Hijo mio, hay quienes oran, pero no oran más que con los labios, con espíritu distraído y agitado de pensamientos extraños. Su oración es sin fe, sin deseo y sin amor.
Orar así no es orar, porque no es verdadera oración sino la que sale del alma y la ocupa toda entera.
Antes de hablar con Dios, recógete, pues, profundamente en ti mismo, y en seguida encadena tu pensamiento y aplícalo fuertemente a las palabras que tu boca pronuncia.
Ora de preferencia con las sublimes palabras que te sugieren el Evangelio y la Iglesia; allí es donde se muestra la expresión más conmovedora y más eficaz de las eternas aspiraciones del alma humana.
Deja, sobre todo, derramarse los sentimientos de tu corazón; si amas, si deseas, la fuente será inagotable.
Las palabras no son necesarias: tal vez el silencio mismo puede ser oración. El Maestro ha dicho: "Evita al orar la abundancia de palabras, porque tu Padre que está en los cielos conoce tus necesidades aún antes de que tú le formules tu petición".
Retírate a la soledad y al silencio: se ora mejor en el secreto de un cuarto o en la paz religiosa de una Iglesia, lejos del ruido y del tumulto exterior.
Muchas veces se puede orar en todas partes, hasta en medio de los quehaceres y los negocios. Así es como los santos han santificado todos sus actos.
Y créelo firmemente: el que ora así, siempre es oído favorablemente; el Evangelio mismo es de ello una garantía.
Si el Señor tarda un poco en concederte lo que pides, no te extrañe ni te escandalices: El sabe el día y la hora en que es oportuno que se te escuche.
Si no ves venir el beneficio esperado, no dudes sin embargo. De su bondad Dios sabe mejor que tú lo que te conviene, y si no nos concede siempre lo que pedimos, nos concede siempre lo que nos es necesario.
Ruega con humildad, como le conviene a un pobre que se dirige a un rico: orar es mendigarle a Dios.
Pide con confianza: ese Dios de quien solicitas, es tu Padre que está en los cielos.
Pide con perseverancia; Dios a menudo no se deja aplacar más que después de haber probado largamente el ardor y la sinceridad de nuestros deseos.
Orar así no es orar, porque no es verdadera oración sino la que sale del alma y la ocupa toda entera.
Antes de hablar con Dios, recógete, pues, profundamente en ti mismo, y en seguida encadena tu pensamiento y aplícalo fuertemente a las palabras que tu boca pronuncia.
Ora de preferencia con las sublimes palabras que te sugieren el Evangelio y la Iglesia; allí es donde se muestra la expresión más conmovedora y más eficaz de las eternas aspiraciones del alma humana.
Deja, sobre todo, derramarse los sentimientos de tu corazón; si amas, si deseas, la fuente será inagotable.
Las palabras no son necesarias: tal vez el silencio mismo puede ser oración. El Maestro ha dicho: "Evita al orar la abundancia de palabras, porque tu Padre que está en los cielos conoce tus necesidades aún antes de que tú le formules tu petición".
Retírate a la soledad y al silencio: se ora mejor en el secreto de un cuarto o en la paz religiosa de una Iglesia, lejos del ruido y del tumulto exterior.
Muchas veces se puede orar en todas partes, hasta en medio de los quehaceres y los negocios. Así es como los santos han santificado todos sus actos.
Y créelo firmemente: el que ora así, siempre es oído favorablemente; el Evangelio mismo es de ello una garantía.
Si el Señor tarda un poco en concederte lo que pides, no te extrañe ni te escandalices: El sabe el día y la hora en que es oportuno que se te escuche.
Si no ves venir el beneficio esperado, no dudes sin embargo. De su bondad Dios sabe mejor que tú lo que te conviene, y si no nos concede siempre lo que pedimos, nos concede siempre lo que nos es necesario.
Ruega con humildad, como le conviene a un pobre que se dirige a un rico: orar es mendigarle a Dios.
Pide con confianza: ese Dios de quien solicitas, es tu Padre que está en los cielos.
Pide con perseverancia; Dios a menudo no se deja aplacar más que después de haber probado largamente el ardor y la sinceridad de nuestros deseos.
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