntualmente por palabras, ni es posible consignarlo por escrito. El enemigo, en efecto, se lanzó sobre nosotros como un rayo, preludiando aquella venida futura suya en que ha de imperar sin trabas, y todo lo ensayó con el fin de ir acostumbrando y de antemano adiestrando a sus ministros contra los siervos de Dios. Y así, no sólo se nos cerraban todas las puertas, sino que se nos excluía de los baños y de la pública plaza y aun se llegó a prohibir que apareciera nadie de nosotros en lugar alguno.
Mas también la gracia de Dios trazó contra él todo un plan estratégico, sacando del campo de combate a los débiles y poniendo en primera línea firmes columnas, capaces por su resistencia de atraer hacia, sí todo el ímpetu del maligno. Ellos corrieron a su encuentro en apretado haz, soportando todo género de oprobio y tormento. Ellos, aun lo mucho tenían en poco, pues sentían prisa por llegar a Cristo, demostrando por vía de obra que los padecimientos del tiempo presente no admiten parangón con la gloria por venir que ha de revelarse en nosotros (Rom. 8, 18).
Y primeramente, con ánimo generoso, soportaron todo un cúmulo de atropellos de la plebe, desatada en masa: se los seguía entre gritos, se los arrastraba y despojaba entre golpes, llovían piedras sobre ellos, se los encarcelaba amontonados; todo, en fin, cuanto una chusma enfurecida acostumbra hacer con criminales públicos y enemigos. Finalmente, conducidos al foro o pública plaza por el tribuno de la cohorte y los duunviros, autoridades de la ciudad, fueron interrogados en presencia de todo el pueblo y, tras la confesión de la fe, fueron metidos en la cárcel hasta la llegada del gobernador.
Llegado éste, fueron llevados ante su tribunal y tratados por él con la más refinada crueldad. Había entre los hermanos uno, por nombre Vetio Epágato, hombre lleno hasta rebosar de la plenitud de la caridad de Dios y del prójimo; de tan ajustada conducta, que, no obstante su juventud, había merecido el testimonio de alabanza que se tributa al viejo Zacarías (Lc. 1, 67). El hecho es que Epágato había caminado siempre intachable en todos los mandamientos y justificaciones del Señor e incansable en todo servicio que hubiera de prestarse al prójimo, poseído como estaba del celo de Dios e hirviendo del Espíritu. Hombre de este temple, se comprende que no pudiera soportar en silencio la manera sin razón de proceder contra nosotros, sino que, irritado sobre toda ponderación, reclamó se le concediera también a él la palabra, para defender a sus hermanos y demostrar que no hay entre nosotros sombra de ateísmo ni de impiedad alguna. Pero la chusma que rodeaba el tribunal rompió a gritos contra él (pues era persona distinguida), y el gobernador no quiso acceder a la demanda, por más que era de toda justicia. Limitóse a preguntarle si también él era cristiano, y Epágato respondió con la más sonora voz que sí lo era. Ello bastó para que fuera también agregado a la suerte de los mártires, con el mote de "Paráclito o abogado de los cristianos". La verdad es que él tenía al verdadero Paráclito dentro de sí, aquel mismo Espíritu de Zacarías, como lo demostró por la plenitud de su caridad, jugándose la vida por la defensa de sus hermanos. Y es que Epágato fue — y ahora lo es para siempre — legítimo discípulo de Cristo, que sigue al Cordero doquiera va (Apoc. 14, 4).
