San Justino vivió, desde su conversión—y aun pudiéramos decir que antes de ella—, de cara al martirio. Originario de Flavia Neápolis, la moderna Naplusa, fundada por Vespasiano sobre las ruinas de la antigua Siquem; de padres y abuelos paganos; peregrino, con ansias de conocer a Dios, por todas las escuelas filosóficas más en boga de su tiempo—estoicismo, peripatetismo, pitagoreísmo y platonismo—, el espectáculo de la serenidad de los mártires no puede menos de conmover su alma recta, y suscita en su mente lúcida la primera sospecha de la pureza y altura de una doctrina que así templaba las almas. Copiemos una vez más su testimonio:
"Yo mismo, cuando seguía las doctrinas de Platón, oía las calumnias que corrían contra los cristianos; pero al ver su impavidez ante la muerte y ante todo lo que comúnmente se tiene por espantoso, me di cuenta ser imposible que fueran hombres malvados y entregados al placer. Porque ¿qué amador del placer, qué intemperante, quién que tenga por cosa buena devorar carnes humanas pudiera recibir alegremente la muerte, que ha de privarle de los que él tiene por bienes? Lo natural fuera que tratara de prolongar indefinidamente la vida presente y no soñar en denunciarse a sí mismo para la muerte" (Apol. II, 12).
Esta constancia de los cristianos se convierte luego, para Justino, en nuevo argumento y sostén de que la doctrina de Cristo es la sola filosofía segura y provechosa. En su polémica con el judío Trifón, argumenta así el apologista:
"Si, pues, Dios pregonó que había de establecer una nueva Alianza en lo porvenir, y ésta para luz de las naciones, como veamos y estemos convencidos de que por el nombre del mismo Jesucristo crucificado se convierten a Dios los adoradores de los ídolos y que vivían en toda iniquidad, y perseveran luego hasta afrontar la muerte en la confesión de la fe y en la piedad; por las obras y por la fortaleza que los acompaña, pueden todos comprender que Éste—Jesucristo—es la nueva Ley. y la nueva Alianza, la expectación de cuantos, entre todas las naciones, esperan los bienes de Dios" (Dial., XI).
El judío Trifón siente lástima de Justino, que podía haber seguido en la filosofía platónica y no pasarse a unos hombres miserables. Al abandonar a Dios y poner su esperanza en un hombre (Cristo), ¿qué esperanza le quedaba de salvación? En fin, hágase judío y tal vez alcance aún misericordia de Dios. "En cuanto al Mesías —concluye Trifón—, si es que ha nacido y está en alguna parte, es desconocido, y ni él mismo sabe nada de sí, ni tiene poder alguno, hasta que venga Elias a ungirle y le manifieste a todo el mundo. Vosotros, en cambio, aceptando unos cuentos vanos, os inventáis no sabemos qué Cristo, y por causa suya estáis pereciendo neciamente."
"—Te disculpo—replica Justino—, amigo, y que Dios te perdone, pues no sabes lo que te dices, sino que siguiendo a maestros que no entienden las Escrituras, y hablando sin ton ni son, dices lo que te viene a la boca. Mas si tú quieres aceptar mis razonamientos sobre el particular, estoy dispuesto a demostrarte que no estamos equivocados ni dejaremos jamás de confesar a Jesucristo, por más oprobios que nos vengan de parte de los hombres, por más que se empeñe un ferocísimo tirano en hacernos renegar de nuestra fe. Pues no hemos creído en fábulas vanas ni en no demostrados razonamientos, sino en palabras llenas de espíritu divino, de las que brota fortaleza y florece gracia" (Dial., IX).
¡Hacerse judío! Si ésa fuera la voluntad de Dios, ¿qué dificultad habría en ello? "Pues si nosotros soportamos todo cuanto hombres y demonios maquinan para nuestro aniquilamiento, muerte y suplicios inexplicables, y suplicamos a Dios se compadezca de quienes así nos tratan, y no queremos volver el más ligero mal, conforme nos lo mandó el nuevo Legislador, ¿cómo no íbamos a guardar cosas que no implican daño alguno, como la circuncisión, los sábados y fiestas vuestras?" (Dial., XVIII).
El ambiente del siglo II es todo él de persecución y martirio, para lo que no ha sido pequeña causa el cúmulo de calumnias que los judíos mismos han esparcido contra ellos (Dial., CVIII).
