CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE
(5) ¿QUIEN TE METIO EN ESO?
¿Pueden salvarse los hombres que no han conocido a Jesús? Los teólogos responden que sí, tanto en cuanto a los hombres nacidos antes de Cristo, cuanto a los que se hallan en regiones donde aún no ha penetrado el Evangelio. Si no fuese irreverente, me gustaría entonces aplicar asimismo a Jesús la frase: «¿Quién te metió en eso?» A saber: ¿de qué sirve la tragedia de la encarnación y muerte de Jesús, si aun sin conocerlo pueden los hombres salvarse? Es más, quizá, permaneciendo de buena fe en tantos puntos difíciles de la moral cristiana, sin la venida de Jesús se hubieran salvado mejor. (N. N.—Trapani.)
Me alegro de la competencia teológica del distinguido lector de Trapani. Su afirmación inicial es verdadera, salvo una distinción que traeré en seguida.
Es el mismo San Pablo quien, mientras inculca la necesidad de la fe, delimita también sus condiciones indispensables, que Dios no dejará de inspirar al alma de todo hombre: «Sin fe es imposible agradar a Dios; por cuanto el que se llega a Dios debe creer que Dios existe, y que es remunerador de los que le buscan.» (Hebreos XI, 6)
Hay, sin embargo, que distinguir entre el conocimiento implícito, aunque sea en sentido amplísimo, y el explícito. Quien, movido de la gracia, se doblega a la revelación tenida —de cualquier modo, interior o exterior, directo o indirecto, claro u oscuro —de un Dios personal, juez y remunerador, se doblega y adhiere implícitamente asimismo a la enseñanza de ese Dios que revela que se haya encarnado hipotéticamente. Esto es, implícitamente se adhiere a la enseñanza de Jesús.
Pero entonces —insistiréis—, ¿a quién viene esa encarnación de hecho? ¿No les bastaba a todos la fe implícita?
¡Qué bien! Pero la fe implícita en el Mesías Divino supone que éste ha existido y explícitamente ha enseñado. La adhesión implícita al Mesías representa una solución, como si dijéramos, de recurso, que supone la normal y plena solución de la adhesión explícita.
La pregunta «¿a qué viene?» podría jamás acaso plantearse en estos dos términos: ¿Qué ventaja para salvarse se sigue a los hombres de la revelación explícita? ¿Y cuál de haberse realizado mediante la encarnación del mismo Verbo Eterno y mediante el Calvario?
La primera pregunta apremia evidentemente, por ejemplo, tratándose de los misioneros que se esfuerzan con impresionantes sacrificios en dar a conocer explícitamente la revelación divina hasta las más abandonadas regiones de la tierra. Respecto a esto, la «ventaja» consiste en la inmensa superioridad de lo explícito sobre lo implícito, en provecho toda ella de quien pudo adquirir ese conocimiento explícito: porque la enseñanza de Jesús señala al hombre en sus más menudos pormenores el camino más noble y más seguro del cielo, y con los sacramentos le da los medios infalibles de gracia para seguirlo, poniéndolo por consiguiente en condiciones muy superiores a quien lo desconociese, aunque fuese de buena fe. (Véase también la consulta 25.)
¿Pero hay una desigualdad injusta de la gracia en esto, entre iluminados y no iluminados? No, porque la gracia es un don gratuito y no debido a nuestra naturaleza humana, que Dios puede conceder a su gusto, dando sin embargo a todos lo indispensable. Sin embargo, en la que se refiere a eso «indispensable», importa sumamente notar lo siguiente: que la gracia capaz de infundir en los ignorantes esta fe implícita —y las fuerzas para no pecar o reparar el pecado —es fruto, aun para ellos, de los méritos de Jesús obtenidos o (antes de la Encarnación) previstos.
Esto no significa que Dios no pudiese establecer otro plan para salvarse. Surge entonces una segunda cuestión, en cuanto al modo tan divinamente llamativo y trágico de la revelación y redención. Bastan dos razones fundamentales para la respuesta esencial, las cuales hacen pender la salvación de dos explicativas palabras: justicia y amor.
Sólo los méritos infinitos del Verbo Encarnado podían reconciliar al hombre con Dios con una reparación en rigor de justicia (dada la infinitud del ofendido: Dios).
Sólo con la encarnación y muerte de Jesús se reveló al mundo; el infinito amor de Dios a los hombres, cosas absolutamente inconcebibles sin la tragedia del Gólgota. Es la «ventaja» más comnovedora. Es la revelación más luminosa y más dulce: la del infinito amor divino.
R. Lombardi: La salvación del que no tiene fe. Versión por A. de Miguel y Miguel, 2.a edición, Editorial Herder, i 1955;
P. Párente: La possibilitá dell'atto di fede negli infideli, "Euntes docete" Roma, 3 (1950), págs. 161-80;
A. D'Alés: Salut des infedeles DAPC„ IV, págs. 1156-82;
N. Di San Brocardo: Salvezz degli infedeli EC. VI. págs. 1.935-7;
A. Beni y S. Cipriani: La vera Chiesa. 1935, págs. 147 y sigs. (5).
Es el mismo San Pablo quien, mientras inculca la necesidad de la fe, delimita también sus condiciones indispensables, que Dios no dejará de inspirar al alma de todo hombre: «Sin fe es imposible agradar a Dios; por cuanto el que se llega a Dios debe creer que Dios existe, y que es remunerador de los que le buscan.» (Hebreos XI, 6)
Hay, sin embargo, que distinguir entre el conocimiento implícito, aunque sea en sentido amplísimo, y el explícito. Quien, movido de la gracia, se doblega a la revelación tenida —de cualquier modo, interior o exterior, directo o indirecto, claro u oscuro —de un Dios personal, juez y remunerador, se doblega y adhiere implícitamente asimismo a la enseñanza de ese Dios que revela que se haya encarnado hipotéticamente. Esto es, implícitamente se adhiere a la enseñanza de Jesús.
Pero entonces —insistiréis—, ¿a quién viene esa encarnación de hecho? ¿No les bastaba a todos la fe implícita?
¡Qué bien! Pero la fe implícita en el Mesías Divino supone que éste ha existido y explícitamente ha enseñado. La adhesión implícita al Mesías representa una solución, como si dijéramos, de recurso, que supone la normal y plena solución de la adhesión explícita.
La pregunta «¿a qué viene?» podría jamás acaso plantearse en estos dos términos: ¿Qué ventaja para salvarse se sigue a los hombres de la revelación explícita? ¿Y cuál de haberse realizado mediante la encarnación del mismo Verbo Eterno y mediante el Calvario?
La primera pregunta apremia evidentemente, por ejemplo, tratándose de los misioneros que se esfuerzan con impresionantes sacrificios en dar a conocer explícitamente la revelación divina hasta las más abandonadas regiones de la tierra. Respecto a esto, la «ventaja» consiste en la inmensa superioridad de lo explícito sobre lo implícito, en provecho toda ella de quien pudo adquirir ese conocimiento explícito: porque la enseñanza de Jesús señala al hombre en sus más menudos pormenores el camino más noble y más seguro del cielo, y con los sacramentos le da los medios infalibles de gracia para seguirlo, poniéndolo por consiguiente en condiciones muy superiores a quien lo desconociese, aunque fuese de buena fe. (Véase también la consulta 25.)
¿Pero hay una desigualdad injusta de la gracia en esto, entre iluminados y no iluminados? No, porque la gracia es un don gratuito y no debido a nuestra naturaleza humana, que Dios puede conceder a su gusto, dando sin embargo a todos lo indispensable. Sin embargo, en la que se refiere a eso «indispensable», importa sumamente notar lo siguiente: que la gracia capaz de infundir en los ignorantes esta fe implícita —y las fuerzas para no pecar o reparar el pecado —es fruto, aun para ellos, de los méritos de Jesús obtenidos o (antes de la Encarnación) previstos.
Esto no significa que Dios no pudiese establecer otro plan para salvarse. Surge entonces una segunda cuestión, en cuanto al modo tan divinamente llamativo y trágico de la revelación y redención. Bastan dos razones fundamentales para la respuesta esencial, las cuales hacen pender la salvación de dos explicativas palabras: justicia y amor.
Sólo los méritos infinitos del Verbo Encarnado podían reconciliar al hombre con Dios con una reparación en rigor de justicia (dada la infinitud del ofendido: Dios).
Sólo con la encarnación y muerte de Jesús se reveló al mundo; el infinito amor de Dios a los hombres, cosas absolutamente inconcebibles sin la tragedia del Gólgota. Es la «ventaja» más comnovedora. Es la revelación más luminosa y más dulce: la del infinito amor divino.
BIBLIOGRAFIA
L. Caperan: Le probléme du salut des infidéles (essai théologique), 1934;R. Lombardi: La salvación del que no tiene fe. Versión por A. de Miguel y Miguel, 2.a edición, Editorial Herder, i 1955;
P. Párente: La possibilitá dell'atto di fede negli infideli, "Euntes docete" Roma, 3 (1950), págs. 161-80;
A. D'Alés: Salut des infedeles DAPC„ IV, págs. 1156-82;
N. Di San Brocardo: Salvezz degli infedeli EC. VI. págs. 1.935-7;
A. Beni y S. Cipriani: La vera Chiesa. 1935, págs. 147 y sigs. (5).
No hay comentarios:
Publicar un comentario