Ya desde aquel momento hubo una discriminación y se puso de manifiesto quiénes eran los preparados y que habían de formar a la cabeza de los mártires. Estos cumplieron con toda decisión la confesión de su fe, cuyo término había de ser el martirio. Mas también aparecieron los no preparados ni ejercitados, flacos todavía e impotentes para sostener la tensión de un fuerte combate. De ellos, unos diez se salieron como abortados del sonó de la Iglesia. Grande fue la pena, sin medida el duelo que a nosotros nos produjo su caida, que vino también a desconcertar el ánimo de los otros que no habían todavía sido detenidos. Estos, en efecto, aun rompiendo por todo género de dificultades, no cesaban de asistir a los mártires y no se apartaban de ellos. Mas entonces, todos quedamos consternados ante la incertidumbre del desenlace en la confesión de nuestra fe. No es que nos espantaran los tormentos que se nos aplicaban, sino, mirando al último momento, nos sobrecogía el temor de que alguno pudiera apostatar. Sin embargo, día a día iban siendo prendidos los que eran dignos de esta gracia, llenando los huecos dejados por los apóstatas, de suerte que pronto se juntaron en la cárcel todos los personajes más conspicuos de una y otra Iglesia, aquellos por quienes señaladamente habíamos llegado a ser lo que éramos. Fueron también detenidos algunos esclavos que servían en casas de los nuestros, pues el gobernador había ordenado por público edicto que se diera una batida policíaca general contra nosotros. Estos esclavos, por insidia de Satanás, aterrados ante las torturas que veían sufrir a los santos, incitados además por los oficiales del tribunal, declararon calumniosamente que se daban entre nosotros los banquetes de Tiestes. las uniones de Edipo y otras abominaciones que no es lícito nombrar ni poner en ellas el pensamiento, ni aun creer se hayan jamás cometido entre hombres.
Propaladas estas calumnias, todos se enfurecieron como fieras contra nosotros. Antes de eso, aun había quienes, por parentesco o amistad, mostraban alguna moderación en nuestro caso; mas desde aquel momento hacían alardes de indignación y rechinaban de dientes en nuestra presencia. Con ello vino a cumplirse lo dicho por Nuestro Señor: Tiempo vendrá en que todo el que os mate, crea que hace un servicio y ofrenda a Dios (Io. 16, 2).
De allí en adelante, los tormentos que tuvieron que soportar los santos mártires sobrepujan toda narración, pues Satanás tuvo a punto de honor que también ellos pronunciaran siquiera una palabra de blasfemia. Mas la rabia toda de la chusma, del gobernador y de los verdugos se desató señaladamente'sobre Santo, el diácono originario de Viena; sobre Maturo, recientemente bautizado, pero que era ya un generoso atleta; sobre Átalo, oriundo de Pérgamo, que había sido siempre columna y sostén de nuestra Iglesia, y, finalmente, sobre Blandina. Por ésta quiso mostrar Cristo cómo lo que entre los hombres parece vil, informe y despreciable, alcanza delante de Dios grande gloria, gracias a aquella caridad a Dios que se muestra en las obras y no se jacta vanamente en la apariencia. Y fue así que temiendo nosotros, y angustiada señaladamente su señora según la carne—la cual formaba también como una luchadora más en las filas de los mártires—, que por la debilidad de su cuerpo no tendría Blandina fuerzas para dar libremente la confesión de su fe, llenóse ella de tan maravillosa fortaleza, que sus verdugos, aun relevándose unos a otros y atormentándola con toda suerte de suplicios de la mañana a la tarde, llegaron a fatigarse y rendirse, y ellos mismos se confesaron vencidos, sin tener ya a mano tortura que aplicarle, y se maravillaban de que aún permaneciera con aliento, desgarrado y abierto todo su cuerpo. Uno solo de aquellos tormentos, según su testimonio, era bastante a quitarle la vida; no digamos tales y tantos. Mas la bienaventurada esclava se rejuvenecía en la confesión de su fe, y era para ella un alivio y refrigerio y calma en el dolor de los tormentos el solo repetir: "Soy cristiana y nada malo se hace entre nosotros."

