Vistas de página en total

viernes, 14 de diciembre de 2012

Martirio de San Felipe, obispo de Heraclea. 304

     I. El bienaventurado Felipe fué primero diácono, luego presbítero, y, por fin, probado en los trabajos de la Iglesia, y habiendo desempeñado irreprochablemente sus ministerios, alegre por el testimonio de su conciencia y seguro por la honestidad de su vida, recibió, de común asentimiento, el honor del episcopado, sin que a nadie sorprendiera su elevación, más bien con estupor de algunos por lo tarde que se le concedía. Inmediatamente hizo honor a la sentencia del apóstol Pablo, que en su epístola (I Tim. III, 1) dice, entre otras cosas: El que desea el episcopado, buen trabajo desea. Luego, confirmando en la doctrina divina a sus discípulos, el presbítero Severo y el diácono Hermes, con frecuente conversación, no sólo los hizo semejantes a sí en sentimientos, sino también en el martirio. Y así, los que había tenido como compañeros en la administración del sagrado misterio, los tuvo también por colegas en la confesión de la fe. Amando, pues, los divinos preceptos, tal vida llevaba el viejo gloriosísimo, ofreciéndose como víctima a Dios, que había de ser inmolada en la ciudad de Adrianópolis. Como diestro piloto que opone la nave a las olas, ora resistiendo, ora cediendo, sabía sortear, maestro moderado, toda tormenta; o, como perito auriga, que unas veces afloja, otras tira de las riendas, no consentía ni que los caballos vagaran más de lo justo ni con demasiada pereza retardaran el paso.

     II. Por semejante manera, con celeste mando gobernaba el bienaventurado Felipe a su pueblo, y con episcopal amor lo guardaba. Mas cuando estaba ya amenazando la ruina de la cruel persecución, su alma no se turbó, y, no obstante las instancias de muchos a que saliera de la ciudad, para evitar le alcanzara tanta crueldad, él se negó a evadirse y nos enseñó que tales sufrimientos antes deben desearse que evitarse. Y así, dijo: "Que se cumpla lo que el cielo tiene ordenado." No se apartó, pues, de la Iglesia, y con docto discurso confirmaba uno a uno a los hermanos para soportar todo sufrimiento, y decíales:
     Llegado ha, hermanos, si queréis creerme, el tiempo predecido. El mundo, que se tambalea, está dando sus últimas vueltas. Está para caer sobre nosotros el diablo pertinaz, y recibido por un poco de tiempo poder, viene no a perder, sino a probar a los servidores de Cristo. Próximo está el día santo de la Epifanía, circunstancia que es para nosotros un aviso para la gloria. Que no haya, pues, amenaza de los impíos, que no haya tormentos capaces de espantaros, pues Cristo concede a sus soldados, a par, la gracia y la paciencia de sufrir por Él dolores. Por mi parte, estoy seguro que ha de salir vana toda su saña contra nosotros. 

     III. Estaba todavía el bienaventurado Felipe dirigiendo la palabra al pueblo, cuando llegó Aristémaco, alguacil de la ciudad, para sellar, por orden del presidente, y cerrar la iglesia a los cristianos. El bienaventurado Felipe le dijo:
     Hombre de estúpido y frió pensamiento, sin duda te imaginas que Dios habita entre paredes antes que en los corazones de los hombres, pues ignoras lo que dijo el santo profeta Isaías: El cielo es mi asiento y la tierra el escabel de mis pies. ¿Qué casa me vais a edificar? (Is. 66, 1).
     Al día siguiente, el mismo alguacil hizo el inventario y selló todos los muebles y utensilios de la iglesia, y fuése. La tristeza se apoderó de todos los hermanos. La ciudad estaba para nosotros de luto y llena de dolor. El bienaventurado Felipe, juntamente con Severo y Hermes y los demás, se preguntaba angustiado cuál fuera su deber en aquel trance, y, apoyado él en las puertas de la clausurada iglesia, no consentía que nadie abandonara el puesto que le fuera confiado. Hablaba de lo porvenir, y uno a uno meditaba con dolor los acontecimientos. Los hábiles médicos saben cortar en los enfermos lo pútrido y aplicar remedio a lo que aún conserva alguna fuerza. Se corta lo infecto para que no propague la infección a los miembros sanos. Así, en aquella coyuntura, el bienaventurado Felipe, con imperio, obligaba a separarse los buenos de los malos, con el fin de que se hicieran mejores, y con dulce palabra los exhortaba a seguir inmutables; a los enfermos aplicaba medicina, a los sanos dábales consejo.