San Justino comenta así estas palabras de Miqueas: Y no habrá quien los espante. "Y es manifiesto que no hay quien espante y reduzca a servidumbre a los que por todo lo descubierto de la tierra creemos en Jesús. Pues a la vista está que ni decapitados ni clavados en maderos, ni arrojados a las fieras, ni encarcelados, ni quemados vivos, ni atormentados con todo género de suplicios se logra que abandonemos la confesión de nuestra fe. Antes bien, cuanto más se nos persigue, tanto más crece el número de los que se convierten a la fe por el nombre de Jesús. Sucédenos como con la cepa a la que podan los sarmientos que han dado ya fruto, para que broten otros más vigorosos y fructíferos. Porque la viña plantada por Dios y por Cristo nuestro Salvador es su pueblo" (Dial., CX).
Y poco más adelante, las palabras de la misma profecía: "Recogeré a la atribulada", son interpretadas por el apologista: "Atribulada", pues en cuanto de vosotros y de los demás hombres depende, no sólo son arrojados los cristianos de sus propias posesiones, sino del mundo entero, no consintiendo vivir a cristiano alguno. Evidentemente, el Christiani non sint era una realidad, y judíos y paganos estaban concertados en llevar la ley a pleno cumplimiento.
Justino es un alma intrépida. "Pocas palabras conozco—afirma Puech—tan conmovedoras como aquel "yo, uno de ellos" que San Justino colocó tan diestramente al final de la dedicatoria de su Apología: "Al emperador Tito Elio Adriano Antonino Pío, Augusto, César; a Verisimo, su hijo, filósofo, y a Lucio, filósofo, hijo de César por naturaleza y de Pío por adopción, amigo del saber; al sagrado Senado y a todo el pueblo romano: en favor de los hombres de toda raza que son injustamente odiados y perseguidos, Yo, uno de ellos, Justino, hijo de Prisco, hijo de Bacquio, de Flavia Neápolis, he compuesto este discurso y esta súplica".
Con su intrepidez corre parejas su amor a la verdad:"Mas para que nadie diga: "Mataos allá todos a vosotros mismos y no nos molestéis más a nosotros", voy a explicar por qué motivo, no lo hacemos así y por qué también al ser interrogados confesamos sin miedo alguno nuestra fe... Interrogados, no negamos ser cristianos, pues no tenemos conciencia de mal alguno, y consideramos, en cambio, como una impiedad, no decir en todo la verdad, y esto sabemos que es grato a Dios. Por otra parte, ponemos todo empeño ahora en libraros a vosotros de la injusta prevención que os dofinina" (Apol. II. 3).
La vida misma no vale nada sin la verdad y no debe comprarse al precio de una mentira:
"Considerad—dice a los emperadores—que todo esto os lo decimos por interés vuestro, pues por lo que a nosotros toca, en nuestra mano está negar cuando somos interrogados; pero no queremos vivir en la mentira. Pues codiciando la vida eterna y pura, pretendemos no menos que la convivencia con Dios, padre y artífice del Universo, y así nos apresuramos a confesar nuestra fe..." (Apol. I, 8).
Por su sinceridad, por su intrepidez, por su franqueza y nobleza de alma, cualidades tan patentes y que tan amable nos le hacen, San Justino debió sentir, desde el primer momento de su vida cristiana, su vocación para el martirio. El se sentía, al abrazar la fe, soldado que jura bandera. Ninguna infamia mayor que faltar a la fe jurada, quebrantar el sacramentum, como en la lengua del tiempo se decía. Para Justino, fuera ridículo que el cristiano se dejara vencer en lealtad a Cristo por los soldados que prestan juramento al advenimiento de cada emperador y lo renuevan cada año:
"Los que antes nos matábamos unos a otros, no sólo no combatimos ahora a nuestros enemigos, sino que, a trueque de no mentir ni engañar a los jueces que nos interrogan, morimos de buena gana por confesar a Cristo. Pudiéramos, sin duda, aplicarnos aquello de: "La lengua juró, pero la mente no ha jurado". Mas fuera a la verdad cosa ridicula que los soldados que se contratan con vosotros y se alistan bajo vuestra bandera pongan la lealtad para con vosotros, que, al cabo, nada incorruptible les podéis dar, por encima de su propia vida, por encima de padres, patria y bienes todos, y nosotros, que aspiramos a la incorrupción, no lo soportáramos todo a trueque de alcanzar lo que deseamos de Aquel que puede dárnoslo" (Apol. I, 39).
San Justino había leído—¡cómo no!—la Apología de Sócrates, el bello e incitante escrito platónico, que convida eternamente a la relección. Para Sócrates, la vida es milicia, en que el hombre ha de ocupar su puesto, presto a afrontar el peligro y la muerte, antes que desertar y cometer acción vergonzosa:"Bueno fuera—dice el gran ateniense a sus conciudadanos—que en Potidea, Antípolis y Delio me hubiera yo mantenido en el puesto que los generales me señalaron, aun con peligro de muerte, y cuando Dios me manda vivir como filósofo y examinándome a mí y a los otros abandonara mi puesto por miedo a la muerte o a cual-imer otra cosa. Bueno fuera ello, digo, y entonces sí que se me pudiera denunciar justamente de no creer en la existencia de los dioses..."
Sócrates era genio familiar de San Justino. Su recuerdo no le abandona nunca. Aquí sólo nos interesa repetir que San Justino hizo suyo uno de los fundamentales pensamientos socráticos, a saber: que el único mal verdadero que existe no es la muerte, sino la maldad. Los emperadores o sus representantes podían quitar la vida a los cristianos, pero no dañarles. Puro eco de la Apología platónica. Digamos, sin embargo, que si las reminiscencias son claramente socráticas o platónicas, el espíritu de San Justino es pura y auténticamente cristiano. El no morirá por sostener un dogma filosófico, sino por confesar la fe de Jesús. A propósito de Sócrates, San Justino dijo una de sus más bellas y profundas palabras, que todos los otros apologistas del cristianismo han repetido, no siempre con bastante exactitud, al presentar la prueba demostrativa del propio martirio;
"Sócrates exhortó a los hombres a la búsqueda del dios desconocido para ellos, diciendo: "Al padre y artífice del universo ni es fácil hallarle ni seguro, para quien le halla, hablar de Él a todos" (Platón). Lo cual hizo nuestro Cristo por su propia virtud. Pues a Sócrates nadie le creyó, hasta el punto de morir por este dogma; mas a Cristo, que en parte fué también conocido de Sócrates (pues Él era y es el Verbo que está en todo, el mismo que por los profetas predijo lo por venir, y nos enseñó por sí mismo, hecho hombre, estas cosas), no sólo le creyeron los filósofos y hombres de letras, sino también artesanos y gentes absolutamente iletradas, que supieron despreciar la gloria, el miedo y la muerte. Porque Él es la virtud o fuerza del Padre inefable y no vaso de humano discurso" (Apol. II, 10).
Las actas del martirio de San Justino parecen hechas para confirmar estas palabras suyas. Allí hay, junto al filósofo que había recorrido todas las escuelas hasta hallar en el cristianismo la única filosofía segura y provechosa, gentes humildes, hasta esclavos, hombres sin nombre apenas, sin alcurnia y sin cultura, confinados a los arrabales de la antigua civilización; mas de almas tan bellas, de palabras tan nuevas y serenas, que son la esperanza de una Humanidad nueva y la gloria de Cristo que la redimió. Sócrates, en verdad, no pudo soñar nada semejante.
San Justino, que no temió defender por escrito ante los supremos dirigentes del Imperio a sus hermanos injustamente perseguidos, no se intimidó tampoco de atacar de palabra a un filosofillo sin conciencia, más amigo del ruido que del saber, que aullaba, como buen perro cínico, por las calles de Roma, repitiendo las calumnias vulgares contra los cristianos. Se llamaba Crescente, vivía de la enseñanza de retórica y filosofía, y bien pudo ser que viera un rival en el maestro cristiano, que había abierto también en Roma pública escuela. San Justino se encaró con él, le propuso una serio de preguntas y quedó patente la ignorancia del filósofo cínico sobre los cristianos. La disputa fue pública y solemne, se tomaron notas de preguntas y respuestas, y Justino cree que tales notas han podido llegar a manos de Marco Aurelia o Lucio Vero:
"Quiero que sepáis que yo le he propuesto unas cuantas cuestiones, por las que le hice ver y convencí de que no sabe (Crescente) una palabra acerca de nosotros. Y para demostrar que digo la verdad, si no han llegado a vuestro poder las notas de nuestra disputa, estoy dispuesto a repetir la discusión en vuestra presencia, y ésta sería obra digna de emperadores. Ahora bien, si han llegado a conocimiento vuestro mis preguntas y sus respuestas, veréis con toda evidencia que nada sabe de nuestras cosas; mas si las sabe, y por consideración a los que le oyen, no tiene valor de decirlas, imitando a Sócrates, demuestra, como antes dije, no ser hombre que ame el saber, sino la opinión, y bien poco estima el dicho del mismo Sócrates, tan digno como es de ser amado: "No hay hombre que deba apreciarse por encima de la verdad". Pero, en fin, Crescente es cínico, y no es posible que un cínico, que pone por fin supremo la indiferencia, conozca otro bien que esa misma indiferencia" (Apol. II, 8).
Al atacar y confundir al filósofo cínico, el filósofo cristiano sabía perfectamente a qué se exponía:"Yo mismo estoy esperando que por cualquiera de los demonios (que para San Justino son los instigadores directos de las persecuciones) de que acabo de hablar se me arme una asechanza y me vea con los pies en el cepo; y si no por ellos, ahí está Crescente, el amigo del ruido y del alboroto" (Apol. II, 8). Si hemos de atenernos al testimonio de Taciano, el más famoso discípulo de San Justino, que no supo, por su mal, mantenerse en la pureza de fe de su maestro, a Crescente fue, efectivamente, debida la muerte del filósofo y apologista cristiano. Desatándose Taciano, según su estilo, en violenta invectiva contra los filósofos, les echa en cara su hipocresía en eso de despreciar la muerte y, de pronto, como ejemplo que le tocaba muy de cerca, se le viene a las mientes el nombre de Crescente:
"Los que entre vosotros se llaman filósofos están tan distantes de ese ejercicio de desprecio de la muerte, que algunos reciben cada año del emperador la cantidad de seiscientas monedas de oro, que no se destinan a nada útil, sino es para que ni aun la larga barba se lleve gratis. Y así Crescente, que puso su nido en la gran ciudad, sobrepujó a todos en corrompido amor a los jóvenes y no tenía otro pensamiento que ganar dinero. Ahora bien, el que profesaba despreciar la muerte, de tal modo la temía que maquinó dársela a Justino, lo mismo que a mí, pensando en ello hacernos un mal; pues predicando Justino la verdad, demostraba ser los filósofos más corrompidos y embusteros".
Fundándose en este texto, Eusebio atribuye decididamente la denuncia de San Justino al cínico Crescente. Que las actas no aludan a él, sólo probaría que el filósofo cínico sabía tirar la piedra y esconder la mano. Según el rescripto de Adriano, el denunciante tenía que sostener la acusación ante el tribunal. Mas ¿quién recordaba tal rescripto?
Como quiera, el año 163, segundo del Imperio de Marco Aurelio, bajo la prefectura urbana de Junio Rústico, amigo íntimo y confidente del emperador, fue prendido Justino con un grupo de cristianos que frecuentaban su escuela. Junio Rústico no es un desconocido. Su nombre quedó inmortalizado en una página de las Meditaciones de Marco Aurelio, entre los hombres a quienes debe la formación de su espíritu:
"A Rústico le debo: el haber comprendido que necesitaba corregir y educar mi carácter; el no haberme desviado a la pasión literaria, ni haber escrito tratados teóricos, ni pronunciado discursos exhortativos; ni pretendido aparecer aparatosamente como hombre de virtud o benéfico; el haberme apartado de la retórica, de la poesía y de los refinamientos de estilo; el no andar por casa con la toga puesta, ni hacer otras cosas semejantes; el escribir con sencillez mis cartas, como la que él mismo escribió de Sinuesa a mi madre; el mostrarme, con los que me hayan irritado u ofendido, pronto a nueva inteligencia y reconciliación, apenas quieran ellos rectificar; el saber leer con cuidado y no contentarme con una inteligencia superficial, y no dar prontamente mi asentimiento a los que hablan de cuanto les da la gana; el haber leído los escritos de Epicteto, que él me prestó de su propia librería."
Este retrato, siquiera esté trazado por mano amiga y agradecida, nos cautiva, sin duda. Junio Rústico, que guarda en su casa y medita los hipomnémata de Epicteto; que ama la sencillez en el porte y en el estilo, era filósofo de otra calaña que el pobre maestrillo romano Grescente. Marco Aurelio ya sabemos quién es. Y, sin embargo, ni el emperador ni el prefecto, estoicos, sienten el más leve remordimiento de condenar a muerte a otro filósofo por el solo delito de confesar su fe. El había defendido a sus hermanos perseguidos por el solo crimen de su nombre cristiano; ahora iba a ser él mismo víctima de la misma iniquidad, cometida fríamente en nombre de la ley.