También Santo, con valor sobre toda ponderación y sobre las fuerzas humanas, soportó todos los tormentos que los verdugos le infligieron, con la esperanza por parte de los sin ley de que por la duración y violencia de los tormentos lograrían arrancarle alguna palabra de las que no debe un cristiano pronunciar. Mas él salió con tal ánimo a la batalla contra ellos, que no declaró ni su propio nombre, ni el de la nación y ciudad de su origen, ni su condición de libre o esclavo. A cuantas preguntas se le hacían respondía en lengua latina: "Soy cristiano." Esto confesaba sucesivamente en lugar de nombre, de ciudad, de nación y de todo lo demás, y ninguna otra palabra lograron oír de su boca los gentiles. De ahí vino una porfía y como puntillo de honor del gobernador y de los verdugos en atormentarle, y así, cuando ya no sabían qué más hacer con él, finalmente le aplicaron láminas de bronce rusientes a las partes más delicadas de su cuerpo. Sus miembros, sí, se abrasaban; mas él seguía inflexible y entero, firme en la confesión de su fe, rociado y fortalecido por la celeste fuente de agua de vida que brota de las entrañas de Cristo. Su pobre cuerpo era testimonio vivo de lo que con él se habla hecho: todo él era una llaga y tumor, contraído y sin forma exterior de hombre. Mas sufriendo en él Cristo, cumplía grandes hechos de gloria, aniquilando al adversario, y demostrando, para ejemplo de los demás, que nada hay espantoso donde reina la caridad del Padre, ni doloroso donde brilla la gloria de Cristo. Y fue así que cuando días después los sin ley tendieron otra vez al mártir sobre el potro y pensaban habían de vencerle aplicándole los mismos tormentos del primero, con las heridas aún frescas e inflamadas, que no soportaban ni el más leve contacto de la mano, o, caso de sucumbir en los tormentos, ello infundiría terror a los demás; no sólo no sucedió nada de lo que ellos pensaron, sino que, contra todo lo que humanamente era de esperar, su pobre cuerpo se reanimó y enderezó en la tortura segunda, y Santo recobró su forma normal y uso de los miembros, de suerte que el potro, esta segunda vez, no fué para él, por la gracia de Cristo, tortura, sino curación.
Digamos también cómo Biblis, una de las que habían primero apostatado, y a la que ya creía el diablo habérsela definitivamente tragado, queriéndola también condenar por pecado de calumnia, hizo que la sometieran a tormento, con el fin de obligarla a declarar las impiedades consabidas contra nosotros, cosa que tenía por fácil, como quebrantada y cobarde que se había mostrado. Mas ella, puesta en el tormento, volvió en su acuerdo y despertó, por así decir, de un profundo sueño, y viniéndole a las mientes, por el tormento temporal, el eterno castigo en el infierno, dio un mentís a los rumores calumniosos, diciendo: "¿Cómo se pueden comer a los niños gentes a quienes no es lícito tomar ni aun la sangre de los animales irracionales?" Y desde este momento se confesó cristiana y fué añadida a la suerte de los mártires.
Anulados por Cristo, gracias a la paciencia de los bienaventurados mártires, estos tiránicos tormentos, todavía excogitó el diablo otras trazas de tortura, es decir, las que hubieron de sufrir en la cárcel. Se los encerró juntos en el más oscuro calabozo, con los pies en el cepo distendidos hasta el quinto agujero, y se les hizo pasar por toda la serie de maltratamientos que tienen por costumbre infligir carceleros irritados y, por añadidura, llenos del diablo, a los míseros detenidos.
De ahí que la mayor parte murieron asfixiados en aquella mazmorra; aquellos, decimos, que quiso el Señor salieran asi de este mundo, mostrando en ello su gloria. Porque lo cierto es que los que habían pasado por terribles tormentos, y no parecía pudieran sobrevivir aun prodigándoles todo género de cuidados, resistieron la cárcel destituidos de todo humano auxilio, si bien confortados y fortalecidos en cuerpo y alma por el Señor, hasta el punto que eran ellos los que alentaban y consolaban a los demás. En cambio, los recién llegados, cuya detención databa de días, y cuyos cuerpos no habían anteriormente pasado por el endurecimiento de la tortura, no pudieron resistir la dureza de aquella mazmorra y murieron dentro. El bienaventurado Potino, especialmente, que tenía encomendado el ministerio del episcopado en Lión, cuando sobrepasaba la edad de sus noventa años, y muy enfermo, respirando apenas por la enfermedad corporal que le aquejaba, pero fortalecido en la prontitud de su espíritu por el ardiente deseo del martirio que le obsesionaba, fué también arrastrado ante el tribunal, con su cuerpo deshecho por la vejez y la enfermedad, mas llevando dentro un alma que parecía guardada con el solo fin de que Cristo triunfase por ella. Llevado, pues, al tribunal por un piquete de soldados y escoltado por las autoridades y por todo el pueblo, que lanzaba todo linaje de gritos contra él, como si fuera Cristo mismo, dio su buen testimonio. Interrogado, entre otras cosas, por el gobernador, quién era el Dios de los cristianos, respondió Potino: "Si fueres digno, lo conocerás." En aquel momento le arrastraron desconsideradamente por el suelo y descargaron sobre él una lluvia de golpes. Los que estaban cerca, cometían con él toda suerte de insolencias, a bofetadas y puntapiés, sin respeto alguno a su edad; los de más lejos, le disparaban lo que cada cual hallaba a mano, y todos hubieran pensado cometer un grave pecado — y pecado de impiedad — si se hubieran quedado a la zaga en los desacatos contra el anciano, pues de esta manera creían ellos vengar a sus dioses. El obispo, sin aliento apenas, fue nuevamente arrojado a la cárcel, donde a los dos días expiró.
