Vistas de página en total

jueves, 13 de diciembre de 2012

Universalidad de los testimonios que prueban la realidad de la promulgación de la Maternidad de la gracia

     I. María es nuestra Madre, y nosotros somos sus hijos según el espíritu. Esto es lo que se desprende claramente de las verdades que hemos meditado; es decir, de la parte que tuvo María en la Redención del mundo, ya dándonos al Salvador, ya entregándole a la muerte por nosotros en unión con el Padre.
   Ahora bien: lo que nosotros creemos, Cristo ha querido proclamarlo Él mismo, en términos expresos, antes de entregar el alma a su Padre. Nos figuramos ver a nuestro Salvador clavado en la Cruz. Su divina Madre está junto a Él, de pie, silenciosa, fija la mirada en su Hijo, cubierto de heridas y de sangre, destrozado de dolor el corazón, pero firme e inmóvil, como convenía al oficio que desempeñaba en un misterio tan grande. De pronto, Jesús rompe el prolongado silencio de oración que había guardado hasta entonces. Dirigiendo una mirada de ternura infinita a María, primero, y después al discípulo amado, "dijo a su Madre: "Mujer, he ahí tu Hijo"; y después al discípulo: "He aquí tu Madre." Y —prosigue el Evangelista— desde aquella hora la tomó el discípulo como suya" (
Joan., XIX, 25-27).
     Nada más sencillo, en apariencia, ni más natural que esta escena. Cristo ve que ha llegado para Él el momento de dejar, con la vida, a su Madre. Desde entonces se quedará sola y desamaparada sobre la tierra. Su fiel y santo esposo, San José, ya no está allí para recogerla y consolarla; hace tiempo que dejó este mundo. ¿No era justo que el Salvador, en aquel momento supremo, se ocupase del porvenir de su Madre y le diese otro hijo que quisiese ocupar su lugar de afecto y abnegación junto a ella? Los Padres y los Santos, en sus Comentarios sobre este pasaje del Evangelio, están de acuerdo en proclamar a Cristo como un modelo de piedad filial, que enseña este divino Maestro a los fieles, sus discípulos, desde lo alto de la cátedra de la Cruz
(S. August., Tract. 119 in Joan., n. 2. P. L., XXXV, 1950).
     Por qué escogió a Juan, con preferencia a cualquiera otro, para este cargo tan dulce y tan glorioso, no es difícil comprenderlo. Juan era el discípulo amado; aquél que, recostándose en la Cena sobre el pecho de Cristo, había bebido con más abundancia de su Corazón, fuente del amor verdadero; Juan era virgen, como Jesús y como su Madre; único entre todos los apóstoles que habían seguido a su Maestro hasta el Calvario, acompañando a María; son estos otros tantos títulos especiales para recibir el sagrado depósito que Cristo le quería confiar.
     He aquí, en verdad, una explicación bien clara y bien cierta de las palabras del Salvador moribundo. Parece que debería excluirse toda otra interpretación: tan manifiesta es y tanto responde, por todos estilos, a las circunstancias. Y, sin embargo, hay una segunda interpretación, no exclusiva, sino que se añade a la primera y con ella se coordinan; más amplia, más profunda y, digámoslo ya, más consoladora y más ventajosa para nosotros. Cristo, dando a María por Madre a Juan, y a Juan por hijo a María, hace por nosotros todo lo que hace por el discípulo amado. A nosotros, cristianos, nos habla dirigiéndose a Juan; a nosotros también nos echa en los brazos y sobre el corazón de María para que sea nuestra Madre y nosotros seamos sus hijos según la gracia.
    La interpretación que acabamos de enunciar, ¿es legítima y Cristo pensaba en ella realmente cuando pronunció aquellas memorables palabras? O bien, ¿hay que ver solamente en la aplicación que se hace a todos los fieles una edificantísima, pero sólo una simple acomodación?.
     El sentido acomodaticio de un pasaje de las Santas Escrituras no es aquel que Dios mismo daba a sus palabras. Es un sentido venido de fuera, prestado por el hombre al texto inspirado de Dios. La acomodación puede tener lugar de dos maneras. A veces lo que la Escritura enuncia como una cosa determinada, se encuentra en cierto grado en otra cosa que el escritor sagrado no tenía intención de expresar. Si gracias a la analogía que permite a las palabras empleadas por la Escritura significar con alguna verdad este otro objeto os servís de ellas para representarlo, tendréis la primera especie del sentido acomodaticio. Otras veces los objetos significados no tendrán ninguna relación de semejanza, y el fundamento de la nueva aplicación será sencillamente la capacidad que tienen las palabras, empleadas por la Escritura, de poder expresar una y otra idea, la de Dios y la del hombre; tendréis entonces una acomodación de la segunda especie. Procuremos expresar todo esto con más claridad por medio de ejemplos. La Iglesia, en los Laudes del Oficio de los Confesores, aplica a tal o cual santo la alabanza que el Eclesiástico hizo de Noé: "Ha sido hallado justo y perfecto; y en el tiempo de la ira ha sido la reconciliación de los hombres" (Eccli. XLIV, 17). Seguramente el escritor sagrado no tenía intención de exaltar al santo al cual la Liturgia aplica su texto, pero la semejanza de las virtudes y de los méritos hace que lo que él escribía del Patriarca se pueda decir también del justo cuya fiesta celebra la Iglesia. Aquí tenéis un ejemplo de la primera clase de acomodación, tan frecuentemente usada por los Padres y en la Liturgia de la Iglesia, sobre todo cuando aplica a la Virgen María las magníficas descripciones de la Sabiduría Eterna, contenidas ya en los Proverbios, ya en el Libro de la Sabiduría, ya en el Eclesiástico. Tomad ahora el texto en que el Profeta dice a Dios: "Con el santo, santo serás; inocente, con el inocente...: perverso, con el perverso" (Psalm., XVII. 26-27). Esto quiere decir únicamente que la conducta de Dios con los hombres se modifica según los méritos y deméritos de ellos. Cuando, por consiguiente, los predicadores se valen de estas mismas palabras para exhortar a los fieles a procurar la compañía de los hombres virtuosos y a huir la de las personas entregadas al vicio, porque se hace cada cual a semejanza de las compañías que frecuenta, éste es segundo género de acomodación; porque el único motivo de prestar a las palabras ese nuevo sentido es que, en rigor, pueden expresarlo, aunque la idea no tenga relación con la del texto escriturario. Lo que pretendemos demostrar es que las palabras de Cristo en la Cruz no entran ni en uno ni en otro de esos dos géneros de acomodación: porque el sentido que les atribuímos era realmente dado y querido por Nuestro Señor cuando las pronunció.

     La primera afirmación nos parece indudable, y traemos para ello dos pruebas: una fundada sobre la autoridad de los testimonios; otra establecida sobre la consideración de las circunstancias en que fueron pronunciadas esas divinas palabras y de la manera en que están concebidas. Esto será la materia de este capítulo y del siguiente.
     Comencemos por los testimonios.

     II. Si hay alguna dificultad en desarrollar esta primera prueba, no es seguramente por el embarazo de encontrar testigos. Son numerosísimos, forman legión. Un teólogo, en un opúsculo recientemente publicado sobre esta interesante materia, ha recogido fácilmente una gran cosecha de testimonios (El P. Enrique Legnani, S. J.).     Registrando las bibliotecas sería todavía fácil hallar otros muchos. Nosotros hemos hallado por docenas testigos que él no había citado, y, sin duda, nuevas requisas prolongarían la lista indefinidamente.
     En todo caso, no pretendemos apoyarnos aquí sino en los testimonios cuya exactitud hemos verificado nosotros mismos, y éstos llegan, por lo menos, a ciento. Además, acudiremos únicamente, o casi únicamente, a los que tengan alguna importancia, dejando a un lado esas mil publicaciones piadosas repartidas con profusión entre los fieles, como son, por ejemplo, los libros del mes de María; no porque deje de tener valor el acuerdo unánime de esas obritas, puesto que representa el sentir común de los cristianos en la actualidad, sino porque son conocidas de todos. Ahora bien: en la interpretación que asigna por verdadero sentido a las palabras de Cristo la promulgación de la maternidad de gracia y de nuestra filiación espiritual se pueden distinguir dos fases. La una data del siglo XII; la otra se remonta desde ese siglo a las primeras edades del Cristianismo.
     Nos ceñiremos, primero, a la fase más cercana a nosotros: es incomparablemente la que más abundantes afirmaciones contiene en favor de nuestra interpretación. Pero esta abundancia misma es tal, que nos ha forzado a renunciar al designio que habíamos formado al comenzar este estudio; queremos decir al proyecto de presentar los testimonios, uno después de otro, para que el lector pudiese apreciar por sí mismo el número y la fuerza de ellos. Sería un trabajo fastidioso é inacabable. De aquí la necesidad de agruparlos en ciertas categorías generales y de no tomar de cada una de ellas sino algunos testigos.

     Nombraremos cada vez en las notas los autores principales, reservando una lista más detallada para el fin del capítulo. Y de nuevo lo repetimos, no citaremos autor alguno cuyas palabras no hayamos verificado con nuestros mismos ojos: lo que no quiere decir tampoco que los textos citados por otros nos parezcan dudosos o falsos. 

     Comenzamos por los primeros en dignidad y autoridad. Estos son los soberanos Pontífices, que en los actos públicos de su ministerio apostólico se han apropiado la interpretación que aquí deseamos poner en evidencia. Demos, ante todo, la palabra a León XIII. Su testimono es tan formal y tan claro, que vale, él solo, por muchos: "Lo que nos descubre claramente el misterio de la inmensa caridad de Cristo hacia nosotros, es —dice el gran Pontífice— que quiso en su muerte dejar su propia Madre a Juan, su discípulo, por este testamento para siempre memorable: "He aquí a tu hijo." Ahora bien: en la persona de Juan, según el constante sentir de la Iglesia, Cristo ha designado a todo el género humano, pero más especialmente a los que le están unidos por la fe" (Encycl. Adjutricem populi christiam 5 sept. 1895).
     Y no es una vez sola cuando la piedad de León XIII hacia la Virgen ha dado esta explicación a las palabras de Jesús moribundo. No se cansa de recordarlo en sus otras Encíclicas sobre el Rosario. Citemos un ejemplo más: "En la última hora de su vida pública, cuando otorgaba el testamento de la Nueva Alianza y lo sellaba con su sangre divina, Jesús confió su Madre al discípulo amado con estas dulcísimas palabras: "He aquí a tu Madre." Nos, pues, que, aunque indignísimos, somos el Vicario y el representante de Cristo, Hijo de Dios, no cesaremos nunca de alabar a esta Madre tan poderosa, mientras tengamos un aliento de vida. Y porque el peso de los años, que cada día más nos agrava, nos hace sentir que nuestra vida no puede ser ya muy larga, no podemos dejar de repetir a nuestros hijos en Cristo las últimas palabras que este Señor dejó caer desde lo alto de la Cruz, como su testamento: "He aquí a vuestra Madre" (
Leo XIII, Encycl. Augustissimae 12 sept. 1897).     Véase también la oración que recomendaba a los católicos ingleses para obtener la conversión de su patria: "Intercede por nosotros, tus hijos: por nosotros, a quienes recibiste y aceptaste por tales al pie de la Cruz." Ep. Apostol., Amantisaimae (14 abril 1895).


      Por ahora, sólo una reflexión haremos sobre esos textos. León XIII afirma que la interpretación dada por él al testamento de Cristo Jesús fué siempre sentir de la Iglesia: quod perpetuo sensit Ecclesia. Ya veremos hasta dónde los documentos explícitos nos permiten seguir este pensamiento de la Santa Iglesia. Donde falte la letra para verificar la afirmación del Pontífice hallaremos, o, mejor dicho, ya hemos hallado el espíritu. En efecto; los Padres, desde el principio, nos han mostrado a María como la nueva Eva, la Madre de los vivientes, por voluntad del Hijo de Dios, su Hijo; lo que manifiestamente quiere decir por boca de ellos: He aquí a vuestra Madre.
     León XIII no es el primer Papa que confirma con su voto la significación tan generalmente atribuida en la Iglesia a las palabras del Salvador agonizante. Conocida es la célebre Bula, la llamada Bula de Oro, en la que Benedicto XIV ha, no solamente confirmado, sino amplificado liberalmente los privilegios concedidos por sus predecesores a las Congregaciones de la Virgen Santísima, y con especialidad a la llamada Prima Primaria, madre y centro de todas las otras.
     Ahora bien: he aquí en qué términos recomienda en dicha Bula, por el ejemplo de la Iglesia misma, la devoción a María: "La Iglesia Católica, con la luz del Espíritu Santo, su Maestro, ha hecho siempre profesión del culto más filial y del amor más ardiente a la bienaventurada Virgen María, viendo en ella a una Madre amantísima, una Madre que le fué legada por las últimas palabras de su Esposo agonizante: Matrem extrema sui Sponsi morientis voce sibi relictam". (
Benedict. XIV, Bulla Gloriosae Dominae 27 sept. 1748).
     Añadamos también la atestación de Pío VIII: "Ninguno —escribe este Papa—, entre los que se han refugiado en María, llenos de confianza en Ella, ha dejado de sentir su protección eficacísima. Porque esta Virgen es nuestra Madre, la Madre de piedad y de gracia, la Madre de misericordia a quien Jesucristo, muriendo sobre la Cruz, nos ha entregado, a fin de que intercediese por nosotros ante el Hijo, como el Hijo intercede ante el Padre".
(Pius VIII, Bulla Praesentisimum, cuyo objeto era extender a los cofrades de las Congregaciones de Nuestra Señora de los Dolores. en Madrid..., las indulgencias y privilegios concedidos a la Tercera Orden de Servitas. Bula renovada por Gregorio XVI, con la misma afirmación de la suprema recomendación, hecha en favor nuestro a María por Jesús Crucificado).


     Después de los Papas, he aquí los Santos. Escogeremos especialmente tres o cuatro, que unen a la más eminente santidad una ciencia teológica no menos notable. Santo Tomás de Villanueva, exponiendo este pasaje del Evangelio: "Les ha dado el poder de ser hechos hijos de Dios" (Joan., I, 12). "¿De dónde viene —dice— esta nueva generación? El Verbo se ha hecho carne; ha dado gracia por gracia (Joan., I. 18); tal es su origen. Y a esto se refiere lo que fué dicho a San Juan: He aquí tu Madre. De igual modo, en efecto, que por la gracia de Cristo hemos sido hechos hijos adoptivos del Padre, así Cristo nos ha hecho hijos de su Madre, en cuanto que por Ella recibimos toda gracia. ¿No es Ella la que halló el tesoro de la gracia por la cual hemos sido regenerados? Y Juan fué el primogénito en esta generación adoptiva de la divina Madre".
     "Tú, cristiano —dice San Antonino de Florencia—; tú, que crees en la bienaventurada Virgen Madre de Dios hecho hombre, y que conforme a esta fe caminas en la justicia, he aquí a tu Madre. El Emperador del Cielo, Jesucristo Nuestro Señor, sentado en el trono ile la Cruz, por esta palabra salida de sus labios divinos, dió por Madre a Juan la Virgen, su Madre, y por estas otras palabras: "He aquí a tu hijo", la misma Virgen recibió de Él a Juan como hijo adoptivo... Ahora bien: porque Juan significa el que está en gracia, todo el que es, no de nombre, sino de derecho, un nuevo Juan, porque lleva en su corazón la gracia justificante y santificante, recibe también por Madre a la Virgen María, de tal modo que se le puede decir: "He aquí a tu Madre".      
     El santo explica después por qué títulos es la Virgen María nuestra Madre. "La Madre de Dios —dice, citando a San Anselmo— ha venido a ser nuestra Madre: y, verdaderamente. Ella es para nosotros de todas maneras la mejor y la más perfecta de las madres. Hay la paternidad que da la vida, la paternidad de solicitud, la paternidad de edad, la paternidad de honor y de afecto; otros tantos títulos para María para ser llamada nuestra Madre. Primeramente, como Cristo sufriendo por nosotros en la Cruz, nos ha engendrado al ser espiritual de la gracia, este sér mil veces más precioso que el natural así la Virgen María nos ha engendrado con inmensos dolores, compadeciendo la Pasión de su Hijo... En segundo lugar, Ella es Madre por su solicitud más que maternal. Una mujer, ¿podrá olvidar a su hijo? ¿Podrá ser insensible con el fruto de sus entrañas? (Is., XLIX, 15). Es Dios quien habla por Isaías, como si dijese: No puede ser esto en modo alguno; tanto se afana una madre por procurar a su hijo el alimento y todas las cosas necesarias a su flaqueza.. . ¡Oh, cuál es para nosotros la solicitud de la bienaventurada Virgen Madre!... Tercero, Ella es Madre a título de ancianidad. Damos a los ancianos el nombre de padre y de madre. Y María, ¿no dice de Ella misma: Desde el principio, antes de los siglos. Dios me creó?... Cuarto, es Madre por la excelencia de su dignidad: porque los nombres de padre y de madre se emplean cuando se habla de personas constituidas en dignidad, sobre todo en la Iglesia... Quinto y último, vemos en el segundo libro de los macabeos a Razias, llamado padre de los judíos por el grande celo que tenía por el bien de su pueblo (II Macchab., XIV, 37). ¿Y ha habido jamás un santo o una santa que tan amorosamente se sacrifiquen por la salud y prosperidad espiritual y temporal del pueblo cristiano, como lo hace Nuestra Señora la Virgen María?".

     San Francisco de Sales es todavía más explícito. Júzguese por las palabras siguientes: "Jesús, mirando entonces con sus ojos llenos de compasión a su benditísima Madre, que estaba de pie junto a la Cruz, con el discípulo amado..., "Mujerdijo—, he aquí a tu hijo". ¡Oh, Dios mío, qué cambio! ¡Del Hijo al siervo, de Dios a la criatura! Sin embargo, Ella no rehusa, sabiendo bien que en la persona de Juan aceptaba por suyos a todos los hijos de la Cruz, y que sería de ellos Madre muy querida" (Serm. 19 entre los recogidos por las religiosas de la Visitación para el Viernes Santo (ed. de Annecy), t. IX, p. 276).
     Después del santo Obispo de Ginebra, oigamos, en fin, a San Alfonso Ligorio: "He aquí las últimas palabras con las cuales Cristo dijo adiós a su Madre en este mundo: "Mujer, he aquí tu hijo"; y le mostraba a San Juan, que le dejaba por hijo en su lugar. ¡Oh, Reina de los Dolores!, las recomendaciones de un Hijo moribundo y muy amado son demasiado estimadas para que puedan borrarse jamás del corazón de una Madre. Acuérdate, por consiguiente, que tu Hijo, que tanto te amó, me dió por hijo en la persona de Juan. En nombre del amor que tienes a Jesús, ten piedad de mí" (
Reloj de la Pasión, c. 7, n. 2)
     Y en otro lugar: "Si en aquel océano de amargura (en que fué anegada la Virgen en el Calvario), quiero decir en el Corazón de María, entró alguna gota de consuelo, fué con el pensamiento de que por medio de sus dolores nos preparaba la salud eterna, como Nuestro Señor mismo dijo un día a Santa Brígida: "Gracias a tu caridad, gracias a la parte que tomó en mi Pasión, María, mi Madre, se ha hecho para siempre Madre en el cielo y en la tierra" (
Hevelat., 1. VIII, c. 12).
     Tales fueron, en efecto, las últimas palabras de Jesús agonizante a María, y en estos términos se despidió de Ella: "Mujer, he aquí tu hijo", confiándonos a todos a su amor en la persona de San Juan" (
Glorias de María, 39 p. Refex. sobre los dolores de María. § V).
     Pasamos en silencio a San Lorenzo Justiniano (
De triumph. Christi agone, c. 18) y el hermoso, pero demasiado extenso, comentario de San Bernardino de Sena (De Passione Domini, feria 6 post. dominic. Olivarum, serm. 51, p. II, a. 1. c. 3. Opp., t. I, p. 286), para estudiar a los intérpretes de la Sagrada Escritura. Podemos, así lo creemos, dividirlos en dos clases. Unos comentan sencillamente el pasaje que nos ocupa, cuando llegan a este lugar de la Escritura; los otros lo hacen entrar en el cuadro de la vida de Cristo, cuya narración emprendieron. Por ambas partes, los votos en favor de nuestra interpretación no ofrecen más dificultad que la de escoger.
     "El Señor dice al discípulo: "He aquí a tu Madre. Amala, hónrala, ayúdala como a Madre; pero también en todas tus dificultades, en todas tus tentaciones, en las persecuciones, en las penas, recurre a Ella como a tu Madre..." hora bien: las palabras de Cristo no son, como las del hombre, puramente verbales y sin eficacia: son palabras de Dios, palabras reales, llenas de virtud, que producen lo que significan. Por consiguiente, imprimieron en el corazón de Juan un amor de hijo, un espíritu de niño hacia la Santísima Virgen... "He aquí a tu Madre, la Madre también de los apóstoles, tus colegas, y de todos los fieles, de los cuales eres tú aquí el representante." Por esta razón no hay fiel cristiano que no deba, con amor y confianza sin límites, refugiarse junto a Ella como en el seno de una madre" (
Cornelius a Lap., in Joan.. XIX, t. VIII, p. 887).
     Acabamos de leer a Cornelio Alápide. Podríamos citar, anteriores y posteriores a él, bastantes autores, acreditados intérpretes de las Sagradas Escrituras: Salmerón, por ejemplo; Silveira, Barradas, Bernardino de Picquigny, Noel Alejandro y otros. Todos dirían, con el Cardenal Toledo, desde Dionisio Cartujano (
Evang. Johan. enarratio, a. 46) hasta los más recientes, como Allioli: "Me parece, en verdad, que hay en las palabras del Señor un gran misterio. Por ellas nos ha confiado a todos universalmente a la solicitud y a la protección de la bienaventurada Virgen María; nos ha dado la confianza de recurrir a Ella en todas nuestras necesidades y peligros como a la más amada de las maestras y de las madres. Ella es para nosotros, después de Cristo, el más seguro y poderoso de los refugios. Es que Juan nos representaba a todos: Joannes enim nos omnes repraesentabat" (Commentar. in Joan. XIX, 27).
     He aquí por qué el P. De Ligny, en su Vida de Cristo, no ha temido dejar escrito lo.siguiente: "Los intrérpretes dicen que San Juan representaba aquí a todos los fieles, y que, adoptándole a él, María nos adoptó a todos. De aquí han tomado ocasión los panegiristas de María para decir que el Padre Eterno, después de haber querido que fuese Madre de su Hijo único, ha querido también que lo fuese de todos los que, por el carácter de la adopción divina, son hijos suyos, y que la maternidad en María no tuviese más límites que la paternidad de Dios mismo" (
2e p., c. 68).
     Más sorprendente aún es el acuerdo de todos los autores que se han dedicado de un modo especial a narrar la vida del Salvador. Aquí también debemos limitarnos. Dejando, por consiguiente, al lector el cuidado de consultar las obras más recientes, como las de monseñor Masta'i-Ferreti, de Le Camus, del P. Finetti y tantas otras, daremos solamente un testimonio: es el de Ludolfo Cartujano; merece tanta más consideración, cuanto que, por una parte, es más antiguo, y por otra, se apoya en la autoridad del célebre Hugo de San Víctor. "Por esta doble recomendación —dice el devoto Ludolfo— hay que entender que no es sólo Juan su discípulo, sino toda la Iglesia, y cada fiel en particular, quienes en la persona de San Juan fueron confiados a la Virgen Santísima...: de suerte que Ella debe tenernos por hijos suyos, amarnos y procurar nuestro bien con un afecto maternal; y nosotros, por nuestra parte, debemos también mirarla como una Madre soberanamente amable, y amarla siempre y honrarla sobre todas las cosas después de Dios. Por esto ha dicho Hugo de San Víctor que el pasaje del Evangelio donde se dice: "He aquí a tu Madre", nos enseña que María no ha sido dada únicamente a Juan por Madre, sino también a toda la Iglesia y a todos los pecadores..." (
Vita J. Christi, II p.. e. 63. n. 35).
     ¿Quiérese saber ahora lo que han pensado los teólogos? Si no se tratase más que de los de nuestros tiempos y de los que no han querido callar sobre las grandezas de la Madre, escribiendo sobre la Encarnación del Hijo, diríamos con gusto solamente esto: Abrid sus obras, y decidme quién de ellos es el que no nos ve a todos en la persona de Juan, recibiendo bajo la Cruz a la Madre de Jesús por nuestra propia madre
.
     Pero no es ahora, en nuestros días, cuando los teólogos han comenzado a dar su voto a la interpretación tradicional. En los siglos antecedentes hallaréis muchos que se han adelantado, tales como los Padres De Rhodes y Teófilo Raynaud, de la Compañía de Jesús; Contenson, entre los Dominicos; Novati, de los clérigos regulares; Abellvy, doctor de la Sorbona; Sedlmayer, entre los Benedictinos. Más allá todavía, antes de aparecer la Escolástica, hombres cuyas obras atestiguan una ciencia sagrada poco común tuvieron el mismo sentir. Mencionemos, entre otros, al abad Gerhohe, sabio canónigo regular de San Agustín: "Entre todas las esposas de Cristo, la Virgen María tiene el primer lugar, y lo tendrá siempre... ¿No está Ella, después de Cristo, su divino Hijo, en la base y principio de la Santa Iglesia, por su título de Madre de los Apóstoles, de esos Apóstoles a uno de los cuales fué dicho: "He aquí a tu Madre"? Ahora bien: lo que dijo Cristo a uno de ellos podía decirlo a todos los santos Apóstoles, padres de la nueva Iglesia, y porque Cristo pidió que todos los que creyesen en Él por la palabra de ellos fuesen unos (
Joan.. XVII, 25); pertenece, por consiguiente, a todos los fieles que de todo corazón aman a Cristo lo que fué dicho al más amado entre los fieles de Cristo. A todos, en efecto, engendró esta bendita Madre al pie de la Cruz... No es, pues, una vana confianza la que nos mueve, no solamente a decirle: "Salve, Estrella del mar, augusta Madre de Dios", sino también a clamar diciendo: Monstra te esse matrem, "Muestra que eres Madre." ¿No tiene, acaso, doble maternidad: una por haber engendrado al Unigénito sin dolor, y otra por la cual dió a luz para Ella misma y para este Unigénito un gran número de hijos, entre increíbles angustias y mortales tristezas?". (De gloria et honore Filii hominis c. 10)
     Después del abad Gerhohe véase al autor del Tratado sobre la concepción de la bienaventurada Virgen María, que, si no es San Anselmo, como parece, es casi contemporáneo suyo. Se dirige a la Madre de Dios, en forma de oración: "¡Oh, Señora nuestra!, si tu Hijo se ha convertido por Ti en Hermano nuestro, ¿no has sido Tú hecha nuestra Madre por Él? En efecto; ¿no dijo Él a San Juan, cuando por nosotros sufría la muerte de cruz, pero a Juan, que nos comprendía a todos en su persona. Joanni nec aliud quam nos in natura suae conditionis habenti: "He aquí a tu Madre"? ¡Oh, pecador!, alégrate, estrmécete de alegría. Ya no tienes motivo de desesperarte, ni de temblar: tu juicio, tu sentencia, están en manos de tu Hermano y de tu Madre. Por consiguiente, no cierres los oídos de tu corazón a sus consejos" (
Tract de Concept. B. Mariae, n. 33. P. L. CLIX).
     La teología de los simples fieles es el Catecismo. En él todo debe ser elemental, substancial, alejado tanto de los puntos de controversia como de especulaciones elevadas. Si, pues, la interpretación que intentamos fundamentar ha entrado en el Catecismo, es fuerza que se la tenga por muy cierta y muy clara.      Ahora bien: la hallamos en él, y con frecuencia. En nuestros días es cuando se ha vulgarizado; pero tiene precedentes. No hablaremos, sino para nombrarlo, del Catecismo, tan estimado generalmente, del P. Bougeant (
Exposition de la doctrine chet., I. p , s. 2, c. 17, t. I. p. 148). Preferimos llamar la atención sobre otro Catecismo, cuyo autor, por su afición a los jansenistas, es decir, a hombres demasiado inclinados a disminuir el culto de la Madre de Dios, tiene más autoridad en la cuestión presente. Ahora bien: véase lo que se dice en ese Catecismo, generalmente llamado de Montpeller: "Por estas palabras ("He aquí tu hijo") parece que Cristo designó a todos los cristianos, que deben tener a la Virgen por Madre, puesto que tienen a Jesús, su Hijo, por Hermano".
     ¿Abordaremos ahora las obras ascéticas: Meditaciones sobre los misterios de Nuestro Señor, Consideraciones sobre el Rosario, obras especiales que tratan de la bienaventurada Virgen María, de sus grandezas y de su culto; historias que cuentan su vida, sermones compuestos para cada una de sus fiestas y cada uno de sus privilegios de gracia y de gloria? Habría en todo esto materia para volúmenes enteros, aunque nos ciñésemos solamente al asunto particular que nos ocupa. Lo repetimos: no podemos ni queremos hacer comparecer tantos testigos ante nuestros lectores. Sin embargo, será, según creemos, un consuelo para ellos el saber, en este particular, que el jansenismo no pudo hacer olvidar la maternidad espiritual de María, ni siquiera desconocer la divina promulgación de ella. Por esta razón, dejando a los otros, daremos la palabra a dos de sus amigos más notables.
     Será el primero el director titulado de Port Royal, M. Singlin. Después de haber exaltado la obediencia incomparable de María ofreciendo a Dios como víctima a su Hijo, que por su fe mereció concebir en sus castas entrañas. Singlin prosigue: "Jesús, por consiguiente, viendo a su Madre y al discípulo que amaba al pie de la Cruz, dijo a su Madre: "Mujer, he aquí tu hijo." Y dijo al discípulo: "He aquí a tu Madre." Parece que por estas palabras quiso Cristo recompensar la caridad con la cual María lo había ofrecido voluntariamente sobre la Cruz por la salud de los hombres. Porque San Juan, teniendo allí el lugar de todos los fieles cristianos, cuando Cristo se lo dió por hijo, le dió en su persona todos los fieles; y dándola a Juan por Madre obliga a todos los fieles cristianos a reconocerla por tal.
     "Así como Jesucristo, dando su vida por la Redención del mundo, ha sido hecho, por su muerte, el Padre de todos los fieles, según las palabras del Profeta: "Si diere su vida por la expiación del pecado, verá salir de Él una numerosa generación de hijos"
(Isa., LIII, 20), de igual modo la Virgen, habiendo ofrecido en espíritu este mismo Hijo por los pecados de los hombres, ha merecido ser la Madre de los hijos de Cristo que nacerán en la Iglesia hasta el fin de los siglos.
"Este debe ser el fundamento de nuestra devoción a la Santísima Virgen. Debemos considerar que Jesucristo nos ha dado a Ella para que seamos sus hijos: Mulier ecce filius tuus; y nos la ha dado a nosotros para que sea nuestra Madre: Ecce Mater tua"
(
Instruct. chrét. sur les Mysteres de N. S. J. C... Instr. pour le Vendredi Saint, 3 parole, t. II, pp. 183, 184).     En otro lugar, volviendo al mismo asunto, para mostrar cómo la Santísima Virgen, siendo Madre común de los fieles y de la Iglesia, llena su misión de Madre, hace esta notable observación: "Aunque fué una gloria particular para San Juan y una recompensa de aquel gran amor que Cristo le tenía y que él tenía a Cristo el haber sido dado por hijo a la Virgen, sin embargo, como todas las acciones del Hijo de Dios han sido misteriosas y una figura de lo que debía ocurrir en su Iglesia, es indudable que San Juan fué dado entonces a María por hijo porque era imagen de todos los fieles que en la serie de los tiempos debían ser discípulos del Salvador.
     "Por esto, cuando el Hijo de Dios dijo a la Virgen estas palabras: "Mujer, he aquí a tu hijo", le señaló que todos sus hijos y amados discípulos, de los cuales era San Juan una excelente imagen, serían verdaderamente sus hijos también, y Ella sería Madre de ellos, como lo había sido suya" (
Instruct. chrét. sur les Mystéres de N. S. J. C... 7 Instruct. pour l'Assompt., t. V. página 191 y sigs.).     Nicole, un doctor aún más conocido de Port Royal, expresa más de una vez ideas semejantes: "Jesucristo —dice, hablando de la Pasión— da San Juan a María, y en la persona de San Juan le da toda la Iglesia y le establece como Madre de ella, cubriendo así, bajo un deber de piedad común, la gloria eminente de la Santísima Virgen, que es ser Madre de toda la congregación de los elegidos" (Instruct. théol. et morales sur le symbole 5e instruct., c. 2. t. II, P, 313 (París, 1740); col. Continuat. des Essais. J. C. élevé sur la Croix, § 3, t. XIII, pp. 431, 432).
     ¿Qué necesidad hay ya, después de testimonios tan formales y sacados de tales textos, de acudir a los maestros de la doctrina espiritual, tales como los Padres Alvarez de Paz, Lapuente, Juan de Avila, Taulero, Abelly, Segneri, Spinelli, Tomás de Jesús, sin hablar de Faber, Nouet, Muzzarelli, Scribani, Boudon, Gibieuf, Gay, Pavy, que todos unánimes, con un mismo corazón, atestiguan la promulgación de la maternidad de gracia en el testamento de nuestro Señor?
     ¡Cuántos nombres tendríamos que citar si fuéramos a traer aquí también a los predicadores y oradores! Recordemos, al menos, al mayor de todos, Bossuet, porque claramente se complace en insistir sobre estas ideas: tan convencido está de su verdad, tan propia la juzga para encariñarnos con el culto filial a María: "En esta última desgracia, todos los otros discípulos lo han abandonado; no le queda más que Juan, su muy amado; de tal modo, que hoy lo considero como un hombre que representa a todos los fieles; y, por tanto, debemos estar dispuestos a aplicarnos todos lo que toca a su persona. Veo, ¡oh, Salvador mío!, que le das tu Madre, y en seguida toma posesión de Ella como de un bien suyo. Et sex illa hora accepit eam discipulus in sua. Oigamos esto, cristianos. Sin duda tenemos una buena parte en este piadoso legado; es a nosotros a quien el Hijo de Dios da la bienaventurada María, al mismo tiempo que se la da a su discípulo querido. He aquí esta misteriosa cláusula del testamento de mi Maestro, que he creído necesario relataros para que sea el asunto de nuestro coloquio..." (
2 serm. pour le Vendredi de la Sem. de Passion. Exorde. Véase también: Précis d'un sermón pour la Nativ. de la Sainte Vierge (éd. Lachat, t. XI, p. 129) ; idem ibid., p. 97, en note. etc.).
     ¿Queréis, en fin, conocer lo que piensan los maestros de la Liturgia? Abrid las Instituciones litúrgicas de D. Guéranger. El sabio benedictino os hablará como todos los que hasta ahora hemos escuchado (
l'Année Liturg., vendredi de la sem. de Passion...). Quizá, si fuese necesario, os recuerde los himnos de la Edad Media, porque desde esta época se cantaba en la Iglesia el testamento que nos ha dado a María por Madre; testigo, la estrofa de una antigua Secuencia para la Compasión de la Santísima Virgen: "Da su Madre al discípulo, y es un gran misterio; bajo el nombre de Juan, todo fiel es comprendido".

"Gaude, turba fidelium. 
Mentís colens martyrium, 
Ejus quae dedit Filium 
in mortem pro miseria... 

 Datur mater discípulo 
Oum máximo mysterio; 
Joannis sub vocabulo 
Quivis venit fidelis. 

Gratias tibi, Domina 
Quae mater es facta nostra, 
Sub cruce salutífera 
Filio cooperans." 

 Himni latini mediac aetatis, p. 94, n. 152. Gall. Morel (1868). 

     Testigos también, estas otras estrofas del himno de Maitines para la misma fiesta: "Por el misterio de la Cruz ha sido hecha Madre de todos aquellos de quienes el Hijo, por el mérito de su muerte, es el Padre. Esto significa la recomendación por la cual Dios encomendó su Madre al discípulo, y el discípulo a su Madre".
"Congaudentes congaudete, 
Adoptionis filii, 
Et gementes condolete 
Sanctae Dei genitrici. 
Nam crucis per mysterium 
Cunctis et effecta mater, 
Quibus per mortis meritum 
Filius factus est pater. 
Hoc illa commendatio 
Vult quam Deus tune fecit 
Quando Matrem discípulo, 
Ipsum Matri commisit."

Fr. Jos. Mone, Hymni latini medii aevi, t. II, p. 146, n. 1.

     III. Hasta ahora nos hemos limitado al segundo período, que va del siglo XII a los tiempos actuales. En el mismo punto de partida hallamos como testigos de nuestra interpretación a varios escritores conocidos por sus excelentes obras. Hay que citar con ellos al célebre abad Ruperto. Hasta se ha pretendido que fué el primer autor que vió en las palabras de Jesús agonizante una promulgación auténtica de la maternidad espiritual de María. Ignoramos si habría que poner antes de él al abad Gerhohe y el Tratado sobre la concepción de la bienaventurada Virgen María. Sea como quiera, puédense hallar autores que se le han adelantado; por lo menos en Oriente.
     Primero, en el siglo IX, Jorge, Metropolitano de Nicomedia; pues he aquí en qué términos parafraseaba las palabras de Cristo, en un sermón sobre la Virgen al pie de la Cruz: "Mujer —dijo Jesús a María—, he aquí tu hijo. Bien sabéis, sobre todo vosotros, que lo habéis experimentado, la emoción que producen semejantes recomendaciones, salidas de labios de un moribundo; cómo se estremecen hasta las entrañas, y qué dolor causan. Aquel a quien hasta entonces se rodeaba de cariño, con el cual era tan dulce la vida, se va para siempre; hay que reemplazarlo por otro, y es casi un desconocido el que le sucede. He aquí tu hijo. En cuanto a mí, es cierto que me quedo contigo por mi divinidad, conservando mi filial solicitud; pero he aquí que te doy a mi discípulo amado para que cumpla contigo los deberes de piedad que reclama el título de Madre... Tuyo es este amigo que ha reposado sobre mi pecho; que sea el consuelo de tu corazón afligido. Tú ocuparás mi lugar cerca de él y de sus compañeros. Porque con él y en él te confío mis otros discípulos... Sé para ellos lo que son las madres para sus hijos, o, mejor, lo que era yo mismo en el tiempo de mi presencia sensible. Ellos, a su vez, serán para ti hijos sumisos. Te darán el honor debido a la Madre de su Señor, a Aquella por la cual he venido a ellos, a la Mediadora que les conseguirá siempre un fácil acceso para llegar a Mí.
     "Despues de haber así apostrofado dulcemente a su Madre, Jesús se dirige al discípulo. He aquí —dice— a tu Madre. ¡Qué excesivo honor para él! ¡Qué herencia, más preciosa que todas las riquezas del mundo! ¡Qué gracia más excelsa para el dichoso Evangelista el ser llamado desde entonces hermano del Autor de todas las cosas, y poseer en calidad de hijo a la Soberana de toda criatura! —He aquí a tu Madre. Te la confío; ocupa mi lugar junto a Ella... Cumple con Ella los deberes de hijo, y respétala como a Madre de tu Señor y Maestro. Por mi divinidad siempre le estaré presente; que sienta Ella de parte tuya la solicitud más tierna y compasiva... La hago Madre y Maestra, no solamente tuya, sino también de todos mis demás discípulos; que sea vuestra guía y que goce del honor y prerrogativas de una Madre. Os he dicho, es cierto, que a nadie llaméis Padre en la tierra
(
Matth., XXIII, 9); y, sin embargo, es mi voluntad que veneréis como Madre y que honréis con este título a la que ha sido para mí un tabernáculo más alto que los cielos... He aquí —termina el autor— el testamento del Señor" (41).     Este discurso del metropolitano de Nicomedia nos ofrece todas las ideas contenidas en nuestro libro tercero sobre la presencia y las funciones de la Virgen María en el Calvario: su ofrenda, su firmeza inquebrantable, su martirio y los frutos de salvación que se reproducen con su concurso.
     He aquí, primero, la ofrenda, y el consentimiento dado por la Virgen al sacrificio del Señor: "¡Oh Hijo mío! ¡Ojalá permitiese tu Padre que yo tomase sobre mí todos tus tormentos!... Pero, ve, sin embargo; cumple el inefable misterio de la economía de la salvación. Ve. Tú, que eres para mí más caro que todos los bienes; ve y merece con tu muerte la gloria que te está reservada" (P. G., c. 1472, 1473). Así hace hablar Jorge a María al empezar la vía dolorosa. Escuchad lo que pone en sus labios, una vez consumado el sacrificio: "Cumplido está este misterio predefinido antes de todos los siglos; tu economía de misericordia está terminada. Contemplo con mis propios ojos tus inenarrables sufrimientos... Tengo y abrazo el cuerpo inanimado del Autor de la Vida; de Aquel mismo que me ha conservado a mí misma la vida entre tantas angustias" (Ibid., 1488).
     Veamos ahora las descripciones de los dolores y de la firmeza de María, que ya nos han dejado trazadas los latinos: "María, sin duda, estaba inexpungnable y era superior a todas las impresiones de la naturaleza; a pesar de que el incomparable amor que tenía a su Hijo y la impía ferocidad de los insensatos perseguidores de Cristo le causaban en el corazón un sufrimiento intolerable. En la crucifixión, sobre todo, sobrepujó su dolor a todo límite; todos los golpes que recibía la santa Víctima repercutían con violencia en sus maternales entrañas" (Ibid., 1465, 1468). "No; jamás los tormentos de los mártires, con todos sus instrumentos de tortura inventados por el arte de sus verdugos, hubieran hecho sufrir a la Virgen Santísima en su alma lo que le hicieron padecer los inexpresables dolores de su Hijo y de su Dios. Nunca pudiera esta alma desgarrada por tantas angustias permanecer en el cuerpo, si Él mismo que estaba sufriendo no la hubiese fortificado en aquella prueba mortal" (Ibid., 1477). 

     La peroración del autor es un apostrofe al Hijo, que muestra muy bien el oficio ministerial de la Madre: "¡Oh Señor mío!, beso esta Cruz por la cual habéis exterminado mi culpa... Beso vuestros clavos y vuestros miembros atravesados con ellos por mi libertad... Beso las manos de vuestra Madre: porque Ella sola os ha prestado su ministerio en la obra de la salud. Ella es la que en otro tiempo oe dió a luz, y Ella también quien hoy preside a vuestro entierro. Ella sola recoge vuestra sangre, y cubre con un sudario vuestro cuerpo inmaculado. De todo mi corazón le rindo la gloria que merece por haber sido Ella sola vuestra compañera en vuestra salutífera Pasión, la Mensajera de esta inmensa gracia y de la inmortalidad, la Mediadora de vuestra divina glorificación" (Ibid., 1489). Así hablaba de María este antiguo Obispo. ¿Quién se asombrará después de esto, de oírle afirmar que María fué proclamada Madre nuestra al pie de la Cruz?

     ¿Será temeridad el sospechar una alusión, más o menos directa, a la escena del Calvario en las palabras que pone San Juan Damasceno en boca de los Apóstoles ante la Virgen moribunda?: "Quédate con nosotros, Tú, que eres nuestra consoladora —le dicen—; Tú, que eres nuestro común refugio. No nos dejes huérfanos a nosotros, expuestos a tantos peligros por el nombre del amabilísimo y misericordiosísimo Hijo de quien eres la Madre... Vivir contigo es una felicidad; una felicidad también morir contigo. Pero, ¿para qué hablamos de muerte? Para Ti, morir es vivir, y vivir con una vida más excelente." Después de la voz de los hijos, oigamos la de la Madre; es una ardiente oración que le dirige a su Primogénito: "Hijo mío, en tus manos encomiendo mi alma... A Ti te confío mi cuerpo, y no a la tierra... Te suplico que consueles de mi ausencia a mis muy queridos hijos, que te has dignado Tú mismo llamar hermanos. Mientras que yo extiendo sobre ellos mis manos desfallecidas, cólmalos Tú mismo de nuevas bendiciones" (hom. 2 in Dormit. B. V. Deip., n. 8, 10. P. G. XCVI, 733. sq.).
     ¿Cuáles son los hijos que Cristo llama sus hermanos? Todos sus fieles, y, por consiguiente, son ellos todos los que María, en la persona de sus Apóstoles, llama mis muy queridos hijos.
     Si de San Juan Damasceno, es decir, de la primera mitad del siglo VIII nos remontamos hasta fines del III, podremos recoger un testimonio aún más formal en los escritos de Orígenes: "Nadie —dice este célebre intérprete— puede tener la inteligencia del Evangelio dejado a la Iglesia por San Juan, si no ha reposado, como él, sobre el pecho de Jesús y recibido a María por Madre. Puesto que debe ser como otro Juan, debe también ser, como Juan, proclamado Jesús por Jesús. Cualquiera que considere a María según verdad, verá que no ha tenido más Hijo que Jesús. Por consiguiente, cuando Jesús dice a María: "He aquí tu hijo", y no: "Este es también tu hijo", es como si dijese: "He aquí el Jesús, de quien eres la Madre"; porque todo el que es del número de los perfectos no vive por sí mismo, sino que Cristo vive en él. Ahora bien; porque Cristo vive en él, se dice de él a María: "He aquí tu Cristo, tu Hijo" (
Praefatio in Evang. Joan. P. G., XIV, 31).
     Notémosle bien. Orígenes, en este párrafo, habla de Juan como de los otros fieles de Cristo; lo que dice lo aplica a éstos como a aquél. Cristo señala el discípulo a María como su hijo, porque viviendo en él Cristo, y él viviendo en Cristo, él mismo es Cristo.  Por consiguiente, siendo esto mismo privilegio de todos los justos, sigúese, según el pensamiento de Orígenes, que Cristo, mostrándolo a su Madre, dice de él, como de Juan: "Desde ahora, en virtud del precio de mi sangre, he aquí a tu hijo." Hermosa, consoladora y muy verdadera doctrina es la que nos enseña, después del gran Apóstol, San Agustín, su fiel intérprete. Somos menos los hijos de Dios que el Hijo de Dios, porque la gracia que nos hace hijos nos incorpora con Cristo, con Cristo entero o total, según la expresión magnífica del gran Obispo de Hipona. Por consiguiente, en el orden actual es una misma cosa para nosotros el ser hijos de Dios y ser hijos de María, porque una y otra cualidad, para ser completas, suponen la incorporación con Cristo, Hijo del Padre e Hijo de María, y esta Señora, recibiéndonos como suyos por la donación de Jesús, no tiene más que un Hijo, aunque sus hijos, mirando la personalidad natural y física, sean innumerables, y esto es lo que resalta del texto de Orígenes y lo que hace que este texto sea una confirmación de la interpretación tradicional.


J.B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS Y MADRE DE LOS HOMBRES

No hay comentarios: