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jueves, 20 de diciembre de 2012

Examen de los testimonios probatorios de la proclamación de la maternidad de María, hecha por el Salvador en el Calvario


El estudio del texto evangélico confirma lo que nos dicen los testimonios.

     I. Tratemos ahora del examen de los testimonios contenidos en estas páginas, para mostrar la fuerza probatoria que contienen y para resolver las dificultades que tenderían a disminuir aquella fuerza.
     Notemos, ante todo, que en parte alguna de estos textos se ve a los autores expresar una duda formal sobre la verdad de la interpretación que dan a las palabras del Salvador: "He aquí a tu hijo; he aquí a tu Madre". Los que son posteriores en fecha pueden apoyarse en sus antecesores, y aun en los Padres; muchos buscan en las expresiones mismas empleadas por el Evangelio la confirmación del sentido que prestan al testamento de Nuestro Señor, como nosotros mismos lo haremos muy pronto; pero en ninguno hay duda, ni incertidumbre, ni vacilación. Un gran número piensa, además, que la promulgación de la maternidad espiritual de la Virgen no está menos claramente afirmada que la misma maternidad, puesto que apoyan ésta sobre aquélla.
     Añadamos también que no insinúan alusión alguna a sentimientos opuestos a los suyos, y no es extraño, pues hay que llegar hasta los tiempos actuales para encontrar, entre los escritores católicos, una afirmación bastante tímida del sentido puramente acomodaticio, con exclusión del sentido intencionado y real. También es cierto que los opositores no llegan, comparados a los otros, ni a la proporción de uno por ciento; apenas, en efecto, se pueden nombrar tres o cuatro, por lo menos, de los que alcanzamos a conocer y juzgar.
     En parte alguna tampoco se cita como cosa nueva expresamente en la interpretación que defendemos; ni siquiera en Ruperto, ni en Jorge de Nicodemia, ni en Orígenes; tan acorde está, felizmente, con lo que creemos que se hizo en el Calvario.
    Nadie tampoco puede decir, de esta interpretación tradicional, que es hechura de algunos escritores particulares, o de una escuela especial, o de una sola comarca. Es doctrina del Oriente y del Occidente. Si tenemos en la Iglesia latina más testimonios, sin comparación, es, tal vez, porque los libros de nuestros hermanos, separados de nosotros por los cismas, pero fieles a María, son poco conocidos de nosotros. En todo caso, cuenta entre nosotros, y ya lo hemos demostrado superabundantemente con testigos de todos los países católicos, de todas las escuelas, de todos los géneros de literatura eclesiástica, de todas las Ordenes religiosas y en todos los grados de la jerarquía, desde los últimos fieles hasta los Sumos Pontífices. Por lo demás, lejos de disminuir el número de los partidarios de esta doctrina, después de un período de estar en boga, como sucede con otras opiniones atrevidas, cada día se aumenta este número coh nuevos partidarios, que se adhieren a ella a medida que se multiplican las obras compuestas en honor de la Madre de Dios. Los esfuerzos de los mismos que pretendieron, en el siglo XVII, obscurecer la devoción de los fieles hacia la Santísima Virgen, no la eclipsaron ni parcialmente, puesto que en su partido mismo halló promotores, como Nicole y Singlin, por ejemplo. Todo esto, bien pensado, prueba, si no nos equivocamos, que tantos testimonios son del todo la expresión de la verdad.
     Sin embargo, como nuestra interpretación ha sido juzgada por algunos defectuosa, y, al menos, muy combatible, importa examinar las objeciones que se le hacen (
Véanse sobre esta materia las sólidas reflexiones del P. Guillermo Gibieuf, De la Vie et des grandeurs de la T. S. V. Marie. Mére de Dieu, 2e p., c. 14, t. II, p. 539 y sigs.).
     He aquí la primera y principal. Si gran número de autores más modernos han admitido esta significación como querida por Nuestro Señor, todos los Padres, desde los más antiguos hasta San Bernardo, el último de ellos, la han ignorado. Ahora bien; tratándose de interpretación escrituraria, no debemos inclinarnos sino ante la palabra expresa de la Iglesia o ante el unánime consentimiento de los Santos Padres. En cuanto a los autores más recientes, por mucho respeto que nos inspiren su saber y su santidad, debe medirse su autoridad por el valor de sus razones: Tantum valent auctoritates, quantum valent rationes.
     Este razonamiento, con las reservas que de él se deducen, probaría todo lo más una cosa: la interpretación según la cual las palabras de Nuestro Señor significan realmente, y no por simple acomodación, la maternidad espiritual de su Madre, y nuestra filiación, por gracia, no es estrictamente obligatoria. Pero, ¿se puede decir que le faltan sólidos cimientos por parte de la autoridad? Dejemos por un momento la cuestión de la Iglesia y de los Padres. ¿No es una autoridad de gran peso la de tantos hombres sabios y santos, autoridad tanto más firme cuanto que no halla oposición, o muy poca, entre los otros doctores? ¿Dónde están, en efecto, los une, respecto a este texto del Evangelio, hayan negado el sentido afirmado tan generalmente para no conceder sino una simple acomodación? Exponer el sentido histórico más obvio sin tocar la cuestión de otro sentido más profundo, ¿es esto, por ventura, combatir este último o rechazarlo?
     Añadamos dos advertencias: la primera es que tantos testimonios acordes, cuando se trata de autores recomendables por su ciencia y por su virtud, no se explican sin que poderosas razones lo motiven. Y aun cuando no sintiéramos todo su valor, nos parece que seríamos injustos si no juzgásemos nuestra opinión particular menos segura que una apreciación tan universalmente admitida en la Iglesia de Dios.
     Segunda advertencia: Dios nos libre de querer debilitar la autoridad de los Padres o de no reconocer lo que ellos han hecho para la inteligencia de la Sagrada Escritura y para la exposición del dogma católico. Sería atacar al mismo Dios, que los escogió por instrumento para esta gran obra. Pero se puede decir, sin hacerles injuria, que hay algo que cosechar después de ellos. Ni la ciencia ni la luz divina, se han retirado de la Iglesia. Progresos ha habido desde que se cerró la era de los Santos Padres. ¿Por qué no se podría descubrir en el cielo de las escrituras una interpretación no señalada por ellos, aunque, en realidad, pusieron sus bases cuando proclamaron a María Madre de los vivientes? Y si este descubrimiento es posible, ¿dónde es más fácil hacerlo, sino en aquellos textos que ellos tocaron rara vez y ligeramente, porque dichos textos tenían menos relación con los dogmas que defendían contra los herejes? Ahora bien; el texto evangélico de que nos ocupamos es, incontestablemente, de este número. Sabemos muy bien que se toca varias veces en la controversia contra los adversarios de la virginidad perpetua de María; pero es exclusivamente para demostrar por él que Cristo era su Unigénito, pues al morir tuvo que darle por sostén un hijo adoptivo. Ninguna, necesidad había, en esta cuestión, de hacer intervenir la maternidad de gracia. Bastaba demostrar con el texto en la mano que, muerto Nuestro Señor Jesucristo, no tenía María ningún otro hijo a quien ser confiada, puesto que se le daba un hijo adoptivo en la persona de su discípulo.
     Pero, veamos: ¿es cierto que el silencio de los Padres sea absoluto? ¿No citamos más arriba dos escritores que pertenecen ambos a la época de los Padres: Orígenes y Jorge de Nicomedia, y que interpretan nuestro texto en sentido favorable a la maternidad espiritual de María? Dícese que esos autores deben ser apartados, porque ni uno ni otro pueden colocarse entre los Padres de la Iglesia. Es cierto: Jorge de Nicomedia no es, en manera alguna, Padre de la Iglesia. No es tanto la época en que vivió, cuanto la falta de santidad, lo que impide el tributarle semejante honor. Contemporáneo de Focio, tomó parte en su rebelión y fué intruso y cismático, como él. Pero, después de todo, se puede, sin ser del número de los Santos Padres, reflejar su modo de sentir. ¿Quién puede negar que Focio es con frecuencia un intérprete seguro del modo de pensar de los Padres, en las materias en donde sus tendencias cismáticas no se mezclan? Orígenes, aunque no reúne todas las condiciones reclamadas para la dignidad de Padre de la Iglesia, es, no obstante, de los que place citar cuando se quiere exponer una doctrina afianzándola con la autoridad de la tradición, aunque debamos ponernos en guardia contra sus opiniones personales.
     Preténdese, sin embargo, por lo menos, que ni uno ni otro pensaron jamás en el sentido típico (
Habría sentido típico si la donación recíproca de María a Juan y de Juan a María, directa y literalmente señalada por las palabras del Señor, debiera por sí misma significar la maternidad espiritual que nos da por hijos, según la gracia, a la Madre de Dios).
     Esto importa poco, porque, ante todo, lo que buscamos es un sentido real, cualquiera que sea, y no una pura acomodación.
     Tampoco se diga: según Jorge de Nicomedia, es a los Apóstoles solamente, y no a todos los cristianos, a quienes Cristo dió por madre a su Madre. El texto citado por nosotros habla no sólo de los Apóstoles, sino de todos los discípulos. Ahora bien; quien dice todos los discípulos, dice tanto los fieles que entonces vivían como los de los siglos venideros, y, por consiguiente, Jorge trata, en verdad, de una maternidad de gracia. Respecto al comentario de Orígenes, confesamos, si se quiere, que le falta claridad; pero, si algo se deduce de él, es que por el testamento de Cristo todo discípulo de Cristo es Cristo e hijo de María: lo que basta para la cuestión presente.
     En cuanto al axioma que nos oponen diciendo que tanto vale la autoridad cuanto valen las razones en que se apoyan los testimonios, no es admisible ni aplicable en esta materia. Unas son, en efecto, las materias que tocan puramente a la ciencia humana, y otras las que son del dominio de la fe. Allí sí, lo concedemos, la autoridad del testimonio, para ser sólida, debe apoyarse en razones sólidas. Pero cuando se trata, por el contrario, de cosas de fe, los testimonios pueden tener por sí mismos fuerza demostrativa. ¿Hemos medido nuestro asentimiento por las razones que traen los Padres, cuando comprobamos el unánime acuerdo de éstos en la interpretación de un texto que pertenece a la doctrina de la fe? Nadie dirá que el texto evangélico en el que Jesucristo da a San Juan a María por Madre, es extraño a este último orden de verdades. Por tanto, aun cuando las razones estén lejos de merecer desdeñarse, como dentro de poco tendremos ocasión de evidenciarlo, puede suceder que nuestro asentimiento no dependa únicamente de ellas. ¿Qué hace falta para que esto sea así? Que los testimonios alegados aparezcan como expresión no dudosa del sentido católico. Ahora bien; es tal la universalidad de ellos, tal la constancia, que parece imposible el desconocer que, en efecto, son manifestación del sentir católico.
     No callaremos una última reflexión, que nos ha parecido de gran peso. Casi todos los autores que, desde hace varios siglos, han escrito sobre la bienaventurada Madre de Dios, en nada han tenido tanto empeño como en mostrar la proclamación auténtica de su maternidad de gracia realmente consignada en el testamento de Jesucristo agonizante. La piedad de los cristianos, respondiendo al pensamiento de los maestros de la doctrina, está impregnada de la misma convicción. No hay uno solo, entre los simples fieles de Cristo, que no guste de refugiarse a los pies de la Cruz y no escuche con emoción esas divinas palabras: "He aquí tu Madre", como dichas a él mismo, de igual modo que al discípulo amado del Salvador. Nada contribuye tanto como esta dulcísima persuasión para alimentar y hacer crecer en su alma el respeto, el amor, la confianza y la veneración más filial hacia María.
     Seguramente que Nuestro Señor, al decirlas, preveía la influencia que tendrían algún día sus palabras, entendidas según el significado comúnmente admitido. ¿Por qué, pues, sabiendo cuánto honraría a su Madre este sentido, y cuánto contribuiría a la utilidad espiritual de los cristianos, no tuvo intención de expresarlo El mismo, cuando los términos empleados por El se prestaban a ello, por otra parte, sin violencia alguna? ¿No hubiera sido esto mostrar, en cierto modo, menos celo de manifestar esos lazos de amor, formados entre su Madre y nosotros por la virtud de su sangre divina, que los mismos hombres, puesto que nos hubiera dejado la tarea de prestar en nuestro amoroso deseo a sus palabras un significado que El mismo no les había dado? Esto es lo que no podemos creer, y he aquí otra razón más para que no podamos contentarnos con un sentido puramente acomodaticio. 

     II. Después de haber invocado la autoridad de los testimonios, volvamos a tomar el texto evangélico y mostremos, por todo su contenido y por la escena en que se encuadra, que tiene verdaderamente en sí mismo todo el alcance que le da nuestra interpretación.
     Cristo, en el Calvario y sobre la Cruz, está en el acto más solemne de su misión de Salvador. Es el Pontífice Supremo consumando el gran sacrificio esperado desde el principio del mundo, en donde El mismo es, a la vez, la Víctima que se ofrece y el Sacerdote que ofrece. Por consiguiente, todo lo que hace, todo lo que sufre y todo lo que dice tiene relación con este acto, al cual se entrega enteramente, y debe, por consiguiente, tener un alcance general, como el mismo sacrificio.
     Si dice a Dios: "Perdónales, Padre mío, porque no saben lo que hacen" (S. Luc., XXIII, 34), su oración no es solamente por los verdugos que lo han crucificado y por la muchedumbre que lo insulta; va más lejos, extendiéndose a todos aquellos que, por sus crímenes, han tenido parte en su muerte, es decir, a todos los pecadores. Si dice al ladrón penitente: "Hoy estarás conmigo en el Paraíso" (Idem, ibid., 43), hace la misma promesa a todos los criminales arrepentidos y purificados por la participación de sus sufrimientos, y cada uno de ellos tiene derecho a valerse de esa promesa, lo mismo que el Buen Ladrón. Cuando se queja a su Padre del abandono en que le deja, no creáis que habla de El sólo y por El sólo: tiene delante de los ojos tantas persecuciones que, por permisión divina, se levantarán contra la Iglesia, su Cuerpo místico; y aquella queja lastimera la exhala por ella tanto como por Sí mismo. Cuando entrega su alma en manos de su Padre (S. Luc., XXIII, 40), igualmente con su alma, todas las almas de los justos, hijos de Dios, se las encomienda para la hora de su muerte.
     Añadid a esto el título de la Cruz, que, según el designio de Dios, nos dice la realeza del Salvador; su muerte y su resurrección, que simbolizan nuestra muerte al pecado y nuestra vuelta a la vida de la gracia y de la gloria; la sangre y el agua que, brotando de su costado entreabierto, significan el nacimiento de la Iglesia, Esposa de Cristo, y los Sacramentos de la Nueva Alianza.
     ¿Qué conclusión sacamos de todo esto? Que las palabras dirigidas primero, a María, y después, a Juan, deben entrar en esa regla. Mostradnos, en lo que el Señor ha hecho solemnemente o dicho en el Calvario, una acción, una sola palabra que no tenga este alcance general, y entonces os concederemos que las palabras de nuestro texto no van más allá del interés privado de María, y que es un abuso el darles una explicación universal. ¡Cómo! Los Padres y los intérpretes de los Libros Santos encontrarían una significación de esa clase en las otras palabras de Jesús y María que leemos en el Evangelio, como: "¿Por qué me buscabais? ¿No sabéis que debo estar en los negocios de mi Padre? Mujer, ¿qué nos va ni a Ti ni a Mí?" Y cuando se trata de las últimas palabras de esas palabras supremas: Novissima verba, pronunciadas en aquel momento que fué su hora, ¿Cristo no hubiera tenido, al dirigirlas, más que un interés particular por objeto? ¿Es esto creíble?
     No lo negamos: quería el Señor darse un suplente en la persona de su discípulo, y tuvo presente la significación primera al hablar. Pero lo que sería extraño del todo, vistas las circunstancias, es que las mismas palabras no tuviesen un sentido más extenso y más profundo. Si Nuestro Señor no hubiera tenido otro designio, al pronunciarlas, que el de confiar San Juan a María y María a San Juan, ¿por qué esperar hasta este último instante? ¿No hubiera podido hacerlo antes de entregarse a sus perseguidores? ¿Acaso un sacerdote se ocupará de proveer a los intereses temporales de su madre al celebrar el acto más sagrado de los santos misterios, si la muerte, que sabe le espera al terminar, no ha sido un caso imprevisto, que viene a sorprenderle?
     Suponed, por el contrario, que Cristo refiera esta acción, como todas las demás, a su actual oficio de Víctima, de Pontífice, de Redentor y de Salvador: todo queda explicado. Nada vemos ya que disuene del conjunto de todo el drama evangélico.
     "Considerando —dice Bossuet— que no parece que el Hijo de Dios, cuyas palabras y acciones son todas misteriosas, no haya considerado a San Juan, en una ocasión tan solemne, sino como a un hombre particular, hemos inferido, y creo que con mucha razón, que él recibió la palabra que se dirigía a todos nosotros; que en nombre nuestro tomó posesión de María, y que, por consiguiente, ésta allí propiamente quedó convertida en Madre" (
2° Sermón para el Viernes de la Semana de Pasión, sobre la Compasión de la Santísima Virgen, 2° punto).
     Presentemos bajo otro aspecto estos pensamientos. Notemos que Jesucristo ha promulgado desde la Cruz todos los otros efectos de su Pasión, sea con palabras expresas, sea por medio de símbolos: su realeza, el perdón de los pecados, el cielo abierto, Dios recibiendo con misericordia a los culpables, la muerte del Señor, el nacimiento de la Iglesia y la virtud de los más augustos sacramentos; en fin, la infinita caridad de su Corazón para con los hombres. Y, ¿qué hay en esto de asombroso? Si sellaba con su sangre el Testamento de la Nueva Alianza, ¿no era también la hora de exponer auténticamente su contenido?
. Y la maternidad de María, la gracia de las gracias para nosotros, es decir, la maternidad que le da de nuevo a Jesús por Hijo en la persona de sus miembros, ¿podía ella sola pasar en silencio, cuando todo lo demás estaba tan claramente manifestado?

     III. Y al mismo punto nos conduce la consideración de los términos consignados en el Evangelio. Se ha preguntado por qué Jesucristo, hablando a María, le da el nombre de mujer, en vez de madre. "Mujer, aún no es llegada mi hora" (Joan., II, 4); "Mujer, he aquí tu hijo". Nos apresuramos a refutar a los que ven en esta expresión un no sé qué de duro y despectivo para Nuestra Señora, como si el Autor de la ley que manda al hombre honrar a sus padres pudiera enseñarnos con su ejemplo a desestimarlos. Otros, por el contrario, ven en el empleo de este término una atención de infinita delicadeza por parte de Jesús y María, porque darle en aquel momento el nombre de madre hubiera sido redoblar sus angustias; pero nosotros no podemos reconocer en este motivo el móvil principal que hace hablar así a nuestro divino Salvador. El nombre de mujer no podía quitar a María su corazón de Madre, ni podía hacerle olvidar que Aquel que estaba colgado de la Cruz era el fruto de sus entrañas. Por otra parte, no entraba en los designios de Dios que los sufrimientos de la Madre fuesen aminorados, como tampoco consolados los del Hijo. Era para los dos la hora de la soberana expiación.
     ¿Diremos, con otros, que Jesús da a María el nombre de mujer por consecuencia del mismo designio por el cual El mismo se llamó Hijo del hombre y se hizo presentar al pueblo por Pilato, coronado de espinas, con el cetro en la mano, bajo este título: Ecce homo. He aquí al hombre? Nada hay en esta interpretación que no convenga a la Mujer fuerte, la Reina de los Mártires, y no contradiremos a los que así piensan. ¡Sí! He aquí en María a la mujer por excelencia, como Cristo, su Hijo, es el hombre ideal, el hombre perfecto (
Cf. Gerson., Serm. I de Dom. I. Epiphan).
     Sin embargo, estamos en el derecho, según parece, de hallar al empleo de la palabra mujer, sobre todo en las circunstancias presentes, una razón más profunda. Para darse cuenta de ella hay que remontarse hasta la primera palabra de salud que siguió a la sentencia de nuestra condenación: "Pondré enemistades entre ti y la mujer, entre su descendencia y la tuya; ella te aplastará la cabeza, y tú intentarás morderla en el talón" (
Gen., III-15).
     Ante todo, en el Calvario es donde esta promesa tuvo su pleno cumplimiento, cuando Cristo "borró la cédula del decreto de condenación lanzado contra nosotros y lo abolió fijándolo en la Cruz; cuando, despojando a los principados y potestades y arrastrándolos victoriosamente cautivos, triunfó públicamente de ellos en El mismo" (
Col., II, 14, 15).
     Ahora bien; según la profecía, las enemistades que debían quedar satisfechas por este triunfo, concernían tanto a la mujer como a la posteridad de la mujer. Por consiguiente, para que el misterio de la reparación se consumase, como se había consumado la caída, hacía falta, según lo hemos ya demostrado, que la mujer reapareciese en esta hora de triunfo, que participase del sacrificio expiatorio de su descendencia y fuese de este modo la nueva Eva cerca del nuevo Adán.
     Pero, además, hay que notar que Adán llamó a la mujer Eva o madre de los vivientes inmediatamente después de la sentencia divina y de la profecía de la liberación, y antes de haberla conocido: "Y Adán llamó a la mujer Eva, porque debía ser madre de todos los vivientes..." "Y Adán conoció a Eva, su esposa, y ella concibió y parió a Caín" (
Gen., III, 20; IV, 1).
     La mujer es llamada la madre de los vivientes, y en figura de María —dicen los Santos Padres— recibió este nombre. Por consiguiente, cuando Jesucristo dijo: "Mujer, he aquí tu hijo", es natural el ver en estas palabras y en el hecho que demuestran, una misteriosa alusión a la profecía de los primeros días de la Humanidad, tanto más natural cuanto que el Evangelio añade inmediatamente después: "Jesús, sabiendo que todo estaba cumplido, para que se cumpliese la Escritura, dijo: Tengo sed" (
Joan., XIX, 28).
     De manera que este nombre de mujer parece estar allí para recordarnos la mujer enemiga de la serpiente, la mujer de quien Eva, madre de los vivientes, es la figura; y, por consiguiente, es una confirmación de la maternidad universal de María.
 
     Y ved cómo, según estas ideas, el nombre de mujer corresponde al título de Hijo del Hombre y de Hombre: Ecce homo. Porque la profecía del Protoevangelio, que se cumple principalmente en el Calvario, decía que la serpiente sería aplastada, no por el mismo poder divino, sino por la raza que ella había vencido, y esto para su eterna confusión. Los nombres por los cuales son entonces providencialmente designados el Hijo y la Madre — Hijo del Hombre. Hombre, Mujer—, ¿podrían estar mejor escogidos para expresar el gran misterio del desquite divino y mostrarnos su cumplimiento?
    Por lo demás, estas reflexiones que tan naturalmente se desprenden del texto, no son de nuestra invención. Un ilustre orador de nuestro siglo, el P. Joaquín Ventura, las ha desarrollado con felicísimas expresiones (Joach. Ventura, La Madre de Dios, madre de los hombres, p., c. 6). El mismo pudo tomarlas de nuestros comunes antecesores.
     Podríamos citar, en los tiempos más cercanos a nosotros, el comentario de Andrés Mastai-Ferreti sobre los Evangelios (
Los Evangelistas unidos, traducidos y comentados por A. Mastai-Forretti, 1. XIX, & 16); El Evangelio meditado, del P. Girardeau (revisado y publicado por el abate Duquesne, 336 medit., 2° p.. I, VIII, pp. 196, 197. París, 1829); Rivadeneira, en su Vida de Nuestro Señor; Bossuet y otros muchos entre aquellos de los cuales ya hemos traído los testimonios.
     Pero propongamos esta explicación, dada por un autor más antiguo, no sea que parezcan los otros demasiado recientes. Hablamos de Alberto Magno, y ved aquí textualmente lo que escribe: "Por razón de la fecundidad espiritual que, en el orden de la gracia, consagraba a la Virgen Santísima Madre de todo el género humano, cuando, con inenarrables angustias, nos engendró por su Hijo a la vida de la eternidad, recibió esta Señora entonces, con justicia, el nombre de Mujer" (
super Missus est, q. 29, § 3. Opp., t. XX, p. 31).
     Suárez indica igualmente el mismo significado, como uno de los que mejor responden al oficio de María: "De igual modo que Cristo se llamaba el Hijo del Hombre, así daba El a la Virgen su Madre el nombre de Mujer, a fin de presentarla como la mujer por la cual debía ser reparado el mal causado por la mujer primera" (
De mysterii vitae Christi, D. VII, sect. I. § Dices, quid igitur, etc.). Así, no vacila en decir, con Ruperto, que la Virgen al pie de la Cruz conviértese en Madre de todos los cristianos, engendrados por Ella a costa de inmensos dolores (Idem, ibid., D. XXII, sect. 3).
     ¿Nos atreveremos a decirlo? Aun cuando hagamos abstracción de toda relación con la antigua promesa, el nombre de mujer vendría mejor que el de madre al oficio que la Reina de los Mártires ejercía al pie de la Cruz.
     Si el Señor hubiera dicho: "Madre mía", no hubiera recordado sino la maternidad que le hacía a El mismo Hijo de María. El nombre de mujer, por el contrario, tiene un no sé qué que hace pensar en el alumbramiento. Llamando mujer a María, en este momento solemne, y como por un designio premeditado, Cristo nos lleva a comprender y creer que está en su oficio de mujer, en el acto de una nueva maternidad.
 

     Un teólogo de la Orden de Santo Domingo ha desarrollado extensamente el mismo pensamiento. Después de haber afirmado que la promulgación de la maternidad de gracia está expresamente contenida en las palabras de Nuestro Señor, se pregunta: "¿Por qué Cristo da a María el nombre de mujer, en vez de llamarla madre? ¿Fué para no excitar contra ella a los judíos y escribas presentes nlrededor de su cruz? ¿Fué para enseñarnos, al acercarse la muerte y la gloria, a despojarnos de sentimientos humanos y de los afectas demasiado naturales que nos unen a nuestros padres? ¿Fué para animar a la Virgen a llevar con un corazón valiente todas las angustias de aquella hora y ponerle, con este fin, ante la vista del alma a la mujer fuerte de los Proverbios? (XXXI, 1). ¿Sería, tal vez, por no aumentar hasta lo infinito su dolor, dándole el dulce nombre de madre? Muy más bella y devota es la solución dada por Ludovico Blosio. Es —dice este autor— como si Jesús hubiera dicho a María: "Mujer, no sólo mi madre, sino universalmente mujer, por razón de tu inmensa fecundidad, puesto que te he hecho madre de muchas naciones. Por consiguiente. Mujer, he aquí tu hijo. Este Juan (cuyo nombre significa gracia) lo tendrás por hijo, y desde ahora te concedo este privilegio de ser, en recompensa de los méritos de tu inefable aflicción, la madre de la eterna gracia. ¡No!; jamás se secará en tu seno la leche de la gracia, alimento y bebida de todo el que lo pida con sus devotas, oraciones. Por esto, mujer fecundísima, he aquí tu hijo. No llores como una madre desamparada y sin hijos. Alégrate, más bien: gracias a los dolores que ahora sufres, darás a luz innumerables hijos, y serás Madre de todos aquellos que por mi gracia creerán en Mí. A todos darás abrigo en tu seno de bondad maternal como a hijos: los protegerás y los alimentarás con la leche de la gracia sobre tu pecho virginal; los verás acudir a Ti y decirte: "Muestra que eres nuestra Madre." Por consiguiente, mujer, he aquí no ya tu único hijo, sino tus hijos. Olvida tu dolor: que sea esto tu consuelo, tu alivio y tu fortaleza en medio de tus mortales amarguras" (Paciuchelli, in Virginem Deiparam. Excitatío 21 in psalm. LXXXVI. n. 8, pp. 70, sq. Venetiis, 1660). 
     Quizá esta última consideración parezca demasiado sutil y rebuscada. Sin embargo, la hemos leído en varios autores graves y piadosos. Y, en este caso, hay otra consideración que no admite el mismo reproche: son los calificativos empleados por el Evangelio para designar a San Juan: "Jesús, viendo a su Madre, y cerca de Ella al discípulo que amaba" (S. Joan., XIX, 26). ¿Cómo, en efecto, fué dado Juan por hijo a María? Como discípulo de Jesús, como el discípulo amado de Jesús. Seguramente no es ésta la primera vez que el hijo del Zebedeo se nombra con este título. Lo había tomado ya en su Evangelio, y más adelante lo veremos adornarse con él (S. Joan., XIII, 23; XX, 2; XXI, 7, 20). Y, sin embargo, ¡cómo se aviene el título de discípulo amado, o, mejor dicho, cómo la presencia del discípulo amado, ido allí para recibir a la Madre de Jesús en calidad de Madre suya, y esto con preferencia a cualquier otro; cómo, repetimos, se aviene y con qué propiedad, con la proclamación de la maternidad espiritual de María! Si Cristo la da como Madre a su discípulo, al discípulo amado de su Corazón, es porque la da por amor; es porque si somos, por destino al menos, discípulos, y discípulos amados de Jesús, podemos aspirar a decir a María: "Madre mía"; es, en fin, porque somos cada uno de nosotros hijos de María en igual proporción que discípulos fieles y dignos de ser amados de su Unigénito.
     Por último, para no omitir nada, consideremos que el Señor no dijo; "Te lo doy por hijo; te la entrego por madre"; sino únicamente: "He aquí tu Madre"; "He aquí tu hijo". Suponed un instante que Jesús, moribundo, trata solamente de buscar un apoyo a su Madre y recompensar al más querido y más fiel discípulo; entonces, la primera fórmula sería preferible a la segunda. Pero es esta última la que expresa más dichosa y fijamente la idea de una maternidad de gracia, y de una maternidad que se extiende a todos aquellos de los cuales era Juan el representante y li figura. En efecto; mientras que la primera manera de expresarse que decimos dejaría entender una sencilla donación hecha por Jesús, de María a Juan y de Juan a María, sin razón profunda sacada de los hechos misteriosos que se desarrollan en el Calvario, la segunda se relaciona estrechamente con todo lo que se realiza sobre la Cruz y al pie de la Cruz. En aquel momento —ya lo hemos probado— María, por su cooperación amorosa a la Pasión del Salvador, engendra y da a luz a los hombres a la vida de la gracia. Por consiguiente, nada más natural que leer en las palabras de Cristo el anuncio de esta maternidad toda espiritual, y nada más propio para demostrar esta afirmación que las palabras del Señor: "He aquí tu hijo; he aquí tu madre." Es como si dijese Jesús: "Mujer, acabas de dar a luz, y he aquí, delante de Ti, el hijo a quien has dado a la vida. Y tú, amado discípulo mío, mira a la que coopera a tu nacimiento según la gracia." Ahora bien; una vez admitido que Nuestro Señor haya hablado de la maternidad de gracia, claramente debemos ver a todos los otros hijos de María en el discípulo amado, y la significación no puede ya restringirse a Juan solamente, como si fuese el único amado de Cristo, el único hijo de María en el orden sobrenatural.
     Así, pues, todo concurre a confirmar la interpretación común y tradicional: el tiempo, las circunstancias en que esta declaración testamentaria de Jesús fué promulgada, las funciones de Sacerdote y de Redentor de los hombres que el Hijo de Dios desempeñaba entonces, la cooperación de la Virgen Santísima al misterio de la salvación, y las expresiones mismas de las cuales se sirvió Cristo para manifestar su última voluntad. Sería, por consiguiente, muy duro de creer el que la rechazase o la pusiese en duda. Tanto más, cuanto que las razones mismas que hacen infinitamente conveniente en aquella hora la promulgación de la maternidad espiritual de María van a dar un aumento de certidumbre a los argumentos que preceden.
     Esto es lo que nos resta que probar en el capítulo siguiente.

J. B. Terrien S. J.
LA MADRE DE DIOS Y MADRE DE LOS HOMBRES

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