En esta ocasión, por cierto, se dio una maravillosa dispensación de Dios y se puso de manifiesto la misericordia sin medida de Jesús; hecho rara vez acontecido en nuestra fraterna congregación, pero que no desdice del arte o traza de Cristo. El hecho fue que los que en la primera detención negaron la fe, fueron encarcelados al igual de los confesores de ella y tenían la misma parte en los sufrimientos. De nada les sirvió por entonces su negación. Al contrario, los que habían confesado lo que eran, estaban en la cárcel como cristianos, y ningún otro crimen se les imputaba; mas los apóstatas seguían presos como presuntos reos de asesinatos e infamias morales, sufriendo doblemente que los demás. A los primeros, en efecto, les aliviaba la alegría de haber dado testimonio de su fe, la esperanza de las divinas promesas, el amor a Cristo y el Espíritu del Padre; mas a los apóstatas les torturaban terribles remordimientos de conciencia, hasta punto tal que todo el mundo los distinguía siempre que tenían que atravesar cualquier paraje con sólo mirarles a las caras. Y era así que los mártires avanzaban con caras bañadas de gloria y gracia; sus mismas cadenas las ceñían como un adorno y distinción, como viste una novia engalanada sus franjas recamadas de oro, a par que despedían el buen olor de Cristo, hasta tal punto que creyeron algunos se habían ungido de ungüentos mundanos. Los apóstatas, por lo contrario, iban tristes, cabizbajos, con rostros desencajados y cubiertos de ignominia. Por añadidura, los mismos paganos los abrumaban a baldones, tachándolos de miserables y cobardes. Pesaba, en fin, sobre ellos la acusación de asesinos y habían perdido la apelación honrosísima, gloriosa y vivificante de cristianos. Por cierto que, considerando los otros este hecho, se sentían fortificados, y los que iban siendo prendidos confesaban sin vacilar la fe, no dejando resquicio, ni aun por pensamiento, a la diabólica argucia."
Después de intercalar aquí algunas consideraciones, prosigue la narración:
"Después de esto, los martirios con que los santos salieron de este mundo se dividieron en muy varias formas. Y es que la corona que habían de ofrendar al Padre, si bien una en sí, estaba formada de diversos colores y variedad de flores. Y a su vez, era preciso que los generosos atletas, tras la variedad de sus combates y alcanzada brillante victoria, recibieran la grande corona de la inmortalidad. Así, pues, Maturo, Santo, Blandina y Átalo fueron expuestos a las fieras para público y general espectáculo, cebo de la inhumanidad de los gentiles, dándose expresamente un día de juegos a costa de los nuestros. Maturo y Santo, como si nada hubieran sufrido antes, tuvieron que pasar otra vez en el anfiteatro por toda la escala de torturas; o, por mejor decir, como habían ya vencido a su adversario en una serie de combates parciales, libraban ahora el último sobre la corona misma. Restallaron, pues, otra vez los látigos sobre sus espaldas, tal como allí se acostumbra, fueron arrastrados por las fieras, y sufrieron, en fin, cuanto una plebe enfurecida ordenaba con su gritería, resonante de unas y otras graderías. El último tormento fue el de la silla de hierro rusiente, sobre la que dejaron socarrar los cuerpos hasta llegar a los espectadores el olor a carne quemada. Mas ni aun así se calmaba aquella chusma, antes se enfurecía más y más, empeñados en vencer a todo trance la paciencia de los mártires. Mas ni con toda su rabia y empeño lograron oír de labios de Santo otra palabra que la que estuvo repitiendo desde que empezó a confesar su fe. Así, pues, estos dos, como, no obstante el largo combate sostenido, aun seguían con vida para mucho rato, finalmente fueron degollados, hechos aquel día espectáculo al mundo, llenando ellos solos todo el vario programa de otros combates de gladiadores.