     IV. Más adelante, habiéndose reunido a las puertas del templo en Heraclea, el presidente Baso sorprendió allí al bienaventurado Felipe con los demás fieles. Sentado luego Baso, según ceremonial de costumbre, en su tribunal, traídos a su presencia Felipe y los otros, empezó preguntando:
     ¿Quién de vosotros es el maestro de los cristianos o el doctor de la Iglesia?
     Respondió Felipe:
     Yo soy el que tú buscas.
     Dijo Baso:
    Va habéis oído el edicto del emperador que manda que no se reúnan en ninguna parte los cristianos, sino cuantos pertenecen a esta secta en todo el orbe de la tierra vuelvan a sacrificar a los dioses o perezcan. Así, pues, cuantos vasos de oro o plata o de cualquier otro metal o arte insigne haya en vuestro poder, así como las Escrituras por las que leéis o enseñáis, ponedlo todo a vista de nuestra potestad. Y si dudáis en cumplir mi orden, mirad no tengáis que hacerlo después de pasar por los tormentos.
     A esto respondió San Felipe:
    Si tienes gusto, como dices, en atormentarnos, aquí nos tienes con ánimo pronto para sufrir. Así, pues, este débil cuerpo, sobre el que tienes poder, desgárralo con la crueldad que te pluguiere; pero guárdate bien de atribuirte poder alguno sobre mi alma. En cuanto a los vasos que pides, llévate inmediatamente cuantos hay en poder nuestro, pues nosotros, que sufrimos vuestra violencia, fácilmente despreciamos esas cosas, pues no damos culto a Dios con metales preciosos, sino con el temor, ni se complace tanto Cristo en el ornato de la Iglesia cuanto en el del corazón. Las Escrituras, en cambio, ni a ti te está bien recibirlas ni a mí dártelas.
     A estas palabras del santo mártir, dió orden el presidente de que viniera en seguida el verdugo. Entró al punto un tal Mucapor, especie de monstruo de la naturaleza, ignaro de todo sentido de humanidad. El presidente mandó luego que se presentara el presbítero Severo; mas como no fué fácil dar con él, ordenó que se atormentara a Felipe. Sometido por largo rato a los dolores de la tortura, San Hermes, que estaba allí cerca, dijo:
     Aun cuando a tus manos llegaran todas nuestras Escrituras, oíd cruel inquisidor, de suerte que no quedara en la tierra huella de esta doctrina verdadera, nuestros descendientes, por respeto a la memoria de sus padres y por amor de sus almas, escribirían volúmenes mucho mayores y enseñarían con más vehemente fervor el temor que se le debe a Cristo.
     Dicho esto, se le mandó azotar, y luego entró donde estaban ocultos todos los vasos y las Escrituras. Siguióle Publio, asesor del presidente, hombre de largas uñas y todo afán por clavarlas en algo. Así, pues, sacó algunos vasos del inventario y se los ocultó astutamente para sí, sin pensar en el castigo que le esperaba. El bienaventurado Hermes le echó en cara su atrevimiento, por lo que el ladrón le descargó un bofetón que le ensangrentó el rostro. Viendo cómo traía la cara, Baso se informó de lo sucedido, irritándose contra Publio y mandando curar a Hermes. Los vasos inventariados y las Escrituras todas, dió orden de que fueran entregadas a los oficiales del tribunal. A Felipe y demás acusados, rodeados de una muralla de guardias, mandó que se los llevara a la pública plaza, a fin de que, por una parte, gozara el pueblo del espectáculo, y por otra, escarmentaran a su vista todos los demás cristianos que se negaban a cumplir los edictos imperiales.

     V. Puestos, pues, todos en marcha hacia la plaza, mandó el presidente a unos soldados que cargaran con todas las Escrituras. Él, por su parte, se dirigió a toda prisa al palacio, deseando dejar vacías las iglesias de cuantos celebraban, por dondequiera, en ellas el culto. Se empezó por quitar todo su ornato al techo mismo del templo del Señor, tirando abajo todas sus tejas. Los que en esta faena eran empleados, eran espoleados a latigazo limpio, para que no aflojaran en el trabajo de la demolición. Aquello fué una guerra doméstica, una súbita sedición y confusión de todo el mundo. Encendida una enorme hoguera, a presencia de toda la ciudad y de los forasteros que se habían juntado, todas las divinas Escrituras fueron lanzadas al medio de las llamas. Levantóse, sin embargo, instantáneamente tan enorme llamarada hasta el cielo, que, espantada la gente, se retiró del espectáculo de tan grande fuego. Al bienaventurado Felipe le habían puesto en uno de los mercadillos de la plaza, en que se exponía todo género de baratijas, y junto a él había algunos sentados. Allí le fueron a contar lo de la gran llamarada, de donde tomó él pie para dirigirles el siguiente discurso:
     "Habitantes de Heraclea, judíos, paganos o de cualquiera otra religión o secta, daos cuenta de que está ya llegando lo que al fin del mundo ha de suceder, conforme al aviso del apóstol Pablo, que dijo: La cólera de Dios se revela desde el cielo sobre toda impiedad e injusticia de los hombres (Rom. I, 18). Así, sobre Sodoma descargó la justa ira por la injusticia de ellos. Si, pues, los hombres temen el castigo de los sodomitas, huyan su injusticia y, buscando al que tales castigos ejecuta, conviértanse a Él de sus vanas piedras y así sálvense. A los que en Oriente apareció el fuego de Sodoma, signo e indicio les fué del juicio y de la ira celeste. Mas no fué sólo en Oriente donde apareció el fuego: también en Sipilia y en Italia se vió un caso digno de maravilla. De Sodoma fué sacado el santo Lot con sus hijas, por obra de los ángeles, pues no tuvo parte alguna en su crimen y se apartaba, con horror, muy lejos de los vicios de su ciudad. También en Sicilia irrumpió una gran cantidad de lava, cerrada antes en el vientre del cráter divino, y al punto bajó del cielo una llama vengadora de los pecadores. Todos quedaron abrasados, y sólo dos vírgenes lograron escapar al desastre, pues sólo ellas supieron conservar entre el pánico mismo el consejo. En efecto, con piadosas manos sacaron a su padre, consumido ya de años y dolencias, y, mientras trataban de ponerle a salvo del incendio, retardadas por la dulce carga, se vieron súbitamente coronadas de crepitantes llamas y perdieron toda esperanza de salvación. Pero Cristo omnipotente no consintió que se perdiera afecto de tanta clemencia. Con un favor de su Majestad presente, devolvió el padre a las hijas y las hijas al padre, de suerte que pudiera entenderse que, a todos aquellos que consumió la llama, no les faltó Dios, sino merecimiento. Al punto se abrió un camino libre a aquellas vírgenes, y por donde querían ir aparecía una calzada empedrada. Diríase que el incendio era para ellas un juego. De tal manera se reducía a nada todo el bramar del fuego; tan blandamente, al acercarse ellas, les cedía el paso la llama, que se pudiera creer ser ellas quienes lo dirigían todo a su talante. Y tanto fué el merecimiento de aquellas santas vírgenes, tanta la virtud de su piedad, que el fuego no sólo las respetó a ellas, sino el lugar mismo por donde se escaparon; lugar que tomó su nombre del milagro, y se llama hasta hoy "Sitio de los piadosos", de suerte que atestigua a la posteridad el milagro, no sólo porque está escrito, sino por su mismo nombre. Éste es aquel justo fuego divino, óptimo juez de los hechos todos, que, bajando a la tierra, abrasa cuanto de inútil halla a su paso. Éste fué el que impelió a Hércules al amor de la muerte, por creer que se convierten en dioses los por él abrasados, y el infeliz murió efectivamente en la hoguera en el monte de Igia. Éste hizo al médico Esculapio, fulminado en el monte de Cinozuris, merecer la consagración a los ojos de los gentiles, cuando la verdad es: que no hubo en ello poder alguno, sino castigo. El infeliz se recomienda por su propia perdición. Si hubiera seguido viviendo, creo que hubiera sido más bajamente estimado. Éste abrasó al que los efesios tienen por su dios. Éste prendió en el Capitolio y templo de la ciudad de Roma. Éste quemó de modo semejante a Heliogábalo y no perdonó, en Alejandría, la hospedería de Serapis, que ardió juntamente con su templo. ¿Quién va a esperar en la hoguera auxilio de quienes no pueden salvarse, como tám-poco pudieron hacerse a sí mismos? El dios es hecho por el mismo que le ha de dar culto, y si por la mañana queda súbitamente abrasado, a la noche está reparado por la vigilante industria del artífice. Así, no hay peligro que a esta ralea de adoradores falten jamás dioses, como no se agote la madera o la piedra. Ardió a todo su sabor en Atenas la morada del Padre Líber, sabiendo que su dios había sido consagrado por el rayo. Ardió también la armada Minerva, y de nada le valió el pecho con la Gorgona ni la defendió el rutilante fulgor de sus armas. Más le hubiera valido a la infeliz si hubiera seguido dando vueltas al huso. De modo semejante, al templo de Apolo en Delfos, le atacó primero un turbión, luego lo abrasó no sé qué fuego. Con nadie juega, por gracia que se interpone, este fuego. De modo se prueba el justo que es a la vez castigado el injusto. Así, pues, para los buenos no es llama, sino luz." 

