Es necesario hacer un alto en mi camino. No puedo seguir así, ignorante de mi origen, inconsciente de mi destino.
Quiero pensar hoy en esta pregunta sencilla, al parecer, pero que, sin embargo, encierra el secreto de toda mi vida: ¿de dónde vengo?
¿De dónde vengo? Vengo de Dios. La fe y la razón se aúnan para enseñármelo.
Vengo de Dios; este espíritu que me alienta, soplo es de su omnipotencia don de su inefable amor...
Vengo de Dios. Él es mi Autor, mi Dueño, mi Padre...
Vengo de Dios: nobleza de mi origen, que me obliga a la correspondencia.
Criatura de Dios: de Él dependo. Siempre, en todo, en todas partes.
¿No he visto acaso la hoja del árbol, que se desprende de él y vuela alegre, entonando el canto de su emancipación y de su libertad? ¡Pobrecilla! Desde ese misino momento, privada de la savia vivificadora, comienza a ser la hoja muerta.
Tal soy yo cuando desconozco mi dependencia, cuando olvido mi condición de criatura de Dios.
Criatura de Dios: «¡Oh, dulce pensamiento, que anega el alma en celestial ardor!»
Criatura de Dios: ¡qué título para alegar ante Él, para pedir su auxilio!
Tuyo soy, Señor; Tú no abandonarás la obra de tus manos. Criatura de Dios: Él, que es mi origen, es también mi destino.
De Dios vengo. Hacia Dios voy.
«Para mi gloria te crié», dice el Señor.
Y yo, ¿le busco?... ¿Le amo?...
¿Me avergüenzo, por ventura, de ser suyo?...
¿Reniego de su dependencia?... ¿La encuentro dura?...
¡Oh, entonces no he gustado cuán suave es mi Señor, cómo es de dulce su yugo y ligera su carga!
Y eso, ¿por qué?
Porque no he recibido ese yugo, ni aceptado esa carga con amor; porque no le he mirado a Él como a mi Padre, porque no le he considerado como al único que busca mi bien, mi verdadero bien, el único bien que puede saciar mis anhelos íntimos de felicidad segura y eterna.
Vengo de Dios. Voy hacia Dios.
«Me criaste, Señor, para Ti, y mi corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti.»
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