En cuanto a Blandina, colgada de un madero, estaba expuesta para presa de las fieras, soltadas contra ella. El solo verla así colgada en forma de cruz y en fervorosa oración, infundía ánimo a los combatientes, pues en medio de su combate contemplaban en su hermana, aun con los ojos de fuera, al que fue crucificado por ellos, a fin de persuadir a los que en Él creen que todo el que padeciere por la gloria de Cristo ha detener eternamente participación con el Dios viviente. Mas como ninguna de las fieras soltadas la tocó por entonces, fué bajada del madero y llevada nuevamente a la cárcel, guardada para otro combate, a fin de que, vencedora en variedad de encuentros, por un lado hiciera inexorable la condenación de la torcida serpiente, y por otro incitara a sus hermanos en la lucha, ella, la pequeña y débil y despreciable que, revestida del grande e invencible atleta Cristo, venció en singulares combates al enemigo y se coronó por el último la corona de la inmortalidad.
También Átalo, reclamado a grandes gritos por la muchedumbre, como persona distinguida que era, entró en el anfiteatro con el paso firmé de un atleta adiestrado, apoyado en el testimonio de su conciencia, pues se había legítimamente ejercitado en la milicia cristiana y había sido siempre entre nosotros un testigo de la verdad. Se empezó por hacerle dar la vuelta al anfiteatro con un letrero delante que decía en latín: "Este es el cristiano Átalo." Cuando el pueblo lanzaba gritos de furor contra él, se enteró el gobernador que Átalo era ciudadano romano, y dio orden de que le volvieran a la cárcel con los demás de su condición, sobre cuyo destino había escrito al César y estaba esperando su respuesta.
Este intervalo no lo pasaron ociosos y sin fruto, sino que, por mérito de su paciencia, se puso de manifiesto la inmensa misericordia de Cristo. En efecto, por obra de los vivos recobraron la vida los muertos, los mártires alcanzaron gracia a los no mártires, y fué motivo de grande alegría para la virgen madre recibir otra vez vivos a los que había abortado muertos. Y fue así que, por obra de los mártires, la mayor parte de los que habían abandonado la fe volvieron a entrar en el seno de la Iglesia y, otra vez concebidos, recobraron el calor vital, y vivos y llenos de vigor, se dirigieron al tribunal para sufrir el último interrogatorio. Dios, que no quiere la muerte del pecador, sino usa de su benignidad parn volverle a penitencia, era todo dulzura para ellos. Había, por fin, contestado el emperador por un rescripto en que determinaba que quienes persistieran en su confesión de cristianos sufrieran suplicio, y los que negaran, caso que hubiera algunos, fueran puestos en libertad, cuando empezaba a celebrarse aquí la feria o fiestas generales, en que se congrega muchedumbre enorme de gentes venidas de todas las naciones. Con este motivo quiso el gobernador que la conducción de los bienaventurados mártires ante su tribunal tuviera todo el aparato de una representación teatral, y ofrecer una pomposa procesión a las muchedumbres. Hubo, pues, nuevo interrogatorio y se dio sentencia de decapitar a todos los que demostraron poseer la ciudadanía romana, y arrojar a las fieras a los demás. Entonces brilló de modo singular la gloria de Cristo sobre los que habian de primero negado la fe, que entonces, contra lo que suponían los gentiles, se confesaron cristianos. Y fue así que a los apóstatas se los interrogó aparte, con la idea de darles sin más libertad; mas, por su confesión, se agregaron a la suerte de los mártires. Sólo quedaron fuera aquellos en quienes jamás se había visto rastro de fe ni tuvieron sentido de su vestidura nupcial ni idea de lo que es temor de Dios, sino que por su conducta habían maldecido del Camino; en fin, los hijos de la perdición. Todos los demás se agregaron a la Iglesia. Durante el interrogatorio, un tal Alejandro, frigio de nación, de profesión médico, establecido desde hacía muchos años en las Galías y conocido, puede decirse que a todo el mundo, por su amor a Dios y por su franqueza de palabra, pues no era ajeno al carisma apostólico, estando junto al tribunal, incitaba por señas a los mártires a confesar su fe, hasta el punto de dar la impresión a la gente en torno de estar, como si dijéramos, sufriendo dolores de parto. La chusma, que estaba ya irritada porque los antes renegados habían confesado la fe, rompieron a gritos contra Alejandro, achacándole ser causante del hecho. Paró en ello mientes el gobernador, preguntóle quién era, contestó Alejandro: "Un cristiano", y, en puro arrebato de ira, le condenó a las fieras.
Al día siguiente entraba Alejandro, juntamente con Átalo, en el anfiteatro, pues también a Átalo, por complacer a las muchedumbres, le entregó de nuevo el gobernador para las fieras. Ambos mártires hubieron de pasar por toda la serie de instrumentos inventados para tortura en el anfiteatro, y, después de sostener durísimo combate, fueron también ellos, finalmente, degollados. En todo su martirio, Alejandro no dio un gemido ni exhaló un ¡ay! de queja, sino que, recogido en su corazón, estaba absorto en su conversación con Dios. Átalo, puesto sobre la silla de hierro rusiente y socarrándose todo en torno, cuando el vapor de grasa quemada subía a las narices de los espectadores, dijo en latín a la chusma de las graderías: "Esto, esto sí que es comerse a los hombres, lo que vosotros estáis haciendo; mas nosotros, ni nos comemos a nadie ni hacemos otro mal alguno." Preguntáronle qué nombre tenía Dios, y el mártir contestó: "Dios no tiene nombre, como si fuera un hombre."
Después de todos éstos, el último día ya de los combates de gladiadores, fue llevada otra vez al anfiteatro Blandina, junto con Póntico, muchacho de unos quince años. Una y otro habían sido ya diariamente llevados allí para que contemplaran los suplicios de los otros mártires, y trataban de forzarlos a jurar por sus ídolos. Viéndolos permanecer firmes y cómo menospreciaban semejantes simulacros, la turba se enfureció contra ellos y, sin lástima a la tierna edad del muchacho ni miramiento al sexo de la mujer, los sometieron a toda clase de sufrimiento y les hicieron pasar por todo el ciclo de torturas, tratando a cada una de arrancarles el sabido juramento, pero sin lograrlo jamás. Porque Póntico, animado por su hermana—y ello era tan patente que aun los gentiles se dieron cuenta de que ella era la que le incitaba y sostenía—, después de sufrir generosamente todas las torturas, exhaló su espíritu. En cuanto a la bienaventurada Blandina, la última de todos, cual generosa matrona que ha exhortado a sus hijos y los ha enviado delante de sí, vencedores, al rey, se apresuraba a seguirlos recorriendo también ella sus mismos combates, jubilosa y exultante ante la muerte, como si estuviera convidada a un banquete de bodas y no condenada a las fieras. Después de los azotes, tras las dentelladas de las fieras, tras la silla de hierro rusiente, fue finalmente encerrada en una red, y soltaron contra ella un toro bravo, que la lanzó varias veces a lo alto. Mas ella no se daba ya cuenta de nada de lo que se le hacía, por su esperanza y aun anticipo de lo que la fe le prometía, absorta en íntima conversación con Cristo. También ésta fue finalmente degollada, teniendo que confesar los mismos paganos que jamás entre ellos había soportado mujer alguna tales y tantos suplicios.