Las actas del martirio de San Justino y sus compañeros son de innegable autenticidad. Harnack escribió: "Las actas llevan el cuño de la autenticidad, pudiera decirse, casi en cada palabra, y se apoyan con certeza en el protocolo del interrogatorio".
Como salta a la vista, su prólogo y epílogo pertenecen al colector. Su original es griego, y en griego debió de celebrarse el juicio. He aquí, en síntesis, la historia del texto:
La primera edición fue hecha por el bolandista Daniel Papebroch en Acta Sanctorum (Jun. I, 20), tomadas del cod. Cryptoferratensis, ahora Vaticanus 1667, del siglo X; luego las publicó Maran, del cod. Vaticanus 655, del siglo XVI, copia del Cryptoferratensis. Otto, en su gran Corpus Apologetarum Christianorum (vol. III, tomo II, ed. 3, Jenae 1879, pp. 266-279) se valió de ambos códices Vaticanos. La edición de Otto fue reproducida por Knopf y Gebhardt en sus Ausgewahlte Martireracten (Tubinga, 1901-1902). Todas estas ediciones quedaron en parte invalidadas al descubrirse dos nuevos códices: el Hierosolymitanus núm. 6 del Santo Sepulcro, siglos IX-X, y el Parisinus núm. 1470, del año 890. Pío Franchi de Cavalieri preparó una nueva edición, fundada en los cuatro códices (Studi e Testi, Roma, 1902).
Rauschen reprodujo la edición de Franchi, en Monumenta minora saeculi II. Nosotros damos el texto de Rauschen.
Martirio de San Justino y sus compañeros.
Martirio de los santos mártires Justino, Caritón, Caridad, Evelpisto, Hierax, Peón y Liberiano.
En tiempo de los inicuos defensores de la idolatría, publicábanse, por ciudades y lugares, impíos edictos contra los piadosos cristianos, con el fin de obligarles a sacrificar a los ídolos vanos. Prendidos, pues, los santos arriba citados, fueron presentados al prefecto de Roma, por nombre Rústico.
Venidos ante el tribunal, el prefecto Rústico dijo a Justino:-En primer lugar, cree en los dioses y obedece a los emperadores.
Justino respondió:
—Lo irreprochable, y que no admite condenación, es obedecer a los mandatos de nuestro Salvador Jesucristo.
El prefecto Rústico dijo:—¿Qué doctrina profesas?
Justino respondió:
—He procurado tener noticia de todo linaje de doctrinas; pero sólo me he adherido a las doctrinas de los cristianos, que son las verdaderas, por más que no sean gratas a quienes siguen falsas opiniones.
El prefecto Rústico dijo:—¿Con que semejantes doctrinas te son gratas, miserable?
Justino respondió:
—Sí, puesto que las sigo conforme al dogma recto.
El prefecto Rústico dijo:
—¿Qué dogma es ése?
Justino respondió:
—El dogma que nos enseña a dar culto al Dios de los cristianos, al que tenemos por Dios único, el que desde el principio es hacedor y artífice de toda la creación, visible e invisible; y al Señor Jesucristo, por hijo de Dios, el que de antemano predicaron los profetas que había de venir al género humano, como pregonero de salvación y maestro de bellas enseñanzas.
Y yo, hombrecillo que soy, pienso que digo bien poca cosa para lo que merece la divinidad infinita, confesando que para hablar de ella fuera menester virtud profética, pues proféticamente fue predicho acerca de Este de quien acabo de decirte que es hijo de Dios. Porque has de saber que los profetas, divinamente inspirados, hablaron anticipadamente de la venida de Él entre los hombres.
El prefecto Rústico dijo:—¿Dónde os reunís?
Justino respondió:
—Donde cada uno prefiere y puede, pues sin duda te imaginas que todos nosotros nos juntamos en un mismo lugar. Pero no es así, pues el Dios de los cristianos no está circunscrito a lugar alguno, sino que, siendo invisible, llena el cielo y la tierra, y en todas partes es adorado y glorificado por sus fieles.
El prefecto Rústico dijo:—Dime dónde os reunís, quiero decir, en qué lugar juntas a tus discípulos.
Justino respondió:
—Yo vivo junto a cierto Martín, en el baño de Timiotino, y ésa ha sido mi residencia todo el tiempo que he estado esta segunda vez en Roma. No conozco otro lugar de reuniones sino ése. Allí, si alguien quería venir a verme, yo le comunicaba las palabras de la verdad.
El prefecto Rústico dijo:—Luego, en definitiva, ¿eres cristiano?
Justino respondió:
—Sí, soy cristiano.
El prefecto Rústico dijo a Garitón:
Di tú ahora, Garitón, ¿también tú eres cristiano?
Caritón respondió:
—Soy cristiano por impulso de Dios.
El prefecto Rústico dijo a Caridad:
—¿Tú que dices, Caridad?
Caridad respondió:
—Soy cristiana por don de Dios.
El prefecto Rústico dijo a Evelpisto:
—¿Y tú quién eres, Evelpisto?
Evelpisto, esclavo del César, respondió:
—También yo soy cristiano, libertado por Cristo, y, por la gracia de Cristo, participo de la misma esperanza que éstos.
El prefecto Rústico dijo a Hierax:—¿También tú eres cristiano?
Hierax respondió:
—Si, también yo soy cristiano, pues doy culto y adoro al mismo Dios que éstos.
5. El prefecto Rústico dijo:
—¿Ha sido Justino quien os ha hecho cristianos?
Hierax respondió:
—Yo soy de antiguo cristiano, y cristiano seguiré siendo.
Mas Peón, poniéndose en pie, dijo:
—También yo soy cristiano.
El prefecto Rústico dijo:
—¿Quién te ha enseñado?
Peón respondió:
—Esta hermosa confesión la recibimos de nuestros padres.
Evelpisto dijo:
—De Justino, yo tenia gusto en oír los discursos; pero el ser cristiano, también a mí me viene de mis padres.
El prefecto Rústico dijo:¿Dónde están tus padres?
Evelpisto respondió:
En Capadocia.
El prefecto Rústico le dijo a Hierax:
—Y tus padres, ¿dónde están?
Y Hieras respondió diciendo:
—Nuestro verdadero padre es Cristo, y nuestra madre la fe en Él; en cuanto a mis padres terrenos, han muerto, y yo vine aquí sacado a la fuerza de Iconio de Frigía.
El prefecto Rústico dijo a Liberiano:—¿Y tú qué dices? ¿También tú eres cristiano? ¿Tampoco tú tienes religión?
Liberiano respondió:
—También yo soy cristiano; en cuanto a mi religión, adoro al solo Dios verdadero.
El prefecto dijo a Justino:
—Escucha tú, que pasas por hombre culto y crees conocer las verdaderas doctrinas. Si después de azotado te mando cortar la cabeza, ¿estás cierto que has de subir al cielo?
Justino respondió:—Si sufro eso que tú dices, espero alcanzar los dones de Dios; y sé, además, que a todos los que hayan vivido rectamente, les espera la dádiva divina hasta la conflagración de todo el mundo.
El prefecto Rústico dijo:—Así, pues, en resumidas cuentas, te imaginas que has de subir a los cielos a recibir allí no sé qué buenas recompensas.
Justino respondió:—No me lo imagino, sino que lo sé a ciencia cierta, y de ello tengo plena certeza.
El prefecto Rústico dijo:—Vengamos ya al asunto propuesto, a la cuestión necesaria y urgente. Poneos, pues, juntos, y unánimemente sacrificad a los dioses.
Justino dijo:—Nadie que esté en su cabal juicio se pasa de la piedad a la impiedad.
El prefecto Rústico dijo:
—Sí no obedecéis, seréis inexorablemente castigados.
Justino dijo:
—Nuestro más ardiente deseo es sufrir por amor de nuestro Señor Jesucristo para salvarnos, pues este sufrimiento se nos convertirá en motivo de salvación y confianza ante el tremendo y universal tribunal de nuestro Señor y Salvador.
En el mismo sentido hablaron los demás mártires:—Haz lo que tú quieras; porque nosotros somos cristianos y no sacrificamos a los ídolos.
El prefecto Rústico pronunció la sentencia, diciendo :"Los que no han querido sacrificar a los dioses ni obedecer al mandato del emperador, sean, después de azotados, conducidos al suplicio, sufriendo la pena capital, conforme a las leyes."
Los santos mártires, glorificando a Dios, salieron al lugar acostumbrado, y, cortándoles allí las cabezas, consumaron su martirio en la confesión de nuestro Salvador. Mas algunos de los fieles tomaron a escondidas los cuerpos de ellos y los depositaron en lugar conveniente, cooperando con ellos la gracia de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea gloria por los siglos de los siglos. Amén.
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