     VI. Mientras Felipe dirigía este largo discurso, Hermes, que vió venir a un tal Catafronio, sacerdote, con todo su séquito, llevando los infelices comida y profanos sacrificios, dijo a los que le rodeaban:
     Esa comida que veis es una invocación al demonio, y no hay duda que la traen con intención de mancillarnos.
     A lo que contestó Felipe:
     Hágase lo que al Señor le plazca.
    En éstas, entró Baso en la plaza rodeado de una muchedumbre de gentes de toda ralea. De entre tanta gente, como es de ley, unos sentían cierta pena por el castigo de los santos; otros, en cambio, se encendían en más furia contra ellos, diciendo que todos los cristianos tenían que ser forzados a sacrificar. Descollaban en su saña los judíos, conforme al tenor de las Escrituras. De ellos, en efecto, dice el Espíritu Santo por el profeta: Sacrificaron a los demonios y no a Dios. Por fin, el presidente interrogó a Felipe, diciéndole:
     Inmola víctimas a la divinidad.
     Respondió Felipe:
     ¿Cómo puedo, cristiano como soy, dar culto a las piedras?
     Dijo Baso:
     A nuestros señores se les deben ofrecer los sacrificios conforme al rito.
     Respondió Felipe:
    Nosotros hemos sido enseñados a obedecer a los superiores, y a los emperadores les rendimos nuestros servicios, pero no culto.
     Dijo Baso:
     Por lo menos, sacrifica a la Fortuna de la ciudad. Mira qué bella es, qué expresión de alegría, con qué gusto recibe los obsequios de todo el pueblo.
     Respondió Felipe:
    A vosotros, que la adoráis, bien está que os agrade; pero a mí, ningún arte de hombres me podrá apartar del honor que se debe al cielo.
     Dijo Baso:
     Pues muévate al menos esta estatua, tan bella y tan grandiosa, de Hércules, que tienes delante.
    Respondió Felipe:
    ¡Ay, miserables y tristes, que ignoráis el sacrosanto misterio de la divinidad! ¡ Ay, infelices de vosotros, que transferis lo celeste a lo terreno y, sin barruntos de la verdad, vosotros mismos os inventáis y fabricáis lo que adoráis! ¿Qué es el oro, la plata, el bronce, el hierro o el plomo? ¿Acaso no se engendran de tierra y de tierra se componen? Ignoráis la divinidad de Cristo, que no puede abarcar el pensamiento ni mente humana alcanzar cuán grande sea. ¿Y sois capaces de afirmar que haya nada de poder en los dioses que fabricó un artífice bostezando de sueño o borracho? Si con extraordinaria habilidad dió expresión a la imagen, al punto a tal simulacro se le atribuye poder y se le cuelga una divinidad. Vuestras casas y villas son minas de pecados diarios. Y, en efecto, un leño que echéis a la lumbre, pegáis fuego al cuerpo de un dios vuestro. ¿Qué excusa buscas para ese crimen? Dices que tal leño no era dios. Yo te responderé que podía haberlo sido, si al artífice le hubiera dado la gana. Y todavía no veis en qué tinieblas os halláis. Bueno es el mármol de Paros. ¿Es que esculpido puede convertirse en un buen Neptuno? Bueno es el marfil. ¿Es que lo hizo más bello el Júpiter en él tallado? Todo esto es invención de artífices codiciosos. Un rostro bien expresado da mayor precio a cualquier metal, no porque haya allí poder alguno, sino porque se paga más caro. Todo es, pues, cosa de tierra, y la tierra hay que pisarla, no adorarla. Dios, en efecto, hizo la tierra para que la poseyéramos; para vosotros, por lo que veo, para que os engendrara dioses. 

     VII. Dicho todo esto, Baso, que en el fondo admiraba altamente la constancia de Felipe, vencido por éste, volvióse irritado a Hermes y le dijo:
     Por lo menos tú, ofrece sacrificio a los númenes.
     Respondió Hermes:
     Yo no sacrifico, puesto que soy cristiano.
     Dijo Baso:
     Dinos tu condición.
     Respondió Hermes:
     Soy decurión, y, sin embargo, sigo en todo a mi maestro.
     Dijo Baso:
     Luego si Felipe llegara a sacrificar, ¿seguirías su ejemplo?
     Respondió Hermes:
     Ni yo le seguiría ni él será vencido, pues parejo es a los dos el valor y el ánimo.
     Dijo Baso:
     Serás arrojado a una hoguera si permaneces en esta locura.
     Respondió Hermes:
    Me amenazas con la llama de este leve fuego que se apaga apenas se levanta, por ignorar la violencia de aquel perenne incendio que, sin aflojar, arde siempre y consume con lenta mordedura a los discípulos del diablo.
     Dijo Baso:
     Sacrifica siquiera a nuestros señores, los emperadores, y di: "Salud, príncipes nuestros."
     Respondió Hermes:
     Tenemos prisa por llegar a la vida.
     Dijo Baso:
     Pues sacrificad, si buscáis la vida, y evitad las hórridas cadenas y los crueles tormentos.
     Respondió Hermes:
    Jamás, impío juez, nos inducirás a cosa semejante. Todas estas amenazas podrán aumentar la fuerza de nuestra fe, jamás intimidarnos para negarla.
    Ante estas respuestas, Baso, con rostro feroz y voz espantable, dió orden de que fueran metidos en la cárcel. Camino de ella, hubo algunos insolentes de entre los asistentes que, a empellones, con mano cruel, daban a cada paso con el viejo Felipe en el suelo, para que ni aun en los momentos de ir hacia la cárcel dejara de tener algo que sufrir. Mas como si nada pasara, el santísimo viejo se levantaba de tierra con cara alegre, sin dar muestra alguna de indignación ni de dolor. El estupor se apoderaba de cuantos lo contemplaban, maravillándose de que un viejo soportara serenamente tan malos tratamientos. Por fin, entonando un himno al Señor, que los había hecho más fuertes, se pusieron alegres en manos de sus guardias. Pasados unos días en la cárcel, plugo al gobernador señalarles la casa de un tal Pancracio, donde, bajo guardia, debían ser tratados con la consideración de la hospitalidad. Morando en ella, una muchedumbre de hermanos venían a verlos de todas partes, a quienes recibían ellos amablemente, enseñándoles los misterios de la ley divina. Viendo esto el diablo, no pudiendo sufrir que se le fuera la gente de entre las manos, por traición, por cuentos, hizo que nuevamente se los encerrara en la cárcel. Estaba el teatro próximo a la cárcel, unido a ella por un corredor, y, aunque cerrado por todas partes, había de la cárcel a él un acceso secreto. Trasladándose los presos a aquella casa del espectáculo, allí recibían a la muchedumbre que venía a ellos, y tal era el afán de todos, que ni la noche daba fin a las visitas. Y era de ver cómo los hermanos, postrados en el suelo, besaban las santas huellas de Felipe, sabiendo como sabían cuánto había en él de divino auxilio.