Mas ni aun así se sació su rabia y crueldad contra los santos. Gentes de suyo feroces y bárbaras, incitadas además por la fiera feroz por excelencia, era difícil pusieran término a su furor, y así su insolencia volvió nuevamente a ensañarse, ahora de modo peculiar en ellos, sobre los cadáveres de los mártires. El haber sido vencidos por éstos, no sólo no excitaba en ellos sentimiento alguno de vergüenza—y es que eran gentes que ya no tenían razón de hombres—, sino que, antes bien, ello encendía más su furor, como de fiera, y gobernador y chusma competían en muestras de odio inicuo contra nosotros, sin duda para que se cumpliera la Escritura: El inicuo sea aún más inicuo y el justo justifiqúese más todavía (Apoc. 22, 11). El hecho fue que empezaron por arrojar a los perros los cadáveres de los que habían muerto asfixiados en la cárcel, montando noche y día rigurosa guardia, para que ninguno recibiera, por obra nuestra, honrosa sepultura. Luego, exponiendo al aire libre los restos que habían dejado las fieras y el fuego —aquí pedazos desgarrados, allí huesos carbonizados, ora cabezas, ora troncos de los decapitados—, pusieron también de guardia a un pelotón de soldados durante varios días, a fin de que los restos de los mártires quedaran insepultos. A su vista, unos rugían de rabia y rechinaban de dientes, buscando no sabemos qué más completa venganza de ellos; otros rompían en risotadas y hacían fisga, a par que engrandecían a sus ídolos, a quienes atribuían el castigo de los cristianos. No faltaban tampoco gentes más moderadas y que parecían hasta cierto punto mostrar compasión, pero que en el fondo nos ultrajaban grandemente, pues decían: "¿Dónde está su Dios y de qué les ha valido una religión que ellos han puesto por encima de su propia vida?" Tal era la variedad de sentir por parte de los paganos; nosotros, por la nuestra, nos sentíamos sumidos en el mayor duelo, por sernos imposible dar tierra a los cadáveres. Pues ni la noche ayudaba a nuestro intento, ni el dinero lograba sobornar ni las reiteradas súplicas conmover a la guardia, que no omitía medio de vigilancia, como si en dejar insepultos aquellos cuerpos les fuera una fortuna."
Después de esto, intercaladas algunas consideraciones, prosiguen:
"Así, pues, los cuerpos de los mártires, sometidos a todo género de ultrajes, permanecieron durante seis días a cielo raso, y luego, quemados y reducidos a cenizas, fueron arrojadas éstas en un montón al río Ródano, que corre allí cerca, con la deliberada intención de que no quedara rastro de ellos sobre la tierra. Así obraban, llevados de la aberración de poder vencer a Dios mismo y privar a los mártires de la resurrección. "Que no les quededecían los paganosni esperanza de resucitar, pues fundados en esa esperanza tratan de introducir entre nosotros una religión extranjera y nueva y desprecian los tormentos, dispuestos que están a morir y aun a afrontar alegremente la muerte. Vamos a ver ahora si resucitan y si su Dios puede socorrerlos y sacarlos de nuestras manos."
Tales fueron los sucesos cumplidos en las Iglesias de Cristo en tiempo del mentado emperador, por los que puede razonablemente conjeturarse lo que sucedería en las demás provincias. Vale la pena que a lo ya extractado añadamos otros pasajes de la misma carta, en que se describe la modestia y caridad de los mártires de que hablamos, con estas textuales palabras:
Estos bienaventurados mártires, hasta tal punto se esforzaron en imitar a Cristo, quien estando en naturaleza de Dios, no tuvo por, rapiña ser igual a Dios, y, sin embargo, se anonadó a si mismo (Phil. 2, 6), que habiendo alcanzado tan alta gloria y sufrido no uno ni dos, sino muchos martirios, pasando de las fieras a la cárcel y llevando sembradas por todo su cuerpo las quemaduras, las hinchazones y las heridas, ni a sí mismo jamás se proclamaron mártires ni nos permitían a nosotros darles ese título. Si por carta o de palabra nos descuidábamos y los saludábamos con este nombre, nos lo reprendían ásperamente. Porque el título de mártir lo cedían ellos de buena gana a Cristo, el testigo fiel y verdadero y primogénito de entre los muertos y autor de la vida de Dios. Acordábanse otrosí de los mártires salidos ya de este mundo, y decían: "Aquéllos sí que son mártires, pues Cristo se dignó de su confesión levantarlos al cielo, poniendo el sello a su testimonio con la muerte; mas nosotros no pasamos de confesores modestos y humildes." Y juntamente rogaban y suplicaban entre lágrimas a los hermanos que se hicieran por ellos fervientes oraciones para alcanzarles la consumación de su martirio. La fuerza del martirio la mostraron por las obras, con su soberana libertad de palabra ante los gentiles y su nobleza de alma, por la paciencia, valentía e intrepidez; mas ante sus hermanos rechazaban la denominación de mártires, llenos que estaban del temor de Dios."
Y nuevamente, tras breve paréntesis, dicen: "Humillábanse a sí mismos bajo la poderosa mano de Dios, por la que ahora han sido maravillosamente exaltados; mas entonces, a todos defendían y a nadie acusaban, a todos desataban y a nadie ataban, y rogaban aun por quienes les sometían a tan terribles suplicios, a la manera como lo hizo Esteban, el mártir perfecto: Señor, no les imputes este pecado (Act. 7, 60). Ahora bien, si por los que le apedreaban así rogaba, ¡cuánto más por sus hermanos!"
Y aun vuelven sobre lo mismo, tras otras cosas: .
"Pues el más recio combate que tuvieron que sostener contra el diablo, lo libraron por su auténtica caridad; es decir: ahogar a la bestia para obligarla a vomitar vivos los que ella creía tener ya totalmente devorados. Porque los mártires no tomaron de la caída de los , otros ocasión de vanagloria, sino que con entrañas de madre distribuyeron a los necesitados lo que ellos tenían en abundancia, y derramando copiosas lágrimas por ellos al Padre, pidieron vida y el Padre se la dio. Ellos la repartieron entre sus prójimos y marcharon a Dios con una victoria sin tacha. Habiendo amado siempre la paz, de paz nos dejaron prendas y en paz marcharon a Dios, sin dejar tras sí trabajo a la madre ni discusión y guerra a los hermanos, sino alegría, paz, concordia y amor."
Queden aquí consignados, no sin provecho, estos testimonios del afecto de aquellos bienaventurados para con sus hermanos caídos, para lección de quienes posteriormente han adoptado una actitud inhumana y cruel, portándose sin consideración alguna con los miembros de Cristo.
La misma carta sobre los antedichos mártires contiene otra historia digna de recuerdo, que no hay inconveniente en trasladar aquí para conocimiento de los lectores. Es del tenor siguiente:
"Había entre los mártires uno, por nombre Alcibíades, que llevaba ya antes de su pasión una vida muy austera, hasta el punto de sustentarse de puro pan y agua. Intentó en la cárcel seguir el mismo tenor de vida; mas Átalo, después de su primer combate en el anfiteatro, tuvo revelación sobre que no obraba bien Alcibíades en no usar de las criaturas de Dios y dar ejemplo escandaloso a los demás. Persuadióse Alcibíades y empezó a tomar de todo sin distinción, con nacimiento de gracias a Dios. Y es que no se cerraban a la visita de la gracia de Dios, sino que el Espíritu Santo era su consejero."
Tal fue lo sucedido en este caso. Por entonces también empezaron entre muchos a cobrar crédito las supuestas profecías de Montano y sus secuaces Alcibíades y Teódoto, pues otras numerosas maravillas de la gracia divina, cumplidas hasta entonces en diversas Iglesias, hacían creíble para muchos el hecho de que también aquéllos profetizasen. Estando el asunto de los citados profetas en plena discusión, nuevamente los hermanos de la Galia remitieron, adjunto a la relación sobre los mártires, su propio juicio sobre el particular, juicio circunspecto y de todo en todo conforme a la recta fe, alegando también diversas carias de los mártires consumados entre ellos, que habían escrito desde la misma cárcel a los hermanos de Asia y Frigia, y aun al mismo Eleuterio, a la sazón obispo de Roma, haciendo así oficio de embajadores por la paz de la Iglesia.
Los mismos mártires recomendaron ante el mentado obispo de Roma a Ireneo, que era ya entonces presbítero de la Iglesia de Lión, dando sobre él los mejores informes, como lo manifiestan sus propias palabras, que son como sigue:
"Otra vez y siempre hacemos votos por tu salud, Padre Eleuterio. Hemos encomendado a nuestro hermano y compañero Ireneo que sea portador para ti de la presente nuestra, y te suplicamos le tengas por recomendado, como celador que es del testamento de Cristo. Si supiéramos que el lugar confiere a nadie la justicia, te lo hubiéramos, ante todo, recomendado como presbítero de la Iglesia, puesto que efectivamente ocupa."
¿Qué necesidad hay de poner aquí la lista que trae la mentada carta de los varios grupos de mártires: decapitados, devorados por las fieras, muertos en la cárcel, así como el número de confesores hasta entonces supervivientes? Quien tenga gusto en saber esos nombres, puede fácilmente conocerlos tomando en la mano el escrito que, como dijimos, insertamos íntegro en nuestra Colección de los Mártires.
Y terminamos lo referente al imperio de Antonino.

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