Los católicos decís que vuestra Iglesia es la única apostólica. Nosotros creemos que es una corrupción de la Iglesia primitiva, y que Lutero, al poner de nuevo la Biblia en nuestras manos, restituyó a la Iglesia su primitiva pureza. ¿No se puede llamar con toda verdad sucesor legítimo de los apóstoles aquel que profesa el Credo, predica a Cristo y ama con caridad cristiana a sus hermanos?
Ya hemos respondido en varias preguntas de este libro a la objeción sobre la interpretación privada de la Biblia, que es el origen de las sectas y divisiones y lleva directamente al indiferentismo religioso y a la incredulidad. Sostener, como sostienen los protestantes modernos, que la revelación divina se transmite por testigos puramente humanos, sin más autoridad que la destreza natural de que están dotados, es, por no decir otra cosa, ridículo, echa por tierra toda certeza en materias religiosas. Un simple mortal no es sucesor de los apóstoles sólo porque sabe mucho, o porque profesa su Credo, o porque tiene entrañas de caridad para con el prójimo. Apostolicidad dice más que eso. Llamamos apostólica a la Iglesia que establecieron los apóstoles por mandato de Jesucristo, bajo la supremacía de Pedro. Jesucristo mismo escogió doce apóstoles, hizo a Pedro jefe del grupo y les confió la tarea de predicar a todas las gentes hasta el fin del mundo. No habían de predicar más que lo que El les había encomendado; y para que cumpliesen mejor este cometido, los dotó de infalibilidad y les prometió su asistencia continua (Mat 4, 18-22; 16, 18; 28, 18; Luc 22, 31; Juan 14, 16; 21, 15-17). La verdadera Iglesia es apostólica en origen, doctrina y culto. Es menester que, a contar desde los días de los apóstoles hasta los nuestros, no haya habido en ella interrupción alguna en la sucesión de los pastores que han de apacentar el rebaño de Cristo. Antes que el Señor comisionase a los apóstoles para esta empresa sublime, declaró que había sido enviado por su Padre: «Como el Padre me envió, así os envío Yo» (Juan 21, 21). «Las obras que hago dan testimonio de que el Padre me ha enviado» (Juan, 5, 36). «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y enseñad a todas las naciones» (Mat 28, 18-19). Por donde se ve que ningún individuo tiene derecho a hacerse sucesor de los apóstoles; tiene que ser «enviado» o «comisionado» por divina autoridad. «¿Cómo van a predicar—pregunta San Pablo—si no son enviados?» (Rom 10, 15).
Supongamos que un labrador muy rico hace un contrato con doce obreros para que éstos le recojan toda la cosecha del verano. Es evidente que esos doce obreros pueden ajustar otros trabajadores para que los ayuden en la recolección de las mieses. También es evidente que ningún advenedizo tiene derecho a meter allí la hoz y esperar salarios si primero no ha sido ajustado por uno de los doce o por otro designado por éstos. Pues esto es lo que ha hecho el Señor de la mies. Jesucristo confió a sus apóstoles y a sus sucesores legítimos la recolección de la mies por todo el mundo hasta el fin de los siglos. Los que no son sucesores legítimos, son intrusos y usurpadores; carecen de jurisdicción. O como dijo el mismo Jesucristo: «El que entra en el aprisco, no por la puerta, sino saltando por otra parte, ése es ratero y ladrón» (Juan 10, 1). Apostolicidad en cuanto al origen equivale a apostolicidad de doctrina. La iglesia no puede cambiar ni corromperse, pues Jesucristo prometió formalmente preservarla inmune de todo error: «Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.» «Yo estoy siempre con vosotros» (Mat 16, 18; 28, 20). «El Espíritu Santo vivirá con vosotros eternamente» (Juan 14, 16). Nótese que Cristo nunca dijo que la Biblia contuviese toda su divina revelación, ni que su Evangelio fuese susceptible de internaciones o privadas interpretaciones. Apelar, pues, en este punto a la Biblia, es dar palos de ciego. Apostolicidad en cuanto al culto y ministerio, implica autoridad para enseñar, gobernar y santificar, como se nos ha venido transmitiendo desde los apóstoles. Puede uno estar válidamente ordenado y no ser sucesor legítimo de los apóstoles, porque las órdenes pueden ser conferidas por un hereje o un cismático. A la validez de las órdenes debe acompañar legítima jurisdicción, que sólo se comunica a los que están unidos con la cabeza del Colegio Apostólico, la sede de Pedro. La única Iglesia cuyo origen no se ha debido a ninguna ruptura con el pasado de la Iglesia católica. Las Iglesias orientales rompieron con el pasado y perdieron la sucesión apostólica cuando Cerulario fue excomulgado por los legados pontificios. Los protestantes del continente europeo se separaron de la Iglesia apostólica cuando Lutero se rebeló en 1520, y los protestantes ingleses en 1559, cuando el Estado nombró a Parker primer arzobispo protestante de Cantorbery.
La sucesión ininterrumpida desde los apóstoles era el argumento Aquiles de que se valían los Padres primitivos para distinguir la verdadera Iglesia de las falsas. Ya en el siglo II manejaban este argumento Hegesipo de Siria e Ireneo, obispo de Lyon. Dice este último: «Como seria largo enumerar aquí la lista de obispos que sucesivamente han ocupado las sillas de los primeros obispos que ordenaron los apóstoles, baste citar la silla de Roma, la mayor y más antigua de las Iglesias, conocida en todas partes y fundada por los gloriosos apóstoles San Pedro y San Pablo» (Adv Her 3, 3).
¿No son la Iglesia anglicana actual y sus sectas continuación de la Iglesia que existía en Inglaterra antes de la Reforma? ¿No es cierto que los reyes y obispos ingleses anteriores a la Reforma negaron repetidas veces la supremacía del Papa? ¿Qué hicieron, si no, los reyes Guillermo "el Conquistador", Eduardo III y el obispo Grosseteste?
Esta famosa teoría de la continuidad es un mito. La Iglesia anglicana, establecida en aquel reino por la reina Isabel, difiere totalmente de la Iglesia católica en gobierno, doctrina y culto. Tampoco es cierto que hubiese reyes y obispos que negaron la supremacía del Papa antes de la Reforma. Los arzobispos de Cantorbery, que eran los primados, nunca tomaron posesión de su sede hasta que su nombramiento había sido aprobado en Roma, y en la mayoría de los casos eran nombrados directamente por el Papa. Las desavenencias que a veces ocurrían entre los reyes ingleses anteriores a la Reforma y los Papas, debían su origen a cuestiones puramente temporales, no espirituales. Así, por ejemplo, Guillermo el Conquistador, aunque reconocía sin reparos la supremacía de Gregorio VII (1073-1085), rehusaba y con razón, ser considerado como un señor feudal del papado. La ley que dio Eduardo III, en 1351, regulando la adquisición de beneficios eclesiásticos, no tiene nada que ver con la soberanía del Papa en materias espirituales; fue, simplemente, una protesta contra los abusos causados por la multitud de sacerdotes extranjeros que acudían al Papa en demanda de prebendas y beneficios eclesiásticos en las iglesias de Inglaterra. Esta se oponía al río de oro que salía de la isla para pagar dignatarios eclesiásticos que ni siquiera eran subditos ingleses. Pero jamás se discutió la soberanía del Papa. Dígase lo mismo del obispo Inglés Roberto Grosseteste. Este prelado fue defensor acérrimo de la jurisdicción suprema del Romano Pontífice. He aquí lo que escribía uno de los notarios del Papa en Inglaterra: "Bien sabe usted que obedezco los mandatos apostólicos con filial afecto, devoción y reverencia, y que hago frente a todo lo que me salga al paso en el cumplimiento de dichos mandatos.» Luego se queja de que hayan dado un beneficio eclesiástico en su diócesis a un clérigo inepto. Y de esta queja justísima sacan partido los enemigos de la Iglesia, como si quejarse de la donación de una prebenda fuese negar la supremacía del Papa. Desde el siglo VI al XVI la Iglesia católica floreció en Inglaterra con un brillo y esplendor que no sobrepujaron las demás naciones de la cristiandad.
El primero que en Inglaterra negó formalmente la supremacía del Papa fue Enrique VIII, el Tudor déspota e inmoral, que viendo frustradas sus esperanzas de que el Papa Clemente VII le anulase su matrimonio válido con Catalina de Aragón, negó la obediencia a Roma (1533) y se casó con la dama de palacio Ana Bolena. Para juzgar de la moralidad de este rey, baste decir que de las seis mujeres que tuvo degolló a dos y se divorció de cuatro. En 1534, el Parlamento le declaró "cabeza suprema en la tierra de la Iglesia de Inglaterra". En 1550, el primado Crammer, protestante, publicó un nuevo ritual para conferir Ordenes, en el cual se excluía de propósito la capacidad de ofrecer el santo sacrificio de la misa. En la Bula que escribió León XIII negando la validez de las Ordenes anglicanas, se dice, entre otras cosas, que «cuando se cambia el rito de modo que el sacramento del Orden queda adulterado y rechazado, y toda idea de consagración y sacrificio borrada y excluida, la fórmula "recibe el Espíritu Santo" no tiene valor alguno..., quedando reducida a meras palabras". Durante el reinado de María (1553-1558) se restablecieron de nuevo las relaciones con la Santa Sese; pero el advenimiento de Isabel se rompieron otra vez al nombrarla el Parlamento "Cabeza suprema de lo temporal y de lo espiritual". En 1559 se destruyeron los altares de las Iglesias, y la Misa quedaba oficilamente prohibida. Con este acto tiránico se puso fin a la sucesión apostólica en la Iglesia oficial de Inglaterra.
BIBLIOGRAFIA
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Eyzaguirre, El catolicismo en presencia de sus disidentes.
Huby, Historia de las religiones.
Manna, La conversión del mundo infiel.
M. Y. Escalante, Manual de Misionologia.
Montalban, El universalismo inicial en la Iglesia naciente.
Ramírez, Fuerza del catolicismo en su primera extensión geográfica.
1 comentario:
Hwenry VIII Tudor de Inglaterra es la espina que el diabólico papa no ha podido sacarse. JIJI :P
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