     VIII. Entre tanto, Baso fué sustituido en su cargo por el sucesor anual, hombre éste, Justino de nombre, pero de mente perversa, incapaz de conocer a Dios ni de temerle. El hecho conmovió profundamente a los hermanos, pues Baso era todavía de condición bastante blanda, y se dejaba vencer a razones, puesto caso que su mujer hacía algún tiempo que servía a Dios.
     Venido, pues, el nuevo gobernador, Zoilo, magistrado de aquella ciudad, rodeado de pueblo y de soldados, hizo conducir a Felipe ante el tribunal del presidente. Puesto en su presencia, Justino dijo:
     ¿Eres tú el obispo cristiano?
     Respondió Felipe:
     Yo lo soy y no lo puedo negar.
     Justino dijo:
     Nuestros señores se han dignado mandar que todos los cristianos, si no lo hacen espontaneamente, tienen que ser forzados a sacrificar; si se niegan, han de ser castigados. Ten, pues, consideración a tu edad, no sea que tengas que sufrir tormentos que ni los jóvenes son capaces de soportar.
     Respondió Felipe:.
   Vosotros, por el temor de un breve castigo, observáis los mandatos que recibís de hombres, semejantes, al cabo, a vosotros. ¡Cuánto más hemos nosotros de obedecer a los mandamientos de Dios, que castiga a quienes los infringen con suplicios sin término!
     Justino:
    A nosotros nos conviene obedecer a los emperadores.
     Felipe:
    Pues yo soy cristiano y no puedo hacer lo que tú dices. Se te han dado órdenes de castigar, no de forzar.
     Justino:
     No sabes los tormentos que te esperan.
     Felipe:
    Atormentarme podrás, pero no vencerme, puesto que nadie será capaz de inducirme a sacrificar.
     Justino:
     Te voy a hacer arrastrar, atado de los pies, por medio de la ciudad, y, si quedas con vida, te meteré en la cárcel, para renovar luego los suplicios.
     Felipe:
     Ojalá confirmes lo que dices y satisfagas tu impía voluntad.
     Dió, efectivamente, entonces Justino orden de que le arrastraran atado de pies por las calles. Chocando por todas partes con los cantos de pedernal, cubrióse todo de heridas y, con el cuerpo magullado, fué nuevamente llevado a la cárcel en brazos de los hermanos.

     IX. Poco después, entre aullidos de fieras, buscaban por todas partes al presbítero Severo y se montaba guardia nocturna para dar con su escondrijo, en que hasta entonces habia burlado todas las pesquisas. No pudieron hallarle; sin embargo, llevado de un impulso del Espíritu Santo, se presentó él mismo espontáneamente. No era, en efecto, posible siguiera por mucho tiempo oculto, cuando el martirio mismo le reclamaba. Llevado ante el tribunal, Justino le dijo:
     Sea el primer aviso que te dirijo que no te dejes arrastrar por la locura de vuestro maestro Felipe, que tan cara le ha costado; tú, más bien, obedece a los mandatos de los emperadores. Mira por tu cuerpo, ama la vida y abraza con júbilo los bienes de este tiempo.
     Severo respondió:
     Yo tengo que mantener lo que he aprendido y observar para siempre el culto que profeso.
     Justino le dijo:
    Pesa bien todo el castigo que te espera y considera lo que vale tu salvación, y verás que el mejor partido que puedes tomar es el de sacrificar.
     Al solo nombre de sacrificio, sintió horror Severo, y el presidente dió orden de que le llevaran a la cárcel.
     Pasó ante el tribunal Hermes, y Justino le dijo:
    Estos que consta haber infringido los mandatos imperiales, pronto vas a ver qué castigo han de sufrir. Tú, pues, no vayas a ser uno más en sus tormentos. Acuerdate de tu salud, acuérdate de tus hijos y escapa a todo mal, sacrificando a los númenes.
     Respondió Hermes:
    Eso que pides, jamás podrás alcanzarlo. En esta fe he crecido; esta verdad imprimió en mí mi santo maestro desde mi misma cuna; no puedo claudicar en ella ni por razón alguna abandonarla. Tú, pues, oh presidente, desgárrame como quieras por confesarla.
     Justino:
     Toda esa bravata te la inspira la ignorancia de lo que te espera. Cuando estés sintiendo el castigo, ya veremos cómo te arrepientes, aunque será ya tarde.
     Hermes:
    Puedes hacerme pasar por los más graves sufrimientos; Cristo, por quien sufrimos, nos los mitigará por medio de sus ángeles. 

     X. Justino no tuvo otro remedio que reconocer su fe firmísima, y mandó que fuera también llevado a la cárcel. A los dos días, es cierto, olvidándose un poco de su crueldad, mandó que fueran custodiados como huéspedes; pero muy pronto, el diablo le abrasó en sus llamas, pues dió orden de que volvieran a la cárcel, y allí, entre la hediondez de los calabozos, se consumieron durante siete meses continuos. Por fin, mandó el presidente que los prisioneros fueran conducidos a Adrianópolis. Al salir de la ciudad, los hermanos los acompañaron con pena, pues se veían privados de la doctrina y de la vista de tan gran maestro. Como los niños que apenas han dejado los pañales, colgados aún de los dulces pechos de sus nodrizas, no pueden dejar sin lágrimas la grata leche, así los discípulos de Felipe, que creían perder el pasto saludable, se consolaban llorando de un mal que no tenía remedio. Llegados a Adrianópolis, fueron custodiados en casa de un tal Semporio, en los arrabales, hasta la venida del presidente. Este llegó, por fin. Al día siguiente, sin pérdida de tiempo, celebró sesión en las termas, y, haciendo traer ante sí a Felipe, le dijo:
     ¿Qué resolución has tomado en todo este tiempo? Porque todo este plazo se te ha concedido para que cambiaras de modo de sentir. Sacrifica, pues, si quieres escapar libre.
     Respondió Felipe:
     Si hubiéramos pasado todo este tiempo en la cárcel por nuestro gusto y no por fuerza, podrías hablar con razón de concesión: mas si ha sido antes un castigo que cosa querida, ¿cómo cuentas por gracia el plazo que nos has dado? Mas, sea como quiera, por lo que a mí toca, ya te dije antes que soy cristiano, y, cuantas veces me interrogares, te he de responder lo mismo. Jamás he de satisfacer a esos simulacros, sino que el servicio a que un día me consagré he de seguir prestándoselo al Dios eterno.
     Entonces el presidente, irritado, mandó que se le desnudara. Y habiéndole quitado hasta la túnica de lino más interior, le dijo:
     ¿Haces lo que te hemos mandado o no?
     Respondió Felipe:
     Ya he manifestado antes que jamás he de sacrificar.
    Oída esta respuesta, mandó Justino que le azotaran con varas. La serenidad con que lo sufrió todo, manteniéndose firme sobre la sólida roca de Cristo, llenó de espanto a sus mismos verdugos. Era de ver una maravilla increíble. La parte de la túnica de lino que cubría el honesto pecho quedó intacta; la de la espalda, en cambio, voló deshecha en mil pedazos. No había miembro de su cuerpo que los golpes de las varas no hubieran terriblemente destrozado, hasta el punto de quedar patentes las entrañas mismas. El atleta de Cristo permanecía, sin embargo, firme. Justino, espantado de tanto valor, mandó que lo volvieran a la cárcel. Seguidamente llamó a Hermes. El juez le amenazaba y el tribunal entero le aconsejaba. Sin embargo, ni las amenazas pudieron intimidarle ni la persuasión seducirle. Y es que Hermes era querido tanto por los alguaciles del juez como por todos sus conciudadanos, pues había antes sido magistrado y se había captado con sus buenos servicios el amor de todos los oficiales de la audiencia, que ahora, al ofrecérseles esta ocasión de mostrar su gratitud, temblaban por la vida de él. Mas, vencidos y derribados todos, se refugió en la cárcel como en puerto de quietud. Su llegada se celebró con gozo inmenso. Daban gracias a Cristo, y, levantando gloriosos trofeos por la derrota del diablo, exaltados por el modo mismo como se iniciaba su martirio, cobraban nuevas fuerzas para futuros tormentos. Y así, el bienaventurado Felipe, que era antes tan delicado y enfermizo, que no podía sufrir un leve contacto, protegido entonces por angélica ayuda, no sentía molestia alguna.

     XI. Al cabo de tres dias, Justino subió a su tribunal ordinario y mandó que le fueran presentados los reos cristianos. Venidos a su presencia, dijo a Felipe:
     ¿Qué temeridad es ésa que te hace despreciar tu salvación, desobedeciendo los mandatos imperiales?
     Respondió Felipe:
     No es vicio de temeridad lo que a mí me inflama; lo que me compele es el temor y amor de aquel Dios que ha hecho todas las cosas y ha de juzgar a vivos y muertos. Por eso no tengo atrevimiento para transgredir sus mandamientos. En cuanto a los emperadores, toda mi vida les he obedecido y, siempre que mandan con justicia, me apresuro a cumplir sus órdenes. La Escritura divina nos enseña, en efecto, a dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César (Mt. XXII, 21). Irreprochablemente, pues, he servido hasta el momento presente. Ya sólo me queda darme prisa, abandonado todo halago del siglo, a preferir lo celeste a lo terreno. Oye, pues, una vez más mis palabras, tantas veces repetidas, por las que afirmo ser cristiano y me niego a sacrificar a vuestros dioses.
     Dejó Justino a Felipe y, dirigiéndose a Hermes, le dijo:
     Si su vejez y proximidad a la muerte obliga a éste a mirar con horror los bienes de este mundo, tú, sacrificando, no descuides una vida próspera.
     Respondió Hermes:
     Con brevedad, pero lúcidamente, te voy a mostrar a ti y a quienes te asisten, oh presidente, que tu odiosa piedad procede de una miserable vanidad. Porque ¿de dónde ese afán de atacar la falsedad a la verdad, la malevolencia a la inocencia y, en fin, el hombre al hombre? ¿Qué cosa hizo jamás Dios semejante al hombre? Mas el diablo puso todo su empeño en desbaratar la obra celeste. Él inventó eso a que vosotros dais culto y, por los sacrificios a sus ídolos, os hizo de derecho esclavos suyos. A la manera que los caballos, arrebatados de locura, sin obedecer a las riendas, despreciando el auriga, roto el saludable freno, se abalanzan, ciegos, a la muerte sobre los precipicios, así vosotros os precipitáis en vuestra locura a vosotros mismos y, abandonando al Verbo de Dios, habéis mantenido los criminales consejos del diablo. Ahora bien, la verdadera sentencia del cielo es ésta: que la gloria siga a los buenos y piadosos y la infamia a los malos; a la vida de unos ha de suceder el galardón; a la de otros, el castigo. Así lo expresa el profeta Zacarías, diciendo: Castigúete el Señor, Satanás; castigúete el que escogió a Jerusalén (Zach. III, 2). ¿Acaso no ha sido sacado de entre las llamas este tizón quemado? ¿Qué gana tienen, pues, los hombres de refugiarse en un madero romo y mortífero? Y si vosotros ardéis juntamente con él, a nosotros nos es bien recorrer de modo este brevísimo círculo de débil luz, que lleguemos a los bienes de la luz eterna. Vosotros, en cambio, que con enorme suciedad de vestido y de cuerpo, con sórdidos y descompuestos cabellos, vais a honrar vuestras tumbas, vuestros templos y vuestras cárceles, paréceme que no tanto honráis a vuestros dioses cuanto los lloráis, y que ya antes del juicio sufrís la pena de vuestro pecado. ¿Cómo, viendo todo esto, os obstináis en vuestra ceguera y no voláis a buscar el auxilio de vuestro libertador? Los perros saben por el olor seguir el rastro de sus amos; el caballo, oído el silbo de su jinete, busca al que, sin saberlo, derribara antes. El buey, conocido el pesebre, corre a su señor, y el asno sabe hallar el establo de su dueño. Israel, en cambio, ignora a su Señor, conforme a lo que se lee: Israel no me ha conocido a mí, Señor de todas las cosas, ni han temido el juicio del justo (Is. I, 3). Perezcan por el agua, como en tiempo de Noé. Otros sintieron soltarse sus rodillas en el desierto; a otros los consumió el fuego, porque nadie guardaba los mandamientos.
     Oyendo Justino hablar así al bienaventurado Kermes, le dijo:
     Tú estás hablando como si me pudieras hacer cristiano.
     A lo que Hermes respondió:
     No solo a ti, sino a todos los presentes, quisiera hacerlos cristianos. Por lo demás, no te imagines que yo voy jamás a sacrificar.
     Entonces el presidente, después de deliberar con sus asistentes y asesores, con rostro fiero, dió la sentencia siguiente:
     Felipe y Hermes que, al desobedecer el edicto del emperador romano, se han hecho ajenos al nombre mismo de romanos, mandamos que sean quemados vivos, para que todos los demás conozcan a qué perdición conduce el desprecio de las órdenes imperiales.
     Seguidamente, salieron los dos camino de la hoguera, llenos de gozo, como dos carneros gemelos a la cabeza del rebaño, para ser ofrecidos en ofrenda santa a Dios omnipotente.

     XII. En cuanto al bienaventurado Severo, dejado solo en la cárcel, fluctuaba, como nave en alta mar perdido el piloto, o temblaba como oveja sin pastor descarriada en el desierto. Sin embargo, un inmenso gozo llenó su alma al oír la noticia de que sus compañeros eran conducidos a la ofrenda de su martirio, para él tan dulce y deseada. En aquel momento, doblando sus rodillas, se puso en oración, y, entre grandes gemidos, le decía al Señor: "Tú, que eres puerto tranquilo de todos los que fluctúan, esperanza de los que esperan, salud de los enfermos, auxilio de los necesitados, guía de los ciegos, misericordia para quienes se ven rodeados de penas, muro de los fatigados, luz de las tinieblas, sostenedor de la tierra, ordenador del mar, distribuidor de todo elemento, por cuya palabra fueron acabados el cielo, los astros y todas las cosas; Tú, que salvaste a Noé y diste riquezas a Abraham; que libraste a Isaac y preparaste víctima en su lugar; que te ejercitaste con Jacob en palestra de dulcedumbre y sacaste a Lot de Sodoma, tierra de maldición; que te apareciste a Moisés e hiciste prudente a Josué; que te dignaste ir de camino con José y sacaste a su pueblo de la tierra de Egipto, llevándole a la tierra de promisión; que auxiliaste a los tres jóvenes en el horno, a quienes, bañados por el rocío santo de tu majestad, no tocó la llama; que cerraste la boca de los leones y diste a Daniel vida y comida; que no consentiste que Jonás, tragado por el abismo y comido por un monstruo cruel, sufriera nada o pereciera; que armaste a Judit y libraste a Susana de los jueces inicuos; que diste a Ester gloria y mandaste que pereciera Amán; que a nosotros nos sacaste de las tinieblas a la luz eterna, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que eres luz invicta, que a mi me has dado el signo de la cruz y de Cristo: no me tengas, Señor, por indigno de este martirio, que han obtenido ya mis compañeros, sino dame parte de su corona, a fin de juntarme en la gloria con quienes estuve junto en la cárcel. Tenga descanso con quienes, después de confesar tu nombre venerable, no he temido los crueles tormentos del juez." 

     XIII. Terminada esta oración, tanto pudieron las palabras fieles, que al siguiente día alcanzó lo que había pedido. También Severo, pues, como fuerte atleta entró en el combate con aquellos con quienes viviera, y, alcanzado su deseo, no sólo tuvo lo que pedía, sino que muy pronto halló lo que buscaba.
     Volviendo a los otros dos, el bienaventurado Felipe era conducido en brazos a la hoguera, pues el dolor de los pies no le consentía ir de otra manera. Seguíale con paso tardo el bienaventurado Hermes, pues también él sufría el mismo dolor. Para aligerar la molestia del camino, Hermes iba hablando con el bienaventurado Felipe, y le decía:
     Maestro óptimo, apresurémonos por llegar al Señor; nada se nos importe ya de nuestros pies, de los que ninguna necesidad vamos a tener. Porque todos los menesteres terrenos cesarán apenas lleguemos a los reinos celestes.
     Volvióse luego a la muchedumbre y añadió:
     Que todo esto tenía yo que sufrirlo, ya antes me lo había anunciado el Señor y dádomelo a entender con revelación certísima. Y fué así que, hallándome sumido en dulce sueño, me pareció entraba en mi habitación una paloma blanca como la nieve y que súbitamente se me posaba en la cabeza. Luego me bajó al pecho y me ofreció un bocado de gratísimo sabor, con lo que me di al punto cuenta de que el Señor se había dignado llamarme y me consideró digno del martirio.
     Así hablando, llegaron al lugar donde había de cumplirse la pena. Entonces, según costumbre, los verdugos metieron las piernas del bienaventurado Felipe en tierra, hasta las rodillas, y, atándole por detrás las manos, se las clavaron en un poste. De modo semejante mandaron a Hermes bajar a la fosa. Este, que sostenía sus vacilantes pasos con un palo, rompiendo en una gran risotada, dijo:
     Ni aun aquí, diablo, me puedes sostener.
     Y seguidamente, los ejecutores echaron tierra sobre sus pies.
     Antes, sin embargo, de que se prendiera fuego a la hoguera, San Hermes llamó a un cristiano, que estaba allí cerca, por nombre Velagio, y le conjuró ahincadamente por Nuestro Señor Jesucristo que llevara a su hijo Felipe los encargos de su padre y le dijera que devolviera a todos lo que les debía. Porque también el mundo impone preceptos semejantes a los del emperador, y uno de ellos es que ha de devolverse sin contradecir lo que de otro se recibe.
     Que mi hijo, pues, devuelva todo lo que se debe, no sea ello un escrúpulo y dolor para mi conciencia.
     Esto lo decía de los depósitos que muchos le habían confiado, en la seguridad de que había de devolverlos. Luego, con piadoso amor, añadió:
     Eres joven; gánate la vida con tu trabajo, como recuerdas que lo hizo tu padre, hombre de intachable trato con todo el mundo.
     Dicho esto, atáronle también las manos a la espalda, e inmediatamente los verdugos pusieron fuego a la leña. Mientras los mártires ardían, todo el tiempo que les duró el habla estuvieron dando gracias a Dios, y en su última acción de gracias resonó un dulce amén.

     XIV. Así cumplieron los bienaventurados mártires el testimonio de su vida. ¡Dichosos discípulos de Cristo, que siguieron sus huellas y por Él les fué concedida la victoria! Fieles fueron también a la doctrina de los Apóstoles y de aquellos mártires que a los Apóstoles siguieron, cuyas almas, limpias de toda mancha terrena, volaron presurosas a los reinos celestes. Las manos del bienaventurado Felipe se hallaron extendidas, como cuando estaba en oración; su cuerpo había pasado de viejo a joven, para ser coronado en el mismo castigo y combate, y no parecía sino que estaba provocando al enemigo. Semejantemente, el bienaventurado Hermes, después de aquel incendio, apareció a los ojos de todos con cara florida y color precioso, con solo una tenue lividez en las orejas, como si viniera de algún combate. A su vista, todos a una voz dieron gracias al Dios omnipotente, que da a quienes en Él esperan la gracia y la corona.

     XV. Sin embargo, ni aun así podía quedar contento el diablo. Inmediatamente inspiró un furor insano al presidente Justino para que mandara arrojar los cuerpos de los santos al caudaloso Hebro. A los que con injusta persecución había quitado la vida quería también privarlos envidiosamente de sepultura. Su orden fué cumplida; mas los adrianopolitanos, a quienes apremiaba el culto de Dios, ante tamaña crueldad prepararon redes y subieron en naves, a ver si alguno tenía la suerte de hacer tan afortunada pesca como la de los cuerpos de los mártires. Añadieron a la diligencia la oración, y la gracia no les fué negada. Muy pronto, en efecto, envueltas en las redes, sacaron ilesas las reliquias. Escondieron durante tres días la grata pesca, más preciosa que el oro y que todo el brillo de las gemas, a doce millas de la ciudad, en una villa que en lengua indígena se llama Ogetistyron y en latín se traduce por "lugar de los posesores". Era una finca abundante en fuentes, adornada de bosques, mieses y viñas. Con ello quedó probada a todos la majestad de Dios, que no consiente que sus siervos estén ocultos, pues hasta los profundos ríos los restituyen, ni debe sentirse pena cuando todo se estremece, sino darse prisa a alcanzar la corona. Amén.

No hay comentarios: